¿ES POSIBLE DESRANCHIFICARNOS? (VI)
“La obra de
Michelena es, pues, más que el retrato
de un prócer en el
decaimiento de su vida, el retrato de la
escisión colectiva
que nos atañe a todos los
venezolanos entre
nuestro ser universal y nuestro ser local.”
Luís Pérez Oramas
La república
baldía
El gesto melancólico de Miranda, con la cabeza recostada
indolentemente sobre la palma de la mano, que vemos en la pintura de Michelena,
nos recuerda otra obra de Goya: el Retrato
de Gaspar Melchor de Jovellanos, que representa no sólo el carácter
melancólico del retratado, sino la melancolía latente en todos aquellos
progresistas que creían ver una salida al estancamiento de España en el
despotismo ilustrado, siendo el absolutismo de la monarquía española la fuente
primera del status quo regresivo que
padecían. Y más allá todavía, puede que ese retrato represente la melancolía del
alma de la nación española de aquel entonces, de aquella potencia venida a
menos atrapada en una encrucijada de la historia que ya duraba demasiado, y que
no se resolvería del todo ni siquiera luego de la muerte de Franco.
Goya: Retrato de Gaspar Melchor de Jovellanos
Jovellanos, asturiano como Boves, fue el ilustrado más
importante de la España de finales del siglo XVIII. No fue un “afrancesado”, al
menos políticamente, ya que rechazó formar parte del gobierno de José Bonaparte
tras la invasión francesa (1808), y más bien se decantó por defender primero al
gobierno de la Junta Central, y luego al de la Regencia. Sin embargo,
Jovellanos era un reformador avanzado en materia de justicia y de comercio, y
creía que el poder e influencia de la Inquisición debían disminuir
drásticamente. Tras la alianza con la Francia revolucionaria (1796), en el
primer gobierno de Godoy, Jovellanos es nombrado Ministro de Gracia y Justicia
(1797), cargo en el cual estará nueve meses y desde el cual impulsará las
reformas que consideraba necesarias para la modernización del país. Sin
embargo, en el segundo gobierno de Godoy (1801-1808), éste ordena detenerlo y
lo envía a prisión, en la cual estará hasta la caída definitiva del “Príncipe
de la Paz”, muriendo poco después. No deja de llamar la atención las semejanzas
y paralelismos que presentan las vidas de estos dos grandes ilustrados,
Jovellanos y el Generalísimo Miranda.
Sobre ese gesto de pesadumbre que emparenta las imágenes de
Miranda y Jovellanos, y que ya es significativa característica de la alegoría
pintada por Durero (Melancolía I),
dice Rafael Núñez Florencio:
“No
por casualidad se habla de pesadumbre como sufrimiento moral. Resulta curioso
observar la iconografía del carácter melancólico, es decir, las diversas
representaciones que a lo largo de las épocas han realizado los pintores,
escultores, grabadores y otros artistas de los hombres y mujeres en estado de
postración. Fijémosnos en las poses y actitudes que aparecen retratadas. La
primera impresión es que no pueden con su cuerpo: necesitan sostener la cabeza
con la mano, están tumbados o caídos, se apoyan en lo primero que pueden con un
gesto de cansancio. Es evidente que lo que el artista quiere plasmar es lo
contrario de la ligereza (de hecho, el concepto de gravedad tiene también ese
doble sentido físico y moral al que nos estamos refiriendo). Podría decirse sin
excesiva metáfora que la melancolía pesa: es como una cadena que arrastramos,
como un fardo, o un lastre que nos arquea las espaldas, o que nos oprime el
pecho hasta hacernos difícil la respiración.” (Rafael Núñez Florencio. “Sobre
la bilis negra o el mal de Saturno”).
Los homeópatas dicen que no hay enfermedad, sino enfermos.
Pero la alegoría de Durero apunta justamente a la dimensión colectiva que
adquiere esa “enfermedad del alma” que llamamos melancolía [1]. El ángel apesadumbrado
(¿caído?) de su grabado, cual Ícaro cristianizado, es la imagen con la que plasmó
la representación de un mal anímico, de una pesadumbre moral que, como la
peste, puede atacar a todos los hombres sin importar su condición e historial
ético. Esa pesadumbre acaece como si el peso de destartalados idealismos –colectivos
e individuales- aplastara el alma bajo los escombros de exigencias y deberes incoherentemente
sobrepuestos y arruinados. De modo que la cambiante e imprecisa definición que
ha tenido el mal de Saturno a lo largo de su historia quizá obedezca a la
diferente forma de manifestarse y desenvolverse que adquiere en cada individuo,
país y tiempo determinados.
Puede que la duración, profundización y diseminación global
del mal de la bilis negra, tenga que ver con las ideologías fatuas, ingenuas y
voluntaristas in extremis que a
partir del Renacimiento, concibieron optimistamente que la “ciudad de Dios” -el
paraíso al final de la historia- podía ser fácilmente alcanzable por la humanidad:
la nueva fe en el hombre de los renacentistas, la ilustración y su confianza
absoluta en la Razón, el positivismo y su creencia ciega en el progreso
científico, y finalmente, el marxismo y su tozuda convicción en una revolución
liberadora y regeneradora de carácter definitivo. Pero como indetenible
corriente de fondo que todo lo arrastra hacia abajo, camuflada y a la vez
agenciada por esos “metarrelatos emancipadores”, la desacralización del cosmos
–o el retiro de lo sagrado (como prefieran llamarlo)-, propia de nuestra
modernidad, permitió que el absurdo –el sinsentido- se enseñoreara del mundo.
El nihilismo consumado que caracteriza nuestro ahora, tiene por correlato sintomático
esa “epidemia de melancolía” que ningún “matarrelato emancipador” pudo siquiera
maquillar, y mucho menos sanar. El camino hacia la “Ciudad de Dios” o al “cielo
en la tierra”, que dicho de muchas maneras funge como finalidad última de la
historia humana según la modernidad, pareciera no ser alcanzable sino a través
de un largo y tortuoso recorrido por el inframundo.
Desde Aristóteles se ha asociado la melancolía a un especial
tipo de seres humanos: a los grandes hombres, sean estos artistas o estadistas.
En su De vita triplici, Marcelo
Ficino declara ya a la melancolía no sólo como una enfermedad de los hombres de
letras, sino como un camino hacia la genialidad en arte y literatura. Burton,
citando a Rhasis, escribe: «generalmente los individuos de fino ingenio y gran
despejo son los más expuestos a sufrir de melancolía». Como señala Rafael Núñez en su texto ya citado, la asociación entre
genio y melancolía es uno de los lugares comunes de nuestra cultura.
“El
nacimiento de esta nueva conciencia humanista se produjo, por lo tanto, en una
atmósfera de contradicción intelectual. El autosuficiente “homo literatus”, al
ocupar su posición, se veía desgarrado entre los extremos de la autoafirmación,
a veces elevada hasta la hybris, y la
duda de sí, que a veces llegaba a ser desesperación; y la experiencia de ese
dualismo le espoleó a descubrir la nueva pauta intelectual, que sería un
reflejo de esa falta de unidad trágica y heroica: la pauta intelectual del
“genio moderno”. [2]
En su ensayo Lorenzo
Barquero: la melancolía criolla del intelectual frustrado, Carmen Teresa
Soutiño expone de manera acertada, a través del personaje de la novela de
Rómulo Gallegos Doña Bárbara, Lorenzo
Barquero, la problemática del intelectual venezolano, que pasa de ser el
portavoz adelantado de la modernización -en sus comienzos promisorios- a la personificación
vergonzosa de la regresión moral más abyecta –ya cuesta abajo en su rodada.
Los centauros venezolanos, es decir, los señores de la guerra
descendientes de los grandes taitas telúricos, Boves y Páez, convirtieron los
ideales heroicos de la emancipación en “caudillismo, vandalismo, represión, en
‘bochinche, puro bochinche’ como decía Miranda” (C. T. Soutiño. Ob. Cit.). El
intelectual venezolano del siglo XX, como el ilustrado del siglo XIX, tiene por
misión cimera la extirpación de esos centauros, de esos seres mitad hombres y
mitad bestias, para que pueda advenir la civilización a estas tierras.
“El
hombre de talento, como lo decía Aristóteles, destinado a la grandeza, es el
elegido para luchar contra ese centauro que irrumpe como una sombra de la
figura heroica en la resquebrajadura producida por el ideal independentista y
que ya Michelena, en 1896, había transmutado en un héroe melancólico. El cuerpo
de este ideal de hombre, el intelectual, convertido en héroe civilizador, al
igual que aquel Miranda echado en su camastro, ha sido traspasado por la hoz de
Saturno.” (C. T. Soutiño. Ob. Cit.).
“Traspasado por la hoz” de Saturno significa “castrado”, como
lo fue Urano de la mano de su hijo Cronos. El intelectual venezolano fracasa
ante el centauro, porque parte de negarlo y reprimirlo dentro de su propia
psique, y éste, convertido en sombra demoníaca, termina por dejarlo estéril,
incapaz de obra alguna, al quitarle su fuerza instintiva y su vitalidad,
haciéndolo víctima de la más atroz melancolía, esa que rebaja a los hombres al
estado de bestias.
“Propiciar
a Saturno es entrar en estrecho contacto con aquello que, al ser reprimido,
puede tener un efecto destructivo, puede envenenar el alma. Como el viejo
Cronos, Saturno es el dios que siempre ha regido el tiempo […] rige la
conciencia del tiempo de la evolución: se trata de una conciencia cercana a las
fuerzas misteriosas de la creación y de la destrucción, una conciencia en cuyo
interior estos dos opuestos ya no son más una fisura, como lo ha sido a lo
largo de la historia. Sin duda alguna, debemos considerar esta conciencia
propiciada por Saturno como la que es pertinente a los tiempos después de la
catástrofe” (Rafael López Pedraza. Anselm
Kiefer. La psicología de “Después de
la catástrofe”. Citado por C. T. Soutiño. Ob. Cit.)
La sombra terrible tras los retratos melancólicos de Miranda
y Jovellanos es la del Saturno devorando
a sus hijos, según la pintura negra de Goya. En el plano individual, el
titán devora los frutos posibles del genio, dejando al hombre de letras y al
estudioso infértiles para la poiesis,
estériles para la creación. En el plano colectivo, las convulsiones y
conmociones modernizadoras -cuyo clímax es alcanzado por los procesos
revolucionarios-, aplicados a troche y moche, terminan devorando el futuro de
los pueblos, precipitando catástrofes humanas –psíquicas y materiales- cuyas
secuelas, como las maldiciones ancestrales, estigmatizan y condicionan a las
generaciones venideras. Las revoluciones devoran a sus hijos, o si no los
castran. Como escribió Teresa de la Parra, en el mundo hispanoamericano del
siglo XIX, los partidarios del “progreso” asimilaron esa palabra a mera
destrucción, y como ya sabemos, eso no sucedió exclusivamente en ese siglo:
sucede ahora.
En la tragedia griega, el antiguo heleno reconocía su
filiación con bárbaros y titanes, así como en el famoso verso de Píndaro (“Una
es la raza de los dioses y de los hombres; de una sola madre obtenemos ambos
nuestro aliento”), también sabía sobre su origen común con los dioses
inmortales (todos descendientes de Gea, la Tierra). Como nosotros carecemos de
un arte y pensamiento esencialmente trágicos, no hacemos otra cosa –culturalmente
hablando- sino de aferrarnos a nuevas y cada vez más sofisticadas formas de proyección
del centauro en nuestra historia, gentilicio y paisaje, pero bien lejos de
nuestra purificada alma ilustrada, expulsando a la horda esteparia a las regiones
fronterizas y recónditas de nuestra imago
mundi, fuera del camino del progreso y el desarrollo que promete colmarnos
de bienes y tesoros en el porvenir.
Pero en la peculiar versión de nuestra centauromaquia [3], cuando
nos precipitamos armados hasta los dientes con todo tipo de ideas modernas,
para acabar de una vez por todas con los centauros bochincheros que tan
claramente vemos galopar alocadamente por doquier, en ese justo momento caemos
poseídos por nuestra sombra centáuride, en una especie de paradojal “vuelvan
caras”, donde se da un radical y sorprendente cambio de máscaras, de roles e
intenciones. [4] Entonces, cegados por los dioses (como el trágico Ajax), el
instinto de la horda esteparia toma el control y donde creemos que combatimos
por el progreso y la civilización, luchamos por la regresión y la destrucción.
Sucede de modo muy parecido al celo fanático, arbitrario y supersticioso –hasta
el crimen- con el que los revolucionarios de la historia contemporánea han
combatido el orbe tradicional y el ancien
regime (que se supone impregnado hasta su médula de fanatismo, superstición
y arbitrariedad).
Mural del "Chávez Centauro"
Recordemos entonces: el
pathos trágico es diferente a la melancolía. Es más, podemos aventurar que
está última aparece con características epidémicas justo allí donde no hay arte
y pensamiento trágicos.
Desde esa perspectiva cobra un nuevo matiz el Poema conjetural de Borges, citado por
Rojas Guardia en su texto ya mencionado, porque puede ser que Francisco
Laprida haya caído abatido por su doble, por su monstruosa sombra, como el
protagonista de La bestia en la jungla,
de Henry James:
“Vencen los bárbaros,
los gauchos vencen (…) / yo que anhelé ser otro, ser un hombre / de sentencias,
de libros, de dictámenes, / a cielo abierto yaceré entre ciénagas (…) / al fin
me encuentro / con mi destino sudamericano”.
El cuento de Borges El
bárbaro y la cautiva, puede que presente los arquetipos polarizados de
nuestra alma sudamericana: bárbaros que casi milagrosamente se hacen defensores
entusiastas de la civilidad o civilizados raptados por el salvajismo estepario
que, como en La llamada de la selva
de Jack London, encuentran su realización en la vitalidad primigenia de la vida
salvaje.
Tomando una imagen algo menos polarizada, de un lado tenemos
al bárbaro cosmopolita, exquisito y desalmado, como el príncipe tártaro del
filme Andrei Rublev de Tarkosvky (que
se pasea sobre su caballo dentro de la saqueada Catedral de Kiev, mientras
admira y degusta el arte cristiano ortodoxo), y del otro a Kurtz, el personaje nihilista
y regresivo de El corazón de las
tinieblas de Conrad, que, poseído por una ambición sin límites, termina
siendo mucho más salvaje y despiadado que los nativos tribales del África a
donde fue enviado para traficar con marfil.
Si el continente americano es un “espacio gnóstico”, como
dice Lezama Lima, que esperaba ser fertilizado por las cimientes que provenían
del Viejo Mundo, entonces nuestro problema titánico
se enmarca en aquella maldición primitiva cuya raíz se encuentra en el rencor hondo
y feroz que en la mitología griega tenía Cronos contra su padre Urano. Este
dios no deja que sus hijos salgan del vientre de su madre Gea (Tierra). Para
resolver la situación, Gea convence a sus hijos de que lo maten con una hoz
hecha por ella. Cronos, el único que se atreve a actuar contra Urano, lo ataca
con la hoz, castrándolo. Del semen de Urano surgen los gigantes y las Erinias
(las que castigan el pecado de hybris).
Luego, sabiendo Cronos que le esperaba con sus hijos un destino similar al de
su padre, decide tragarse a la prole que tiene de su esposa Rea.
Si la semilla germinal viene del padre europeo y la matriz
fértil es americana, no es difícil vislumbrar el trasfondo mitológico del por
qué de todos los intentos históricos, intelectuales y políticos, no sólo de
intentar asesinar al “padre”, sino también para castrarlo (dejarlo sin
simiente), y así poder liberar a los hijos que están atrapados en el seno de su
madre (¿familia matricentrada?); y como luego esos nuevos padres (llamados
“titanes” por Urano: “los que abusan”), ogros saturnales, se engullen
cruelmente a sus mismos hijos, por temor de repetir el destino de su propio
progenitor. Ya sabemos por la tragedia griega que intentar evitar el destino es
la forma más segura de cumplirlo.
Pero paradójicamente, la castración de Urano deja
descendencia, no menos paradojal, por cierto: por un lado los gigantes, que por
definición son “desmesurados” (tanto por su salvajismo como por sus
dimensiones), y por el otro las vengativas Erinias, quienes castigan el pecado
de desmesura. ¿Y qué otra cosa es nuestra mitología independentista y sus
correlatos culturales, sino una infinita saga de gigantes y colosos, de “ogros
filantrópicos”? ¿Y qué otra cosa es nuestra historia de cien años de soledad,
sino espirales infinitas de venganzas irredentas y el sucederse interminable de
empresas ciclópeas cuya desmesura las condena precozmente a la ruina?
Goya: El Coloso
De la castración de Urano también fueron creadas las
Melíades, ninfas de los fresnos de los cuales sería generada la mitológica raza
de hombres de la Edad de Bronce: temibles y soberbios guerreros que murieron sin
dejar nombre. Puede que nuestra melancolía también tenga que ver con que
sabemos en nuestro fuero interno, a pesar de todas las mitologías épicas con
que nos han atiborrado, que al sol naciente de los héroes le sigue
inexorablemente un crepúsculo de los ídolos, que, como dice el verso de Trakl (Grodeck), “La
noche envuelve guerreros moribundos”.
Ahora que tenemos al último vástago de la castración de Urano,
al “Gigante de la Patria”, podemos tomar conciencia de que ese maniaco erigir
gigantes ciclópeos que fungen como mesiánicos salvadores de la nación (la
cultura, las artes, la ciencia, etc.) no es sino una manera de perpetuar no
sólo las lacerantes heridas infligidas a nuestra auto estima nacional, sino,
sobre todo, nuestro trasfondo de melancolía y acidia tropical, pues como
asombrosamente dijo el Che Guevara: “Sólo los que viven de rodillas ven a sus
enemigos [o a sus supuestos “amigos y protectores”] como gigantes”. Nuestra
gigantomaquia [5] debería resolverse como dicen estos versos de Víctor Hugo:
“Viendo unos horribles gigantes muy necios / vencidos por
enanos llenos de ingenio” (Víctor Hugo. Las
contemplaciones).
Como todas las cosas del mundo, no hay mal que por bien no
venga. Además de los gigantes, las Erinias y las Melíades, del semen de Urano
también fue creada Afrodita, la diosa del amor y de la belleza. Esta Afrodita,
llamada “Urania”, fue para neoplátonicos y cristianos primitivos la
representante celestial del amor del cuerpo y del alma. Afrodita como diosa
deriva de la personificación como doncella de la Triple Diosa Madre, la “Diosa
Blanca” que hace posible la poiesis como
actividad sagrada y mistérica.
Botticelli: El nacimiento de Venus
El lado oculto y árido de ese espacio gnóstico fecundado
vegetativamente, donde el trébol mediterráneo se entrelaza con el follaje de la
selva (como en la fachada de la iglesia de Potosí, obra del indio José Kondori),
donde la delicadeza hizo alianza con la extensión, permitiendo que el espíritu
occidental se extendiese sobre el Nuevo Mundo, al decir de Lezama, está en esa impenetrable
jungla y esa dilatada estepa, letárgicas e inerciales, y, también, en la mudez
indígena, correlativa a su psiquismo, que funge en nosotros como un
inmovilizador del alma (López Pedraza dixit). De ahí ese “primitivo que hereda
pecados y maldiciones” (Lezama).
Si Cronos está en el meollo de nuestra problemática,
significa que nuestro espíritu nacional padece melancolía, melancolía crónica (valga la redundancia), y que,
además, tenemos problemas con el tiempo, de sincronía (Syn Khronos:
con-juntamente, a la vez). Los chinos antiguos dirían, yendo un poco más lejos,
que tenemos problemas de “armonía”, que implica la falta de resonancias y
correspondencias entre el microcosmos (alma) y el macrocosmos. Pérez Oramas
habla de nuestra modernidad diferencial, “distinta, inexorablemente
diferente y hasta contradictoria”:
“Aceptar la realidad de esa «doble temporalidad» significa
reconocer que nuestro paisaje cultural aloja a la vez gestos, obras y discursos
inusitadamente «modernos», sorprendentemente «globalizables», al día con el
contexto mundial, junto con resistencias anacrónicas de la más diversa
especie.” (Luis Pérez Oramas. Ob. Cit).
Alejo Carpentier expresó que lo “real maravilloso” es la
manera de manifestarse la realidad latinoamericana, pues al hacer una travesía
desde una ciudad como Caracas, y adentrarse hacia el interior del país hasta
llegar a las zonas selváticas de la frontera, uno también hace un viaje en el
tiempo que va desde la hipermodernidad de la cosmópolis hasta el mundo más
primitivo y tribal, atravesando territorios donde, en regresión temporal, puede
palparse la vida cotidiana de finales del siglo XIX, la existencia común en
tiempos coloniales, y la forma de vivir de los nómadas esteparios del siglo IX, hasta llegar a los tribales que todavía viven en la Edad de Piedra.
Si tenemos problemas de temporalidad, también los tenemos de
espacialidad. Nuestra historia, moderna y anacrónica a la vez, se desenvuelve impulsada
por una quizás vaga aspiración por el establecimiento de un real espacio
público (“repúblicas latinoamericanas”) que es negada y saboteada continuamente
por un vasto complejo inconsciente jamás resuelto. Los nómadas vernáculos –los
centauros esteparios, los inmigrantes rurales- se corresponden con los
peregrinos del alma y los hombres en perpetua diáspora –los venezolanos
“modernos”: ambos grupos humanos, por trashumantes y errantes parecen carecer
de patria y de matria, no habitar ninguna tierra, en el sentido profundo del
verso de Hörderlin ("Si poéticamente habita el hombre...").
Sin espacio público no hay “repúblicas”, de modo que nuestros
países, más que republiquetas o repúblicas bananeras, son extensas tierras de
nadie, wastelands –yermos, tierras
baldías. Pero entonces, nuestra modernidad es legítima aunque lo sea de un modo
harto trágico, porque “tierra baldía” es la imagen esencial que re-vela nuestra
contemporaneidad, según un poeta fundamental como lo es T. S. Eliott.
“La única
manera de revertir la negatividad de nuestro sentimiento de fracaso es
encararlo”, dijo Rojas Guardia. Para ello, hay que admitir sin justificativos y
excusas, sin consignas embrutecedoras como “de victoria en victoria” o “a paso
de vencedores”, nuestro fracaso histórico, comenzando por el fracaso de nuestra
inteligentzia.
En su
ensayo La poesía gauchesca, Borges
describe como se fue constituyendo el género de la literatura gauchesca. A la
vez, analiza en esas obras los fallos e inconsistencias que determinan que
sobre ellas resalte como cumbre de esa literatura el Martín Fierro. Pero Borges no hace de José Hernández un titán de
las letras, un Homero hispanoamericano o algo por el estilo. No. Justamente son
los fracasos parciales o totales de sus predecesores y coetáneos, los que
permitieron y prepararon la creación de la magna obra de Hernández. Es como si
esos escritores hubiesen tomado en sus obras, caminos equívocos, atajos, senderos
escarpados y callejones sin salida, que sirvieron para que Hernández, al intentar
una ruta diferente, pudiera tomar con mayor facilidad la vía exacta para el
logro artístico.
También la
creación artística, siendo individual, no está desligada de un proceso que
atañe al resto de la comunidad de creadores. Y esta perspectiva de estudio del
campo de resonancias donde es posible el florecimiento de la obra de arte, no
sólo es una manera humana (no mitificadora) de acercarnos a la poiesis, sino también una auténtica
alquimia del fracaso en el ámbito artístico. Sin derrota y pérdida no hay
consciencia de fracaso, y esa conciencia es un incipit tragoedia, y un kairos,
la oportunidad poiética y el chance
de la poesía.
Yilda
Conquista y Roberto Chacón
(Continuará…)
Notas:
[1] A la “melancolía” no podemos reducirla al término clínico
moderno “depresión”, por más similitudes que encontremos entre ambas acepciones.
[2] E. Panosfky, Saturno y la melancolía, citado por C. T. Soutiño en Lorenzo
Barquero: la melancolía criolla del intelectual frustrado.
[3] La centauromaquia es la guerra mitológica entre los centauros y los lapitas, liderados por Teseo. Para los griegos antiguos representaba la lucha entre la civilización (los lapitas) y la barbarie (centauros), donde esta última es derrotada. Es interesante observar que la guerra comienza porque en la celebración de una boda real entre los lapitas, donde por ende, estos son los anfitriones, los invitados centauros se emborrachan, comienzan a abusar de sus anfitriones y al final quieren raptar y violar a la desposada.
[4] Vincent Descombes utiliza una imagen tomada de Stendhal para
ilustrar un caso particular (las paradójicas maniobras filosóficas de Louis Althusser
para “actualizar” el marxismo) muy semejante a la expuesta por nosotros: “Soy un
general de caballería que, en una batalla perdida, olvidando su propio interés,
intenta poner pie a tierra a su caballería y hacerla luchar contra la infantería”.
(V. Descombes. Lo mismo y lo otro. Ed.
Cátedra, Madrid. P. 156).
[5] La gigantomaquia es la guerra mitológica entre los dioses olímpicos y los gigantes, donde estos últimos son derrotados. En una versión del relato, la diosa Gea crea a los gigantes para vengar la derrota de los titanes, haciendo a cada gigante como una contrapartida de cada dios olímpico (como su "sombra").