¿ES POSIBLE DESRANCHIFICARNOS? (III)
“La
‘anamnesis’ que propongo es la de recordar autopedagógicamente
los
hitos emblemáticos que constituyen la trama de
nuestra
espiritualidad colectiva.[…] ¿Quién lo pondera al
recordar Las cafeteras, de Alejandro Otero […].”
Armando
Rojas Guardia
“Discurso
de Incorporación a la Academia Venezolana de la Lengua”
Hacer
de un rancho un castillete en Macuto* –no un palacio veneciano sino un castill-ete en Vene-zuela- está en las antípodas de la ranchificación pomposa (tipo penthouse) de un palacio colonial de uso
público en Caracas. Y aún se distancia más de los delirios Nouveau riche de millonarios estadounidenses como William Randoph
Hearst, que se dieron el lujo de importar piedra por piedra, desde España, un
castillo medieval completo.**
El Castillete de Armando Reverón
Nuestro
país posee el mayor número de fortalezas coloniales de Sudamérica. A la gran
mayoría de éstas se les conoce como “castillos”, aunque las mismas tienen que
ver más con las fortificaciones típicas del renacimiento europeo que con las
fortalezas medievales. Estos “castillos” están ubicados en la entrada de
puertos y estrechamientos de grandes ríos, pues formaban la espina dorsal del
sistema defensivo colonial. Esa proliferación de castillos parece prefigurar el
que Venezuela fuese tipificada, después de la independencia, como un cuartel, mientras que a Ecuador se le
comparaba con un convento y a Colombia con una universidad, según una frase
atribuida a Bolívar.
El
que nuestro más importante artista plástico, a través de los poderes alquímicos
del arte, haya transfigurado un rancho en un castillete, y aún más importante,
haya transmutado el arquetipo arquitectónico, substrato arqueológico de nuestra
mitología militarista,*** en un centro mágico de ensoñación poética y poiesis deslumbrante, es algo para
reflexionar larga y profundamente.
Pero
Gestell en alemán también significa
“bastidor”, “armazón”, “mampara”, “armadura”, “esqueleto”. “Bastidor” está
relacionado con “basto”, uno de cuyos sentidos es “grosero” o “falto de
pulimento”. La palabra griega de la que deriva “basto” significaba “soportar” o
“cargar un peso”. De ahí que podamos dar otra caracterización a Ge-Stellen: el mundo del imperativo
tecnológico implica la confección de un cosmos donde privan y proliferan los
armatostes y los mamotretos: estructuras defensivas (simbólicamente hablando,
que ocultan, privan), descarnadas, enormes, pesadas, donde falta la poiesis, tanto de la natura como del
arte. Por ende, donde también falta la virtud en su sentido ético y se impone
lo inauténtico.
La
palabra “castillete” referida a la vivienda de Reverón en Macuto, se usa como
diminutivo (despectivo y/o afectivo) de “castillo”. Pero “castillete”
significa, en la minería, una estructura situada sobre un pozo vertical de
extracción, conformando una parte importante del paisaje de zonas mineras, como
el Ruhr alemán. De manera que esta palabra apunta, simbólicamente, a nuestro dudoso
destino como país minero, aunque nuestros paisajes marcados por la minería no
estén cubiertos de castilletes sino de torres petroleras.
“Castillete”
también significa “armazón para sostener algo”. Visto así, y aplicado
conjuntamente como diminutivo de “castillo”, parecería apuntar a un armatoste,
un mamotreto, un rancho magnificado ridículamente. Pero la alquimia artística
reveroniana también parte de nuestra condición moderna, tomada como materia
prima para el nigredo-, del Ge-Stellen, del adefesio y lo mal hecho
que signan los constructos masivos de nuestra contemporaneidad industrial, para
transmutarla desde su interioridad, en una intimidad fermentativa con la fragua
de su centro, para poder hacerla habitable
poéticamente.
Para
Luis Pérez Oramas, existe un “problema reveroniano de nuestra modernidad”:
“[…]
nuestra modernidad no puede ser juzgada históricamente y sólo puede ser
comprendida en su cruda factualidad, a menudo en su despojamiento teórico o
especulativo, no desde su similitud con la modernidad «universal», con un canon
occidental o con ese norte especular, sino desde su propio destiempo y desde la
deformación que ella le imprime, irreparablemente, a dicho canon y a dicho
espejo legitimador, fracturándolos.” (Luis Pérez Oramas. La república baldía. P. 292).
Y
luego prosigue con un segundo aspecto de ese “problema reveroniano”:
“Pero
hay más: el modelo de modernidad que Reverón encarna no solamente es antivoluntario, es también antiuniversal. […] Pero la coordenada
reveroniana a través de la cual se alcanza en Venezuela una primera forma
moderna es […] el resultado de una fidelidad absoluta a lo vernáculo, la
consecuencia de una comunión visual con lo absolutamente local: nuestra
«primera abstracción» es el efecto de disgregación que sobre las formas
representadas por una pintura relativamente convencional tiene la localísima
luz del Playón de Macuto.” (L. Pérez Oramas. Ibidem).
La
modernidad no es el punto culminante de la historia ni mucho menos. Más bien es
el tiempo donde la Historia –una historia entendida como universal, unilineal y
signada por el crecimiento- pasa a ocupar la posición central y generativa
(usando un término chomskiano) que en el Medievo europeo tenía el Dios
cristiano. De ahí que se haya dicho que la única religión global y popular de
la modernidad sea la idea de progreso.
La Historia, en la modernidad, sería entonces un tiempo estructurado por el
desarrollo sin límites de los metarrelatos emancipadores: liberación del hombre
por la bienaventuranza (cristianismo), por la razón (ilustración), por la
ciencia (progreso tecno-científico), por la revolución (marxismo) o por la
opulencia de la superproducción (industrialización capitalista).
A
grandes rasgos, está modernidad, en tanto celosa portadora de toda novedad, estaría caracterizada por la
guerra contra todo lo antiguo y tradicional. Toda “modernidad”, dice Pérez
Oramas, necesita de una “antigüedad” a la que oponerse. Esta oposición revela
el voluntarismo que se asocia a todo lo moderno, una voluntad desbocada en
prosecución obsesiva del telos
(finalidad) que prometen los metarrelatos modernos, la cual finalmente se
trastocará irremediablemente en voluntad de dominio (Ge Stellen), que, ejerciendo inusitada violencia sobre todos los
entes al sobre medirlos y calcularlos, los moviliza totalmente hasta reducirlos
a nada (nihilismo consumado).
Pero
la modernidad también genera lo que en términos de la psicología profunda
pudiese llamarse una “sombra”. Así que al lado de la guerra contra lo antiguo,
lo arcaico y lo tradicional, lo moderno también se re-vela, según cita Pierre Klossowsky
a Nietzsche, como
“[…]
una aptitud de simpatía, nunca
alcanzada aún, en virtud de la cual el espíritu entra en contacto inmediato no
sólo con lo que parece más extraño, sino con el mundo hace más tiempo caducado,
con el pasado más remoto” (Tan funesto
deseo. Ed Taurus, Madrid 1980. “Sobre algunos temas fundamentales de la
«Gaya Ciencia» de Nietzsche”).
En
su ensayo Sumas críticas del americano,
José Lezama Lima nos habla del paisaje americano como un “espacio gnóstico”
–abierto-, cuyo simpathos,
“[…]
se debe a su legítimo mundo ancestral, es un primitivo que conoce, que hereda
pecados y maldiciones, que se inserta en las formas de un conocimiento que
agoniza, teniendo que justificarse, paradojalmente, con un espíritu que
comienza.”
De
modo que podemos decir de Reverón lo que Lezama afirma de George Gershwin: que
su modernidad es legítima porque explora desde su raíz la fuente de su
tradición. Es así como el pintor llega a la abstracción, en la culminación de
su período blanco, con la obra El árbol de
1931, primer cuadro moderno del arte nacional, el primero que “puede verse tan
solo como un cuadro, como un objeto literalmente compuesto de tela, pigmentos y
armaduras de madera (bastidor, marco, etc.), el primer cuadro en el que es
posible no ver más nada que su materialismo pictórico” (Pérez Oramas, Ob.
Cit.).
Armando Reverón: El árbol (1931)
Desde
esta perspectiva que seguimos, los artistas venezolanos pudieran categorizarse
en dos tipos, a groso modo: los que estudiando en el extranjero vuelven al
país, y los que se quedan aquí en la exploración de nuestras singularidades. En
este caso, no se trata de llevar al arte la vieja disputa entre “cosmopolitas” -los
modernizadores con ideas venidas de afuera- versus los barbarizantes, los
defensores a ultranza de lo arcaico vernáculo.**** En el caso del arte se trata
más bien de la resolución de la problemática de nuestra condición periférica
(marginal) a través de dos líneas de convergencia: la de aquellos que
aprendiendo los lenguajes artísticos modernos intentan encontrar su propia voz
explorando sus raíces, y de los que proponen acceder a la universalidad moderna
desde la asunción plena de su localidad y tradición.
Señala
Pérez Oramas que en el imaginario colectivo y la “cultura oficial”, Reverón
acompaña a un escaso grupo de artistas y escritores: Rómulo Gallegos, Arturo
Uslar Pietri, Andrés Eloy Blanco y Jesús Soto, entre otros pocos.***** El
nombre de Soto llama la atención, puesto que su umbral de acceso a la
modernidad es muy diferente al de Reverón.
“
[…] A diferencia de un artista como Mondrian, o de su seguidor más conspicuo en
Venezuela, Soto, para quienes el manejo de las formas esenciales, o
fundamentales, tiene por destino instrumental despojarse de dependencias
circunstanciales de localidad o de temporalidad a través de un arte que pueda ser de cualquier sitio y de todos los tiempos.” (L. Pérez Oramas, Ob. Cit.)
El
abstraccionismo “voluntario”, realizado bajo influencias de la vanguardia
europea, va a irrumpir en nuestro país de manos de un compañero “cinetista” de Jesús
Soto, quince años después de El árbol
reveroniano: Alejandro Otero y su serie pictórica Las cafeteras (1946-1948).
Una
breve digresión. Existen dos culturas que se reparten el mundo: la del café y
la del té. Si recordamos que la lengua es el centro de toda cultura (Cadenas) y
que sólo en cuanto a conversación es esencial el lenguaje (Heidegger), se
entiende porque hablamos de estas bebidas como “culturas”. Bien pudieran ser
llamados elíxires culturales.
La
cultura del té ha legado mucho más que la británica “hora del té” y sus
tertulias, tan bien satirizada en Alicia en
el país de las maravillas de Carroll. En su hemisferio de origen, sobre
todo en China y Japón, el té está ligado a lo más logrado de su dinámica y
refinamiento cultural. En China, las casas de té han sido desde muy antiguo el
motor de la socialización e intercambio de ideas urbano. La dinastía Tang
(618-907 d. C.), fue la Edad de Oro tanto de de la poesía china como de la
cultura del té (hecho para nada fortuito). El libro sagrado del té se escribió
en esa época: el Libro Clásico del Té
o Cha Sing (Lu Yu / 733-804), que
contiene muchas influencias del budismo Chan (Zen) y del taoísmo. Cuando este
texto fue introducido en Japón, fue decisivo a la hora de la conversión de la
casa de té japonesa en un pequeño templo dedicado a la famosa Ceremonia del Té.
Casa de Té japonesa
En
occidente, las cafeterías han desarrollado una función muy parecida a la que
tienen las casas de té en China y el extremo oriente. La cultura del café es
algo más tardía que la del té, ya que su uso y difusión data de los siglos XIV
y XV de nuestra Era. Luego de su expansión por el mundo árabe (ya que proviene
de Etiopía), entró en Europa. La primera cafetería de Londres fue abierta en
1650. Las ideas liberales se difundieron desde aquel entonces desde las cafeterías.
Para dar un ejemplo de su importancia en los movimientos artísticos e
intelectuales de las grandes metrópolis, pensemos en qué sería del
existencialismo francés sin el parisino Café de Flore.
Venezuela
pertenece al orbe cultural del café. En 1784 se hizo la primera plantación de
café en el país, y enseguida comenzó a crecer su cultivo, desplazando
paulatinamente al cacao como principal producto de exportación. Ya a principios
del siglo XX Venezuela era el segundo exportador mundial de café, pero con la
explotación petrolera su cultivo decayó paulatinamente.
Sin
embargo, podemos decir que nuestra “cultura del café” es incipiente si la
comparamos con la que se desarrolló desde el cinquecento en Europa occidental y el mediterráneo. Durante el
siglo XIX y parte del XX, parece que sólo la calidad de nuestro café bastaba
para nuestro deleite, no hacía falta nada más. Por lo menos teníamos abundancia
de “sabor” y “aroma”. Nuestro café se hacía “colao”, bien negro en las clases
populares, o, cuando no, el consabido guayoyo. En Canta Claro de Gallegos se dice que el café es el “orgullo del
llanero”. Roberto cuenta que recorriendo con su abuelo una región llanera
cercana a Guarumen (Guárico), al arribar a cualquier humilde vivienda para
saludar, los campesinos enseguida ofrecían como bienvenida una tapara con café
negro sin azúcar. Mostrándose muy complacidos por la expresión de gusto que
hacían al probar la bebida.
De
pronto, esa “incipiente” cultura recibió un decisivo aporte para su desarrollo
con la migración mediterránea y sur-europea en general de los años cincuenta
del siglo XX. No sólo fue la máquina para el café espresso, típico de los cafetines, panaderías y restaurantes, ni la
cafetera moka (greca) italiana que sustituyó en muchos hogares al colador y el
perolito del café. Los inmigrantes europeos trajeron también la cultura de los
“cafés”, las cafeterías con mesas al aire libre, que comenzó a florecer,
inicialmente, en zonas de Caracas como Los Chaguaramos, Bello Monte y Sabana
Grande. Inmediatamente estos “cafés” –como el afanado Gran Café de Sabana
Grande- empezaron a ser centros de intensa vida artística e intelectual.
Esa
cultura del café se expresa en la gama de términos con las cuales nos referimos
a su preparación: guayoyo, guayoyito, tetero, teterito, con leche claro u
oscuro, marroncito, marrón claro u oscuro, negro, negro fuerte o cargado,
negrito claro, etc. Muchas más palabras que los seis términos que usan los
esquimales para referirse a la nieve.
En
este marco de la cultura del café nacional hay que inscribir la serie de Las cafeteras de Otero, al igual que también
hay que colocarla en esa vertiente de indagación del ámbito íntimo y la casa
(hogar) que va desde el cuadro Miranda en
La Carraca (1896) de Arturo Michelena, el “Castillete” de Reverón como
casa-bastión-taller-instalación-monumento (1921 en adelante), y la obra de
Meyer Vaisman Verde por fuera, rojo por
dentro (1993).
Meyer Vaisman: Verde por fuera, rojo por dentro (1993)
En
París, donde se radicó para realizar estudios plásticos en 1946, Alejandro
Otero conoce a profundidad la obra de Cezanne y el cubismo de Picasso. Ve un
lazo de vocación constructivista entre los dos genios de la pintura. Le atrae
particularmente la obra post cubista de Picasso, signada por la ocupación
alemana de Francia, y por rupturas y pérdidas de orden personal. En esa época
depresiva, Picasso pinta descarnadamente naturalezas muertas: utensilios de
cocina, cráneos de hombre y de buey, aguamaniles y jarras. La admiración de Otero
por los bodegones de Cezanne es también una acusada referencia en relación a la
empresa de Las cafeteras.
Picasso: Calavera y libro (1946)
Entonces,
Las cafeteras pueden entenderse como
el intento de llegar a la abstracción de modo constructivo, después de la disolución de las formas en la luz
realizada por Reverón. Esto establece un paralelo con la historia de la pintura
moderna europea, en la cual Cezanne intenta colocar el arte sobre nuevas bases
de construcción geométrica, después de la disolución de las formas en el color
y la vibración lumínica realizada por el impresionismo, y el consiguiente
abandono de la perspectiva clásica (renacentista).
No
obstante, hay que tomar en cuenta que el propio Otero ha recalcado diferencias
fundamentales entre el impresionismo francés y la obra de Reverón. La medida en este pintor, la contención, lo distancian de la busca
impresionista de naturalidad. Y,
sobre todo, para Otero, Reverón edifica,
“en la luz y con ella”, con sus sombras y penumbras, más allá del instante
evanescente que buscaba capturar la pintura plen
air. Reverón es einsteniano, en el sentido de que para él la luz es una
constante (si bien, no una constante universal), de ahí sus conocidas
declaraciones de fidelidad y compromiso con la luz (la de Macuto).
Desde
esta perspectiva, Otero sigue una tradición de la pintura venezolana de
severidad estructural, que une a los academicistas del siglo XIX (en su caso
más Cristóbal Rojas que Michelena) con los pintores de la Escuela de Caracas;
tradición que las vanguardias plásticas no deberían dejar caer en olvido, según
advirtió el propio Otero. Ya en los cuadros de su admirado Antonio Edmundo
Monsanto había aprehendido la primacía estructural que luego descubriría en
Cezanne. El mismo Otero dirá que, para Monsanto, nada de la obra de Cazanne le
estaba vedado.
Pero
en Las cafeteras hay una busca
distinta no sólo con respecto de los paisajistas venezolanos, sino con lo que
después sería la obra misma de Otero a partir de los Coloritmos. En esta serie hay una vuelta a la intimidad con las
cosas, a una poética del espacio donde priman los cacharros de la cocina, el
centro de la casa, el hogar.****** Porque si en todas partes la cocina de las
personas humildes se caracterizan por sus trastos y bártulos, en la Venezuela
de la pobreza secular, esos utensilios parecen condenados a ser siempre verdaderos
cacharros: cachirulos, peroles, cachivaches; desgastados y arruinados por el
uso cotidiano, pero también por el maltrato sobre las cosas y la indolencia con
éstas (su descuido) que caracteriza a buena parte de nuestra gente.
Alejandro Otero: Cafetera gris (1946)
Si
en otras regiones, el café se sirve glamorosamente en teteras y tazas de
porcelana, con crema y terrones de azúcar, lo común en nuestro país es un
filtro curtido y deteriorado, y una cacerola deformada y quemada, usados para
calentar, filtrar y servir la infusión; la cual se vierte en totumas y pocillos
de peltre, y más recientemente en tazas de plástico, aún en tiempos de la
abundancia petrolera. Cuando llegaron las mokas italianas corrieron la misma
suerte ruinosa que los otros peretos de la cocina criolla.
En
Las cafeteras hay el mismo amor y
compasión por las cosas (y las personas que las usan) que el mismo Otero señala
en la pintura de Reverón (una forma de advertir que la luz nunca llegó a cegarlo). La nostalgia
del terruño, en Francia, lo hizo conectarse con la pintura post cubista de los
años depresivos de Picasso, pero también se contactó con el arquetipo de la
melancolía criolla, Miranda en La Carraca.*******
De ahí que nuestra “poética pictórica del espacio”, en cuanto a indagación del
espacio íntimo del hogar, pase por ese cuadro (el del hogar soñado y perdido),
el Castillete (la Arcadia recobrada a expensas de la cordura), y de Las cafeteras desemboque en Verde por fuera, rojo por dentro de
Vaisman.
En
esa poética trágica, la austeridad y medida estructural, es imprescindible para
poder descender al inframundo personal y colectivo, donde se pueden tocar las
llagas abiertas de nuestra alma extraviada. Y es esencial de cara al tema
fundamental y recurrente de nuestra presencia en estas regiones equinocciales,
el de poder habitar estas tierras -y
no sólo poblarlas. El poeta (el artista) erige
sobre el abismo insondable, entrega sentido donde campea el sin sentido, y abre
entonces las posibilidades del habitar. Borges lo dijo con estas palabras: “hay
que construir sobre la arena como si fuese piedra”.
A. Otero: Cafetera y taza amarilla (1947)
La
serie de Las cafeteras comienza con
una preocupación arquitectónica a partir de los objetos y termina en la abstracción
total, donde de aquellos ya no quedan sino líneas y colores. Esta serie resume
en la obra de un solo artista una parte de la historia de la pintura moderna
que va del cubismo a la abstracción geométrica.
Pero
en el marco de lo que aquí indagamos, en el medio melancólico (atmósferas
umbrías de tonos terrosos predominantes en la serie pictórica en cuestión) de
las viejas cocinas sombrías y saturadas por humos y vapores de las casas
venezolanas de antaño, las “cosas” se transforman alquímicamente –gracias a una
poiesis plástica- en protagonistas,
en agentes de la “edificación” desde el centro mismo del hogar, en motivos
arquitectónicos de una ensoñación poetizante donde se puede “cocinar” la
intimidad interior –del hogar erigido y por erguir- que necesitamos para poder
acceder al ánima locus y,
paradójicamente, también a nuestra modernidad, aunque eso implique hoy no un Ánima Mundi, sino su “eclipse”.
Si
Reverón llegó a la abstracción edificando sobre la materialidad del cuadro
mismo, sobre sus elementos más bastos y modestos, Otero arriba a ésta a través
de un proceso de refinamiento, de delicadeza, de sublimación, más en la
acepción alquímica –cónsona con la preparación del café- que en la psicológica,
puesto que de los objetos de la fragua del infernillo sólo nos quedan al final sus
trazos y sus colores. Como con el café, lo esencial es su aroma y su sabor; eso
es lo que nos queda, su quinta esencia… “Lo que permanece lo fundan los poetas”
(Hölderlin).
La
ensoñación poética nos hace vislumbrar entonces, a partir de saber ver (donde saber es también un sabor)
en esa serie de pinturas, las posibilidades inéditas de nuestra cultura
cafetera, donde son factibles no sólo las más ricas y sorprendentes tertulias, el
refinamiento y la exquisitez inherentes al buen vivir, sino, por qué no, una
transmutación del espíritu, que puede llegar muy lejos, hasta alcanzar una
auténtica “ceremonia del café”.
A. Otero: Cafetera rosa (1947)
El
por qué nuestras posibilidades culturales todavía no cristalizan en un espacio
público abierto, dinámico e incitante sigue siendo un misterio en el que apenas
dejamos caer nuestras sondas conjeturales. Ciertamente, si nuestro mundo es impoético, como señala Haidegger, nuestro
país, periférico y marginal como es, tiene por tradición el apartar aún más al
artista, hasta convertirlo en el excluido por antonomasia: “músico, poeta y
loco…”. Por ello Rojas Guardia escribe:
“Pero
es que, además, ¿cómo no va a ser marginal el poeta en un país que, pese a
contar con una de las mejores tradiciones líricas de la lengua española,
paradójicamente no propicia, como paisaje existencial y cotidiano, estados
profundos de consciencia donde se haga posible la experiencia poética?”
(Armando Rojas Guardia Ob. Cit.)
Estas
palabras nos hacen entender algo del por qué nuestra primera habitación
pictórica, nuestro primer interior íntimo –simbólicamente hablando- es una
cárcel (Miranda en La Carrraca), y el
por qué nuestro más grande pintor decidió aislarse, ante todo mentalmente, a
través de la línea de fuga de la locura, pero también edificando su castillete,
donde tras sus murallas buscó refugió de la circundante indiferencia y el desprecio
latente. ¿Rancho por sanatorio o prisionero en su propio torreón? ¿Quijote con
un pincel por lanza, caído ante cuarteles vetustos e inacabadas torres de
marfil, aplastado bajo “megaconstrucciones” autoritarias (como el Hotel
Humboldt) y junglas de torretas de perforación?
Reverón
es nuestro Goya y nuestro Matisse, escribió Mariano Picón-Salas. Por eso
Alejandro Otero expresa al respecto:
“Decidimos,
sin permiso de nadie (cosa que nadie comparte con nosotros, como se ha visto
cada vez que nos hemos propuesto prestigiarlo fuera de aquí, nos han lanzado
con dos palmos de narices al ridículo), que Reverón es un gran artista, que
está en nuestro derecho endiosarlo llevándolo a las dimensiones del mito […].”
(Alejandro Otero. Memoria Crítica. P.
277).
Alfredo
Boulton dijo a Pérez Oramas, que Bolívar, Miranda, Bello y Reverón eran los
cuatro venezolanos universales.******** Ellos, en medio del triunfalismo
heroico-titánico de la mitología independentista, también conforman la
posibilidad siempre rehuida de una “conciencia de fracaso”: “Son los héroes
vencidos: la utopía vencida, la libertad vencida, la lengua vencida en su
propia patria, la visión vencida” (Pérez Oramas, Ob. Cit.)
Puede
que todavía falte en nuestra cultura, para acceder a esa consciencia de
fracaso, al auténtico pathos trágico
y a la matria profunda y sombría, el pintor o el aedo que no aborde a los seres y las
cosas que nos rodean desde la luz, sino desde la obscuridad…
Yilda
Conquista y Roberto Chacón
(Continuará…)
Notas:
*La
decisión de Reverón -queriendo tomar distancia de la vida capitalina- de
residenciarse en Macuto, una pequeña población del litoral central, muy cercana
al puerto de La Guaira, que por aquel entonces era conocida apenas como
balneario, no deja de tener resonancias histórico-culturales llamativas. El
nombre “Macuto” proviene del poblado indígena “Guaicamacuto” ([guaiquerí o
cumanagoto]: guaicam: flechas; macuto: cesta. “Cesta de flechas”,
carcaj), que era la denominación de un aguerrido cacique caribe en tiempos de
la Conquista de Venezuela. Este cacique fue gran amigo Francisco Fajardo, recibiéndolo
pacíficamente (cosa muy rara en los caribes), quien fundó el hato San Francisco
en lo que hoy es el valle de Caracas, primer intento de colonizar estas tierras.
Luego de la marcha de Fajardo, se alzó junto con otros importantes caciques de
la región contra los españoles. Derrotado en la batalla de Maracapana (1568),
decide pactar con Diego de Lozada y retirarse a vivir en paz en su aldea. Una
vez convertido y bautizado, Guaicamacuto pasó a llamarse Juan Macuto. En 1595,
los piratas de Amyas Preston desembarcan en Macuto, y llevados por un baqueano
español por una de las trochas que usaba Guaicamacuto para transponer la
cordillera de la costa hacia Caracas, cayeron por sorpresa sobre la ciudad, y
la saquearon.
**Se
trata del Castillo de Benavente, que estaba ubicado en Zamora. Su paradero
actual se desconoce. Quizás forma parte del Castillo Hearts, en San Simeon,
California, diseñado por Julia Morgan, el cual sirvió de modelo para el
Castillo Xanadu de Charles Foster Kane en El
Ciudadano Kane, de Orson Welles.
***Esa
mitología militarista heredada de las guerras de independencia, es solidaria
con la impronta militar que signa la sociedad moderna (Paul Virilio), y es
reforzada por importantes hitos históricos nacionales: el estado casi perenne
de guerra civil que vivió la nación en el siglo XIX, la incubación del siglo XX
nacional bajo la dictadura del general Juan Vicente Gómez, los gobiernos
demócratas benevolentes de los generales López Contreras y Medina Angarita, la
“Revolución de Octubre” –el golpe de Estado cívico-militar contra Medina
Angarita-, el mito de una Venezuela casi paradisíaca identificada con la
dictadura del general Marcos Pérez Jiménez, el panegírico propagandístico del
fracasado golpe de Estado militar del 04 de febrero de 1992 (con sus
posteriores secuelas y derivaciones ideológicas) y los delirios geopolíticos y
geoestratégicos que forman parte del armatoste discursivo del chavismo.
****Cosmopolitismo
y barbarie se oponen ideológicamente en nuestras regiones pero suelen
fusionarse en el “mundo de la vida”. El jefe tártaro del filme Andrei Rublev de Andrei Tarkovsky es un
excelente ejemplo de ello. En la neolengua chavista, el barbarismo autóctono se
promociona como la primacía de “lo endógeno” (versus lo “global”). En el ensayo
de Teresa Soutiño “La melancolía criolla del intelectual frustrado”, se avanza
la idea -que también esbozamos nosotros- de que nuestra barbarie “endógena” se
camufla de modernidad, se justifica en ésta y finalmente la utiliza para sus
fines arbitrarios y arcaizantes. Teresa de la Parra, en sus Conferencias sobre la influencia de la mujer
en la formación del alma americana, expresa lo mismo, al decir que en el
siglo XIX, los partidarios del progreso hicieron de esa idea sinónimo de
destrucción.
*****Quizá
ahí está la razón por la cual Rojas Guardia no colocara a Reverón en esa
“anamnesis” autopedagógica sobre los hitos emblemáticos de nuestra espiritualidad
colectiva (Armando Rojas Guardia Ob. Cit).
******El
tema de la cocina y sus utensilios no aparece como tal, sino muy marginalmente,
en La poética de espacio, de Gastón
Bachelard, libro donde la casa y el hogar son temas centrales.
*******A
veces los significados de las palabras nos re-velan verdaderas sorpresas. Carraca: aparato, máquina o artefacto que es viejo o destartalado y
funciona mal. En las “Mil y una noches venezolanas”, aún por escribir, si se
frota con pasión una mágica cafetera greca, surgirá el genius loci atrapado en ésta, que seguramente será –en genio y
figura- como el Miranda del retrato legendario.
********Esta cuaterna “universal” (aunque no
todos arriben a tal categoría del mismo modo) se contrapone al “árbol de las
tres raíces” de Núñez Tenorio, cuya simplificación ideológica heredó el
chavismo (pensemos que El árbol de
Reverón basta para des-nudar el carácter regresivo de tal propuesta, núcleo de
su impostura). Sólo Bolívar está en los dos grupos. Zamora es el continuador
vernáculo de nuestra confusión entre reivindicación social y sentimiento völkich –entre rebelión y saqueo, pueblo
y populacho- que nos viene de Boves. Simón Rodríguez aparece en una
interpretación altamente völkich,
para justificar las fuertes vertientes identitarias y nacionalistas chavistas
(anti occidentales). Y, ¿cuál Bolívar?, ¿el que entregó a Miranda, el de la
guerra muerte y la masacre de los pastusos, o el de regularización de la guerra
y el Congreso Anfictiónico? Y si su “majadería” puede compararse a la de Jesús
y el Quijote: ¿Con cuál Jesús: el de la espada o el del amor incondicional? ¿Y con
cuál Quijote: el loco o el cuerdo?