¿QUÉ ES VIVIR POÉTICAMENTE?
Armando Rojas Guardia
Armando Rojas Guardia
La premisa de la que parten las palabras
que voy a pronunciar hoy ante ustedes puede formularse de la manera siguiente: escribir poesía en muchos sentidos representa
un hecho coyuntural y, hasta cierto punto, accidental; lo de verdad
trascendente y crucial es vivir poéticamente.
En efecto, escribir poesía no le es dado a
todos los seres humanos: ello depende de determinadas disposiciones psíquicas,
de una específica historia individual y, en definitiva, de una circunscrita
vocación. En cambio, todo hombre y mujer está llamado, por el solo hecho de
serlo, a vivir poéticamente. Recordemos el precioso verso de Holderlin, del
cual extrajo Heidegger una imperecedera lección filosófica: “poéticamente
habita el hombre sobre la tierra”.
Nadie
negará que la palabra poeta constituye,
en esta hora civilizatoria y en nuestro contexto nacional, una palabra
devaluada. Vivimos dentro de una sociedad que se quiere a sí misma
productivista y económicamente competitiva, regida por la entronización de la
mercancía, en medio de la cual la palabra poética no es rentable, no se traduce
en dividendos lucrativos, habla desde una esfera cualitativa que no se deja
reducir a lo empíricamente cuantitativo y verificable, escapa de los alcances
de la mera racionalidad instrumental y técnica. Pero, además, ¿cómo no va a ser
marginal el poeta en un país que, pese a contar con una de las tradiciones
líricas más importantes de la lengua española, paradójicamente no propicia,
como paisaje existencial y cotidiano, estados profundos de conciencia donde se
haga posible la experiencia poética?
No
obstante, si el hombre y la mujer de esta hora y nacidos en este contexto
societario no desean renunciar a las seriedad y la responsabilidad que implica
la existencia humana (seriedad y responsabilidad incomprensibles para la
cultura de la banalidad y el pasatiempo en la que hoy nos hallamos inmersos);
si no optan por trivializar la vida, aunque sea grande la dosis de humor que
quepa en ella, se hace indispensable que ellos −ese hombre y esa mujer− descubran,
o eventualmente recuperen, la noción experiencial de lo que llamo vivir poéticamente, la cual es
una categorización antropológica que excede la actividad vocacional de escribir poesía. Noción
experiencial que me voy a permitir desglosar, de manera sintética y breve, ante
ustedes.
Vivir
poéticamente es vivir desde la
atención: constituirse en un sólido bloque sensorial, psíquico y espiritual de
atención ante toda la dinámica existencial de la propia vida, ante la
expresividad del mundo, ante la sinfonía de detalles cotidianos en los que esa
expresividad se concreta (ello implica un refinamiento orquestal de la vida de
nuestros sentidos y un esfuerzo consciente por aquilatar nuestra percepción de
los objetos que pueblan nuestro entorno).
La
atención esta orgánicamente entrelazada con el evento físico, psíquico y
espiritual de estar −consciente−. En
una palabra, con el despertar. Una
milenaria tradición religiosa identifica el despertar, el hecho de estar
despierto, con el arranque mismo de la vida del espíritu. Tanto el budismo como
el cristianismo son enfáticos en señalar el estado de vigilia como el símbolo
más adecuado de ese momento existencial en el que se inicia, `para el hombre,
la aventura de la conciencia. Todo consiste en despertar para siempre de la
somnolencia maquinal y gregaria dentro de la cual pernocta la mayoría de los
seres humanos. Es sabido que la palabra buda significa, en sáncristo, precisamente el despierto. Pero también en el
evangelio de Marcos, en su capítulo 13, se lee: “¡Atención estén despiertos…!”
(Mc 13,33). En el castellano peninsular la taxativa indicación evangélica (Mc,
14,38) ostenta una fuerza inusitada: “Velad”. Despertar y velar
constituyen, pues, tanto en la tradición budista como en la cristiana, el fruto
obvio del esfuerzo espiritual por estar atentos al mundo. Porque, en efecto, la
atención, como el primer eslabón de la existencia consciente, consiste ante
todo en percibir la realidad que nos envuelve y de la que formamos parte en
toda su prístina y concretísima verdad, deslastrada de los prejuicios, los
estereotipos y clisés instalados en los más inapresables intersticios de
nuestro propio psiquismo, los cuales nos vetan la posibilidad de conectarnos
con la carne misma de la realidad, tal como ella resplandece desnudamente desde
sí misma ante la atención acrisolada del hombre.
Después
de asentada la denominada primera
noble verdad, la de la omnipresencia universal del
sufrimiento, el budismo postula la segunda, según la cual ese totalizante
sufrimiento tiene como causas la ignorancia, el deseo y el apego. Esta
ignorancia no es la de asuntos y cosas trascendentales, sino ante todo la de la
realidad del mundo, tal como ella es y que sólo se devela a la percepción
atenta.
Sabemos
que la modernidad, al instaurar el predominio del valor de cambio sobre el
valor de uso, ha convertido la carne concreta del mundo en una verdadera
eidosfera donde los objetos pierden entidad, peso específico y consistencia
para transformarse en meras mercancías intercambiables. Así, la relación con el
cosmos se alambica y artificializa, se vuelve abstracta: nada hay más abstracto
que el dinero. Además, el universo mental moderno gira en torno a la autonomía
de la conciencia individual y, consecuentemente, a la entronización
absolutizada de la autoconciencia. De esta forma dentro de la mentalidad
moderna el mundo, lo que he nombrado la carne concreta del mundo se metamorfosea en el
escenario cada vez más evanescente, cada vez más evaporado de esa avasalladora
autoconciencia. Ni Edipo, ni Antígona, ni Orestes son personajes
autoconscientes en el sentido y a la manera estentórea en que lo es, por
ejemplo Hamlet. No resulta casual que Hamlet sea junto con El Quijote, El Don
Juan y el Fausto, uno de los cuatro mitos básicos del mundo moderno. Esta hipertrofia
de la autoconciencia, este exceso de lucidez hipercrítica, a los cuales se
sacrifica la rotunda materialidad del universo, y nuestro contacto orgánico con
ella, pueden y deben ser superados por aquella atención que nos despierta a la
inmediatez de la realidad cósmica: la atención más y más adiestrada por el
ejercicio consciente, que le prestamos a la evidencia deslumbrante de lo
que nos rodea y envuelve, más allá de nuestras pantallas mentales afantasmadas
por nuestra voluntad patológica de abstracción.
He
querido hablarles con mayor detenimiento de esta primera caracterización de lo
que entiendo es vivir poéticamente porque
todas las demás brotan de ella y sin ella no se comprenden. Nunca insistiremos
bastante en el hecho fundamental de que el vivir poético es un vivir atento.
Como les dije hablaré seguidamente, y de modo mucho más breve, de las otras
notas que para mí distinguen esta manera alternativa de vivir.
Vivir
poéticamente es también vivir a la espera del momento inspirador, del instante
denso, del minuto pletórico de vida en el que se rasgan los velos del
entendimiento y accedemos a un estado cualitativamente superior de conciencia.
El rapto inspirador que los griegos atribuían a la intervención divina de las
musas, nos dice el gran helenista Walter Otto, propiciaba ante todo claridad espiritual. Ellas −las musas− hacían
que el entendimiento permaneciera claro. Esa
claridad del entendimiento, producida por el entusiasmo creador, era la primera
puerta que franqueaba el canto, la poesía. No hace falta ser un poeta
vocacional para conocer y paladear una súbita clarificación interior a
través de la cual miramos al mundo con ojos vírgenes, como si lo viéramos por
primera vez. Lo expresa espléndidamente Octavio Paz en El arco y la lira:
“A veces, sin causa aparente −o como decimos
en español: porque sí− vemos
de verdad lo que nos rodea (…) Todos los días cruzamos la misma calle o el
mismo jardín; todas las tardes nuestros ojos tropiezan con el mismo muro
rojizo, hecho de ladrillo y tiempo urbano. De pronto, un día cualquiera la
calle da a otro mundo, el jardín acaba de nacer, el muro fatigado se cubre de
signos. Nunca los habíamos visto y ahora nos asombra que sean así: tanto y tan
abrumadoramente reales”.
Estos
momentos de epifanía son, por supuesto, gratuitos −es la misericordia de la
realidad la que nos los otorga− pero el vivir poético busca conscientemente
merecerlos preparándolos, entrenándose a sí mismo para recibirlos.
Vivir
poéticamente es vivir la cotidianidad no como mero tiempo intercambiable y
mecánico, sino como mistagogia, es
decir como introducción paulatina y autopedagógica en el misterio. A un monje
zen le preguntaron un día: “¿Qué es el zen? A lo cual él respondió:
“Cargar la leña y cortar la grama”. El Occidente moderno ha erigido la
racionalidad administrativa y burocrática como la única vía de organizar la
sociedad. Esa hegemonía de lo burocrático-administrativo, que nadie como Franz
Kafka convirtió en imagen simbólica de la condición humana, ha traído
como corolario que la vida cotidiana de nuestras ciudades se transforme
en tiempo opaco y sin relieve, sea que lo vivamos de modo utilitario −como inversión
crematística en forma de horas-hombre laborables−, o como diversión pascaliana sumergida
muchas veces en el ruido, el ajetreo y el tumulto, en la vocinglería social
enemiga del desarrollo interior, de la lenta maduración del alma. La
cotidianidad que encara el hecho de vivir poéticamente, siendo mistagógica a la
manera en que la vivía Teresa de Lisieux, evoca la del monje zen, quien carga
la leña y corta la grama en el umbral permanente de la iluminación.
Vivir poéticamente es cultivar la dimensión
simbólica de la conciencia, aprender a adiestrase más y más en una verdadera
hermenéutica simbólica de la realidad, para la cual los objetos, las
situaciones y los hechos son sacramentos que incesantemente remiten a un orden
trascendente (se trata de la sacramentalidad de la realidad creada: los
objetos, las situaciones y los hechos, empezando por los más cotidianos,
sacramentalizan el orden y la belleza del universo: se vive poéticamente al
captarlos de esa manera y encararlos así).
Vivir
poéticamente es aprender a vivir estableciendo continuas relaciones analógicas entre los objetos
aparentemente más disímiles y entre los más diversos órdenes y planos de la
realidad: que el eje de toda la propia actividad psíquica sea esa permanente metaforización (detrás de ésta
actúa como postulado ontológico la comprobación, ya postulada, establecida y
estudiada por la física cuántica, de que el universo entero es una totalidad
orgánica, de que todo está conectado con todo, de que todo interactúa con
todo). Para enterarse de cómo funciona en la práctica un activo psiquismo
metaforizador conviene leer y releer Las olas, de Virginia Woolf, y la poesía de Eliseo
Diego.
Para
finalizar, vivir poéticamente es vivir la propia vida como una obra de arte, es
un vivir desde lo que clásicamente se denomina el arte de saber vivir. Es un vivir con arte, es
vivir-se como el poema existencial y cotidiano que Dios nos posibilita hacer de
nosotros mismos. En el Nuevo Testamento, específicamente en la “Carta a los
Colosenses”, se afirma que cada ser humano es “un poema de Dios”. Vivir
poéticamente es saberse tal. Y obrar en consecuencia.
***
Conferencia dictada en la Universidad Metropolitana (UNIMET) el
16-10-2013.
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