LA IMPORTANCIA DE LA
CASA, SEGÚN LIN YUTANG (VII)
En el llano,
del desierto seco y polvoriento pasamos sin transición, con el “invierno”, al
tremedal y el estero. Los llanos bajos se inundan en época de lluvias y la
fauna de los grandes ríos aprovecha para ingresar a estas sabanas inundadas. Al
caracterizar las aguas estancadas, Bachelard dice, hablando de Edgar Alan Poe,
que el contemplarlas es desanimarse, disolverse, morir. Recuerda el
fenomenólogo de la imaginación, que para Heráclito “el oscuro”, el agua era la
muerte misma. Baco (Dioniso) es llamado el señor de todas las humedades, y,
para Heráclito, Dioniso es otro nombre de Hades.
Sobre este
tipo de agua “muerta”, Enrique Bernardo Núñez escribió: “Desdeñaba al pasar el
agua verde, fangosa, dormida entre la vegetación, agua redonda que centellea en
la espesura como ojo de fiera en acecho.” (La
galera de Tiberio). Un poeta chino de la dinastía Tang, Chan Jian (Ch’ang
Chien), escribió estos versos: “Una diminuta barca que se deslizaba / a través
del lago / impulsada, como el humano destino, sobre / Un mundo de ocultos
peligros.”
Pero la
muerte que prefiguran las aguas estancadas en el llano tiene un simbolismo
redoblado por la naturaleza atroz que pulula en los esteros y caños: caimanes y
babas, anacondas, sierpes venenosas, pirañas (¡caribes!), tembladores y rayas,
infectan las aguas cenagosas. Leemos en Doña
Bárbara:
“Ya el estero está
lleno, porque el invierno se ha metido con fuerza. Un día asoma a flor de agua
la trompa negra de una baba. Ya aparecerán también los caimanes, pues los caños
se están llenando de prisa, y en la llanura por todas partes se va a todas
partes. Los caimanes también vienen desde lejos, del Orinoco muchos de ellos;
pero nada cuentan, porque todo el día se lo pasan durmiendo o haciéndose los
dormidos. Y mejor es que se estén callados. No podrían contar sino crímenes. […]
Con el alba
comienza la recolecta. Los recogedores salen en curiaras, pero terminan
echándose al agua, y con ella a la cintura, entre babas y caimanes, rayas,
tembladores y caribes, desafían la muerte gritando o cantando, porque el
llanero nunca trabaja en silencio. Si no grita, canta.”
Y en otro
libro interesante, Llanos: tierras
brutales, de la francesa Jeaninne Fiasson:
“Tierras brutales, en donde los juegos consisten en el dominio de toros
salvajes, atados a la cola de los caballos, tierras de hombres solos en donde
se intercambian apuestas insensatas, a golpe de machete, alrededor de gallos
que manan sangre de los combates. Tierras de contrastes en donde los jinetes
que doman sus caballos atraviesan a nado los ríos al lado de su montura,
espantada por los caimanes, los caribes, las rayas y los tembladores; ¡que luchan con una lanza contra un
jaguar, que voltean al toro, acostándose sobre él para desequilibrarlo y que
tiemblan frente a un fuego fatuo que corre sobre las hojas podridas del suelo
del bosque!”
Pero estas
aguas fangosas tienen un poder aún más letal que su terrible fauna: la plaga,
la fiebre. El paludismo y la fiebre amarilla, entre otras pandemias, configuran
la terrible arma biológica del llano en contra de la humanidad.
“¡Llueve, llueve,
llueve! Y se desbordan los caños, y se inundan los esteros, y empiezan a caer
los hombres, fulminados por la «calentura», tiritando de frío, castañeteando
los dientes, y se ponen pálidos y se van volviendo verdes, y empiezan a nacerle
cruces al cementerio de Altamira, que es apenas un pequeño rectángulo cercado
de alambre de púas en medio de la sabana, porque al llanero, hasta después de
muerto, le basta con estar en medio de su sabana.” (Doña Bárbara).
Otra
polaridad complementaria señala Bachelard, que puede servir para entender la
estepa sudamericana y a sus habitantes: lo húmedo y lo caliente. Su mezcla, la
humedad caliente, según algunas cosmogonías, anima la tierra inerte y hace
surgir la vida. El calor seco del verano es propio del colérico, según la
teoría antigua de los humores. Mientras que el calor húmedo favorece al
sanguíneo. En estos dos humores encontramos esbozados las polaridades del
temperamento exterior del llanero;
aquel que recubre el fondo oscuro del melancólico, del hombre del elemento
tierra y la bilis negra.
Es obvio, por
lo antes descrito, que la polaridad “sequedad caliente” y “humedad caliente” se
da en forma demasiado extrema en el llano colombo-venezolano. De manera que un
exceso de vitalidad, de naturaleza ponzoñosa y letal, anima en demasía la
llanura inerte y reseca, una vez llegadas las lluvias. Una humedad caliente que
parece resucitar al “mundo perdido”, el reino de los anfibios, los reptiles
arcaicos y los pantanos de los períodos carbonífero y pérmico (paleozoico). Del
que surge no el aliento vivificador que los chinos ven en todas las cosas
animadas y en las mutaciones cíclicas del cosmos, sino un aliento de muerte,
pestífero, exterminador.
O. V. de L.
Milosz escribe que estamos hechos de arcilla y de lágrimas –recuerda Bachelard:
“Un déficit de penas y de lágrimas y el hombre es seco, pobre, maldito.
Demasiadas lágrimas, falta de coraje y de rigidez en la arcilla da otra
miseria: ‘Hombre de arcilla, las lágrimas han ahogado tu cerebro. Las palabras
sin sal corren por tu boca como el agua tibia.’”
Bachelard
también señala un punto importante sobre el barro y la arcilla, la pasta, la
unión de la tierra y el agua. Esta pasta es un esquema perceptual fundamental
del materialismo, pues la pasta “libera nuestra intuición de la preocupación por las formas”. Este
barro llanero, tan presente en El hombre
y su verde caballo, quizá haya aportado un materialismo primigenio y telúrico
al ser del llanero que lo preservó de lo que Rafael Argullol llama la mayor herida
recibida por la consciencia humana, causada al concebirse abstractamente un
Dios infinito y omnipresente como la vastedad del desierto, inimaginable e
irrepresentable, tal como le ocurrió al pueblo judío. Pueblo que se define por
la religión monoteísta que profesa. Tengamos en cuenta que en la América
pre-colombina, los guaraníes, habitantes del chaco y del norte de la región
pampeana, habían caído, conducidos por “profetas”, en una agitación migratoria,
parecida a la búsqueda judía de la “tierra prometida”. El llanero, más cercano
a la migración belicista y rapaz de caribes y conquistadores, no tendrá en la
religión una motivación para levantarse en armas y cabalgar en pos de tropelías,
violaciones y saqueos.
“Los
dos hermanos trabajaban en organizar un ejército, recogiendo a los
descontentos, enviando emisarios bien provistos de patrióticas mentiras para el
pueblo y de promesas de saqueo para los llaneros salvajes.” (J. Conrad. Nostromo)
Pudiéramos
hablar del paisaje como la “madre-paisaje”. Por eso Lezama habla del paisaje
americano como un espacio gnóstico que “esperaba una fecundación vegetativa, […],
esperaba que la gracia le aportase una temperatura adecuada, para la recepción
de los corpúsculos generatrices.” (Sumas
críticas del americano).
La misma
naturaleza es maternal, de ahí la expresión “Madre Naturaleza”. De sus
elementos constitutivos, el agua es el más femenino y maternal, al punto que
Bachelard señala que el agua es el único elemento que acuna.
La triple
Diosa o Diosa Madre neolítica, tiene tres representaciones: la madre, la
doncella o virgen, y la vieja (muerte). Ella es más cruel y generosa que todos
los dioses patriarcales que históricamente superpusieron sus cultos a los de la
Diosa.
Es evidente
que María Lionza pertenece a un culto de la doncella tipo Artemisa, diosa de
las tierras vírgenes y de la naturaleza salvaje. Su apellido, león-onza, es
bien específico al respecto y se la representa cabalgando una danta (en otros
relatos, cabalga una onza). De Artemisa se decía que era “señora de los
animales”. Su nombre, María, enfatiza los aspectos virginales. A su vez,
Artemisa era triple, como en la mitología griega, donde junto con Selene
(celeste) y Hécate (inframundo), forman la trinidad lunar.
Sabemos por el
mito de Acteón, lo cruel que puede ser Artemisa. Acteón la vio desnuda por
casualidad, y la diosa, ofendida, lo transformó en ciervo y lo hizo devorar por
sus propios perros. Artemisa aparece también en el mito de Ifigenia. Agamenón
mató un ciervo sagrado y, en castigo, Artemisa calmó los vientos que iban a
llevar a la flota griega a Troya. Para apaciguarla, Agamenón sólo podía hacer
una cosa: sacrificar a su hija Ifigenia. Se dice que Artemisa sustituyó a
Ifigenia por una cierva, y se la llevó a Táuride, en Crimea, para que fuera su
sacerdotisa. Esta filiación entre Artemisa (María Lionza) e Ifigenia (María
Eugenia Alonso) pudiera ayudar a establecer esas conexiones entre esas imágenes
caras al inconsciente colectivo nacional, entre la atávica Doña Bárbara y la moderna
María Eugenia Alonso. Tomemos en cuenta que según el mito, María Lionza también
era una niña que iba a ser sacrificada al dios de las aguas, el Gran Anaconda.
Artemisa
representa una autonomía con respecto al mundo de los hombres, y hasta una actitud
de frontal rechazo respecto a éstos. Por otro lado, la Triple Diosa como diosa
de la fertilidad, la agricultura y la maternidad (Deméter, por ejemplo), está
fuertemente encontrada con nuestro ser histórico nacional, según leemos en el
ensayo “El miedo”, de María Margarita López.
Si la
naturaleza maternal, como el agua del paisaje llanero, está estancada o, como a
principios de la temporada de lluvia, baja en torrentes y crecidas que barren
con todo, comprendemos que ese aspecto se halle debilitado en nuestro
imaginario. Ambos tipos de aguas, muy peligrosas, abismales, como dirían los
chinos, no pueden concebirse como susceptibles de acunar a nadie. El
estancamiento cenagoso tendría que ver con la imagen de la muerte, como ya
hemos indicado. La fuerza de las crecidas, con el poder destructor de la
naturaleza.
En el mito
vernáculo, María Lionza se hace diosa de las aguas (manantiales, lagunas,
arroyos, ríos), porque su consorte místico, el dios de las aguas -Gran Anaconda-,
crece a tal punto que estalla provocando una gran inundación, al intentar el
padre de la doncella separarles.
Las aguas
estancadas reforzarían lo que dijo el psicoanalista Rafael López Pedraza, de
que el psiquismo del indio (del indio interior que todos los americanos, mestizos
o no, llevamos en nuestro inconsciente) es un inmovilizador del alma, del
desarrollo del psiquismo. Ese estancamiento sería concomitante con el silencio
del indio: “El silencio del indio es un estado del alma. Un estado del alma que
duraba siglos”, escribe Enrique Bernardo Núñez en La galera de Tiberio.
A ese
estancamiento vegetativo y ponzoñoso del estero inundado, se le contrapone el
agua de la crecida y el torrente que irrumpe con el sonido de un trueno.
Siguiendo a Bachelard al referirse a las investigaciones sobre mitología de Charles
Ploix, está característica del enfado y el poder de la Triple Diosa, es
usurpado por un dios patriarcal celeste (del cielo nublado, encapotado): Poseidón
(Neptuno). Este sería el “dios de las aguas dulces” y de la vegetación,
primeramente, antes que de los océanos.* También, por ende, es un dios de la
lluvia y de los nubarrones. También es el dios de las fuentes, su parte
masculina.
Poseidón es,
arquetipalmente hablando, un dios de los instintos básicos, de las emociones
más elementales, viscerales. Su fuerza destructora puede arrasar con todo, y no
deja nada incólume al pasar, incluyendo a las mujeres. Se le considera un dios
pasional, regido por el cerebro reptil. Es turbulento, agitado, vengativo y
rencoroso. Tiene muy poco contacto con lo femenino o Yin. La ira y la rabia
(voluntad de dominio), son las emociones que privilegia. Por ende, le atrae el
poder. Es exuberantemente fálico (tridente) y promiscuo. Sus símbolos son el
caballo (la parte inferior del centauro) y el agua que cae o corre, o se mueve,
es decir, la energía del agua. También es el dios de los terremotos,
seguramente por asociación con el trueno que hace temblar la tierra (como dice
el I Ching) y con el tronar de las
crecidas torrenciales. También se le asocia con trastornos psíquicos, como la
epilepsia.
Por esa
energía bestial de Poseidón, en la mitología griega este dios es responsable de
varias violaciones. Una de ellas es la de Deméter, quien huyó de él transformándose
en yegua, pero el dios la forzó convertido en caballo. El resultado de esta
unión forzosa fue Arión, un caballo que hablaba. También violó a Medusa en un
templo consagrado a Atenea, y por ello la Diosa Atenea la convirtió en monstruo.
Un hijo de Poseidón es el cíclope Polifemo.
Ahora veamos
algunas resonancias históricas. Herrera Luque señala que nuestro mestizaje
comienza con la violación masiva que de las mujeres indígenas capturadas
hicieron los conquistadores españoles. También señala que éstas quedaron
atrapadas por la sexualidad de los españoles, que les gustó, cosa que muchos consideran una contradicción. Pero éstos no
han tomado en cuenta psicopatologías como el síndrome de Estocolmo, donde la
víctima de rapto y violación desarrollan una fuerte afectividad por sus
captores y violadores.
Tomemos en
cuenta otro hecho acaecido en la Venezuela precolombina: los pueblos de lengua
arawak (arahuacos) que habitaban el territorio en tiempos del descubrimiento de
América, sufrieron la embestida de los caribes que venían del sur, los cuales
practicaban la exogamia. En el caso de los arahuacos, los caribes practicaron
la exogamia forzada, matando a los hombres arahuacos y quedándose con sus
mujeres. El lenguaje de muchas etnias arawak sobrevivió porque a la llegada de
los conquistadores, había mujeres de los caribes que todavía lo hablaban. Se
considera que los pueblos arawak eran culturalmente más avanzados que los
caribes, los cuales, además de su legendaria ferocidad, ni siquiera habitaban
en poblados que pudieran llamarse tales. Carlos Fuentes dice que ante la manía
de idealizar a todos los indígenas americanos, hay que recordar el
comportamiento extremadamente cruel de naciones como los aztecas con sus
pueblos vecinos, o, en nuestro caso, el de los caribes con otras etnias
indígenas.
Lo cierto es
que las madres ancestrales del mestizaje nacional, sufrieron secuestro y
violación. Y luego, sin muchas opciones respecto a sus captores, hicieron
familia con estos. Lo cual las hizo víctimas, además, de la acusación de
malinchismo (de la Malinche, mujer indígena de Hernán Cortés), en el sentido de
traicionar a los suyos y preferir a los invasores extranjeros. Algo muy
parecido debió ocurrir con las mujeres africanas traídas como esclavas.
Esto debe
haber creado, en nuestra psique colectiva, una extrema polaridad antagónica
entre nuestros aspectos Yin y Yang, masculino y femenino, lo celeste y lo
terrestre, el fuego y el agua (etc.). Los cuales, al decir de los chinos,
deberían ser dinámicamente equilibrados, armónicos y complementarios, desde el
punto de vista de una cultura sana. Se trataría, entre otras cosas, de un
típico síndrome colonial, donde la cultura (el alma de la nación), se encuentra
todavía escindida y en conflicto perenne. La sexualidad machista nos da un buen
ejemplo de ello, con su afán de posesión –que provendría de la parte que se
identifica con los conquistadores-, y el resentimiento hacia la mujer, que
vendría de la parte nativa.
El machismo es
una de las taras más profundas que padecemos como pueblo. Como podemos
conjeturar, nuestro machismo es altamente “poseidónico”, “neptuniano”. Recordemos
que muchos de los episodios de sexualidad de Poseidón se dan en transformaciones
animales, y aparte de la conocida práctica de la zoofilia llanera,** esto
nos indica, como imagen implícita, la regresión cultural y el comercio constante
entre lo humano y lo salvaje. Debido a esto, el amor entre hombre y mujer se ve
constreñido a la necesidad de la posesión, y la sexualidad, a la mera
genitalidad y el acto de la penetración. Desde este núcleo referencial, se
proyecta sobre el cosmos humano y natural esta sexualidad primigenia. En su
libro Llanos: tierras brutales,
Jeaninne Fiasson relata una anécdota de hasta dónde puede llegar ese complejo
psicopatológico popular:
“El viejo
Salustiano había sido designado para destruir las hormigas parasol, las fieras
bachacas. Estos insectos depredadores salen sólo de noche. En el pesado calor
del día permanecen encerrados en sus grutas, pulverizando el follaje arrancado
y transportado la noche precedente, formando un tapis, un humus, sobre el cual
se forman hongos microscópicos que se desarrollarán y formarán la base de su
alimento. Estas hormigas atacan preferentemente los brotes tiernos de los
arbustos, haciendo ilusoria toda tentativa de plantación, y reforestación,
principalmente.
Cada
mañana Salustiano parte en su expedición, bidón de sulfuro de carbono en una
mano y mechero en la otra. Esto viene pasando con normalidad hasta que,
lástima, sobre las bachacas también existe una leyenda. Ya en el siglo XVI los
habitantes de una isla del Caribe, aconsejados por los monjes, habían escogido
a San Saturnino como abogado contra las hormigas parasol. Un día Salustiano se
presenta apenado, avergonzado: Mira Doltol, mira Doltol, repite. Yo no puedo
continuar con este trabajo. Las mujeres se burlan de mí. Y por
qué, pregunta Raymond: Mira Doltol, más apenado aún, se dice que el que mata
las bachacas no es más un macho. ¡Vamos! ¿La
virilidad está ligada a la vida de las hormigas? ¿Qué hacer? Raymond
designa a un muchacho de 15 años en lugar de Salustiano. A la mañana siguiente,
la madre del muchacho, ofendida, llega a reprocharle al doctor de querer privar
al desdichado muchacho de toda descendencia.”
EL
machismo se ve reforzado por el marianismo católico, el cual hace
irreconciliables maternidad y sexo. El estereotipo aceptado de la mujer, es la
virginidad de la doncella, y luego, la abnegación, la humildad y sacrificio de
la madre. Estas virtudes dan una especie de superioridad moral a la mujer sobre
el hombre machista, moralmente dudoso, pero al mismo tiempo la ata a los
valores patriarcales más retrógrados, impidiendo que la mujer pueda verse y
realizarse de otras maneras.
El
machismo trae aparejado el temor a lo femenino exterior (las mujeres, la
civilización, los símbolos femeninos), pero sobre todo, interior, por ende, es
altamente homofóbico. De allí su exageración de todos los aspectos más bastos y
bestiales de la sexualidad masculina, caricaturizando y pervirtiendo cualquier
posible virtud varonil y viril. Ese temor a la propia feminidad y a la
homosexualidad a la que se asocia sintomáticamente, en el hombre machista,
proviene de una inseguridad basal, de una desconexión radical con las imágenes
arquetipales donde se fundan la masculinidad y la virilidad integrales, la
hombría de bien.
Sin
embargo, el machismo es, sobre todo, producto de una venganza solapada de las
mujeres contra los hombres, o, por lo menos, de una especie de crianza
degradada de los varones, con la cual la mujer espera protegerse en alguna
medida de las inconveniencias del patriarcalismo: la familia matricentrada,
típica de nuestros países. Esta representa la otra cara, y la raíz de una
sociedad de valores ortodoxos patriarcales y machistas.
La
familia matricentrada es aquella donde la mujer cría a los hijos, sin una
figura paterna que sea estable. La madre puede tener varias parejas, pero
ninguna de éstas tendrá un peso relevante como figura masculina en la familia.
Durante la crianza, esta figura paternal recae en los tíos maternos, casi
siempre. La relación afectiva principal de este tipo de familia, es entre la
madre y el hijo. La madre enseña al hijo las conductas machistas (promiscuidad,
irresponsabilidad paternal, etc.), para que el único vínculo afectivo
importante de la vida de su hijo sea con ella. Sin contraparte masculina en el
centro familiar, la madre también hace de figura masculina sombría, dado que su
visión del hombre es muy exagerada y distorsionada (machista), y esta imagen
grotesca es la que termina enseñando a sus hijos varones (consciente o
inconscientemente). Esto funciona como una especie de castración simbólica, que
hace al hombre totalmente inepto para la intimidad verdadera y para establecer
lazos afectivos duraderos con el sexo opuesto. No nos extrañe entonces la
afirmación de Fiasson: “el llano, tierra de hombres solos”.
La madre en nuestros países es santificada por el hombre machista, pero en
nuestro lado sombra (donde ocultamos lo que no queremos ver ni dejar ver de
nosotros mismos) se le guarda un sordo rencor. Al no poder ser llevado a la
consciencia sin conflicto, se proyecta ese resentimiento sobre las otras
mujeres, la naturaleza y los símbolos de la femineidad.
Ese resentimiento de nuestra alma “nativa”, ese deseo autodestructivo y fratricida
de venganza por la propia condición, también está en el núcleo de las pulsiones
populistas homofóbicas, xenófobas y anti culturales (völkish) que se encontraban adormecidas –macerándose- durante
nuestra colonia, pero que una vez despertadas por las guerras de independencia,
no ha cesado de aparecer atávicamente en nuestra historia. Desde Boves y la
“guerra a muerte” hasta las revoluciones de último cuño, pasando por las
olvidadas tropelías de nuestras guerras civiles, todas llevan la marca de la
maldición de Caín, de los “cien años – o más- de soledad”, de los ciclos de
venganzas irredentas, que, como la peste que describe Camus, con cada
generación, levanta sus ratas y las lleva a morir en medio de una ciudad
dichosa. Este sordo rencor está siempre a la espera de que un Poseidón
–caudillo virulento, un taita o un “gran anaconda”- irrumpan en la historia
para levantar a las vengativas hordas esteparias. El “mar estéril” donde aró
Bolívar es ese resentimiento compulsivo y los torbellinos de odio que
solivianta. Basta una gota de odio para contaminar un mar de amor, se ha dicho.
Nuestra historia es el intercambio estanco entre víctimas y victimarios,
atrapados todos por un destino trágico, como los héroes caídos de la tragedia
griega. Los Luzardos se transfiguran en Barqueros y las Marías Eugenias Alonsos
en Doñas Bárbaras; los libertadores se truecan en déspotas y los demócratas en
dictadores. Condenados sempiternamente a repetir crímenes y a deambular
cegados, como Edipo en su destierro, sin modos reales de liberarnos de las violentas
compulsiones reiterativas que se han enseñoreado de nuestro ser y hacer.
Tratando de olvidar que sabemos con seguridad lo que pasará cuando el destino
nos alcance.
Como sabían los antiguos griegos, la venganza es una implacable sentencia
que recibe el hombre de hoy y también sus descendientes, por generaciones.
Todos compelidos atávicamente a cobrar deudas de sangre (reales y simbólicas),
que por ser inconmensurables, son también impagables, de modo que estamos
condenamos todos a la desmesura, cosa peor y mucho más terrible que todos los
pecados y maldiciones heredados. En eso consiste nuestra deuda endógena, y
nuestra tragedia humana.
Bernardo Núñez relata una historia de Von Humboldt:
“Humboldt refiere […] la de la madre que da nombre a una piedra en medio
del Atabapo. La piedra de la madre o la guahíba. La madre que separada de sus
hijos por una de aquellas expediciones llamadas de conquista espiritual o
conquista de almas, atraviesa distancias inmensas cubiertas de selva, a fin de
rescatarlos. Para castigar su intento la condenan a ser azotada con varas de
manatí sobre aquella roca. Piedra realmente simbólica. La historia de Venezuela
tiene ese mismo sentido de maternal heroísmo”. (E. B. Núñez. Juicios sobre la historia de Venezuela).
La sombra de esta narración la encontramos en la leyenda de la Llorona,
que está extendida por toda Latinoamérica. En Venezuela, la leyenda dice que el
espanto nace cuando una mujer abandonada por su marido, mata a su hija, razón
por la cual fue maldecida. Convertida en ser sobrenatural, llama constantemente
a su hija, robando a los niños que deambulan solos, especialmente a orillas de
quebradas y ríos. Se trata de un espanto que al perder su futuro (su hija), se
condena a quitárselo a los demás. Las filiaciones de este mito con el de
Deméter y con deidades femeninas acuáticas de diverso origen, es notorio.
En otras versiones se dice que simplemente daba a luz y enseguida mataba
a sus hijos. Esto nos hace recordar a las guerreras amazonas, que mataban a sus
hijos varones apenas nacían. Una vez que sintió el instinto maternal, esta
Llorona enloqueció de dolor, y comenzó a vagar por los campos buscando a sus
hijos y asustando a cuanta persona se le atraviese.
Una variante de esta leyenda es la Sayona, quien mató a sus hijos
ahogándolos en un río, porque su marido le era infiel. Por eso su alma siempre
ronda los ríos, llamando a su progenie. La Sayona sólo se le aparece a los
hombres infieles y parranderos, a los cuales vuelve locos o asesina.
Según los estudiosos, existen muchas deidades prehispánicas detrás de la
leyenda de la Llorona, todas relacionadas con el inframundo, el pecado y la
lujuria. Una que llama mucho la atención es Cihuacóalt, diosa azteca de la
tierra, la fertilidad y los partos. También era guerrera y madre de dioses y
hombres. Se le representaba como un ser mitad mujer, mitad serpiente, y una de
sus leyendas refiere que salía del lago Texcoco llorando por sus hijos, lo cual
representaba un presagio de la caída de su pueblo en manos de los
conquistadores.
En México se relaciona a la Llorona con la Malinche, doña Marina, quien,
convertida en espanto, vuelve llorando por su desgracia (abandonada por
Cortés), su traición y sus amores con el conquistador.
La Triple Diosa Madre ha quedado reducida así, a través de estas
leyendas, a sus aspectos de Vieja (muerte), o de hechicera del inframundo
(Hécate, “reina de los fantasmas”). A estas alturas no nos extrañe que Hécate
esté relacionada con los mitos de Ifigenia, y que actúe como vengadora sólo de mujeres heridas. Hécate era la
madre (según algunas versiones del mito) de Medea, quien también era su
sacerdotisa. Medea, abandonada por Jasón -quien junto con los argonautas obtuvo
el Vellocino de Oro (un descendiente de Poseidón en una de sus transformaciones
animales) gracias a las brujerías de Medea-, asesina a sus dos hijos,
enloquecida por los celos.
Doña Bárbara no es sino una encarnación de todos estos mitos que giran
sobre los mismos temas sombríos: amor traicionado, amor-odio por los hijos, resentimiento,
feminidad ligada a las aguas, la naturaleza salvaje y las sierpes, deidades
femeninas del inframundo, aspectos de víctima y victimario desdoblados en una
misma persona, ciclos de venganza no resueltos, pecados heredados y conflicto
entre los sexos (en la sociedad y su cultura, y en cada alma).
Una última acotación. Los estudiosos de las mitologías prehispánicas ven
una relación entre Yara (María Lionza) y Uyara (o Waiyara), deidad de los tupis
del Brasil (originarios de la región amazónica). Uyara en un principio era
dulce, pero luego, aquejada de melancolía, se dedicó a atraer a los hombres,
satisfacer su lujuria y desecharlos. Se la caracteriza como una “devoradora de
hombres”, cuya pulsión dominante es la lujuria. Existen otras afinidades entre
la mitología de los pueblos amazónicos y sus deidades de la naturaleza, como el
dios Caapora (Cúpira o Kurupira), “dueño de los animales”, que tiene por
ayudante a una serpiente de fuego, y cabalga sobre jabalíes, dantas y jaguares,
siendo que en muchas regiones es suplantado por su esposa Kaicara.
Según Jung y Kerenyi, la Gran Madre siempre es virginal, además de su
aspecto de doncella, puesto que esto simboliza su poder fertilizador
independiente de los hombres. Pero, además, también aparece como seductora,
especialmente en sus aspectos relacionados con el inframundo, como la famosa
hechicera Circe (tía de Medea), de la Odisea
homérica. Estos aspectos, unificados en la Gran Madre (así como su generosidad
y crueldad), se encuentran separados maniqueamente por nuestros complejos
históricos coloniales, apuntalados por el marianismo.
Es más que evidente que Doña Bárbara es la personificación sombría,
siniestra, de la Gran Madre en sus imaginarios autóctonos (indígenas y europeos
acriollados). Por ende, también simboliza el desencuentro entre el hombre que
quiere habitar la llanura (por extensión el país) y el paisaje.
A todo esto se aúna nuestra modernidad. Para Robert Graves, la poesía
nació como un lenguaje mágico-religioso vinculado a la Gran Diosa Madre, la
cual, con el devenir del tiempo se transformaría en Mnemosyne, la deidad del
memorar y la Musa de la poesía. Si nuestro mundo es impoético (Heidegger), lo es en gran medida por el olvido y la
violación sacrílega de la Gran Madre, y todo lo que ella simboliza: la
naturaleza silvestre y también el cultivo, la cultura, sobre todo en aquello
que de delicado tejido y sabor femenino tiene: de maternidad y hogar. También
esto pesa sobre el paisaje:
“Después del señor barroco, bien instalado en el centro de su disfrute,
el paisaje recobra su imantación más poderosa y demoniaca. El hombre desplazado
de su centro, vuelve a él aunque su paisaje se muestre irreconciliable, ya para
siempre lejano.” (Lezama Lima. Ob. Cit.).
Notas:
*El Okeanos primordial no sería el mar, sino
el Potamos, el reservorio de agua
dulce situado en los confines del mundo.
**En la
expresión “se le moja la canoa”, que indica sospecha de homosexualidad, el agua
es el elemento transformador, pues al entrar en la canoa la “voltea”. Sobre la
zoofilia: he escuchado a llaneros que afirman que el sexo con burras es muy
superior al sexo con mujeres.