EL
ARGENTINO QUE PUSO A HACER YOGA A LOS PRESOS MÁS PELIGROSOS
Ismael
Mastrini logró que en Argentina pasen sus días sin el peso del odio y el
rencor. Está en Colombia compartiendo su experiencia
Por Pacho Escobar
Los 24 presos están tirados en el piso. Es el pabellón de máxima
seguridad del centro penitenciario de San Martín. Es la cárcel más peligrosa de
la provincia de Buenos Aires (Argentina). Los consideran los hombres más difíciles
de aquel lugar sombrío. Todos están boca abajo. Algunos están ahí por haber asesinado
a alguien, otros por haber dirigido las bandas delincuenciales más bastas de esa
ciudad, un par de ellos llevan la mitad de sus vidas allí y -por tal- en la reclusión
les tienen respeto, peor aún, pánico. Respiran.
Todos inhalan grandes bocanadas de aire, las retienen por unos
segundos en su diafragma y exhalan. Los guardianes que los vigilan escuchan lo obvio,
el bullicio de la gran jaula de muros, alambres de púas, candados y rejas, pero
los 24 hombres que están tirados en aquel patio solo escuchan su respiración. Algunos
ya han llegado al punto de encontrarse con ellos mismos, con su paz. Aquel estado
ajeno, desconocido, paradójicamente por un momento da miedo; tanto, que algunos
ni se dan cuenta que están llorando a cantaros, aunque lo hacen en silencio. Entonces
llega la paz en toda su expresión. ¿Pero que es esa categoría llamada paz?: es estar
livianos, es no sentir pianos encima, no sentir culpas, no tener rencores, no sentir
rivalidades, menos inferioridades, es perdonarse y saber que se puede vivir sin
enterrar puñales, sin pegar tiros, sin quitar carteras. Es respirar.
Junto a ellos está un hombre que cuando se le escucha hablar,
alivia los días. Se llama Ismael Mastrini, tiene 75 años, es abogado, pero ahora
es maestro de yoga, aunque no le gusta ni que le llamen maestro ni hablar con propiedad
de este arte tan milenario. De ser uno de los mejores abogados de divorcios, tener
un bufet con varios empleados, cobrar por dividir bienes pasó a estar en la otra
orilla, la de juntar personas y hacerles vivir alegrías, felicidad, quizás amor.
Cuando era pequeño una escena lo marcó. Su papá le había regalado
un caballo y lo quería tanto que jugaba con él como si fuera un animal doméstico.
No sabe quién se quería robar la hermosa yegua, el animal se resistió y recibió
una puñalada en el estómago. ‘Muñeca’ fue en búsqueda de Ismael y se le murió en
los brazos. Desde ese día supo lo que era ver sufrir y desfallecer a un ser vivo.
También sufrió los embates de los “NO”. Su educación la recibió de curas. Mastrini
quería escribir, eso era lo que lo llenaba, pero cada que pasaba un trabajo, le
decían que estaba mal y que ese: ¡NO era su camino! “Papá voy a ser escritor”, “NO”,
respondió el progenitor que era de pocas palabras, entonces el muchacho se inscribió
muy joven a la escuela de leyes, se graduó con excelentes notas llevó el cartón
a su casa, le cumplió a su padre y se fue en un barco de hippie. Eran los años sesenta.
La rebeldía pululaba en el planeta, vivió de cerca la Europa del 68, aunque cuando
vio una tienda del Ché Guevara en Inglaterra vendiendo jeans viejos al triple del
precio de los nuevos, supo que el consumismo estaba inmerso hasta en el más izquierdoso
de los mochileros.
Regresó a la Argentina, vendió jabones que pintaba él mismo
con tinta indeleble. Lo social lo perseguía, como sabía de leyes un día le llegó
un caso de un divorció y salió avante. Montó su propia firma, ganaba muy bien. Una
mañana se apareció la alegría con cara de tristeza y un hombre al lado en su despacho.
Era una pareja de jóvenes que querían separarse. Mastrini lo hizo, pero se enamoró
de la chica. El esposo se llevó los bienes y el abogado se quedó con la mujer. Compraron
una bella casa, tuvieron una hija, sembraron un árbol y cuando iban a escribir el
libro de la vida perfecta, el destino los lanzó al abismo de la infelicidad. La
mujer quedó en embarazo. ¡Era un varón!, el bebé nació y murió días más tarde. Lo
intentaron. Quedaron embarazados de una niña, pero Mastrini estaba infeliz, su vida
era una rueda donde el ratoncito siempre hacía lo mismo: desayunar, ir al laburo,
beber en la taberna para no llegar a casa temprano, volver ebrio y esperar el día
siguiente para hacer lo mismo. Su mujer no soportó más eso y tampoco trató de solucionarlo.
Se fue y con ella se fueron las ganas de vivir.
Mastrini, el abogado, el hombre de ‘la familia y vida perfecta’,
entró en una depresión tal que se sumió en la rabia, la altanería, los tragos, la
soledad. Uno de sus empleados iba a una juerga rara llamada El Arte de Vivir. “Y
vos para qué vas a esas pendejadas, che”, se le burlaba Mastrini en los supuestos
buenos tiempos. Vaya como es la boca. Mastrini no apareció por un par de días en
su oficina. Su amigo lo llamó preocupado. “No quiero levantarme. No quiero volver
a trabajar. No quiero seguir”, respondió el mejor abogado de divorcios de la Provincia
de Buenos Aires. “Ismael, y porque no vas conmigo hoy a una clase. Vamos, regálate
eso. Inténtalo, si no te gusta, qué puede pasar. Nada. Te regresas a tu casa y no
volvés a salir nunca más hasta que te dé la gana”. Pausado como siempre ha hablado,
Mastrini respondió: “No seas bo-lu-do”. Pero allá llegó. Era el año 2000 y el hombre
con cincuenta y pico de años pensaba que iba a morir infeliz. Triste. Solo.
Desde la primera bocana de aire que tomó en el primer ejercicio
de respiración; con los primeros silencios que escuchó. Sí, porque los silencios
también se escuchan. Uno se escucha; desde esa vez, nunca más dejó de asistir.
Curiosamente el laburo de los divorcios comenzó a decaer. Claro,
Mastrini había conocido el alivio, el perdón, el querer; y muchas veces lo que hacía
era que la gente no se divorciara. Cuando cobraba, le respondían: “Pero qué querés
que te pague, no ves que no nos hemos separado”. Ese era su pago. Un día del año
2008 se vio en la cárcel de San Martín, encerrado, rodeado de presos y acompañando
a su instructora de yoga a dar una clase. La secundó tan bien que a la mañana siguiente
el que empezó a dar el curso fue Mastrini. Lloró junto a los internos, el alma se
le alivianó y salió como quien sale con el premio mayor de la lotería trasladada
a su cuenta de banco. “Ismael, por qué no empezás a dar cursos. Ya llevas ocho años.
La gente te siente, asimila lo que trasmitís. Vos ya sos un gran guía”. Aceptó.
El hijo que perdió se convirtió en cientos de hijos. La familia
que se fue, regresó. Aunque no a la casa pero si a su vida. Dejo su oficina de abogados
por El Arte de Vivir, lo supo la semana que durmió cinco días con sus cuatro noches,
para compartir las horas entre 30 de los internos con más cargos y años de cárcel
de la ciudad. Los primeros días a los internos siempre les pasa lo mismo que él
vivió en su iniciación, por ello los entiende: comprende sus caras de asombro cuando
de entrada les da un abrazo y no un apretón de manos de esos que ponen distancias.
Ellos que esperan gritos y corrientazos, no lo abrazan enseguida pero cuando sienten
su energía, terminan por apretarle duro la espalda. Así lo ha contado Luis Alberto
Ríos, un excriminal, condenado por asesinato, quien pasó por las 53 penitenciarías
de su país. Es hombre que cuando entraba en un patio sus fanáticos comenzaban a
gritar: “¡Llegó angelito!, ¡llegó angelito! Llegó el peligro”. Ese bonaerense al
que todos le sentían pánico y que estaba aislado fue llamado por Ismael para tomar
un curso. Los carceleros no querían dejarlo asistir por sus antecedentes, sabían
que podía haber quilombo y hasta heridos. Ismael rogó y se comprometió en responder
por lo que hiciera Ángel.
Angelito fue a esa primera sesión por salir de la celda de aislamiento.
Cuando escuchaba a Mastrini hablar sobre meditar dos veces al día para sentirse
libres dentro de esa cárcel, pensaba que el viejo estaba loco, que todos estaban
locos de atar. Ángel recuerda que tal vez fue al tercer día que el abrazo del guía
lo sintió más sincero y que fue en ese trance de respiraciones profundas donde comenzó
a llorar como un niño, a sentir el cariño que no tuvo en su infancia y pesar menos
de la cuenta como si estuviera volando. “Solo los que practican yoga saben de lo
que hablo”, dice Angel, quien por resocialización salió de la cárcel, se graduó
de la secundaria, entró a la universidad a estudiar sociología y todos los semestres
pasó con un promedio de 9.50 sobre 10. Hoy solo la cicatriz que rodea la mitad de
su cara es el único recuerdo de haber sido infeliz.
Ismael Mastrini ha dictado cursos en más de 100 cárceles de
todo el continente. El patio con los hombres más peligrosos de la Argentina, la
unidad 48 de la cárcel San Martín, pasó de tener un promedio de cuatro asesinatos
al mes, a cero. A ninguno. Más de 10 mil personas entre hombres y mujeres han recibido
sus seminarios de silencio, meditación, respiración y amor. Incluso, Ezequiel, un
muchacho de 23 años que desde los 12 anduvo recorriendo correccionales hoy vive
en su casa, trabaja manejando coches y se está preparando para ser un instructor
más de la fundación sin ánimo de lucro El Arte de Vivir. Por lo pronto Mastrini
anda con una mochila en la espalda donde solo carga viento, como en los días que
quería ser hippie y feliz, pero con una misión a cuestas: el proyecto Prision Smart,
donde las bocanadas de aire liberan hasta en los más recónditos calabozos.
Noviembre 10, 2015
(Cortesía de Ismenia Yánez)
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