martes, 3 de abril de 2018

EDITORIAL (Magazine No. 592)


El Blog de Nei Dan Magazine llegó el pasado mes de marzo a las 20.000 visitas, lo cual es un gran logro tomando en cuenta el especializado espectro de lectores al cual va mayormente dirigida la publicación, y el corto tiempo de la misma en su nueva dirección en Blogger: un año y once meses.

Les recordamos que el domingo 15-04, tendremos la Clase Abierta de Taiji-Qigong para Niños (10:45 AM) con la facilitadora Josnil Rojas, del Programa Chi-Qi de Nei Wai-Jia Venezuela.

En nuestras secciones quincenales, presentamos "365 Meditaciones Tao", de Ming Dao Deng, con el texto "Utilización". En la sección "Poema" traemos un texto del poeta sufí persa Yalal ad-Din Muhammad Balkhi "Rumi".

En este número del boletín Nei Dan, traemos, en nuestra sección Videos del Mes: Como no todo es Tai Chi: 
-Colaboraciones: "Timbaleros - un tributo - Orestes Vilató" / "Jimmy Fallon estropeó una oportunidad de salir con Nicole Kidman"  / Rebelión en la granja (George Orwell / Filme de animación).
-Música: Franz Liszt: tres piezas para piano: Liebestraum No. 3 / Nuages gris / Les Jeux d'eaux à la Villa d'Este.

En las secciones de autor traemos: "Caleidoscopio" (Yilda Conquista), con la séptima parte del ensayo "¿Es posible desranchificarnos?" (Yilda Conquista y Roberto Chacón).

En la sección "Artículo" les ofrecemos "'Un baño de bosque', la técnica japonesa que aniquila el estrés" (Rita Abundacia).

También les traemos hoy, en nuestra sección "Artículos del Archivo Nei Dan" el texto "Hospital adopta al Tai Chi Chuan para tratamientos psiquiátricos" (Diario de Sao Paulo).


NOTICIAS NEI WAIJIA Y MÁS (Magazine No. 582)

DONDE ENCONTRARNOS
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NOTICIAS NEIWAIJIA VENEZUELA


NEI WAI JIA VENEZUELA

CLASE ABIERTA DE TAIJI-QIGONG PARA NIÑOS (GRATUITA)


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Profesor: Roberto Chacón (Nei Wai Jia Venezuela)

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  • 0412 9838183 (Roberto Chacón)
  • robertochikung@yahoo.com 
  • Facebook e Instagram de PDVSA La Estancia
  • @pdvsalaestancia (twitter)


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Profesor:
  • Hernani Jiménez
Horario:
  • Sábados de 11:30 AM a 12.30 PM
Costo
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  • 20.000 Bs. Alumnos de Nei Waijia Venezuela.
  • 40.000 Bs. Alumnos nuevos.
Comienzo:
  • Sábado 07 de enero 2018
Más información:

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OTRAS NOTICIAS
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ARTÍCULO (Magazine No. 592)


‘UN BAÑO DE BOSQUE’, LA TÉCNICA JAPONESA QUE ANIQUILA EL ESTRÉS


'Shinrin –Yoku' es el término que designa una nueva actividad: caminar por la naturaleza con los cinco sentidos. Una técnica nacida en Japón que promete hacernos más saludables, creativos y felices.

No sería muy raro que en futuro no muy lejano fuéramos al médico y este nos prescribiera paseos por el campo de dos a tres veces por semana, de una duración aproximada de una hora, durante tres meses y que nos citara después, para comprobar los resultados. Es probable que este tratamiento fuera para bajar la presión sanguínea, para combatir el estrés o como ayuda, si estamos luchando contra el cáncer. Sin medicinas ni coste alguno a la Seguridad Social.

Japón, el país que acuñó el término karoshi, muerte por exceso de trabajo, el país de la competitividad y con las tasas más altas de suicidios, mira ahora a la naturaleza y a sus bosques –que ocupan un 67% de su suelo– para recuperar su paz y equilibrio. El vocablo Shinrin-Yoku, acuñado en 1982 por el gobierno nipón pero inspirado en el anciano y practicante budista Shinto, consiste en dejar que la naturaleza entre por los cinco sentidos, un “baño de bosque”, como lo llaman los anglosajones. Se trata de dar paseos por un entorno natural poniendo atención al olor que desprenden las plantas, el ruido del viento en las hojas de los árboles y toda la gama de colores y texturas que el entorno nos ofrece. Los expertos aconsejan también tomarse un té o una infusión para que el sentido del gusto participe también de esta experiencia. Y por supuesto, apagar los móviles, no llevar cascos y evitar ir hablando con alguien sobre el nuevo ERE que la empresa planea realizar para después de las vacaciones. No se trata de una meditación, pero si es básico que nuestra atención esté centrada en el entorno y no se dedique a su pasatiempo favorito: la anticipación de problemas.

Los pioneros en esta práctica, los japoneses, planean que, en menos de diez años, contarán con 100 forest theraphy sites, bosques especialmente cuidados para que sus estresados ciudadanos practiquen el Shinrin-YokuMuchas empresas ya incluyen estos viajes entre sus ejecutivos o empiezan a dar tiempo a sus trabajadores para que practiquen lo que ya es considerado en el país nipón como “medicina tradicional” con carácter preventivo. Cada año entre 2,5 y 5 millones de japoneses, acuden a las sesiones de “terapia del bosque” en alguno de los 48 centros oficiales designados por la Agencia Forestal de Japón. La sesión consiste en unas dos horas de paseo relajado por el bosque, con ejercicios de respiración dirigidos por monitores. Antes y después de la caminata se mide la presión arterial y otras variables fisiológicas para que los participantes puedan comprobar la eficacia del tratamiento.

Los nipones son los primeros empeñados en demostrar con estudios científicos el impacto que un simple garbeo al aire libre puede hacer en nuestra salud, pero otros países como Corea del Sur, que ha invertido más de 140 millones de dólares en un National Forest Therapy Center, que se espera estará acabado para este año, o Finlandia, también se muestran intrigados en profundizar en el impacto que los árboles y las plantas tienen en nuestra salud física y psicológica, aunque el sentido común y la observación ya nos habían hecho notar que media hora por el campo nos deja más relajados que la vuelta a casa en metro en hora punta.

Uno de los pioneros en los estudios sobre el impacto de la naturaleza en nuestra salud y bienestar es Miyazaki, antropólogo fisiológico y vicedirector de Chiba University’s Center for Environment, Health and Field Sciences, muy cerca de Tokio. Miyazaki sostiene que el ser humano ha estado la mayor parte de su vida evolutiva en contacto con la naturaleza y es allí donde se siente más cómodo y a gusto, como comentaba a la revista Outside Magazine, “durante nuestra evolución hemos estado el 99,9 % de nuestro tiempo en entornos naturales. Nuestras funciones fisiológicas están todavía adaptadas a este medio”. Por eso, los sentimientos de bienestar y confort que experimentamos están casi siempre relacionados con estos entornos, sostiene Miyazaki.

Este científico y si colega Juyoung Lee, también de la Chiba University, han realizado tests en 600 sujetos desde 2004, que han demostrado que entre los que frecuentan los bosques la hormona cortisol desciende en un 12,4 %, al igual que la actividad del nervio simpático, en un 7%, y la presión sanguínea, que baja una media de 1.4%. Además, los que practican el Shinrin–Yoku tienen un descenso en la media de infartos de un 5,8 %. Los participantes en el estudio reconocen también que se encuentran con mejor ánimo y que el nivel de ansiedad ha bajado.

Dichos estudios empiezan a demostrar, gracias a técnicas avanzadas de neurobiología, que interactuar con la naturaleza disminuye la actividad del córtex prefrontal, la parte del cerebro, donde residen las funciones cognitivas y ejecutivas como planificar, resolver problemas y tomar decisiones. En cambio, la actividad se desplaza a otras partes del cerebro relacionadas con la emoción, el placer y la empatía, características más próximas a la creatividad que a la productividad. “Por eso sabe mejor la comida en el campo” explicaba Miyazaki a la escritora y periodista Florence Williams, autora del artículo de Outside Magazine.

El inmunólogo Qing Li, de la Escuela de Medicina de Tokio, ha demostrado también que un paseo por un bosque o por un parque aumenta significativamente la concentración de células NK –siglas procedentes del inglés natural killer- en sangre, un tipo de glóbulo blanco que contribuye a la lucha contra las infecciones y el cáncer. Según Li, los compuestos volátiles emitidos por los árboles son los principales responsables de este efecto beneficioso sobre el sistema inmunitario. Muchos de estos compuestos aromáticos naturales, como pinenos, limonenos, cedrol o isoprenos, son usados en aromaterapia y medicina holística.

¿Qué hacemos generalmente los urbanitas cuando hemos acabado nuestras faenas diarias y queremos desconectar? Generalmente ver la tele, las redes sociales o wasapear, en una palabra, fijar la mirada en una pantalla. Muy mala idea. Esta tonta costumbre es la que ha hecho a los norteamericanos más agresivos, narcisistas, superficiales, distraídos, ansiosos y depresivos, según se desprende del libro Superficiales: ¿Qué está haciendo Internet en nuestras mentes? (Taurus, 2011), en el que Nicholas Carr se despacha a gusto con los efectos nocivos de este enfrascamiento tecnológico.

La solución parece residir en las cosas más simples y, curiosamente, más poéticas; es decir, sin afán mercantilista, ni valor cuantificable. Como el artículo de Outside Magazine cuenta, “en 1970, Rachel y Stephen Kaplan, de la University of Michigan repararon en que la mayor parte de las actividades de la vida diaria, requieren una atención directa y focalizada, como chequear el email, trabajar frente a un ordenador o encontrar aparcamiento”. A la pregunta que los Kaplan se hacen, “¿Cómo descansar nuestras mentes de esta función?” Ellos mismos responden con el término “soft fascinación” y lo describen como “lo que pasa en tu mente cuando ves una mariposa, la puesta de sol o la lluvia”. En una palabra, poesía.

¿Qué ocurre cuando se vive en plena ciudad y no hay bosques cerca por los que los que pasear? Los parques también son pequeños oasis de naturaleza y, en el peor de los casos, siempre es mejor ver fotos de naturaleza o el árbol que se alcanza desde la ventana, que la pantalla del móvil. Estudios realizados por los Kaplan y otros han demostrado que tras pequeños paseos por zonas verdes, o incluso la simple visión de imágenes de naturaleza, hace que los sujetos de dichos experimentos respondan mucho mejor en los test cognitivos, se sientan más felices y sean menos egoístas cuando interactúan con otros en juegos de ordenador. Ya sabe, cambie más a menudo la pantalla por la vida real y experimente la belleza que hay en un árbol, una hoja o una hormiga que traslada, sin apenas esfuerzo una ramita mucho más grande que ella.

Rita Abundancia / 14 Julio 2014
El País


ARTÍCULOS (ÍNDICE)

CALEIDOSCOPIO Yilda Conquista (Magazine No. 592)


¿ES POSIBLE DESRANCHIFICARNOS? (VII)

Luego, en términos puramente teóricos, habría que decir
que el debate sobre la identidad nacional fue (y es)
un debate profundamente conservador, castrante e ideológico
(en ese sentido, aún marxista, según el cual la ideología
sería una construcción conceptual destinada a dejar las cosas
donde están, a inmovilizarlas y a aislarlas históricamente).”
Luis Pérez Oramas
La república baldía

“[…] de allí la pérdida de tiempo que tienen algunas personas
al decir que Venezuela debe encontrar su identidad cultural,
¿cuál identidad?, ¿dónde está?, ¿cómo puede encontrar identidad
cultural un país que a lo largo de su historia no la ha tenido?”
José Ignacio Cabrujas
“La viveza criolla. Destreza, mínimo esfuerzo o sentido del humor”

Miranda en La Carraca puede ser tomada entonces, en una lectura, como la imagen primigenia del chivo expiatorio nacional, nuestro primer “chino de RECADI”. En otra, funge como el arquetipo del Prometeo venezolano, el titán que trae la luz civilizadora a los hombres de estas tierras, pero que termina encadenado en un remoto e inaccesible paraje, castigado por su desobediencia a poderes superiores.


Luis Guevara: El día de la bandera


Escuchemos a Lezama Lima al escribir sobre el personaje histórico, pero donde no se pierde de vista la pintura de Arturo Michelena, cuya imagen trágica, como nuestra modernidad, le contiene y le transfigura:

“El hombre desplazado de su centro, vuelve a él, aunque su paisaje se muestre irreconciliable, ya para siempre lejano. Francisco de Miranda, no pudo encontrar nuevo centro de un nuevo paisaje, ni en la Revolución francesa, ni en los encantos de un Eros en la Ilustración, en la corte de Catalina de Rusia, ni en la meticulosa y fríamente creadora Inglaterra de Pitt. Se mueve por toda Europa, pero hasta que no halla su centro de nuevo en un calabozo, donde reconstruye a su país por ausencia, no se siente de nuevo venezolano esencial. Su paisaje tiene ya la suficiente fuerza, para que en cualquier escenario donde se desenvuelva, y abarcó uno de los mayores de su época, vuelva sobre él, lo retome y lo ponga en el centro de su calabozo.” (José Lezama Lima. “Sumas críticas del americano”).

La melancolía ha sido descrita como “un encierro interior”, como el alma atrapada en los laberintos de su propio inframundo. De modo que quizá parezca alarmante el grado en que nos aqueja nuestra melancolía –la modalidad venezolana de la acidia-, al tener por paisaje central de nuestro imaginario un calabozo. Nuestra psique colectiva debe tener un inframundo digno de La divina comedia, para equilibrar las imágenes paradisíacas entre las cuales nacimos, acunados en las maravillosas asociaciones que los descubridores europeos establecieron con nuestro paisaje primordial: “Jardín de Edén” y “Tierra de Gracia”. Pero el encuentro de ambos orbes se reduce, paradojalmente, al microcosmos de una cárcel, a las cuatro paredes de una mazmorra, nuestra primera y primigenia habitación.

A la melancolía del venezolano “cosmopolita”, “modernizador”, se le contrapone, de modo complementario, la melancolía del venezolano “popular”, anclado a su pueblo, su terruño o su barrio; o mejor dicho: encallado. Una melancolía que parece venir de más lejos y más profundo de la que pudiera incubarse en sólo cien años de soledad, y que la miseria, el paludismo, la estepa, el bochorno tropical y la iniquidad humana, también seculares, han terminado por hacer endémica.

Nuestro colectivo padece melancolía, entre muchos posibles motivos, por la añoranza de un paraíso perdido que nunca existió, por una decadencia que se arrastra por cien años y más -larga caída sin un apreciable y correspondiente auge o cima histórica-, y por el cada vez más inalcanzable Edén que prometen los metarrelatos modernos, cosa que se ha convertido en un cruel espejismo para legitimar viejos y nuevos desafueros.

El mismo Reverón, artista vernáculo como el que más, quien fuera nuestro primer moderno de una forma involuntaria, al ser fiel a la abundante luz de Macuto, que accede a la modernidad sin importarla de los centros culturales europeos y estadounidenses, ni rechazando nuestros rasgos arcaizantes y localistas, termina “en una pintura de sombras, de grises y vesperales melancolías del paisaje” (1), dominado por la melancolía de la modernidad perdida –quizás perdida, en el sentimiento, para siempre-, bajo las penas ocasionadas al alma colectiva por las violentas involuciones, las turbias regresiones habituales en nuestra historia.


Armando Reverón: Marina de El Playón, Macuto, Venezuela, ca. 1943

Y si la locura es el demonio que tentó a nuestro más grande artista plástico, así como a la mayor parte de nuestros poetas, puede que sea invocada por una lucidez enceguecedora, trágica, al descubrirse, aún en el telurismo más delirante, la tragedia implícita en las palabras de Lezama: “El hombre desplazado de su centro, vuelve a él, aunque su paisaje se muestre irreconciliable, ya para siempre lejano.” Pues, ¿hay vuelta posible (a la patria)? ¿Qué conversación podemos tener sin centro –sin común-unidad? ¿Otra vuelta de tuerca? A lo lejos resuena el eco nietzcheano: “Nosotros, los sin patria…”.

El simbolismo del petróleo parece subrayar aún más nuestros trastornos melancólicos. Lo que los indígenas del Lago de Maracaibo llamaban “mene” (que recuerda mucho la palabra bíblica “mana”), ese bitumen viscoso y de olor fuerte (generalmente debido a compuestos derivados del azufre), surge del subsuelo (inframundo) y su color característico es el negro. Es como si el infierno mismo exudara su bilis negra sobre la tierra. Nuestra abundancia provino, entonces, no del Cielo, como el mana, sino de las entrañas mismas del Averno.

El máximo héroe de nuestras gestas independentistas, el “Libertador” nos liberó como nación del dominio español, pero nuestro imaginario establece nuestra primera habitación en una prisión. Cárcel y tumba, como La Carraca; fortín sin foso, taller y asilo, como el Castillete reveroniano. Encerrados terminan el más universal de los venezolanos, el ilustrado por excelencia, y nuestro artista más importante, a las puertas de la locura, simbolizando ambos, también, los tránsitos por el inframundo colectivo en los que converge nuestra alma escindida.


“Solo ruinas señalan el paso de todas las dominaciones”, dice Enrique Bernardo Núñez al hablar de nuestra conquista y colonización. Una vez emancipados nos acostumbramos a vivir entre las ruinas dejadas por las guerras de independencia, como los bárbaros acampando entre los escombros de las ciudades romanas. La muralla de fortalezas con que el imperio español nos rodeó para defendernos de ingleses, franceses y holandeses, también sirvieron para aislarnos de los cambios profundos que en todos los órdenes de la vida acaecían en esas naciones. Luego de la independencia seguimos viviendo encerrados entre sus ruinas, arruinados. Nuestra geografía, con sus cordilleras agrestes, esteros palúdicos y junglas impenetrables, sólo acentuó este imaginario de incomunicación y soledad.

Héctor Poleo: Pausa

Si los llaneros esteparios conforman parte importante de la génesis de nuestro gentilicio –que va desde el ADN hasta lo simbólico, este verso de Jules de Vallés (L’Enfant) pudiera explicar su mutismo característico, síntoma de su melancolía esteparia: “El espacio me ha dejado siempre silencioso”.

Si la inmensidad forma parte del alma humana, como dice Bachelard, y si desconocer los límites es la esencia de vivir moderno, los hombres errantes de nuestros desiertos, acechados por la malaria y el jaguar, por la soledad y el diablo, constituyen una encrucijada viviente, donde lo moderno fronterizo sufre la tentación de la regresión, como el bongo solitario que remonta el Arauca; bote carontiano que trae la memoria esa otra nave, al vapor sin nombre que, subiendo por el Congo, lleva a Marlow al encuentro de Kurtz… y del horror.


En una experiencia en la pampa uruguaya, desierto austral similar en muchos aspectos a nuestras estepas tropicales, el poeta franco-uruguayo Jules Supervielle escribió que aquella planicie tomó el aspecto de “una cárcel más grande que las otras”. De ahí que en su importante obra Gravitations escriba: “El exceso de espacio nos afecta mucho más que su escasez”. Entonces, hay una melancolía del hombre estepario, errabundo de las planicies, y, también, una melancolía que asalta al hombre proveniente de otras regiones de espacios delimitados y amables, o de la ciudad, que se ve abrumado por los espacios infinitos y los horizontes abiertos de las praderas, por el desamparo absoluto, donde la vastedad misma tienta a la cordura y disgrega el ánimo.

César Rengifo: Drama


Dice Enrique Bernardo Núñez:

“Páez no tenía a su espalda sino el horizonte y dirá más tarde en su Autobiografía, que ‘mientras existan pampas, llanuras y sabanas, se mantendrá vivo en el hombre el sentimiento de Independencia.’” (Enrique Bernardo Núñez. Juicios sobre la historia de Venezuela).

Nuevamente vuelven a cruzarse, como en el retrato de Miranda, independencia y cárcel, emancipación y encierro. Pero esta vez el escenario no está en el retrato de Michelena, sino en las sabanas de horizontes sin límites, las soledades inmensas donde deambulan hombres errabundos y ensimismados.

Otra melancolía, producto de los valles encerrados entre montañas y la aridez de los páramos produce un modalidad de mutismo distinta, esa que aqueja al segundo biotipo de importancia en la formación de nuestro gentilicio: los andinos.

La pérdida del mundo rural de la vieja Venezuela y el éxodo a las ciudades creado por el boom petrolero, el abandono de los terruños, el desarraigo y la ruptura de los lazos parentales y las tradiciones locales, alimenta esa melancolía popular, negra como “el sol glorioso de la noche”.

César Rengifo: Éxodo

“Nacimos en este pueblo donde la gente vive preguntando por los de lejos
-Eufrasio –Demén razón de Eufrasio
-Ustedes no me han visto a Eufrasio.”
(Ramón Palomares. Poesía)

La vida en las ciudades y las megalópolis, no hacen sino ahondar ese pesar, viejo y ruinoso, del alma colectiva. Allí, los venezolanos cosmopolitas ven sus utopías modernizadoras convertirse en caos urbanístico, absurdo burocrático y degradación ambiental y patrimonial. Ahí, en la cosmópolis ruralizada, confluyen esas dos melancolías –vernácula y modernizante- que como el Orinoco y el Caroní, parecen nunca mezclar sus aguas, a pesar de seguir un mismo cauce.

“Caracas, dónde estuvo?
Perdí mi sombra y el tacto de las piedras,
ya no se ve nada de mi infancia.
Puede pasearme ahora por sus calles
a tientas, cada vez más solitario,
su espacio concreto es real, impávido, concreto,
sólo mi historia es falsa.”
(Eugenio Montejo. “Caracas”. Terredad).

Ambas melancolías se unen también en la épica mitológico-histórica, ya que ese padecimiento ha sido llamado, desde la antigüedad, “la enfermedad de los héroes”. Por un lado tenemos a los patriotas ilustrados que vieron sus sueños de la razón convertidos en tremedal y bochinche. Por el otro, los hijos de los “libertadores” (también en lo simbólico y en el genoma), aquellos que repoblaron el país después de las hecatombes de la Independencia, y que heredaron abuso y arbitrariedad, ruinas y despotismo.

En la disyuntiva entre creación (poiesis) y errancia –tal como enunciara Simón Rodríguez, imposibilitados de crear por la impotencia melancólica, hemos preferido el encierro al vagar sin rumbo, encallar en los bajíos de la historia a ir a la deriva, amarrados a un endeble mástil para no ceder a la locura que cantan nuestras Erinias. Las murallas antiguas protegían contra los nómadas y piratas, pero puede que las que levantamos ahora sólo intenten impedir que nos convirtamos definitivamente en vagabundos, habitantes errantes –malditos- de un país portátil.

Quizá por eso, en medio de las agitaciones populistas (volkisch) que van jalonando nuestra historia de revueltas e involuciones, vuelvan recurrentemente las pseudo doctrinas nacionalistas y patrioteras, y con éstas, los delirios sobre la “identidad nacional”. En sus entrevistas, José Ignacio Cabrujas alertaba sobre lo peligroso y absurdo que constituían esas buscas maníacas y las doctrinas que se sustentaban en tales “rasgos identitarios”.

La “identidad nacional” siempre ha sido el tema reaccionario por antonomasia. Más que conservador es regresivo, pues termina siempre en el clamor a la tierra y la sangre, fragor fanático y siniestro que nos retrotrae a la Era de las manadas de lobos que aullaban a la luna en lo más obscuro y tenebroso de la noche de todas las pesadillas.

En nuestro orbe contemporáneo signado por el “nihilismo consumado” (Ge-Stellen), donde la mayoría de nuestros semejantes anda tratando obsesiva e inútilmente de restaurar los “mundos perdidos” de otrora –como bien señaló Heidegger-, es sintomático que esa temática retrógrada sea manejada reiterada y desvergonzadamente desde la extrema derecha hasta la ultra izquierda. Y lo es, porque la “identidad nacional” es un tema restrictivo, castrante, limitante de nuestra condición humana. Así, cumple con el requisito de nuestros idearios más caros, cónsonos con la encrucijada histórica en la que, cual purgatorio en la tierra o Mar de los Sargazos del destino, esperamos y esperamos: la de encerrarnos.

Desde esa perspectiva, tampoco es casual que las búsquedas identitarias terminen en la apología de los indígenas y en los hombres del llano. Es decir, en la exaltación impensada el psiquismo más estático y en el inmovilismo cultural de los esteparios. Cabrujas, en cambio, veía una riqueza de posibilidades en no tener una clara identidad, en ser, como dijo Shakespeare, “nadie, para poder ser todos”. Nuestra breve y variopinta historia nos coloca no en el marco de la pregunta kantiana (moderna): ¿qué somos? Si no en la posmoderna y existencial interrogante: ¿qué podemos llegar a ser? ¿Cómo podemos devenir y adaptarnos en un mundo que cambia aceleradamente?

Héctor Poleo: Los comisarios
El sentimiento identatario volkisch nace en las castas más bajas de las sociedades tradicionales. Se basa en el rechazo de todo lo diferente y en el resentimiento hacia la otredad. Es el lado sombrío que surge en el proceso de consolidación de un pueblo histórico. Es la ideología perfecta para la sociedad feudal, cerrada sobre sí misma y encadenada a la tierra. Como tuvo a bien recordarnos Slavoj Zizek en una de sus conferencias, fueron los aristócratas y el clero los que promulgaron edictos para proteger a los judíos de los pogromos en la Europa del Medievo, así como a los agotes (cagots) en el sur de Francia, y España.

Si la sociedad de castas española, durante los siglos de la reconquista y la conquista de América, estaba obsesionada con la pureza del linaje, las sociedades coloniales americanas -como si el Atlántico fuese un lente inversor- se constituyeron en espacios fronterizos donde había una posibilidad de escape de esa ideología de encierro y prejuicio. Pero la ideología de castas viajo allí junto con las posibilidades de su liberación. El pardaje, es decir, la fusión de razas que se produjo en buena parte de Venezuela, fue una manera de liberarse de las castas pero a través, también, de la sangre, de manera que se creó una ideología volkisch inversa, basada en el mestizaje.

“La expresión mestiza es, por el contrario, disociativa y nos obliga a retrotraernos a la solución de la sangre, al feudalismo de la sensibilidad” (José Lezama Lima. “Coloquio con Juan Ramón Jiménez”. En Analecta del reloj.)

De modo que Bolívar pudo haber escrito, en el Decreto de Guerra a Muerte, “Españoles castizos, contad con la muerte aún siendo indiferentes. Pardos, contad con la vida aún cuando seáis culpables”. Y si no lo hizo no fue sólo para alejarse del lenguaje volkisch de José Tomás Boves, asumiendo un vocabulario más acorde con la Nación Estado que nacía con todos sus atributos con la Revolución Francesa (cuyos conceptos definitorios diferían del Reino y su estructura de castas), sino también para diferenciar por su tierra de nacimiento a uno u otro lado del Atlántico, a los mantuanos patriotas y los españoles continentales o insulares, pues por el origen étnico no se podía, antes los ojos del pueblo mestizo.

Pero en una sociedad “descastada”, que quería eliminar las castas más por la sangre y el compadrazgo que por las ideas ilustradas, el peso del mestizaje identitario se convirtió en un valor político de primer orden durante las conflagraciones independentistas. De ahí el Bolívar de pelo chicharrón, el Bolívar pardo, el Bolívar de antepasados dudosos amamantado por la Negra Matea, cuando se trataba en realidad del heredero de una de las familias mantuanas de más alto abolengo (la única que vivía en una casa de piedra en la Caracas colonial), cuyo origen vasco ni siquiera hacía posible un aporte morisco.

Luis Guevara: Bolívar

Sólo así se entiende el que Manuel Piar, siendo de origen mantuano, se hiciese pasar por pardo. Y es quizá por esta busca de investir de autoridad identitaria su liderazgo como jefe patriota, lo que seguramente evidenció ante Bolívar sus reales ambiciones sobre el comando supremo de la causa por la independencia en Venezuela, precipitando su caída.

Pero la solución por la tierra y la sangre ciertamente no es moderna ni ilustrada, y explica nuestro apego casi feudal a los caudillismos latifundistas durante el siglo XIX y buena parte del XX, así como sus retornos enmascarados en años posteriores. Además, una nación de “descastados” no significa que se hayan superado los problemas y prejuicios de casta ni mucho menos.

De esa ideología de casta puesta de cabeza pero jamás superada, proviene lo que algunas llaman la racionalidad afectiva del venezolano, que hace de la parentela, la vecindad, el ser paisanos y la familia extendida por alianzas, amiguismos y compadrazgos, una especie de comunidad semi tribal en medio de la cual define su identidad como individuo, sobre la base de la madeja de relaciones que le permiten interactuar en el mundo de la vida (Lebenswelt).

Por esa identidad basada en la relación de un grupo, cuyo epicentro es parental, la racionalidad afectiva popular funciona de forma parecida a como lo hace una casta, sub-casta o clan del mundo tradicional; aunque termina respondiendo a los lazos de crianza, convivencia y las alianzas surgidas de los diversos rituales del compartir, casi tanto como a los de la sangre.

Por otra parte, esa racionalidad afectiva funciona como una comunidad contraria a la casta, en el sentido que no responde a los rígidos códigos que en éstas determinan la restringida posibilidad de las uniones matrimoniales, en el estrecho margen entre la endogamia y las normas contra el incesto. Todo lo contrario, la comunidad afectiva criolla siempre está abierta a la alianza matrimonial o simplemente a la relación de pareja exogámica, y, además, acepta una variada tipología de estas relaciones (concubinato, queridas, amigos con derecho, etc.), admitiendo por igual (o casi) a los descendientes de las mismas. Desde el punto de vista de una sociedad de castas como la india, los venezolanos viven en una “anarquía genética”.

Las relaciones afectivas, altamente informales, cumplen un papel homogenizador, hasta el punto que es ofensivo para la comunidad popular el que un miembro exprese o demuestre en su actitud que quiere mejorar su vida mudándose a otra localidad, o saliendo del barrio, o cambiando el centro de sus relaciones a un grupo social diferente. Si el venezolano no soporta lo sublime (2), es porque también, como dijera Cabrujas, no podemos asumir la majestad (3) -excepción hecha, quizá, de los laureles bélicos. Es decir, las virtudes (dones) y los méritos sólo son tomados en cuenta si no crean una individuación tal, en uno de sus miembros, que el grupo considere rotos los lazos afectivos identitarios.

De modo que nuestra idea popular de igualdad está teñida del resentimiento surgido en la sociedad de castas racial del Imperio español, como si fuese un atentado contra la identidad de los “descastados” el que uno de sus miembros busque la autorrealización, o se destaque metamorfoseándose en un individuo otro.

Ese pudiera ser el núcleo de nuestro particular sentimiento volkisch anti moderno, donde el igualitarismo –no universal, sino local y parental- permite la llaneza de las relaciones a costa de prohibir en gran medida la busca de singularidad y excelencia, y de una posible perspectiva trans-comunitaria, el alcance de una cima superior y distinta al común. La indiferencia, la exclusión y el ostracismo son los castigos habituales por romper las reglas normalizadoras no escritas de la comunidad racional-afectiva. ¿Fue para protegerse de eso que levantaría su Castillete Reverón? ¿O para sublimar el hecho mismo de ser apartado por sus semejantes?

También por el resentimiento somos trágicamente modernos, pues tanto Nietzsche como Max Scheler coinciden en que ese es el estado del alma dominante en el mundo moderno. Pero nuestro resentimiento tercermundista a veces toma un derrotero realmente ruín, cuando se convierte en un mero regodearse en las propias miserias, cosa que termina en el trueque fraudulento de los fracasos históricos recurrentes en gloriosas victorias de la marginación.

La racionalidad afectiva parece erigirse sobre el alma sensible, el alma Po o Yin de los chinos. Se corresponde con la familia matricentrada, que establece que los lazos parentales dominantes sean entre madre e hijo. De ese modo, el grupo popular se erige como una comunidad de madres e hijos y no de hombres y mujeres. Desde ese punto de vista, el venezolano popular nunca está solo, siempre está inmerso en la interacción con el grupo (madres, tías, hermanas, hijos, etc.), en el continuo parloteo identitario, dándose poco espacio para la intimidad con sigo mismo necesaria para la ensoñación poética –principio de la poiesis- y por ende, para la hierogamia generatriz (Hieros Gamos: matrimonio sagrado) entre los principios masculinos del alma y los femeninos.

Sólo en casos extremos, como el llanero en la faena, se puede hablar de hombres, ya no de hijos, puesto que se está en la frontera de la comunidad afectiva, adentrándose en otros territorios fuera del cobijo del grupo. En la frontera de la comunidad (como el llanero en la sabana, el malandro en la calle, etc.), el hombre deja de ser hijo, pero paga el precio de la soledad, es decir, ir a la ventura aún en contra de los deseos parentales, que, sin embargo, reconocen, aún a regaña dientes, este derecho de hombría. Así se comprende las palabras de Jeaninne Fiasson: “el llano, tierra de hombres solos.” (Los llanos: tierras brutales).

No obstante, el machismo y sus rituales de la hombría, no eliminan el carácter filial del varón, ni le dan rango de “padre” –en igual posición a la “madre”-, sino sólo lo califican como macho engendrador. Si la figura arquetipal del “padre” está ausente de nuestro imaginario, significa que carecemos de un alma Hum (Yang) lo suficientemente conformada para establecer una intimidad profunda en una relación hierogámica (tanto en el alma singular como en la de los amantes), que permita una psique verdaderamente generatriz, procreadora, poiética. Sin las posibilidades abiertas de la intimidad con los seres, las cosas y el mundo, también disminuyen nuestras posibilidades de habitar, pues poéticamente habita el hombre…

El venezolano “popular” –categoría en la que arbitrariamente metemos desde el campesinado rural hasta el lumpen de las ciudades- se encuentra entonces atrapado en una racionalidad afectiva que funciona por estancamiento –como Macondo-, donde repite estrechos roles que no le permiten un crecimiento pleno como ser humano, en cuento a una potenciación de sus posibilidades de ser. Más bien se trata de una comunidad que se regodea en gran medida en la minusvalía o limitaciones de sus miembros, en la preeminencia de los afectos sobre la individuación, y de la identificación con el status quo grupal sobre la autorrealización y la independencia personal.

Sólo así se entiende que los venezolanos “modernos” (pero no exclusivamente ellos, también los poetas) sean condenados al exilio interior o al éxodo real, por la Venezuela “popular”, aún sin la existencia de una verdadera identidad étnica y cultural que nos cohesione e insufle un propósito en tanto pueblo histórico, haciéndonos –y no sólo declarándonos- habitantes de estas tierras; y, por tanto, legitimando cualquier exclusión de elementos extranjeros o extraños en aras del “interés nacional”.

Pero este discurrir sobre venezolanos “modernos” y “populares” es sólo una forma de hablar. Se trata más bien de dos polaridades del alma de nuestro gentilicio, con toda la gama de gradaciones y mixturas entre ambas. Muy probablemente, el venezolano promedio es, en cuanto esas polaridades, como lo son sus afinidades y creencias religiosas: acepta las doctrinas científicas (como la evolución), pero es católico, apostólico y romano, también cree en santos (del santoral o no), en María Lionza y sus cortes, en dioses yoruba, en posesiones y mal de ojo, en la llama violeta y el pensamiento positivo, en ánimas y brujos, en maldiciones, encantamientos y muertos pegaos, coquetea con el New Age y se echa las runas vikingas, y tiene sus propias convicciones sobre esoterismo y revelaciones extraterrestres.

Toda esta “sintomatología” nos dibuja un hombre fronterizo (¡borderline!), ni pre moderno o arcaico, ni moderno o postmoderno. Tal vez mejor sería decirle “alter moderno”, un moderno “otro”, tendido entre el primitivo tribal y el hombre posmoderno, por usar una imagen cara a Nietzche y a Carpentier.

Hombre paradojal, el venezolano no soporta lo sublime pero es atrapado por el romanticismo kitsch de las novelas televisivas (con sus roles estereotipados); reniega de toda majestad, no obstante ha dado tal poder a sus presidentes, gobernadores y alcaldes que prácticamente los ha convertido en reyes electos; carece en buena medida del arquetipo del padre y su familia es matricentrada, pero ha convertido al Padre de la Patria en el centro de su mitología histórica; es refractario a muchos aspectos de la modernidad aunque ama estar al día en cuanto a modas y tecnología; quiere un Estado y servicios eficientes más su lema es “pónganme donde hay”; es libertario empero se ve amarrado fácilmente a las dádivas y ayudas estatales; es socialmente anárquico, más se pone a la orden instantáneamente ante el encumbramiento de un cacique o caudillo con el que se identifique.

Podemos decir en ese sentido que el venezolano tiene dos personalidades que toma a conveniencia –moderna y popular-, o que simplemente es “bipolar”, aunque este término nos remita inevitablemente al trastorno afectivo bipolar –psicosis maniaco-depresiva-, que los antiguos seguramente catalogarían como una variante de la melancolía, o que florece sobre un terreno profusamente melancólico. Puede parecer obvio que hacemos un esfuerzo constante por superar el mal de Saturno a través de la alegría –muchas veces forzada- y la grandiosidad, que en muchos gobernantes nuestros se trocó inexorablemente en megalomanía.

“El Caribe es más triste que todas las regiones tristes, porque el Caribe no tiene ni la fama de triste” (Michaelle Ascencio) (4)

Lo cierto es que el tema de la identidad del venezolano es un problema enunciado y agenciado principalmente desde el Estado nacional, en consonancia con las finalidades que se asigna al Estado Nación moderno. Desde los diversos proyectos de país que hemos padecido, se considera que a un Estado nacional determinado le corresponde un “pueblo” claramente “identificado”, especialmente desde el punto de vista étnico, y, así mismo, un territorio que le es propio, exclusivo.

Cabrujas, contrario a esa ideología del Estado Nacional, sabía que muy poco le es propio al venezolano: ni el maíz, ni el mango, ni el sombrero de pelo e’ guama, ni las “bolas criollas”.(5) Mucho menos el idioma. Al respecto, tendríamos que decir como en la película de Mel Brooks, La loca historia del mundo (1981): “Somos muy pobres. Somos tan pobres que no tenemos ni siquiera un idioma; tan sólo este maldito acento.”

Camile Pissarro: Baile en posada.

Cuenta Luis Pérez Oramas, que cuando a J. L. Borges se le concedió un premio literario por el cual se le daba la ciudadanía romana honoris causa, el declaró simplemente que desde siempre había sido romano. Borges estaba en una cumbre tal que podía divisar no lo valles estrechos en los cuales queremos forjar nuestra identidad nacional, sino el continente completo de la historia y los caudalosos ríos de su devenir. Desde esa perspectiva, los occidentales somos continuadores de la romanidad.

Si vamos más lejos y nos remontamos a los padres de la Grecia antigua –“los eternos maestros” (Mariano Picón-Salas), de los que somos hijos tal vez renegados, como señalara Camus, ellos constituían una nación histórica, aunque estaban divididos en múltiples y diversas entidades políticas (la más de las veces antagónicas), entre las que destacaba la polis o “ciudad-estado”. No existía entre ellos una unidad étnica, pues estaban por un lado los jonios mediterráneos (emparentados con los pelasgos, antiguos pobladores de Grecia) y por el otro los últimos invasores indoeuropeos, los rubios dorios, estando en medio los aqueos, “de hermosas glebas”, protagonistas de la Iliada y la Odisea. Se reconocían griegos por el lenguaje (con sus diferencias dialectales), pero, sobre todo, por su cultura común. Y en la base misma de esa cultura estaba la Iliada, cuya narración épica nunca es patriotera en algún sentido, puesto que, por ejemplo, la historia nos hace simpatizar más con el muy humano y valeroso Héctor, un troyano, que con el colérico y arrogante Aquiles, el héroe griego por antonomasia.

La Iliada trata sobre el pecado de hybris (desmesura) en el que cae el deiforme Aquiles y las consecuencias que eso tiene para los aqueos, durante un pasaje de la mítica Guerra de Troya. Parafraseando a Oyuela (citado por Borges en La poesía gauchesca), el asunto de la Iliada no es propiamente nacional, ni menos de raza, ni se relaciona de modo alguno con los orígenes del pueblo griego, ni con la Grecia antigua como civilización o con la moderna como Estado Nación. Si una de las obras fundamentales de la (nuestra) cultura occidental está exenta de manía identitaria, ¿por qué se pide a las obras culturales de nuestras nóveles repúblicas ese estrecho y mezquino designio con respecto a la identidad nacional y el ideal patriotero del Estado Nación moderno?

Ahora bien, los griegos reconocían sus diferencias, a veces abismales, como la que separaban a Esparta y a Grecia en el período clásico, pero estas diferencias eran de un grado distinto cuando se trataba de los griegos, tomados como nación cultural, y los bárbaros extranjeros, con quienes no sólo la lengua separaba, sino, sobre todo, la carencia de referentes culturales comunes. Y sin embargo, la tragedia ática recordaba a los griegos, al decir de Nietzsche, que estaban emparentados íntimamente con los bárbaros y también con los titanes de su mitología.

Como dijo Cabrujas, no se trata de enjuiciarnos lapidariamente, diseccionando nuestras falencias con celo inclemente y autodestructivo (y muy probablemente con mirada eurocéntrica), pero sí se trata de vernos con una objetividad valiente, trágica, sin volver a caer en la dramatización folletinesca de nuestra historia, cosa que, desgraciadamente, ha vuelto a ocurrir en los años recientes, y de un modo inverosímilmente extremo y maniqueo, llenando puerilmente de personajes “buenos” y “malos”, a conveniencia, nuestra historiografía.

Seguramente a nuestros vicios y defectos como pueblo –si esta palabra tiene sentido en nosotros, pues no por repetirse sigue siendo una interrogante en cuanto referida a los pobladores del país- le corresponden virtudes y características encomiables, como señala Augusto Mijares en su ensayo Lo afirmativo del venezolano (citado a veces como si con su palabra se pretendiera exorcizar a los “profetas del desastre”), aunque uno pudiera preguntarse, desde el punto de vista de la identidad, si esos vicios y virtudes no se comparten con otros pueblos (cercanos y/o lejanos), si no pertenecen en gran medida a nuestra condición de hombres, nuestro marco cultural y a nuestro tiempo.

De la apología del mestizaje y su “feudalismo de la sensibilidad”, al final de cuentas, solución también étnica, y por ende, etnocentrista, se cae fácilmente en el racismo pretendidamente universalista, como la “raza cósmica” (¿por cómica?) de Vasconcelos, o en delirios vernáculos como los del filósofo colombiano Fernando González (citado en una carta abierta publicada por Frank David Bedoya Muñoz):

“En Suramérica lo más original y representativo es Venezuela. […] En Venezuela apareció ya el tipo suramericano. Todos son iguales, tienen egoencia admirable, desfachatez y capacidad dominadora. Biológica e históricamente Caracas es la capital suramericana. […] Venezuela tiene capacidad de impertinencia y Suramérica será venezolana o nada. […] Todo venezolano es dictador. […] El orgullo del venezolano es incalculable. Se cree único. Tiene aspecto de importancia y de capaz de hacerse matar. Es el porvenir de Suramérica.” (Mi compadre, 1934)

“Venezuela es la que tiene más personalidad en Suramérica. No quiero decir que sea más rica, que esté mejor gobernada, más organizada, etc. Hablo desde el punto de vista biológico. Ella produce hombres originales, gobiernos originales, modos propios. En otras palabras, en Venezuela es donde tienen menos vergüenza. […] En la guerra de independencia, Venezuela dio los héroes y Colombia los juristas: dio muchos Santanderes, gente apegada a la vida, a los libros, a las clasificaciones. Venezuela dio a Bolívar, primer hombre cósmico cuyos orígenes están oscuros para el sociólogo.” (Los negroides, 1936)

Del venezolano realmente puede decirse algo similar a lo que Camus señaló de nuestro tiempo: padece por el exceso de sus virtudes como por la grandeza de sus defectos. Como los titanes y los héroes de la antigüedad, sus auges y caídas cíclicos van aparejadas a una falta de hibrys, de armonía interior, que condena al peor de los destinos. Y la busca de las causas de tal desajuste en el exterior, en lo lejano, así como la resultante proyección afuera de esa desarmonía interna, de esa falta de intimidad consigo mismo (como individuo y como colectividad), sólo asegura la permanencia de las maldiciones heredadas, así como la pérdida de sincronía con el Anima Mundi; también la carencia secular de integridad, y la continuidad de la escisión constitutiva de nuestro ánimo empobrecido, y por ende, del síndrome melancólico.

Para cambiar –si de verdad queremos hacerlo- debemos aceptar plenamente quiénes somos; por ende, tenemos que conocernos a nosotros mismos. Debemos partir de reconocer nuestros dones, sin enjuiciarlos como vicios o virtudes, defectos y méritos. Pero si tenemos que saber descubrir el oro alquímico bajo el oropel y entre el detritus: qué es aquello que, en nosotros, puede abrirnos a otros horizontes, lo que puede ser sanado, puesto que compulsivamente la acidia innombrada nos encierra, tentándonos a la involución y a la inercia.

Quizá nunca dejemos de ser melancólicos, pero podemos aprender a vivir con el mal, aprender a convalecer. Puede que nuestro gusto por el dolce far niente (componente esencial de la alegría de vivir), nuestro sentido del humor (cuando no es burla o desvalorización gratuita) y nuestro don para improvisar (que nos conecta como nada con el aquí y ahora), tengan como contraparte algún lóbrego tránsito por el inframundo. De lo que se trata, entonces, es de reconocer nuestra alma plural y diversa, de modo que el oscuro personaje de la melancolía (disfrazado de ángel o de prisionero) no siga manejando y condicionando nuestra psique colectiva, oculto entre las sombras.

Nicolás Ferdinandov: Pescadores de perlas en Margarita

Para solucionar esa falta de correspondencia en nuestro gentilicio entre lo que somos, lo que creemos ser y lo que queremos ser, decía Cabrujas que había que empezar por sincerarnos, sólo así recobraremos la conversación plural y fundamental, necesaria como terapia individual y colectiva, y como oportunidad para re-crearnos de forma compartida e incluyente. Ya nuestro arte -pero no sólo el “nuestro”-  nos ha entregado las imágenes y las metáforas, en torno a las cuales reunirnos a reflexionar y deliberar, y, también, sencillamente a memorar.
Yilda Conquista y Roberto Chacón

(Continuará…)

Notas:
(1) Luis Pérez Oramas. La república baldía. Esos colores del paisaje melancólico reveroniano, serán también heredados por los de las atmósferas interiores de Las cafeteras, de Alejandro Otero.
(2) Lo sublime implica una experiencia que, por ser casi inefable e intransmisible, induce a la individuación, a un reflexionar y una introversión diferentes a las que son características y deseables dentro de la comunidad racional-afectiva. Por otra parte, Kant dice que el sentimiento de lo sublime va aparejado a cierto grado de cultura, y ya sabemos que para el venezolano popular, “la cultura ofende”.
(3) José Ignacio Cabrujas. “El Estado del disimulo”. Entrevista del equipo editor de la Revista Estado y Reforma. Puede que el horror a la supuesta grandeza de la aristocracia de la sangre se trocó sombríamente, en nuestro gentilicio descastado, también en el desprecio a toda aristocracia del espíritu.
(4) Brasil también lleva esa carga de ser el lugar más triste porque nunca se le considera tal. Sin embargo, la presencia de la saudade lusitana, que logra vehiculizar también la tristeza y nostalgia del indio y el negro, atempera esa idea superficial, que tal vez sea generada por su apoteósico carnaval.
5) A veces no sabemos ni siquiera lo que es "nuestro". Una vez tocaba yo piano mientras un amigo de la familia nos visitaba. De pronto el sujeto me pregunta que cuándo voy a tocar algo venezolano. Y lo que acababa de tocar al piano era El gallo pelón de Antonio Estévez. Un amigo maracucho que andaba de viaje por España, al entrar en un local fue reconocido por un venezolano, que entonces pidió le pusieran a su amigo música de joropo… Otro venezolano que estaba de viaje en un país extranjero, estando en un bar, ya con algunos tragos encima, pidió que le pusieran música de su tierra, que quería escuchar... ¡reggaetón!… ¿Y entonces?