LA IMPORTANCIA DE LA CASA, SEGÚN LIN YUTANG (IV)
«Todo el arte de los
jardines depende de la pintura de paisajes
[...] como si fuera un
paisaje colgado»
Alexander Pope
“Y es que, de la misma
forma que el espantoso océano rodea a la
verde tierra, así en el
alma del hombre se encuentra también
una isla paradisíaca, una
Tahití, colmada de paz y de alegría
pero rodeada asimismo por
todas partes de toda clase de terrores
que la experiencia de
nuestra vida sólo nos permite conocer a medias.
Dios os guarde. Os
aconsejo que no os alejéis demasiado de esta isla,
porque podrías no
volver jamás a ella.”
Herman Melville
Moby Dick
Los libros clásicos sobre
Tai Chi Chuan dicen que el gato es un maestro. Que si observamos con dedicación
su forma de moverse y su actitud en la caza, uno puede aprender mucho de
utilidad respecto a las artes marciales chinas y los estados de alerta. Veo a
los gatos fluir por nuestros jardines como el viento, siempre en maravillosa
armonía, como el agua. Atraviesan los cercados de malla por secretas rasgaduras
o por ocultas depresiones del terreno. Las rejas interiores les ofrecen todavía
menos dificultad, pues su entramado es ancho y permite que los felinos los
transpongan a la carrera. Todas las entradas de acceso a los edificios están
abiertas para ellos. Cuando se topan con puertas, toman atajos: suben por un
árbol y entran a los pisos superiores por los agujeros de ventilación de los
pasillos; acceden a las casas por las ventanas; cambian de edificio usando las
pérgolas como puentes… No sé si los mansos finalmente heredarán la tierra, pero
los gatos con seguridad recibirán como legado las ciudades, o, al menos, sus
ruinas.*
Gato en ruinas romanas
Probablemente Lin Yutang pensaba en el Feng Shui –mal llamado
“geomancia” china- cuando habló sobre la casa y su relación existenciaria (usando
la terminología de Heidegger) con el paisaje (en palabras más pedestres: que
conforma el ser mismo de su existencia, que le es inherente a su ser).
El Feng Shui es el arte de la disposición armónica de los espacios en el
tiempo (los ciclos). Feng Shui significa literalmente viento y agua.
Sabemos por el hermoso libro de François Cheng, Vacío y plenitud,
la importancia del ciclo del agua (nube, lluvia, arroyo, río), con la montaña
como puente entre el cielo y la tierra, y la materialización de los alientos
vitales en los vientos y nubes; elementos que conforman las características
esenciales del paisaje pictórico chino tradicional.
Como hombre que quería tender puentes entre oriente y
occidente, Lin Yutang seguramente también conocía el pensamiento del pintor y
paisajista William Kent (1685-1748) y los escritos del poeta y ensayista
Alexander Pope (1688-1744), quienes a principios del siglo XVIII dieron vida al
“jardín inglés”, que a semejanza del jardín chino, se caracteriza por su
naturalidad. La naturaleza nunca debe ser olvidada, decía Pope, quien también
veía similitud entre el arte de la jardinería y la filosofía.
El jardín así concebido se convierte en un puente entre la casa y el
paisaje, entre la poiesis de la naturaleza y la del arte.**
“Cuando juzgo el arte, cojo mi cuadro y lo pongo junto a un objeto obra de Dios
como un árbol o una flor. Si desentona, no es arte”, dijo Paul Cezanne.
Jardín de Sheringham Park
El Feng Shui se ha usado (y abusado) en occidente sobre todo en el campo
de la decoración de interiores. Se olvida que el Feng Shui también tienes usos
“arquitectónicos”, “urbanísticos” y “paisajísticos” (las comillas indican las
dificultades de correspondencia y traducción entre estas disciplinas, china una
y occidentales las demás). Y, asimismo, hay Feng Shui relativo al microcosmos
más inmediato: el cuerpo y la psique integrados (el compuesto psico-físico).
Thomas Moore afirma que la ecología no es el saber sobre la Tierra, sino
sobre el «hogar», ya que en griego clásico, la palabra oikos tiene
ese último significado. De modo que la ecología apunta a la consideración de
que este mundo es nuestro hogar. Mundo que no está conformado sólo de personas,
edificaciones y objetos fabricados, sino de animales y plantas, paisajes,
montañas, ríos, piedras, terrenos, y, en especial, de viento y agua; los
elementos dinámicos básicos de nuestra biosfera.
La palabra “economía” proviene de la misma raíz: oikos;
unida a nomos: “orden”. Su significado sería “manejo del hogar”. El
manejo del hogar debería estar supeditado a la sabiduría sobre el hogar en el
mundo y al mundo como hogar, es decir, la ecología debería
tener preeminencia sobre la economía. El que nuestro mundo haya
trastocado esto, y sea gobernado por una “economía” que ya no tiene “orden”
(pues está bajo la posesión de la desmesura), a tal punto que vivimos en el
“olvido del hogar”; y el que la ecología sea una disciplina marginal y hasta
tachada de subversiva, dice demasiado de la desorientación fundamental de
nuestro tiempo. De ahí que del oriente nos venga ahora un arte
de la orientación –el Feng Shui-, una sabiduría sobre la
tierra y el hogar.
Cuando Caracas comenzó a modernizarse,*** allá por los años cuarenta,
pareció ir a la conquista del Ávila, con sus urbanizaciones de vanguardia
subiendo por sus laderas, primero San Bernardino, y luego Altamira. Cuando se
constató que tales asaltos a las estribaciones de la montaña eran costosos y no
exentos de peligrosidad, la ciudad le empezó a dar la espalda a la montaña,
creciendo desaforadamente hacia el sur y el este, y, no mucho después, hacia
arriba, como queriendo competir con los picos de la sierra, erigiendo dudosos
rascacielos petroleros.
La suerte del Waraira Repano no la tuvieron el resto de las colinas y
cerros del valle de Caracas, que fueron invadidas masivamente por ranchos,
edificios y quintas. Las consideraciones sobre los riesgos para la construcción
de esos terrenos en pendiente, así como las de tipo ecológico y paisajista,
poco pudieron hacer para detener la avalancha humana (con o sin dinero) que se
posesionó de esos montes menores, buscando así ensanchar un valle cuya
estrecheces y otras peculiaridades topográficas siguen condicionando el
crecimiento, la más de la veces contrario al buen vivir, de la metrópolis.
Cuando los ingenieros embaularon el río Guaire y sus numerosos
afluentes, dañaron el sistema orográfico del valle de Caracas, distorsionando
el movimiento del “agua”, lo que «permanece» y «nutre», según el arte del Feng
Shui. Las edificaciones gigantes construidas sin sensibilidad a los elementos
atmosféricos y a la estética que sugiere su paisaje, han creado dislocaciones y
turbulencias en el fluir del viento, además de obstáculos infortunados a la
hora de poder contemplar nuestra principal fuente paisajística. Se han creado
así zonas urbanas poco aireadas, y por otro lado, áreas expuestas a los excesos
del viento. Villanueva, entre otros pocos, tuvo en cuenta las corrientes de
aire, la protección contra los vientos perturbadores, y al mismo tiempo, la
ventilación agradable de los espacios, como si supiera que en el Feng Shui, el
viento excesivo dispersa la energía, pero que por donde no fluye el aire con
amabilidad, hay estancamiento.
La parroquia Coche tiene hermosas colinas hacia el sur, el este y oeste.
Las del oeste, por donde discurre la carretera panamericana, ahora están
coronadas de barriadas que provienen de la parroquia La Vega, mientras el
barrio Cochecito sube por sus laderas, cruzando la vía que baja de los altos
mirandinos. El deterioro que sufren esas colinas por la desidia y el abuso
humano es evidente. Moore tiene razón cuando dice que una colina o una montaña
pueden constituir un profundo foco emocional para la vida de una persona, una
familia o una comunidad. El ver la devastación de esas colinas, la destrucción
de su flora y su fauna, su presencia muda y singularísima arruinada y
depauperada, me entristezco hasta los huesos día tras día.
Coche hace algunos años
Las del sur fueron deforestadas y transformadas brutalmente para
construir “soluciones habitacionales” (el poeta Cadenas se pregunta “¿quién
puede vivir en una solución habitacional?” En torno al lenguaje).
La mayor parte de las colinas del este ya no pueden verse, pues las macro
construcciones que se hacen en el Fuerte Tiuna las ocultan. La jungla de
concreto, como la hierba mala, parece querer sustituir al gran escenario de la
creación que todo paisaje revela. Pero, ¿quién prefiere tener como vista unos
edificios poco agraciados, en lugar de verdes y ondulantes colinas? Si algo
tenía la parroquia Coche era un marco espacioso y hermoso para su vida comunal,
una comarca abierta dominada en gran medida por zonas de floresta agreste y
colinas ondulantes. Ahora, con las invasiones a los cerros y las construcciones
en masa en colinas y planicies cercanas, se siente un estrechamiento del
espacio, un aprisionamiento psicológico y ambiental, que termina oprimiendo
nuestro corazón. ¿Qué quedó entonces del “buen vivir”? ¿Será sólo letra muerta,
promesa vacía, cuento de caminos?
La degradación del paisaje, el deterioro del microclima, la destrucción
de innumerables hábitats, el irrespeto hacia los habitantes establecidos y
hacia el genius loci (el espíritu protector de un lugar), la
infraestructura vial y las de otras índoles que nos condenan al uso de sistemas
y máquinas para movilizarnos a grandes distancias y velocidades, pero que
obstaculizan el recorrido peatonal y de ciclistas por la urbe, su degustación por
el ciudadano de a pie (puesto que el pasear es una de la
formas esenciales de habitar la ciudad), todo ello puede
derivar de la pérdida del fluir de energía fundamental que proporcionan el agua
y el viento, que también tiene que ver con la posibilidad de que las personas
puedan moverse como el agua y viento a través de la urbe, dado que ésta
constituye el hábitat humano por excelencia.
Creímos que para tener una ciudad moderna teníamos que sacrificar estos
elementos primordiales, para así protegernos también de sus “aristas temibles”,
y ahora nos quejamos, alarmados y decepcionados, de la emergencia de ese
“paisaje amenazador” de la metrópolis; hábitat paradójico donde las personas
corren cada vez más riesgos, pero donde lo realmente peligroso es el hombre.
Hay que tener en cuenta que cuando permitimos, en aras de la eficiencia
y la velocidad, entre otros imperativos, la transformación de la
ciudad en factoría, donde “las calles son como tubos por donde son aspirados
los hombres”, como dijera el poeta Max Picard, haciendo que los espacios inter
vecinales se volvieran precarios para transitar (habitar), y transformando al
paseante en el unidimensional conductor de automóviles de hoy –primer peldaño
para la conversión del ciudadano en el hombre-masa individualista y
aislado-, el prójimo (el vecino) comenzó a desaparecer del horizonte de las
relaciones humanas. “Prójimo” significa “próximo” (“más cercano”). ¿Nos extrañamos
entonces de que el paisaje –natural y humano- se haya trastocado en algo
amenazante? Pero entonces, ¿no nos faltó discernimiento y coraje para cuidar
nuestro «hogar»? ¿No fallamos en esto por inconscientes, por carecer de lo que
podemos llamar con toda propiedad “consciencia ecológica”? La ciudadanía tiene
también, en ese cuidado de la “casa grande”, su principal basamento “político”
(de habitar la polis).
El oxímoron presente en las palabras “paisaje amenazador”, resalta el
extrañamiento del ciudadano y la metrópolis, pero, en igual o mayor medida, del
hombre y su cuerpo, del habitante y su casa, y de nuestra existencia y el mundo
que nos tocó en suerte. Kafka, maestro en la descripción de nuestras escisiones
constitutivas como seres modernos, escribe:
“Cuando me encuentro en lugares conocidos, con dos o tres personas
también conocidas, […] me siento libre, nada me obliga a mantener una continua
atención y colaboración; y si tengo ganas, puedo participar del grupo cuando
quiero y todo el tiempo que quiero […]. Y si además está presente alguien capaz
de excitarme, tanto mejor; en ese caso es como si fuerzas ocultas me
insuflaran nueva vida. En cambio, en cuando me encuentro en casa
extraña y entre personas extrañas, o que me resultan extrañas, el
cuarto entero me oprime el pecho y me siento incapaz de moverme […].”
(Franz Kafka. Carta a Felice. Citado por Elías Canetti en El otro
proceso de Kafka. Cursivas nuestras).
El cuidado del alma y la llamada “higiene taoísta” (que bien pudiésemos
llamar el “cuidado del ser”) entroncan en ese necesario cuidado del hogar, que
va desde nuestro cuerpo como templo, hasta el mundo que habitamos. Desde los
órganos como palacios de deidades, del taoísmo, hasta el Ánima Mundi,
el alma del cosmos. Como decía el primer filósofo, Tales de Mileto, “todas las
cosas están animadas, todo está repleto de dioses”. En las cuerdas del gran
instrumento de la Creación, hay ángeles y seres humanos, pero también hay
cosas, tal como se revela en las ilustraciones de Robert Fludd, del siglo XVII,
nos recuerda Moore.
En nuestro país, la alianza nefasta entre ranchificación y modernidad,
se desdobla también en la falta de cuidado por las cosas, mal del que
adolecemos desde quién sabe qué época, y que ahora hace alianza con la moderna
desanimación de los entes y su condena unidimensional al ser considerados sólo
como objetos de consumo. Muchas de nuestras palabras “comodines” para
referirnos a los objetos, revelan un desprecio o desdén por las cosas: perol,
vaina, coroto, cachivache, etc. En la vieja Venezuela campesina, los utensilios
del hogar estaban reducidos al mínimo posible, pero no por escasos escapaban de
un continuo maltrato de hecho y palabra, que los iba arruinando hasta que ya no
tenían ninguna utilidad.
Cuando llegó la riqueza petrolera, pasamos de golpe y porrazo a ser
“consumidores” de alto vuelo. El descuido por las cosas entonces se profundizó,
puesto que los objetos podían remplazarse continua y despreocupadamente. “Ta’
barato dame dos” se convirtió en nuestra divisa como nuevos ricos. Pero a
diferencia de la Venezuela agrícola, los objetos consumidos y caducados de la
nueva Venezuela saudita, pasaron a ser vertidos en las gigantescas fosas
comunes de las cosas consumidas, fosas que llamamos “basureros”, y que han
terminado por polucionar, en su degradación programada, el paisaje y la
atmósfera, la tierra y el medio ambiente global.
La ranchificación es, en definitiva, una especie de patología cultural
(valga el oxímoron otra vez), con ciertas características endémicas por estos
lares, que consiste en la necesidad compulsiva de destruir (arrasar) para luego
volver a (mal) erigir: un construir a desgano, depauperado, enfermo.
Implica un recomenzar continuo, en perenne decadencia (sin haber tenido auge
alguno o haber alcanzado un cenit en algo), pues lo nuevo construido es objeto
de mayor descuido que lo ya destruido, y nace ya endeble, casi en espera de su
pronta ruina. Teresa de la Parra, en su segunda conferencia sobre la Influencia
de las mujeres en la formación del alma americana, dice lo siguiente, sobre el
bando político dominante que emergió al finalizar las guerras de independencia:
“Los que durante el siglo XIX representaron en Venezuela el partido
federal o avanzado tenían, es cierto, lo que se ha dado en llamar dinamismo o
afán de progreso, pero carecían en cambio de todo espíritu poético. Creían
que progresar era destruir. Y destruían sin descanso tanto en lo moral como
en lo material para implantar sobre las ruinas sentimentales un progreso un
poco caricaturesco porque no habiendo brotado espontáneamente por necesidad del
medio se desprendía a grito de él.” (Cursivas nuestras)
El proceso (palabra clave) ranchificador nos empobrece en
todos los sentidos. Es Sísifo laborando infructuosamente, aquejado de una
suerte de maldición tercermundista: el infra poder de un cierto toque al estilo
del Rey Midas, pero que esta vez, todo lo que se toca termina deteriorándose, o
mejor dicho, comienza deteriorado, dañado, como la
comida cocinada a disgusto.****
Este proceso incesante de arruinarlo todo, acaba
incluso con las ruinas mismas, que son fagocitadas en pos de ese mal erigir,
del mismo modo que los bárbaros de la Europa medieval destruían las
construcciones romanas para aprovechar sus materiales y escombros y así
levantar sus chozas. A esos bárbaros les era tan imposible construir algo
parecido a las grandes obras romanas, como acueductos, arcos y murallas (entre
muchas otras), que las consideraban creación de gigantes. Observemos las
similitudes con esta narración de Rómulo Gallegos que aparece en Canaima:
“Por ahí, más adentro, estaban las ruinas del convento, pero ya no queda
nada.
Todas estas casas de por aquí están pavimentadas con ladrillos sacados de esas
ruinas, que por eso los llaman fraileros. Unos ladrillos que duran siglos, que
ya no saben fabricarlos nuestros alfareros. Como todo lo bueno de antes, que se
ha perdido.
—Se llevarían los frailes la receta –dijo Marcos sin tomar la cosa en serio.
—¡Si fuera eso sólo! Pero es que la gente de esos tiempos tenía la conciencia
de que estaba fundando un país y todo lo hacía con vistas al porvenir, mientras
que los hombres de ahora sentimos que este país se está acabando ya y no nos
preocupamos por que las cosas duren. Por el contrario, queremos
destruirlas cuanto antes.” (Cursivas nuestras).
Revoluciones, modernidad, desarrollismo, democracia de masas,
liberalismo, globalización, todo sirve de disfraz y justificativo, y hasta de
potenciador, de la psicopatología ranchificadora. Y digo que es una
psicopatología para no objetivarlo como algo programado, cosa que
remitiría a un supuesto culpable o causante –que puede terminar convertido en
chivo expiatorio o una abstracción-comodín (capitalismo, imperialismo…)-, lo
cual estimularía la creencia de que puede ser remediado por algún proyecto
modernizador o alguna revolución tropical. Ranchificación significa que, a
despecho de todas las quimeras de Santos Luzardo (ilustración, positivismo,
socialismo, etc.), Doña Bárbara ha terminado posesionándose de la otrora dulce
odalisca que fuera el alma de la vieja capital del país, de modo que el hato
“El Miedo” se extiende hoy cual estepa entre nosotros, mientras remedamos vivir
en una nación moderna.
Recordemos que en un hato hay rebaños de ganado, y a éste se le yerra (marca),
para que se sepa quién es su dueño. He ahí lo volkish vernáculo:
las masas son azuzadas, arriadas y acorraladas a través de sus propios delirios
identitarios. Así como no hay individuación posible en el hombre-masa, tampoco
hay hogar posible en la busca extraviada de la “tierra, la
sangre y la herencia”, puesto que la cultura –multidimensional y plural por
definición- es atacada esta vez desde la chata y peligrosa perspectiva del
acondicionamiento biológico y ambiental.
“La expresión mestiza es, por el contrario, disociativa y nos obliga a
retrotraernos a la solución de la sangre, al feudalismo de la sensibilidad”
(José Lezama Lima. “Coloquio con Juan Ramón Jiménez”. En Analecta del
reloj.)
De manera que la “raza cósmica” huele a delirio etnocéntrico
(tribalismo) tanto como la creencia en la superioridad de la raza “aria” o la
“supremacía blanca”, o quizá de un modo más peligroso, pues se esconde tras una
promesa contradictoria de “universalidad”.
En El cuidado del alma, Moore tiene un capítulo sobre la
psicopatología de las cosas. Nos dice que si las cosas tienen alma, entonces
sufren y se vuelven neuróticas. Según Robert Sardello, los objetos y los
animales, carentes de lenguaje, se expresan a través de su notable
individualidad, su extraordinaria particularidad. De modo que la producción en
serie, la estandarización de los objetos fabricados, y, sobre todo, su
caducidad programada (que los desvaloriza en su duración) no sólo daña su expresión
y comunicabilidad profunda, sino también la nuestra. En otras palabras, la
producción en masa industrial ha creado al hombre-masa, el humano de las
modernas sociedades de masas, refractario, casi por definición, a todo camino
de individuación (o quizá incapacitado para el mismo). La psicopatología de las
cosas va de la mano de la psicopatología de las masas.
Si también somos lo que comemos, tal como dijera Feuerbach, entonces
somos los hombres-puré u hombres-pichones, pues lo que comemos es papilla industrial,
alimentos pre-digeridos por la industria de la alimentación. ¿Hay mucha
diferencia en cómo tratamos a los pollos en las granjas industriales y nuestra
vida de sobreproducción y consumo a todo dar?
Sardello y Moore preguntan: “El cáncer que aqueja el cuerpo de los seres
humanos, ¿es esencialmente el mismo cáncer que corroe nuestras ciudades?
Nuestra salud personal y la salud del mundo, ¿son una y la misma cosa?” Cuando
vemos ambientes polucionados, basureros, zonas marginales, edificaciones arruinadas,
tendemos a pensar que todas esas señales de deterioro de las cosas sólo pueden
arreglarse resolviendo los problemas de la pobreza. Pero quizá, primeramente,
deberíamos condolernos de las cosas mismas, conmovernos con su
sufrimiento, que también es el nuestro, ya que la enfermedad que aqueja a las
cosas nos indica con certeza nuestro fracaso con respecto a la relación que
tenemos hoy con el mundo. “¿Qué estamos haciendo cuando tratamos tan mal a las cosas?
¿Por qué nuestra cultura parece estar tan enojada con las cosas?”, pregunta
Moore.
La ranchificación significa un ataque sostenido a la cultura como
“cultivo”, como saber y sabor que sólo se obtiene con esfuerzo sostenido, pero
también con gusto y delicadeza de alma. Un ataque brutal, en tanto la
posibilidad de cultura nace de la posibilidad del paisaje: el poder del
“espacio gnóstico, que interpreta, por una relación muy estrecha con el hombre,
la naturaleza como forma de refinamiento, de una delicadeza” (Lezama Lima
“Nacimiento de la expresión criolla”).
El proceso de ranchificar actúa a cámara lenta, de forma continua y
sostenida, como las termitas sobre la madera podrida, lo que el vandalismo
alcanza en pocos momentos de violencia extrema, como cuando el bárbaro incendia
un soberbio palacio para levantar a su lado una tienda nómada, o como hacían
los llaneros de Boves y Páez, que irrumpían en las casas sin descender de las
cabalgaduras (es decir, pisoteaban y mancillaban el hogar de los otros). Me
recuerda a los mongoles de Gengis Khan, que querían arrasar las ciudades
chinas, para convertir a toda esa nación en un gran campo de pastoreo, como su
Mongolia natal. También me hace recordar a la soldadesca de Boves, que mataba a
cualquiera que supiera leer o escribir, o a las tropas de Zamora, que
asesinaban a quien tocara piano o fuese letrado. El resentimiento hacia la
cultura, ya puede palparse en el trato que se da a las cosas. Cuando Goering
amenazó con sacar su revólver si oía la palabra “cultura”, ya la había cosificado en
objeto inútil y despreciable, condenado a ser suprimido.
Si nuestra convivencialidad está dañada, también lo está en igual medida
nuestra capacidad de mantenimiento de las cosas, los ambientes y los paisajes,
las virtudes de la conservación. El mantenimiento, nos recuerda
Hillman, forma parte de la creación (poiesis), es lo que hace que lo que
aparece se mantenga en el tiempo, dure. “Mantener” significa “tener
manos”. Algo pasa con nuestras manos (¡izquierda y derecha!), tanto en sus
respectivas capacidades (definidas aún antes de que el homo sapiens fuese tal),
como en sus capacidades conjuntas, de su quehacer asociado. Alguna vez se
señaló que el venezolano en general tenía problemas de lateralidad y
cardinalidad, dado que cada vez que se le preguntaba una dirección tenía que
agitar su mano derecha o izquierda, según tuviese que indicar una u otra
dirección. ¿Tendrá eso algo que ver con el ser mancos culturales,
con ese déficit en el mantenimiento?
Hillman dice que la escasez de mantenimiento está en relación directa
con el consumismo, y sobre todo, con su fase terminal, el saqueo.
Bárbaro y moderno vuelven a aparecer como las dos caras de un mismo proceso. Y
otra escisión contemporánea se nos revela: tener (para consumir) y mantener se
hacen disyuntivos (aunque tomemos en cuenta que por estas tierras, tal vez ya
había una cierta y pervertida predisposición a lo aquí señalado). Tener (en
su sentido esencial) y consumir no son lo mismo, pues tener
implica no mera apropiación, sino el cuidar de las cosas (mantenimiento),
mientras el consumir está abocado a su pronta y descuidada consumación.
El cuidado del alma y del ser está enraizado en el cuidado de las cosas.
Eso es lo que posibilita al Ánima Mundi, el alma del mundo. Para
Suzi Gablik –relata Hillman-, un arte al servicio del pueblo, en una sociedad
ecológicamente consciente, está basado en una actitud compasiva ante las cosas.
Así, descontaminar un arroyo o limpiar un terreno usado como vertedero, puede
entenderse como obras de arte, actos estéticos para ser apreciados y degustados
por la comunidad, puesto que redundan en el buen vivir ciudadano y el
enriquecimiento del entorno.
Suzi Gablik: Tropismo (1970)
Siguiendo de nuevo a Lin Yutang, muchas veces un humilde rancho, tiene
más de casa por el paisaje que disfruta, que una pomposa
mansión sin vista importante alguna. En Caracas, según lo aquí ventilado, el
cerro El Ávila asegura para buena parte de sus habitantes, un perenne e
inusitado paisaje. La referencia a la choza del cochinito perezoso, vale por la
alusión a la dejadez en lo erigido, a su carácter provisorio e improvisado,
propia del rancho. A que en tierras de clima tropical no necesariamente es
provechoso o necesario habitar en casuchas endebles construidas con poco esfuerzo
y exentas de todo mantenimiento.
Surge entonces las perentorias preguntas para los habitantes del valle
de Caracas, en particular, y los venezolanos en general: ¿por qué el paisaje,
como posibilidad de cultura (de amigar al hombre y la naturaleza), no ha
germinado en un trato más poiético (que incluye el
mantenimiento) con las cosas y los espacios, incluyendo la casa? ¿Por qué,
desde el punto de vista del alma, estamos ciegos y estériles, colectivamente
hablando, ante el soberbio paisaje que ofrece nuestra matria? ¿Cuál es el por
qué de nuestra indigencia espiritual – cultural-, de nuestra
infertilidad a la hora de fundar y habitar nuestro hogar?
Los significados principales de la palabra «rancho» entre nosotros son:
comida común que se hace para muchos / conjunto de personas que comen a un
tiempo / lugar fuera del poblado donde se alojan personas y familias / choza o
casa pobre fuera del poblado / finca. En Venezuela y Argentina, “rancho”
también se utiliza para calificar despectivamente a una vivienda que se
encuentra muy deteriorada, mal construida o con materiales precarios.
«Rancho» proviene de la palabra ranchar (comer rancho),
que a su vez deriva de la palabra del francés antiguo ranger:
“alinearse”. “Ranger” proviene de ranc: “fila”, “columna”,
“hilera”; que a su vez proviene del fráncico (lingua franca) hring:
“círculo de gente” (corro, ronda, anillo). Estando asociada esta última palabra
con el protogermánico khrengaz (o hringaz), y más
allá, con la raíz protoindoeuropea kreng- y/o (s)ker.
(S)ker- significa “doblar” / encorvar. De esta raíz derivan:
corona, circo, zarcillo, cerca, círculo, curva, cresta, crin (entre otros). De kring-os (“curvado”) proviene
palabras anglófonas como ring y ranking, así como
nuestra “rango” (por la vía de ranger). Es interesante ponerse a
escuchar las resonancias del sentido que surgen del campo semántico aquí
expuesto.*****
Para recibir el “rancho”, los hombres se alinean según su rango, pero
luego comen reunidos en círculo, en torno a la fogata. Se trata de una comida primigenia,
que nos retrotrae al origen de toda com-unidad en torno al com-partir los
alimentos y las bebidas (com: “común”): com-unión.
El cuento “La piedra que crece” de Albert Camus (El exilio y el reino),
tiene por escenario una pequeña población en la selva brasilera, dominada por
un paisaje exuberante, “un continente de árboles”. Al final de la narración, el
ingeniero francés d’Arrast, al ver que su amigo el cocinero no va poder cargar
una enorme piedra hasta la Iglesia durante una procesión religiosa donde todo
el pueblo participa, para pagar una promesa hecha al Buen Jesús, decide cargar
el mismo la roca relevando a su amigo. Pero no la deposita en la Iglesia, sino
en el fuego central de la casa del cocinero, el hogar. Los habitantes de la
casa llegan y se sientan en círculo en torno a la piedra. Entonces el cocinero
le dice a d´Arrast, quien permanece de pie: “Siéntate con nosotros”.
El ingeniero d’Arrast ha sentido lo que Lezama Lima llamó el simpathos del
espacio gnóstico americano, esa “fecundación vegetativa, donde encontramos su
delicadeza aliada a la extensión” (Lezama, última Ob. Cit.), y debido a eso,
hace un regalo al hombre “amigado” a ese paisaje, obsequio que también es una
expiación, una vía de redención. Ese regalo de d’Arrast es una especie de
refundación de la cultura, ese cosmos de símbolos de la humanidad
que nace, como tal, en la casa, nuestro primer universo, al decir de Bachelard.
La religión aparece en el contexto del cuento y el pensamiento de Camus, como
una desviación de la vitalidad del vivir hacia lo inexistente, un engaño contra
el hombre, una cadena ilusoria que se vuelve contra la vida. Es también, por
extensión, una crítica a la política radical, como el marxismo, puesto que para
Camus éste no sería más que una secularización de la teología cristiana, donde
la Historia es colocada en el trono de Dios, lo cual conduce directamente a la
teocracia.
El “rancho” sólo es posible, en su carácter de comunión primigenia y
provisoria, como algo extra urbano, extramuros, como se diría en el mundo de la
ciudad antigua: expedición militar o de caza, catástrofe, migración,
peregrinación, etc. De ahí que desde una finca hasta una covacha puedan ser
denominadas “rancho”: ambas se sitúan en el reino “extramuros”, fuera de la
ciudad o pueblo. En la ciudad antigua, extramuros significaba también pueblos
extranjeros, extraños no asimilados. Las zonas extramuros cercanas a la muralla
de la ciudad, siempre terminaban siendo arrabales, barrios bajos.
Los habitantes más antiguos de una comarca por tradición tienen
reservados derechos y privilegios a los que no pueden acceder los recién
llegados fácilmente. En las ciudades no podía ser distinto. En la polis griega,
por ejemplo, los ciudadanos estaban emparentados tribalmente, y los esclavos
simplemente eran extranjeros capturados en guerras o comprados a mercaderes.
Civilización y barbarie, Santos Luzardo y Doña Bárbara, tienen que ver
en Venezuela, con lo que podemos denominar como la sombra tras
el paisaje de la matria, con la naturaleza como “letalidad vegetativa”: “monte
y culebra…”. Desde el terrible Canaima señor de la jungla y las epidemias
endémicas en relatos como Casas Muertas, hasta la tesis de nuestra
psicopatología hereditaria como pueblo mestizo (Herrera Luque / tesis que
revela el reverso de la “raza cósmica”), en Venezuela sabemos que hay una
naturaleza que no se amiga con el hombre, un espacio salvaje refractario a toda
civilización, un “reino de la oscuridad” como dice el personaje de Marlow de la
Inglaterra primitiva anterior a la llegada de los romanos, en El
corazón de la tinieblas de Conrad.
Ralph Eugene Meatyard: Naturaleza de
Kentucky
El llano venezolano tuvo preeminencia cultural sobre la nación durante
su larga gestación a mediados y finales del siglo XIX, debido a la importancia
económica de la ganadería y la agricultura. Aunque el llano, como bioma, no es
una estepa, podemos señalar que simbólicamente ocupa su lugar en nuestra
imaginería. Es una “estepa” que está entre la jungla del sur, y las cadenas
montañosas de estrechos valles, al oeste y al norte. Cadenas que separan al
llano de las costas del Mar Caribe.
El llano es el lugar de encuentro de María Lionza (quien baja de la
selvática montaña de Sorte) y de Canaima –demonio de la jungla- (dos deidades
nada civilizadas); es el espacio desmesurado que es más difícil de hacer
paisaje que la misma jungla, el país de los árboles. Se dice de las sabanas que
son áreas secas en transición entre selvas y semi desiertos. Como el Asia de
los griegos, el llano es la patria de los titanes y los bárbaros, de los seres
en contubernio con lo silvestre y primitivo. El espacio mismo tienta al hombre
al retorno a lo salvaje, al extravío del hombre en el vacío hipnótico del
desierto. Ahí, en las fronteras de lo humano, los habitantes se mezclan
inextricablemente con la naturaleza salvaje. Surge entonces la imagen de los
centauros llaneros, los hombres-caballo, híbridos de humanidad y naturaleza.
Pues ante esa “llamada de la estepa” –un llamado al que es impensable acudir-
el hombre prefiere no echar raíces del todo en el desierto, ser nómada o semi
nómada, teniendo por máxima posibilidad de existencia al caballo, hasta el
punto que su telurismo, ese apegarse a la tierra antes que ser devorado por el
espacio y los elementos, se da en la imaginación delirante como “un verde
caballo”, como en el célebre cuento de Márquez Salas. El caballo es símbolo
inmemorial del espacio, que en el caso del llanero, es un espacio a duras penas
amigado.
Llano "estepario"
Florentino representa al llanero tentado por Satanás, que no es sino el
espíritu seductoramente maligno del llano mismo en lo que tiene de más ajeno a
lo humano. Y ya sabemos que Florentino no salió indemne de tal encuentro. Por
su carácter estepario –bárbaro- es que Rómulo Gallegos crea al personaje de
Melquiades en su Doña Bárbara, el cual es caracterizado por sus
rasgos de tártaro. Hombres como él prefieren tener cabeza de toro –como el
Minotauro- o pies de cabra –como los sátiros, Pan o el diablo-, antes que ser
como el guerrero Droctulft, quien salió de las tinieblas con sólo ver en una
ciudad, un arco “con una incomprensible inscripción en eternas letras romanas”.
En el “verano” del llano, este se convierte en un desierto inclemente,
en el “invierno”, en un inmenso pantano. En un ambiente tan extremo, el hombre
adquiere características de “desierto” –sequedad extrema- y otras, de
“pantano”, con una humedad que enferma, pudre y corroe. La casa del llano
pareciese estar habitada al mínimo, ser un refugio precario frente a los
elementos, estando ella misma “desierta”, reseca, desnuda; y en la estación
siguiente, ser una isla cercada de agua y barro. Des-habitada por el hombre que
se repliega sobre sí mismo ante la amenaza de la vastedad, pero penetrada por
la marea inevitable del espacio inhumano; refugio precario del híbrido humano-naturaleza,
que si no fuera por la peligrosidad de la noche llanera, dormiría sobre su
caballo y nada más. El llanero es desmesurado porque pasa mucho más de cuarenta
días en el desierto, como hizo Jesús, y más de cuarenta días de diluvio, como
Noé. Sus pruebas no son de cuarenta días y cuarenta noches, sino de cuarenta
años y de cuatro siglos.
(Continuará…)
Notas:
**Una revelación
sobre nosotros: En una película estadounidense sobre la minoría “latina” en
USA, un estadounidense de origen anglosajón se confunde a cada momento sobre el
origen de una chica latina. Unas veces dice que es cubana, otras, mexicana, y
así. Siendo que la chica en cuestión era centroamericana (no recuerdo el país
exactamente). En un momento ella le dice que ponga atención porque todos los
latinoamericanos no son iguales, y que si observa, descubrirá las diferencias
entre unos y otros. Él le contesta que puede ser así, pero que no importa de
donde vengan, en EEUU, todos los latinos usan los jardines y patios de sus
casas como estacionamientos.
***Quizá uno de
los problemas de Caracas es que realmente pasó de ser un pueblo grande –algo
adormilado tras el Ávila protector-, a una metrópolis moderna, y, como muchos
procesos de nuestro país (estancados unos, no madurados otros, abortados unos
cuantos), su tiempo como ciudad (un tiempo de transición y maduración), fue,
comparado con muchas otras poblaciones del mundo, realmente breve. ¿Cuánto de
lo que sufre la “cuna del Libertador” no se repite en nuestros sueños colectivos
compensatorios, de los que tanto megalómano ha sacado provecho político?
Caracas ha crecido como la cabeza macrocefálica de un niño desnutrido, desde el
“nuevo ideal nacional” perezjimenista, pasando por la “Gran Venezuela” de
Carlos Andrés Pérez, hasta llegar a la Venezuela Potencia, vanguardia de la
revolución mundial, con la Quinta República.
****Esto también
hace recordar al Bolívar agotado y desencantado de la frase “he arado en el
mar”.
*****Raíz
indoeuropea skreng: marchito,
marchitarse, encogimiento. De kreng:
arruga.
CALEIDOSCOPIO No. ANTERIOR