¿ES POSIBLE DESRANCHIFICARNOS? (VII)
“Luego, en términos
puramente teóricos, habría que decir
que el debate
sobre la identidad nacional fue (y es)
un debate
profundamente conservador, castrante e ideológico
(en ese sentido,
aún marxista, según el cual
la ideología
sería una
construcción conceptual destinada a dejar las cosas
donde están, a
inmovilizarlas y a aislarlas históricamente).”
Luis Pérez Oramas
La república
baldía
“[…] de allí la
pérdida de tiempo que tienen algunas personas
al decir que
Venezuela debe encontrar su identidad cultural,
¿cuál identidad?,
¿dónde está?, ¿cómo puede encontrar identidad
cultural un país
que a lo largo de su historia no la ha tenido?”
José Ignacio Cabrujas
“La viveza criolla. Destreza, mínimo esfuerzo o sentido del
humor”
Miranda en La Carraca
puede ser tomada entonces, en una lectura, como la imagen primigenia del chivo
expiatorio nacional, nuestro primer “chino de RECADI”. En otra, funge como el
arquetipo del Prometeo venezolano, el titán que trae la luz civilizadora a los
hombres de estas tierras, pero que termina encadenado en un remoto e
inaccesible paraje, castigado por su desobediencia a poderes superiores.
Luis Guevara: El día de la bandera
Escuchemos
a Lezama Lima al escribir sobre el personaje histórico, pero donde no se pierde
de vista la pintura de Arturo Michelena, cuya imagen trágica, como nuestra
modernidad, le contiene y le transfigura:
“El
hombre desplazado de su centro, vuelve a él, aunque su paisaje se muestre
irreconciliable, ya para siempre lejano. Francisco de Miranda, no pudo
encontrar nuevo centro de un nuevo paisaje, ni en la Revolución francesa, ni en
los encantos de un Eros en la Ilustración, en la corte de Catalina de Rusia, ni
en la meticulosa y fríamente creadora Inglaterra de Pitt. Se mueve por toda
Europa, pero hasta que no halla su centro de nuevo en un calabozo, donde
reconstruye a su país por ausencia, no se siente de nuevo venezolano esencial.
Su paisaje tiene ya la suficiente fuerza, para que en cualquier escenario donde
se desenvuelva, y abarcó uno de los mayores de su época, vuelva sobre él, lo
retome y lo ponga en el centro de su calabozo.” (José Lezama Lima. “Sumas críticas
del americano”).
La
melancolía ha sido descrita como “un encierro interior”, como el alma atrapada
en los laberintos de su propio inframundo. De modo que quizá parezca alarmante
el grado en que nos aqueja nuestra melancolía –la modalidad venezolana de la
acidia-, al tener por paisaje central de nuestro imaginario un calabozo. Nuestra psique colectiva debe
tener un inframundo digno de La divina
comedia, para equilibrar las imágenes paradisíacas entre las cuales
nacimos, acunados en las maravillosas asociaciones que los descubridores
europeos establecieron con nuestro paisaje primordial: “Jardín de Edén” y
“Tierra de Gracia”. Pero el encuentro de ambos orbes se reduce, paradojalmente,
al microcosmos de una cárcel, a las cuatro paredes de una mazmorra, nuestra
primera y primigenia habitación.
A
la melancolía del venezolano “cosmopolita”, “modernizador”, se le contrapone,
de modo complementario, la melancolía del venezolano “popular”, anclado a su
pueblo, su terruño o su barrio; o mejor dicho: encallado. Una melancolía que parece venir de más lejos y más
profundo de la que pudiera incubarse en sólo cien años de soledad, y que la
miseria, el paludismo, la estepa, el bochorno tropical y la iniquidad humana,
también seculares, han terminado por hacer endémica.
Nuestro
colectivo padece melancolía, entre muchos posibles motivos, por la añoranza de un
paraíso perdido que nunca existió, por una decadencia que se arrastra por cien
años y más -larga caída sin un apreciable y correspondiente auge o cima
histórica-, y por el cada vez más inalcanzable Edén que prometen los
metarrelatos modernos, cosa que se ha convertido en un cruel espejismo para
legitimar viejos y nuevos desafueros.
El
mismo Reverón, artista vernáculo como el que más, quien fuera nuestro primer
moderno de una forma involuntaria, al ser fiel a la abundante luz de Macuto,
que accede a la modernidad sin importarla de los centros culturales europeos y
estadounidenses, ni rechazando nuestros rasgos arcaizantes y localistas,
termina “en una pintura de sombras, de grises y vesperales melancolías del
paisaje” (1), dominado por la melancolía de la modernidad perdida –quizás
perdida, en el sentimiento, para siempre-, bajo las penas ocasionadas al alma
colectiva por las violentas involuciones, las turbias regresiones habituales en
nuestra historia.
Armando Reverón: Marina de El Playón, Macuto, Venezuela, ca. 1943
Y si la locura es el demonio que tentó a nuestro más grande
artista plástico, así como a la mayor parte de nuestros poetas, puede que sea
invocada por una lucidez enceguecedora, trágica, al descubrirse, aún en el
telurismo más delirante, la tragedia implícita en las palabras de Lezama: “El
hombre desplazado de su centro, vuelve a él, aunque su paisaje se muestre
irreconciliable, ya para siempre lejano.” Pues, ¿hay vuelta posible (a la
patria)? ¿Qué conversación podemos tener sin centro –sin común-unidad? ¿Otra
vuelta de tuerca? A lo lejos resuena el eco nietzcheano: “Nosotros, los sin
patria…”.
El simbolismo del petróleo parece subrayar aún más nuestros trastornos
melancólicos. Lo que los indígenas del Lago de Maracaibo llamaban “mene” (que
recuerda mucho la palabra bíblica “mana”), ese bitumen viscoso y de olor fuerte
(generalmente debido a compuestos derivados del azufre), surge del subsuelo (inframundo) y su color característico
es el negro. Es como si el infierno mismo exudara su bilis negra sobre la
tierra. Nuestra abundancia provino, entonces, no del Cielo, como el mana, sino
de las entrañas mismas del Averno.
El máximo héroe de nuestras gestas independentistas, el
“Libertador” nos liberó como nación del dominio español, pero nuestro
imaginario establece nuestra primera habitación
en una prisión. Cárcel y tumba, como La Carraca; fortín sin foso, taller y asilo,
como el Castillete reveroniano. Encerrados terminan el más universal de los
venezolanos, el ilustrado por excelencia, y nuestro artista más importante, a
las puertas de la locura, simbolizando ambos, también, los tránsitos por el
inframundo colectivo en los que converge nuestra alma escindida.
“Solo ruinas señalan el paso de todas las dominaciones”, dice
Enrique Bernardo Núñez al hablar de nuestra conquista y colonización. Una vez
emancipados nos acostumbramos a vivir entre las ruinas dejadas por las guerras
de independencia, como los bárbaros acampando entre los escombros de las
ciudades romanas. La muralla de fortalezas con que el imperio español nos rodeó
para defendernos de ingleses, franceses y holandeses, también sirvieron para
aislarnos de los cambios profundos que en todos los órdenes de la vida acaecían
en esas naciones. Luego de la independencia seguimos viviendo encerrados entre
sus ruinas, arruinados. Nuestra geografía, con sus cordilleras agrestes,
esteros palúdicos y junglas impenetrables, sólo acentuó este imaginario de
incomunicación y soledad.
Héctor Poleo: Pausa
Si los llaneros esteparios conforman parte importante de la
génesis de nuestro gentilicio –que va desde el ADN hasta lo simbólico, este
verso de Jules de Vallés (L’Enfant)
pudiera explicar su mutismo característico, síntoma de su melancolía esteparia:
“El espacio me ha dejado siempre silencioso”.
Si la inmensidad forma parte del alma humana, como dice
Bachelard, y si desconocer los límites es la esencia de vivir moderno, los hombres
errantes de nuestros desiertos, acechados por la malaria y el jaguar, por la
soledad y el diablo, constituyen una encrucijada viviente, donde lo moderno
fronterizo sufre la tentación de la regresión, como el bongo solitario que
remonta el Arauca; bote carontiano que trae la memoria esa otra nave, al vapor
sin nombre que, subiendo por el Congo, lleva a Marlow al encuentro de Kurtz… y
del horror.
En una experiencia en la pampa uruguaya, desierto austral
similar en muchos aspectos a nuestras estepas tropicales, el poeta
franco-uruguayo Jules Supervielle escribió que aquella planicie tomó el aspecto
de “una cárcel más grande que las otras”. De ahí que en su importante obra Gravitations escriba: “El exceso de
espacio nos afecta mucho más que su escasez”. Entonces, hay una melancolía del
hombre estepario, errabundo de las planicies, y, también, una melancolía que
asalta al hombre proveniente de otras regiones de espacios delimitados y
amables, o de la ciudad, que se ve abrumado por los espacios infinitos y los
horizontes abiertos de las praderas, por el desamparo absoluto, donde la
vastedad misma tienta a la cordura y disgrega el ánimo.
César Rengifo: Drama
Dice Enrique Bernardo Núñez:
“Páez no tenía a su espalda sino el horizonte y dirá más
tarde en su Autobiografía, que
‘mientras existan pampas, llanuras y sabanas, se mantendrá vivo en el hombre el
sentimiento de Independencia.’” (Enrique Bernardo Núñez. Juicios sobre la historia de Venezuela).
Nuevamente vuelven a cruzarse, como en el retrato de Miranda,
independencia y cárcel, emancipación y encierro. Pero esta vez el escenario no está en el retrato de Michelena, sino en las sabanas de horizontes sin
límites, las soledades inmensas donde deambulan hombres errabundos y ensimismados.
Otra melancolía, producto de los valles encerrados entre
montañas y la aridez de los páramos produce un modalidad de mutismo distinta, esa
que aqueja al segundo biotipo de importancia en la formación de nuestro
gentilicio: los andinos.
La pérdida del mundo rural de la vieja Venezuela y el éxodo a
las ciudades creado por el boom petrolero, el abandono de los terruños, el desarraigo
y la ruptura de los lazos parentales y las tradiciones locales, alimenta esa
melancolía popular, negra como “el sol glorioso de la noche”.
César Rengifo: Éxodo
“Nacimos en este pueblo donde la gente vive preguntando por
los de lejos
-Eufrasio –Demén razón de Eufrasio
-Ustedes no me han visto a Eufrasio.”
(Ramón Palomares. Poesía)
La vida en las ciudades y las megalópolis, no hacen sino
ahondar ese pesar, viejo y ruinoso, del alma colectiva. Allí, los venezolanos
cosmopolitas ven sus utopías modernizadoras convertirse en caos urbanístico,
absurdo burocrático y degradación ambiental y patrimonial. Ahí, en la
cosmópolis ruralizada, confluyen esas dos melancolías –vernácula y
modernizante- que como el Orinoco y el Caroní, parecen nunca mezclar sus aguas,
a pesar de seguir un mismo cauce.
“Caracas, dónde estuvo?
Perdí mi sombra y el tacto de las piedras,
ya no se ve nada de mi infancia.
Puede pasearme ahora por sus calles
a tientas, cada vez más solitario,
su espacio concreto es real, impávido, concreto,
sólo mi historia es falsa.”
(Eugenio Montejo. “Caracas”. Terredad).
Ambas melancolías se unen también en la épica
mitológico-histórica, ya que ese padecimiento ha sido llamado, desde la
antigüedad, “la enfermedad de los héroes”. Por un lado tenemos a los patriotas
ilustrados que vieron sus sueños de la razón convertidos en tremedal y
bochinche. Por el otro, los hijos de los “libertadores” (también en lo
simbólico y en el genoma), aquellos que repoblaron el país después de las
hecatombes de la Independencia, y que heredaron abuso y arbitrariedad, ruinas y
despotismo.
En la disyuntiva entre creación (poiesis) y errancia –tal como enunciara Simón Rodríguez,
imposibilitados de crear por la impotencia melancólica, hemos preferido el
encierro al vagar sin rumbo, encallar en los bajíos de la historia a ir a la
deriva, amarrados a un endeble mástil para no ceder a la locura que cantan
nuestras Erinias. Las murallas antiguas protegían contra los nómadas y piratas,
pero puede que las que levantamos ahora sólo intenten impedir que nos
convirtamos definitivamente en vagabundos, habitantes errantes –malditos- de un
país portátil.
Quizá por eso, en medio de las agitaciones populistas (volkisch) que van jalonando nuestra
historia de revueltas e involuciones, vuelvan recurrentemente las pseudo
doctrinas nacionalistas y patrioteras, y con éstas, los delirios sobre la
“identidad nacional”. En sus entrevistas, José Ignacio Cabrujas alertaba sobre lo
peligroso y absurdo que constituían esas buscas maníacas y las doctrinas que se
sustentaban en tales “rasgos identitarios”.
La “identidad nacional” siempre ha sido el tema reaccionario
por antonomasia. Más que conservador es regresivo, pues termina siempre en el
clamor a la tierra y la sangre, fragor fanático y siniestro que nos retrotrae a
la Era de las manadas de lobos que aullaban a la luna en lo más obscuro y
tenebroso de la noche de todas las pesadillas.
En nuestro orbe contemporáneo signado por el “nihilismo
consumado” (Ge-Stellen), donde la mayoría de nuestros semejantes anda tratando obsesiva e inútilmente de restaurar los “mundos
perdidos” de otrora –como bien señaló Heidegger-, es sintomático que esa
temática retrógrada sea manejada reiterada y desvergonzadamente desde la
extrema derecha hasta la ultra izquierda. Y lo es, porque la “identidad
nacional” es un tema restrictivo, castrante, limitante de nuestra condición
humana. Así, cumple con el requisito de nuestros idearios más caros, cónsonos
con la encrucijada histórica en la que, cual purgatorio en la tierra o Mar de
los Sargazos del destino, esperamos y esperamos: la de encerrarnos.
Desde esa perspectiva, tampoco es casual que las búsquedas
identitarias terminen en la apología de los indígenas y en los hombres del
llano. Es decir, en la exaltación impensada el psiquismo más estático y en el
inmovilismo cultural de los esteparios. Cabrujas, en cambio, veía una riqueza
de posibilidades en no tener una clara identidad, en ser, como dijo
Shakespeare, “nadie, para poder ser todos”. Nuestra breve y variopinta historia
nos coloca no en el marco de la pregunta kantiana (moderna): ¿qué somos? Si no
en la posmoderna y existencial interrogante: ¿qué podemos llegar a ser? ¿Cómo
podemos devenir y adaptarnos en un mundo que cambia aceleradamente?
Héctor Poleo: Los comisarios
El sentimiento identatario volkisch nace en las castas más bajas de las sociedades
tradicionales. Se basa en el rechazo de todo lo diferente y en el resentimiento
hacia la otredad. Es el lado sombrío que surge en el proceso de consolidación
de un pueblo histórico. Es la ideología perfecta para la sociedad feudal,
cerrada sobre sí misma y encadenada a la tierra. Como tuvo a bien recordarnos
Slavoj Zizek en una de sus conferencias, fueron los aristócratas y el clero los
que promulgaron edictos para proteger a los judíos de los pogromos en la Europa
del Medievo, así como a los agotes (cagots) en el sur de Francia, y España.
Si la sociedad de castas española, durante los siglos de la
reconquista y la conquista de América, estaba obsesionada con la pureza del
linaje, las sociedades coloniales americanas -como si el Atlántico fuese un
lente inversor- se constituyeron en espacios fronterizos donde había una
posibilidad de escape de esa ideología de encierro y prejuicio. Pero la
ideología de castas viajo allí junto con las posibilidades de su liberación. El
pardaje, es decir, la fusión de razas
que se produjo en buena parte de Venezuela, fue una manera de liberarse de las
castas pero a través, también, de la sangre, de manera que se creó una
ideología volkisch inversa, basada en
el mestizaje.
“La
expresión mestiza es, por el contrario, disociativa y nos obliga a retrotraernos
a la solución de la sangre, al feudalismo de la sensibilidad” (José Lezama
Lima. “Coloquio con Juan Ramón Jiménez”. En Analecta del reloj.)
De modo que Bolívar pudo haber escrito, en el Decreto de
Guerra a Muerte, “Españoles castizos, contad con la muerte aún siendo
indiferentes. Pardos, contad con la vida aún cuando seáis culpables”. Y si no
lo hizo no fue sólo para alejarse del lenguaje volkisch de José Tomás Boves, asumiendo un vocabulario más acorde
con la Nación Estado que nacía con todos sus atributos con la Revolución
Francesa (cuyos conceptos definitorios diferían del Reino y su estructura de
castas), sino también para diferenciar por su tierra de nacimiento a uno u otro
lado del Atlántico, a los mantuanos patriotas y los españoles continentales o
insulares, pues por el origen étnico no se podía, antes los ojos del pueblo
mestizo.
Pero en una sociedad “descastada”, que quería eliminar las
castas más por la sangre y el compadrazgo que por las ideas ilustradas, el peso
del mestizaje identitario se convirtió en un valor político de primer orden
durante las conflagraciones independentistas. De ahí el Bolívar de pelo
chicharrón, el Bolívar pardo, el Bolívar de antepasados dudosos amamantado por
la Negra Matea, cuando se trataba en realidad del heredero de una de las
familias mantuanas de más alto abolengo (la única que vivía en una casa de
piedra en la Caracas colonial), cuyo origen vasco ni siquiera hacía posible un
aporte morisco.
Luis Guevara: Bolívar
Sólo así se entiende el que Manuel Piar, siendo de origen mantuano,
se hiciese pasar por pardo. Y es quizá por esta busca de investir de autoridad
identitaria su liderazgo como jefe patriota, lo que seguramente evidenció ante
Bolívar sus reales ambiciones sobre el comando supremo de la causa por la
independencia en Venezuela, precipitando su caída.
Pero la solución por la tierra y la sangre ciertamente no es
moderna ni ilustrada, y explica nuestro apego casi feudal a los caudillismos
latifundistas durante el siglo XIX y buena parte del XX, así como sus retornos
enmascarados en años posteriores. Además, una nación de “descastados” no
significa que se hayan superado los problemas y prejuicios de casta ni mucho
menos.
De esa ideología de casta puesta de cabeza pero jamás
superada, proviene lo que algunas llaman la racionalidad
afectiva del venezolano, que hace de la parentela, la vecindad, el ser
paisanos y la familia extendida por alianzas, amiguismos y compadrazgos, una
especie de comunidad semi tribal en medio de la cual define su identidad como
individuo, sobre la base de la madeja de relaciones que le permiten interactuar
en el mundo de la vida (Lebenswelt).
Por esa identidad basada en la relación de un grupo, cuyo
epicentro es parental, la racionalidad afectiva popular funciona de forma
parecida a como lo hace una casta, sub-casta o clan del mundo tradicional;
aunque termina respondiendo a los lazos de crianza, convivencia y las alianzas
surgidas de los diversos rituales del compartir, casi tanto como a los de la
sangre.
Por otra parte, esa racionalidad afectiva funciona como una
comunidad contraria a la casta, en el sentido que no responde a los rígidos
códigos que en éstas determinan la restringida posibilidad de las uniones
matrimoniales, en el estrecho margen entre la endogamia y las normas contra el
incesto. Todo lo contrario, la comunidad afectiva criolla siempre está abierta
a la alianza matrimonial o simplemente a la relación de pareja exogámica, y,
además, acepta una variada tipología de estas relaciones (concubinato, queridas,
amigos con derecho, etc.), admitiendo por igual (o casi) a los descendientes de
las mismas. Desde el punto de vista de una sociedad de castas como la india,
los venezolanos viven en una “anarquía genética”.
Las relaciones afectivas, altamente informales, cumplen un
papel homogenizador, hasta el punto que es ofensivo para la comunidad popular
el que un miembro exprese o demuestre en su actitud que quiere mejorar su vida
mudándose a otra localidad, o saliendo del barrio, o cambiando el centro de sus
relaciones a un grupo social diferente. Si el venezolano no soporta lo sublime
(2), es porque también, como dijera Cabrujas, no podemos asumir la majestad (3)
-excepción hecha, quizá, de los laureles bélicos. Es decir, las virtudes
(dones) y los méritos sólo son tomados en cuenta si no crean una individuación
tal, en uno de sus miembros, que el grupo considere rotos los lazos afectivos
identitarios.
De modo que nuestra idea popular de igualdad está teñida del
resentimiento surgido en la sociedad de castas racial del Imperio español, como
si fuese un atentado contra la identidad de los “descastados” el que uno de sus
miembros busque la autorrealización, o se destaque
metamorfoseándose en un individuo otro.
Ese pudiera ser el núcleo de nuestro particular sentimiento volkisch anti moderno, donde el
igualitarismo –no universal, sino local y parental- permite la llaneza de las
relaciones a costa de prohibir en gran medida la busca de singularidad y
excelencia, y de una posible perspectiva trans-comunitaria, el alcance de una
cima superior y distinta al común. La indiferencia, la exclusión y el
ostracismo son los castigos habituales por romper las reglas normalizadoras no
escritas de la comunidad racional-afectiva. ¿Fue para protegerse de eso que levantaría su Castillete Reverón? ¿O
para sublimar el hecho mismo de ser apartado por sus semejantes?
También por el resentimiento somos trágicamente modernos,
pues tanto Nietzsche como Max Scheler coinciden en que ese es el estado del
alma dominante en el mundo moderno. Pero nuestro resentimiento tercermundista a
veces toma un derrotero realmente ruín, cuando se convierte en un mero regodearse
en las propias miserias, cosa que termina en el trueque fraudulento de los
fracasos históricos recurrentes en gloriosas victorias de la marginación.
La racionalidad afectiva parece erigirse sobre el alma
sensible, el alma Po o Yin de los
chinos. Se corresponde con la familia matricentrada, que establece que los
lazos parentales dominantes sean entre madre e hijo. De ese modo, el grupo
popular se erige como una comunidad de madres e hijos y no de hombres y
mujeres. Desde ese punto de vista, el venezolano popular nunca está solo,
siempre está inmerso en la interacción con el grupo (madres, tías, hermanas,
hijos, etc.), en el continuo parloteo identitario, dándose poco espacio para la
intimidad con sigo mismo necesaria para la ensoñación poética –principio de la poiesis- y por ende, para la hierogamia
generatriz (Hieros Gamos: matrimonio
sagrado) entre los principios masculinos del alma y los femeninos.
Sólo en casos extremos, como el llanero en la faena, se puede
hablar de hombres, ya no de hijos,
puesto que se está en la frontera de la comunidad afectiva, adentrándose en
otros territorios fuera del cobijo del grupo. En la frontera de la comunidad
(como el llanero en la sabana, el malandro en la calle, etc.), el hombre deja
de ser hijo, pero paga el precio de la soledad, es decir, ir a la ventura aún
en contra de los deseos parentales, que, sin embargo, reconocen, aún a regaña
dientes, este derecho de hombría. Así se comprende las palabras de Jeaninne
Fiasson: “el llano, tierra de hombres solos.” (Los llanos: tierras brutales).
No obstante, el machismo y sus rituales de la hombría, no
eliminan el carácter filial del varón, ni le dan rango de “padre” –en igual
posición a la “madre”-, sino sólo lo califican como macho engendrador. Si la
figura arquetipal del “padre” está ausente de nuestro imaginario, significa que
carecemos de un alma Hum (Yang) lo
suficientemente conformada para establecer una intimidad profunda en una
relación hierogámica (tanto en el alma singular como en la de los amantes), que
permita una psique verdaderamente generatriz, procreadora, poiética. Sin las posibilidades abiertas de la intimidad con los
seres, las cosas y el mundo, también disminuyen nuestras posibilidades de habitar, pues poéticamente habita el
hombre…
El venezolano “popular” –categoría en la que arbitrariamente
metemos desde el campesinado rural hasta el lumpen de las ciudades- se
encuentra entonces atrapado en una racionalidad afectiva que funciona por
estancamiento –como Macondo-, donde repite estrechos roles que no le permiten
un crecimiento pleno como ser humano, en cuento a una potenciación de sus
posibilidades de ser. Más bien se trata de una comunidad que se regodea en gran
medida en la minusvalía o limitaciones de sus miembros, en la preeminencia de
los afectos sobre la individuación, y de la identificación con el status quo
grupal sobre la autorrealización y la independencia personal.
Sólo así se entiende que los venezolanos “modernos” (pero no
exclusivamente ellos, también los poetas) sean condenados al exilio interior o
al éxodo real, por la Venezuela “popular”, aún sin la existencia de una verdadera
identidad étnica y cultural que nos cohesione e insufle un propósito en tanto
pueblo histórico, haciéndonos –y no sólo declarándonos- habitantes de estas
tierras; y, por tanto, legitimando cualquier exclusión de elementos extranjeros
o extraños en aras del “interés nacional”.
Pero este discurrir sobre venezolanos “modernos” y
“populares” es sólo una forma de hablar. Se trata más bien de dos polaridades
del alma de nuestro gentilicio, con toda la gama de gradaciones y mixturas
entre ambas. Muy probablemente, el venezolano promedio es, en cuanto esas
polaridades, como lo son sus afinidades y creencias religiosas: acepta las
doctrinas científicas (como la evolución), pero es católico, apostólico y
romano, también cree en santos (del santoral o no), en María Lionza y sus
cortes, en dioses yoruba, en posesiones y mal de ojo, en la llama violeta y el
pensamiento positivo, en ánimas y brujos, en maldiciones, encantamientos y
muertos pegaos, coquetea con el New Age y se echa las runas vikingas, y tiene
sus propias convicciones sobre esoterismo y revelaciones extraterrestres.
Toda esta “sintomatología” nos dibuja un hombre fronterizo
(¡borderline!), ni pre moderno o arcaico, ni moderno o postmoderno. Tal vez
mejor sería decirle “alter moderno”, un moderno “otro”, tendido entre el
primitivo tribal y el hombre posmoderno, por usar una imagen cara a Nietzche y
a Carpentier.
Hombre paradojal, el venezolano no soporta lo sublime pero es
atrapado por el romanticismo kitsch de las novelas televisivas (con sus roles
estereotipados); reniega de toda majestad, no obstante ha dado tal poder a sus
presidentes, gobernadores y alcaldes que prácticamente los ha convertido en
reyes electos; carece en buena medida del arquetipo del padre y su familia es
matricentrada, pero ha convertido al Padre de la Patria en el centro de su
mitología histórica; es refractario a muchos aspectos de la modernidad aunque
ama estar al día en cuanto a modas y tecnología; quiere un Estado y servicios
eficientes más su lema es “pónganme donde hay”; es libertario empero se ve
amarrado fácilmente a las dádivas y ayudas estatales; es socialmente anárquico,
más se pone a la orden instantáneamente ante el encumbramiento de un cacique o
caudillo con el que se identifique.
Podemos decir en ese sentido que el venezolano tiene dos
personalidades que toma a conveniencia –moderna y popular-, o que simplemente es
“bipolar”, aunque este término nos remita inevitablemente al trastorno afectivo bipolar –psicosis
maniaco-depresiva-, que los antiguos seguramente catalogarían como una variante
de la melancolía, o que florece sobre un terreno profusamente melancólico.
Puede parecer obvio que hacemos un esfuerzo constante por superar el mal de
Saturno a través de la alegría –muchas veces forzada- y la grandiosidad, que en
muchos gobernantes nuestros se trocó inexorablemente en megalomanía.
“El Caribe es más triste que todas las regiones tristes,
porque el Caribe no tiene ni la fama de triste” (Michaelle Ascencio) (4)
Lo cierto es que el tema de la identidad del venezolano es un
problema enunciado y agenciado principalmente desde el Estado nacional, en
consonancia con las finalidades que se asigna al Estado Nación moderno. Desde
los diversos proyectos de país que hemos padecido, se considera que a un Estado
nacional determinado le corresponde un “pueblo” claramente “identificado”,
especialmente desde el punto de vista étnico, y, así mismo, un territorio que
le es propio, exclusivo.
Cabrujas, contrario a esa ideología del Estado Nacional,
sabía que muy poco le es propio al venezolano: ni el maíz, ni el mango, ni el sombrero de
pelo e’ guama, ni las “bolas criollas”.(5) Mucho menos el idioma. Al respecto,
tendríamos que decir como en la película de Mel Brooks, La loca historia del mundo (1981): “Somos muy pobres. Somos tan
pobres que no tenemos ni siquiera un idioma; tan sólo este maldito acento.”
Camile Pissarro: Baile
en posada.
Cuenta Luis Pérez Oramas, que cuando a J. L. Borges se le
concedió un premio literario por el cual se le daba la ciudadanía romana
honoris causa, el declaró simplemente que desde siempre había sido romano. Borges estaba en una cumbre tal
que podía divisar no lo valles estrechos en los cuales queremos forjar nuestra
identidad nacional, sino el continente completo de la historia y los caudalosos
ríos de su devenir. Desde esa perspectiva, los occidentales somos continuadores
de la romanidad.
Si vamos más lejos y nos remontamos a los padres de la Grecia
antigua –“los eternos maestros” (Mariano Picón-Salas), de los que somos hijos
tal vez renegados, como señalara Camus, ellos constituían una nación histórica,
aunque estaban divididos en múltiples y diversas entidades políticas (la más de
las veces antagónicas), entre las que destacaba la polis o “ciudad-estado”. No existía entre ellos una unidad étnica,
pues estaban por un lado los jonios mediterráneos (emparentados con los
pelasgos, antiguos pobladores de Grecia) y por el otro los últimos invasores
indoeuropeos, los rubios dorios, estando en medio los aqueos, “de hermosas
glebas”, protagonistas de la Iliada y
la Odisea. Se reconocían griegos por
el lenguaje (con sus diferencias dialectales), pero, sobre todo, por su cultura
común. Y en la base misma de esa cultura estaba la Iliada, cuya narración épica nunca es patriotera en algún sentido,
puesto que, por ejemplo, la historia nos hace simpatizar más con el muy humano y
valeroso Héctor, un troyano, que con el colérico y arrogante Aquiles, el héroe
griego por antonomasia.
La Iliada trata
sobre el pecado de hybris (desmesura)
en el que cae el deiforme Aquiles y las consecuencias que eso tiene para los
aqueos, durante un pasaje de la mítica Guerra de Troya. Parafraseando a Oyuela
(citado por Borges en La poesía gauchesca),
el asunto de la Iliada no es
propiamente nacional, ni menos de raza, ni se relaciona de modo alguno con
los orígenes del pueblo griego, ni con la Grecia antigua como civilización o
con la moderna como Estado Nación. Si una de las obras fundamentales de la (nuestra)
cultura occidental está exenta de manía identitaria, ¿por qué se pide a las
obras culturales de nuestras nóveles repúblicas ese estrecho y mezquino
designio con respecto a la identidad nacional y el ideal patriotero del Estado
Nación moderno?
Ahora
bien, los griegos reconocían sus diferencias, a veces abismales, como la que
separaban a Esparta y a Grecia en el período clásico, pero estas diferencias eran
de un grado distinto cuando se trataba de los griegos, tomados como nación
cultural, y los bárbaros extranjeros, con quienes no sólo la lengua separaba, sino, sobre todo, la carencia de referentes culturales comunes. Y sin embargo, la
tragedia ática recordaba a los griegos, al decir de Nietzsche, que estaban
emparentados íntimamente con los
bárbaros y también con los titanes de su mitología.
Como
dijo Cabrujas, no se trata de enjuiciarnos lapidariamente, diseccionando nuestras
falencias con celo inclemente y autodestructivo (y muy probablemente con mirada
eurocéntrica), pero sí se trata de vernos con una objetividad valiente,
trágica, sin volver a caer en la dramatización folletinesca de nuestra
historia, cosa que, desgraciadamente, ha vuelto a ocurrir en los años
recientes, y de un modo inverosímilmente extremo y maniqueo, llenando puerilmente
de personajes “buenos” y “malos”, a conveniencia, nuestra historiografía.
Seguramente
a nuestros vicios y defectos como pueblo –si esta palabra tiene sentido en nosotros,
pues no por repetirse sigue siendo una interrogante en cuanto referida a los
pobladores del país- le corresponden virtudes y características encomiables,
como señala Augusto Mijares en su ensayo Lo
afirmativo del venezolano (citado a veces como si con su palabra se
pretendiera exorcizar a los “profetas del desastre”), aunque uno pudiera
preguntarse, desde el punto de vista de la identidad, si esos vicios y virtudes
no se comparten con otros pueblos (cercanos y/o lejanos), si no pertenecen en
gran medida a nuestra condición de hombres, nuestro marco cultural y a nuestro
tiempo.
De
la apología del mestizaje y su “feudalismo de la sensibilidad”, al final de
cuentas, solución también étnica, y por ende, etnocentrista, se cae fácilmente
en el racismo pretendidamente universalista, como la “raza cósmica” (¿por
cómica?) de Vasconcelos, o en delirios vernáculos como los del filósofo
colombiano Fernando González (citado en una carta abierta publicada por Frank
David Bedoya Muñoz):
“En Suramérica lo más original y
representativo es Venezuela. […] En Venezuela apareció ya el tipo suramericano.
Todos son iguales, tienen egoencia admirable, desfachatez y capacidad
dominadora. Biológica e históricamente Caracas es la capital suramericana. […]
Venezuela tiene capacidad de impertinencia y Suramérica será venezolana o nada.
[…] Todo venezolano es dictador. […] El orgullo del venezolano es incalculable.
Se cree único. Tiene aspecto de importancia y de capaz de hacerse matar. Es el
porvenir de Suramérica.” (Mi compadre,
1934)
“Venezuela es la que tiene más
personalidad en Suramérica. No quiero decir que sea más rica, que esté mejor
gobernada, más organizada, etc. Hablo desde el punto de vista biológico. Ella
produce hombres originales, gobiernos originales, modos propios. En otras
palabras, en Venezuela es donde tienen menos vergüenza. […] En la guerra de
independencia, Venezuela dio los héroes y Colombia los juristas: dio muchos
Santanderes, gente apegada a la vida, a los libros, a las clasificaciones.
Venezuela dio a Bolívar, primer hombre cósmico cuyos orígenes están oscuros
para el sociólogo.” (Los negroides,
1936)
Del
venezolano realmente puede decirse algo similar a lo que Camus señaló de
nuestro tiempo: padece por el exceso de sus virtudes como por la grandeza de
sus defectos. Como los titanes y los héroes de la antigüedad, sus auges y
caídas cíclicos van aparejadas a una falta de hibrys, de armonía interior, que condena al peor de los destinos. Y
la busca de las causas de tal desajuste en el exterior, en lo lejano, así como
la resultante proyección afuera de esa desarmonía interna, de esa falta de
intimidad consigo mismo (como individuo y como colectividad), sólo asegura la
permanencia de las maldiciones heredadas, así como la pérdida de sincronía con
el Anima Mundi; también la carencia secular
de integridad, y la continuidad de la escisión constitutiva de nuestro ánimo
empobrecido, y por ende, del síndrome melancólico.
Para
cambiar –si de verdad queremos hacerlo- debemos aceptar plenamente quiénes
somos; por ende, tenemos que conocernos a nosotros mismos. Debemos partir de
reconocer nuestros dones, sin enjuiciarlos como vicios o virtudes, defectos y
méritos. Pero si tenemos que saber descubrir el oro alquímico bajo el oropel y
entre el detritus: qué es aquello que, en nosotros, puede abrirnos a otros
horizontes, lo que puede ser sanado, puesto
que compulsivamente la acidia innombrada nos encierra, tentándonos a la
involución y a la inercia.
Quizá
nunca dejemos de ser melancólicos, pero podemos aprender a vivir con el mal,
aprender a convalecer. Puede que nuestro
gusto por el dolce far niente
(componente esencial de la alegría de vivir), nuestro sentido del humor (cuando
no es burla o desvalorización gratuita) y nuestro don para improvisar (que nos
conecta como nada con el aquí y ahora), tengan como contraparte algún lóbrego
tránsito por el inframundo. De lo que se trata, entonces, es de reconocer
nuestra alma plural y diversa, de modo que el oscuro personaje de la melancolía
(disfrazado de ángel o de prisionero) no siga manejando y condicionando nuestra
psique colectiva, oculto entre las sombras.
Nicolás
Ferdinandov: Pescadores de perlas en
Margarita
Para
solucionar esa falta de correspondencia en nuestro gentilicio entre lo que
somos, lo que creemos ser y lo que queremos ser, decía Cabrujas que había que
empezar por sincerarnos, sólo así
recobraremos la conversación plural y fundamental, necesaria como terapia individual
y colectiva, y como oportunidad para re-crearnos de forma compartida e
incluyente. Ya nuestro arte -pero no sólo el “nuestro”- nos ha entregado las imágenes y las metáforas,
en torno a las cuales reunirnos a reflexionar y deliberar, y, también, sencillamente
a memorar.
Yilda Conquista y Roberto Chacón
(Continuará…)
Notas:
(1)
Luis Pérez Oramas. La república baldía.
Esos colores del paisaje melancólico reveroniano, serán también heredados por
los de las atmósferas interiores de Las
cafeteras, de Alejandro Otero.
(2)
Lo sublime implica una experiencia que, por ser casi inefable e intransmisible,
induce a la individuación, a un reflexionar y una introversión diferentes a las
que son características y deseables dentro de la comunidad racional-afectiva.
Por otra parte, Kant dice que el sentimiento de lo sublime va aparejado a
cierto grado de cultura, y ya sabemos que para el venezolano popular, “la
cultura ofende”.
(3)
José Ignacio Cabrujas. “El Estado del disimulo”. Entrevista del equipo editor
de la Revista Estado y Reforma. Puede que el horror a la supuesta grandeza de
la aristocracia de la sangre se trocó sombríamente, en nuestro gentilicio
descastado, también en el desprecio a toda aristocracia del espíritu.
(4) Brasil también lleva esa carga de ser el lugar más triste
porque nunca se le considera tal. Sin embargo, la presencia de la saudade lusitana, que logra vehiculizar
también la tristeza y nostalgia del indio y el negro, atempera esa idea
superficial, que tal vez sea generada por su apoteósico carnaval.
5) A veces no sabemos ni siquiera lo que es "nuestro". Una vez
tocaba yo piano mientras un amigo de la familia nos visitaba. De pronto el
sujeto me pregunta que cuándo voy a tocar algo venezolano. Y lo que acababa de
tocar al piano era El gallo pelón de
Antonio Estévez. Un amigo maracucho que andaba de viaje por España, al entrar
en un local fue reconocido por un venezolano, que entonces pidió le pusieran a su amigo música de
joropo… Otro venezolano que estaba de viaje en un país extranjero, estando en un
bar, ya con algunos tragos encima, pidió que le pusieran música de su tierra,
que quería escuchar... ¡reggaetón!… ¿Y entonces?