¿ES POSIBLE DESRANCHIFICARNOS? (X)
“Sólo
se ve bien con el corazón; lo esencial
es
invisible a los ojos.”
Antoine de Saint-Exupéry
El principito
“Se
vuelve médico sólo aquél que conoce
aquello
que es innominable,
invisible
e inmaterial, y sin embargo eficaz.”
Paracelso
“Se hace así visible lo invisible que
hace posible la visibilidad.
Entrevemos entonces lo
visi-invisible.”
Daniel
Medvedov
Los grandes géneros del academicismo venezolano, el
histórico-épico y el retrato de próceres y jefes de Estado, forman la nuez del
arte plástico al servicio del proyecto de nación Estado. Todo pro-yecto (del
latín proiectus: arrojado adelante,
al futuro), presupone una “imagen del mundo” en el sentido heideggeriano (mucho
más que una “visión”: weltanschauung)
y, por ende, una teleología, una finalidad a ser alcanzada. En tanto ese
“proyecto” ha sido encomendado a las artes plásticas (pintura y escultura
esencialmente) como parte del proceso de la creación y consolidación de una
nación Estado moderna (unidad política que se comienza a globalizar con las
guerras independentistas de América –Siglos XVIII y XIX), esto presupone un
arte que es interpretado desde el horizonte de la estética, respondiendo a la expresión de una determinada vida
humana (la del “venezolano”), de su historia oficial y de sus supuestas “vivencias”
(1) particulares como “pueblo”.
Pero los academicistas -Tovar y Tovar, Herrera Toro,
Michelena y Cristóbal Rojas- también cultivaron géneros menores, según la
estimación de la Academia, como el paisaje y las naturalezas muertas (bodegones).
Habían quedado en el aire las interrogantes sobre si nuestra pintura
academicista sólo respondía al proyecto de mitologización de la historia en pos
de construir las imágenes eidéticas de la nación Estado y su “pueblo”, o, si
podíamos encontrar en aquellos artistas académicos vislumbres de un pensamiento
trágico y de un arte del habitar.
Si entendemos por “espacio público” el lugar (real y/o
metafórico) dónde converge un pueblo, donde encuentra el sentido de su
existencia, ese “espacio” corresponde, desde el paleolítico, al sitial sagrado
de la comunidad. Hasta el advenimiento de las civilizaciones tradicionales, los
lugares sagrados constituían en esencia el espacio público. En la Grecia
arcaica, los ágoras estaban en estrecha conexión con los santuarios. Pero ya en
la misma antigua Grecia, el espacio público como ágora (ἀγορά) o lugar de reunión de los ciudadanos de la polis,
comenzó a situarse en la ciudad baja (en un comienzo la plaza del mercado),
diferenciándose de los templos y palacios de la acrópolis, síntoma del proceso
de distanciamiento entre lo sagrado y lo político.
En nuestro mundo moderno, desacralizado, parece que la
ruptura de lo sagrado y lo político es absoluta. Medios de comunicación y redes
sociales, opinión pública, publicidad comercial, y relaciones públicas, parecen
constituir el difuso “espacio público” del que gozamos hoy. Este parece
gravitar principalmente en torno al Estado y sus instituciones, los partidos
políticos y otras organizaciones (sindicatos, colegios profesionales, etc.), y
las grandes corporaciones comerciales.
Michel Foucault dice que el “proceso de
creación política” de las personas, fue “confiscado desde el siglo XIX por las
grandes instituciones políticas y los grandes partidos políticos”. De modo que
la reducción del espacio público en cuanto a participación real y creativa de la
ciudadanía (aunque aparezca como gigantesco a la imaginación dados los vastos
sistemas que lo componen y el alcance de lo que informa), va de la mano de esa
“confiscación”.
Pero ese espacio público moderno, al estar desacralizado,
carece del sentido fundante para una convergencia de las almas y los corazones
de los miembros de una población. De ahí que una nación Estado moderna no
constituya necesariamente un pueblo histórico (que no significa un pueblo en la
historia, por supuesto). Sólo el arte, que “nombra lo sagrado”, hace converger
a las personas involucradas en una circulación compartida del sentido. El
artista logra hacer escuchar al “ángel dar más puro sentido al habla de la
tribu”, según el verso de Mallarmé (La
Tumba de Edgar Poe). Las explicaciones racionales de los “ciudadanos”, como
el saberse sujetos a la mismas leyes o tener derechos y deberes iguales, sólo
refuerzan esa circulación de sentido fundadora, sacra (no necesariamente religiosa).
De modo que el espacio público moderno es traspasado por las
mil imágenes eidéticas y las innumerables moralinas, en una busca interminable de
sustitución artificial de la circulación del sentido esencial. Así nacen los
patriotismos, los nacionalismos, los himnos y las banderas, y las
glorificaciones historicistas.
Aún el arte moderno puede jugar un papel fundante del espacio
público, aunque nombre lo sagrado con galimatías, acertijos absurdos o
silencios inquietantes, puesto que así crea enigmas sobre lo sacro (o sobre su
ausencia), glifos arcanos sobre lo sagrado. Las obras modernas son como la
piedra que arroja d’Arrast en el hogar de una casa, según el cuento de Albert
Camus, La piedra que crece (El exilio y el reino).
Al
final de la narración del cuento señalado, el ingeniero francés d’Arrast, al
ver que su amigo el cocinero no va poder cargar una enorme piedra hasta la
Iglesia durante una procesión religiosa donde todo el pueblo participa, para
pagar una promesa hecha al Buen Jesús, decide cargar él mismo la roca relevando
a su amigo. Pero no la deposita en la Iglesia, sino en el fuego central de la
casa del cocinero, el hogar. Los
habitantes de la casa llegan y se sientan en círculo en torno a la piedra.
Entonces el cocinero le dice a d´Arrast, quien permanece de pie: “Siéntate con
nosotros”.
Como dice Heidegger, el arte nos concierne debido a su
importancia ontológica. Todo lo demás (hasta llegar a la reducción estética),
son ecos de este hecho primordial. Y por esa razón está íntimamente relacionado
con la libertad humana, de la creatividad de las potencias y fuerzas que parten
de su cuerpo (Dasein, como tal, un
hecho radicalmente ontológico).(2) El arte es político en un sentido profundo, ético
y poiético, de crear los gérmenes de
sentido de nuevas formas de vivir y relacionarse, y a la vez, de conectarnos
con los orígenes.
Como palpamos en el cuento de Camus, el arte –la “piedra que
crece”- hace posible el espacio público porque también se abre la posibilidad
del habitar un mundo sobre la tierra, de convocar al hogar. Ese sentido
fundante que convoca, y sigue circulando y resonando entre los convocados,
posee esa conexión vital con el misterio de la convocatoria a la existencia,
del sentido del por qué estamos arrojados a ésta, bajo el horizonte de la
mortalidad.
Desde el advenimiento de los despotismos agrarios o
civilizaciones tradicionales, ese poder de convocatoria, de sentido fundante
(sobre el abismo mismo) del arte, fue inmediatamente utilizado por los poderes como
dominio despótico para proyectarse en el tiempo y el espacio. Ahí comenzó la
perversión del sentido circulante que convoca, del arte, para su uso como
propaganda. Así apareció “lo enorme”, según las palabras de Nietzsche: un arte
de propaganda destinado a provocar estupefacción, temor y admiración servil
entre los súbditos. Pero la misma pretensión de este arte, carente de la
necesaria mesura y donde los títulos del déspota no permitían escuchar el
nombre sagrado, no sólo alejaban al arte y al artista de su misión auténtica,
sino que cerraban toda posibilidad de espacio público y, a la vez, las
posibilidades mismas del habitar.
Cuando lo enorme es vencido por la belleza, aparece el “gran
estilo”, nos dice Nietzsche. Aquí lo que “vence” es la voluntad de poder del
artista, alcanzando la cima más alta de la misma entre los seres humanos. La
voluntad de poder debe entenderse como la potencia de armonía y unidad
creadora, que hace posible el advenimiento de la creación como excelencia plus,
la obra como forma. La excelencia más lograda de la forma es la belleza. La
belleza es el delicioso juego de las proporciones donde la fuerza creativa más
poderosa ha sido mesurada, convertida en delicadeza, para agregar al mundo algo
digno de ser contemplado.
La pugna entre lo bello y lo enorme, en el arte, es histórica
pero no sigue una linealidad temporal, y menos aún una “dialéctica”. Mientras
vemos aparecer lo “enorme” con Ramsés II, en el Antiguo Egipto, aunque
seguramente comenzó con el nacimiento mismo de los despotismos agrarios; lo
bello aparece casi con el advenimiento del Homo Sapiens. Recordemos a La Dama de Brassempouy, estatuilla con
el delicado rostro de una joven, tallada en marfil de mamut, realizada en el
paleolítico superior, hace 24.000 años como mínimo.
La Dama de Brassempouy
Pero según Denis Dutton (Una
teoría darwiniana de la belleza), las hachas de mano Achelenses, realizadas
como objetos “decorativos” (no utilitarios) (3), se remontan al Homo Erectus o
Ergaster, y por tanto, son anteriores a la aparición del lenguaje y del hombre
moderno.
Hacha de mano achelense
Cuando Nietzsche dice que el “gran estilo” en el arte nace cuando lo
bello obtiene la victoria sobre lo enorme, resalta que, llegado un momento, el
artista cobra consciencia de la vital importancia de su papel respecto a
destino del hombre (recuerda quién es),
de modo que tratará de no servir más (de escapar) a los poderes instituidos
-cuyos encargos siempre tenderán a la exaltación de los poderosos y sus
instituciones (a través de lo monumental –enorme y duradero, lo pomposo, lo
exagerado, lo terrible, etc.) y la minimización simbólica de súbditos y
enemigos-, abocándose enteramente a lo “bello”, lo que patentiza la armonía de
lo que surge por sí mismo (con resonancias “cósmicas”), sin un “por qué”
(Heidegger), y que puede ser des-cubierto en lo más insignificante, efímero y
pequeño.
Al decir de
Heidegger, gracias a la poesía el Ser del ente (cosa) se “aviene a lo
permanente de su aparecer”, siendo lo que llamamos belleza esa re-velación del
Ser del ente (Alethiea: des-ocultamiento en el ocultarse). Escribe
Heidegger sobre la belleza y la verdad:
“La
verdad es la desocultación del ente en cuanto tal. La verdad es la verdad del
ser. La belleza no ocurre al lado de esta verdad. Cuando la verdad se pone en
la obra se manifiesta. El manifestarse es, como este ser de la verdad en la
obra y como obra, la belleza. Así pertenece lo bello a la verdad que acontece
por sí. No es sólo relativo al gusto y únicamente su objeto. La belleza
descansa sin embargo en la forma, pero sólo porque la forma se alumbró un día
desde el ser como la entidad del ente.”
Entonces, es posible que nuestros artistas plásticos
decimonónicos, a la sombra de los géneros menos ponderados por la Academia, y
poco apreciados por los gobernantes en tanto poco sirven al proyecto de nación
Estado, puedan haberse abierto a perspectivas distintas sobre el país y sus
pobladores. Insinuando con ello posibles derroteros para un pensamiento trágico
y un arte del habitar, que incluiría también las posibilidades del “espacio
público”, el gran hogar de la comunidad. Puede que gracias a ese “arte menor”
atisbemos por un momento un destello sobre la verdad de nuestra alma, que hemos
dejado caer en el olvido.
De Martín Tovar y Tovar nos llama la atención El loco, que apareció en la revista El
cojo ilustrado (año XII, 15 de marzo de 1903). El loco y el bobo son personajes
recurrentes de nuestra Venezuela rural de antaño. Son el polo opuesto de los
grandes próceres, con los cuales todos los pobladores del país querían tener
lazos de sangre. En la vieja Venezuela, el loco y el bobo revelaban problemas
genéticos por endogamia y otros males hereditarios. Un sino trágico para muchos
linajes, como lo vemos al final de Cien
años de soledad. La Tierra de Gracia y Macondo son como las dos caras de la
moneda de nuestra realidad hasta bien entrado el siglo XX, y siguen estando a
la sombra de muchos acontecimientos superficialmente “modernos” (como las
“revoluciones”).
Martín Tovar y Tovar: El
loco.
La obra de Herrera Luque está basada en gran medida sobre la
“mala sangre” heredada, por la cual convertimos la Tierra de Gracia en Tártaro
de titanes, locos, centauros y homicidas. Pero, aparte del recurso de la
psiquiatrización del problema, engañosamente anti-trágico, el problema nuestro
no está en la sangre (aunque Herrera Luque tampoco se lo achaque únicamente a
los genes). Lo que heredamos está en nuestra psique, en nuestro inconsciente, en
el imaginario colectivo, pero también en lo que consideramos nuestros rasgos
identitarios (comportamiento, costumbres, etc.), en nuestro patrimonio
artístico y cultural, y paradójicamente, en muchas cosas que no consideramos
nuestras pero que nos atañen y nos poseen. Nudo Gordiano éste que hay que ir desenredando con mucha paciencia, delicadeza y precisión, ya que tienta, de lo enredado que es, a cortarlo a machetazos, como han intentado muchos.
Herrera Toro: El patio
interior
Sobre el arte de habitar, Herrera Toro nos invita a mirar lo
acogedor de nuestras antiguas casas en El
patio interior (1902). En las pinturas de grandes batallas y otros
acontecimientos históricos sobre los que la nación se siente “fundada”, sólo
aparecen hombres, grandes personajes históricos, militares y políticos. Pero
los patios interiores, los centros de nuestros hogares, las matrices de nuestra
habitabilidad, pertenecían a las mujeres. La feminidad criolla que tan bien nos
re-vela Teresa de la Parra, está ligada a esos patios interiores, a esos oasis
de habitabilidad en medio de una sociedad y una naturaleza con aristas muy
peligrosas. Carlos Raúl Villanueva fue uno de nuestros arquitectos que trató de que la modernidad arquitectónica acogiera esos espacios para la
interioridad, pero muy pocos le han seguido en esta vena.
Esa pintura trae a mi mente esta reflexión de Osho:
“El amor, la compasión, la piedad, la amabilidad, todas estas
grandes cualidades tienen una fragancia femenina. También hay cualidades
masculinas: las cualidades del guerrero, el valor. Son cualidades duras, hay
que ser como el acero. Porque las cualidades del hombre se han desarrollado a
través de la guerra, y las femeninas se han desarrollado en casa con el marido
y los niños […]. El mundo ha vivido dividido en dos partes. Por un lado, el
hombre ha creado su mundo, mientras la mujer, a la sombra, ha vivido y ha
creado su propio mundo. Esto es una contrariedad, porque para ser completos,
enteros, tanto el hombre como la mujer deben tener las cualidades del otro.
Tanto el hombre como la mujer deberían ser tan delicados como el pétalo de una
rosa y tan fuertes como una espada; ambas cosas juntas, y así poder responder
siempre que se presente la ocasión o lo exija la situación.” (Osho. Bienestar emocional). (4)
De los pintores académicos del siglo XIX, Cristóbal Rojas fue
el que más se aproximó a una ruptura con la Academia y el romanticismo, como lo
hicieron en su momento los franceses Gustave Courbet (1819-1877) y
Jean-François Millet (1814-1875), entre otros, en lo que se denominó el
realismo pictórico. Ante los pomposos temas históricos o mitológicos del
clasicismo y los temas exóticos del romanticismo, los realistas proponían temas
basados en la realidad cotidiana.
Cristóbal Rojas: Las
ruinas de Cúa después del terremoto de 1812
En Cristóbal Rojas, el realismo se abrió paso entre sus
encargos académicos, pintando un país menos glorioso, más bien arruinado y
empobrecido. Llama la atención sus cuadros sobre ruinas, como Las ruinas de Cúa después del terremoto de
1812 (dos cuadros) y Las ruinas del convento
de Las Mercedes, también destruido por el terremoto de 1812. Todas datan de
1882, ochenta años después de aquel desastre natural. Nos hace recordar lo que
decía Enrique Bernardo Núñez, de que lo que más resaltaba del paisaje
venezolano eran las ruinas. Esas ruinas como paisaje las volveremos a encontrar
más adelante, en obras como El arte en la
historia, de Héctor Poleo.
Esta aseveración de Núñez no debe entenderse como si
ponderara un carácter pintoresco de nuestro paisaje, como las ruinas de la
Antigüedad que aparecen en las pinturas del francés Pierre Patel (1605-1676).
Mientras las ruinas de la Antigüedad clásica recuerdan a los europeos su vasto
pasado, pero también el auge civilizatorio indetenible de los tiempos modernos,
las ruinas en Venezuela revelan, entre otras cosas, la involución que sufrió el
país después de la Independencia. Una cita de Canaima, de Rómulo Gallegos, puede dar
idea de lo aquí planteado:
“Por
ahí, más adentro, estaban las ruinas del convento, pero ya no queda nada.
Todas
estas casas de por aquí están pavimentadas con ladrillos sacados de esas
ruinas, que por eso los llaman fraileros. Unos ladrillos que duran siglos, que
ya no saben fabricarlos nuestros alfareros. Como todo lo bueno de antes, que se
ha perdido.”
Cristóbal Rojas: Las
ruinas del convento de Las Mercedes.
Por supuesto, el terremoto de 1812 vino a redoblar los
destrozos y muertes que el huracán revolucionario y la guerra por la
independencia de 20 años, causaron al país. Bolívar, cuya casa de piedra fue la
única que se mantuvo en pie enteramente en Caracas el día del terremoto, dijo
entonces su famosa frase voluntarista: “¡si la naturaleza se opone, lucharemos
contra ella y haremos que nos obedezca!”, replicando con ella a los clérigos
realistas. Pero, no fue sólo la naturaleza física la que se opuso… ¿O, pudiera
ser, que había un quantum contra natura,
en el proyecto bolivariano? Recordemos que la guerra de independencia fue,
sobre todo, una guerra civil.
En todo caso, el “arruinamiento” del país, algo trágico dice no sólo de su naturaleza,
sino sobre su historia y los hombres que la hicieron. Tomando en
cuenta especialmente que a la guerra de independencia, con su “guerra de colores”, “guerra a
muerte” y emigración a Oriente, siguieron largas “réplicas” (usando un término
sismológico): casi cien años de guerras civiles y gobiernos autoritarios.
Guerras civiles donde los partidarios del progreso, como señaló Teresa de la
Parra, confundieron desgraciadamente “progreso” con destrucción.
A las ruinas de las guerras, los terremotos y la desidia de
los hombres, hay que agregar la de los pueblos fantasmas, ya sea por la
incidencia de enfermedades, como el paludismo, o por la devaluación de algún
producto de exportación cuyo auge los había creado y/o hecho prósperos, y cuya
posterior falta de demanda o la caída de sus precios internacionales los
condenó a la ruina y el abandono.
Cristóbal Rojas: Naturaleza
muerta con libro abierto.
Otro grupo de pinturas de Rojas a tomar en cuenta son los
bodegones y afines. Hay algo en la atmósfera de Naturaleza muerta con libro abierto (1885), Naturaleza muerta con lámpara y Naturaleza
muerta con paños (1887), que entronca directamente con Las cafeteras de Otero. Junto con Estudio para balcón (1889) y Mimosa
(Sillón con flores / 1890), hacen las
veces de pequeños ensayos sobre cómo nos relacionábamos con las cosas en aquel
mundo de la Venezuela de aquel entonces, que debía bastante a lo que había
podido salvarse de la Venezuela colonial, y también, sobre los matices de nuestra
intimidad. Esa que ha sido matriz de tantos de nuestros poetas, y donde, por
ende, chisporrotean las posibilidades de habitar estas tierras.
Cristóbal Rojas: El
faisán.
El faisán (1889) es quizá la más “chardiniana” de nuestras pinturas
decimonónicas, junto al Bodegón de
Michelena (1891). Por ende, nos insinúa la posibilidad de un arte de vivir, de
una cotidianidad poetizante. El hecho
de que esta pintura este sepultada bajo nuestra obsesión por las pinturas de
batallas importantes, ilustración de fechas patrias y retratos de héroes y
políticos, dice mucho del poco cuidado que hemos tenido con nuestro legado de
vida, con la porción de “lo pequeño es hermoso” que nos tocó en suerte.
Aparte de estas obras, hay que detenerse en otra serie de
pinturas importantes de Rojas. Éstas tienen que ver con una condición que la
Venezuela petrolera olvidó con demasiada facilidad: la miseria que asoló
nuestro país desde las guerras de independencia hasta los primeros años del
siglo XX. Destaca entre esas pinturas La
miseria (1886). Esta puede ser acompañada por El plazo vencido (1887), El
violinista enfermo (1886), Orfandad
(1885) y Estudio para una primera y
última Comunión. Aunque La miseria
fue realizada en Francia, seguro lleva el sabor de la miseria que campeaba por
estas latitudes.
Cristóbal Rojas: La
miseria.
Esa “miseria” que vivimos en nuestros “cien años de soledad”
decimonónicos, quizá ha quedado prendada de nuestra alma, de una manera tal que
la riqueza petrolera no pudo siquiera maquillarla. Hugo Chávez, gran conocedor
del imaginario venezolano, tal vez haya reconocido esta llaga de nuestro
psiquismo colectivo, al recomendar la lectura de Los miserables de Víctor Hugo. Aunque con ello daba una
interpretación anti trágica, “socialista” (colectivista), al asunto.
Tampoco olvidemos que los territorios de la actual Venezuela
nunca fueron particularmente ricos en algo, ni en tiempos prehispánicos (donde
no se levantó ninguna civilización indígena), ni en tiempos coloniales, donde
éramos los parientes pobres de los grandes virreinatos.
Cristóbal Rojas: El
purgatorio.
Estás “pinturas negras” tiene como culminación El purgatorio (1890). Como realista,
Rojas ha debido entrever que Venezuela no era ningún Jardín del Edén, que había
en ella demasiados “pecados y maldiciones heredados” (Lezama Lima dixit), que
debían ser purgados para acceder a la posibilidad del habitar. Quizás el pintor
estaba más claro que nosotros sobre cuáles
de esos pecados y maldiciones debíamos deslastrarnos.
Lo cierto que esa imagen de la Venezuela-Purgatorio es la
puerta de entrada para un pensamiento trágico, aunque esa puerta sea muy
pequeña, como la que encontró Alicia en el Salón de las Puertas, donde hay que
volverse muy pequeño para poder entrar. El Purgatorio es un pasaje temporal,
donde terminan de purificarse las almas que van al Cielo, pero, ¿y si ese
estado se hace permanente, infernal, como el laberinto sin salida de Macondo?
¿Es nuestra maldición una purificación sin fin, y sin sentido? Imaginemos todos
nuestros desarrollismos y delirios vernáculos flagelándonos maniáticamente en
pos del sueño utópico de cada quién, perpetuando así la sempiterna purga
demencial.
Arturo Michelena, el autor de Miranda en La Carraca, es de los pintores académicos el más tentado
por el romanticismo pictórico. Sin embargo, también tiene una obra a la manera
de las pinturas realistas de Rojas, La
caridad (1888), obra también realizada en París.
Los autorretratos de nuestros pintores académicos parece que
poco dicen de ellos. El de Michelena (1890) nos lo muestra como un joven y
dedicado pintor, con paleta y pinceles en las manos. En el de Cristóbal Rojas
(1887) vemos la imagen de un artista que se afirma como tal. No son los
pinceles y la paleta los que nos dicen su profesión, sino su boina roja de pintor
decimonónico. Su rostro mira al espectador, revelando un lado luminoso y otro
sombrío, un alma en claroscuro. Un decir de la gente de antes reza así:
“Venezuela: luz pa’ fuera y oscuridad pa’ dentro”.
Autorretrato de
Arturo Michelena
|
Autorretrato de
Cristóbal Rojas
|
De Martín Tovar y Tovar no tenemos autorretrato. Pero su
retrato por Herrera Toro (dos pinturas / 1887), nos revela un hombre quizá
severo, con autoridad, y, ciertamente enigmático. Ninguno de los retratos
revela su oficio de artista. Herrera Toro si se retrató a sí mismo, dos veces
también. En el primero de sus autorretratos (1880), observamos un joven de
mirada algo inquietante. En el segundo (1895) lo podemos apreciar como un
hombre aburguesado de la época. En ambos autorretratos tampoco se revela poco o
nada de su carácter de artista, aunque puede suponerse que el lugar donde
realizó el primero haya sido su estudio.
Retrato de Martín
Tovar y Tovar
|
Autorretrato de Herrera
Toro
|
Existe una distancia apreciable entre estos pintores, tal
como revelan sus imágenes, y un pintor-chamán como Reverón. Ellos representan
hombres modernos, por lo menos en lo visible inmediato, ya sea como artistas o
gentilhombres con algo de bon vivant.
¿Modernos aquejados del mal de Saturno? ¿Cosmopolitas expatriados en su propia
tierra? ¿Centauros heridos intentando sanarse a través del arte o de la buena
vida (en Caracas o en París)?
Mientras la modernidad artística llega a París desde Edo
(Tokio), Shanghai, y Saigón, revelando al ojo impresionista maneras inéditas de
mirar, nuestros académicos se atrincheran dentro de los postulados de la
Academia, y si acaso recibirán tardíamente las influencias del romanticismo, el
realismo y el impresionismo. No se trata sólo de una escogencia determinada por
las circunstancias o la comodidad. El impresionismo es una pintura que trata
sobre el tiempo, más que sobre la luz. ¿Esa temporalidad diferente –moderna-
existía en Venezuela? ¿Podía ser comprendida fuera de París, Londres o New
York, en una “periferia” todavía altamente ruralizada? ¿Cómo podía calzar esa
“modernidad” del mirar en el proyecto “ciclópeo” de nación Estado esbozado
fundamentalmente bajo el aliento ilustrado y revolucionario del siglo XVIII? En
algunos de nuestros pintores académicos se puede ver alguna influencia tardía
del impresionismo, pero, al igual que en nuestros músicos, servirá para dar un
toque modernizante, bastante superficial, a un material basado en viejas temáticas
recurrentes: históricas, religiosas, paisajismo “doméstico”, etc.
En la historia de la plástica en Venezuela, el paisajismo le
debe más a los denominados “pintores viajeros” (artistas extranjeros que nos
visitaron), a los que llamaba inmediatamente la atención nuestra naturaleza
exuberante, que a nuestros académicos decimonónicos. Si el paisajismo responde
a un asombro ante la naturaleza, y también a una proyección de lo que
quisiéramos, como cultura, que la naturaleza fuera o lo que representa en el
marco de nuestros valores, los paisajes de nuestros académicos poco dicen al
respecto.
El proyecto de nación Estado parece que encarnaba en la
historia, sobre todo el período independentista, pero no en la historia
natural. ¡Qué diferencia con la Escuela del Hudson de los estadounidenses!
Estos pintores no se cansaron de pintar lo que ellos denominaron “el país más
hermoso del mundo”. Así, se distanciaban de los paisajistas europeos, que
hacían énfasis o en las ruinas de sus viejas civilizaciones, o en el paisaje
rural cultivado. Los pintores de la Escuela del Hudson pintaban una naturaleza
agreste, salvaje, pero imponentemente hermosa, sacralizándola. Ellos siguieron
a los cazadores y tramperos que sustentaban el rico comercio de pieles de los
siglos XVII y XVIII, y que abrirían camino a los colonos que marcharon hacia el
Oeste en el siglo XIX.
Albert Bierstadt (1830-1902): En las montañas de la Sierra
Nevada en California (1868).
Los paisajes preferidos por nuestros pintores del siglo XIX
serán recurrentes en el paisajismo del siglo XX, debido, en parte, al
centralismo caraqueño: el Ávila y la Silla de Caracas, Macuto, y zonas rurales
aledañas a la ciudad, la mayoría de ellas hoy urbanizadas. Pero, por ejemplo,
el Macuto de Tovar y Tovar o el de José María de las Casas (ya a principios del
siglo XX) poco tiene que ver con el de Reverón, por lo menos en cuanto a intensidad de la luz. Así como el Ávila
de Tovar y Tovar no nos parece tan imponente y colorido como el de Cabré. (5)
Todavía, en aquel entonces, el Ávila no era nuestro Olimpo, ni Macuto la playa
predilecta de nuestro Ponto.
Tovar y Tovar:
Macuto
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Tovar y Tovar:
El Ávila frente a Gamboa
|
¿Por qué nuestro paisajismo académico no se fue “poseído” (o
“revolucionado”) por nuestra exuberante naturaleza? El venezolano de hoy puede
que no se exprese del todo bien respecto a su Estado o sus compatriotas, pero
pondera en alto grado sus paisajes, especialmente los icónicos: Canaima, las
playas del Caribe, El Ávila, Los Andes, etc. Pero al mismo tiempo tenemos
dichos antiguos como “Caracas es Caracas y lo demás es monte y culebra”. A
diferencia de los conquistadores españoles, a los que su ambición los llevó a
cruzar selvas y desiertos, escalar cordilleras imponentes y cruzar ríos
gigantescos, el venezolano de antaño no desarrolló un especial gusto por el
conocimiento y exploración de su paisaje natural. Cuando Humboldt quiso subir a
la Silla de Caracas en 1799, no encontró a nadie que hubiese escalado la
montaña y le sirviese de guía. Hasta bien entrado el siglo XX, el Ávila
selvático será considerado por los caraqueños hogar de tigres (jaguares) y
leones (pumas). En los relatos de la emigración a Oriente, leemos que junto a
las enfermedades, y los llaneros de Boves que los perseguían, gran parte de la
mortandad entre las personas que huían se debió al ataque de fieras.
“Monte y culebra” se refiere a la letalidad de la naturaleza
tropical, tanto en selvas, como en llanos y montañas: ríos infestados de
lagartos y pirañas, insectos y reptiles de picadura letal, y sobre todo,
enfermedades endémicas. En el cuento “La fundación” de Antonio Arráiz (Cuentos de Tío Tigre y Tío Conejo /
1945), leemos el relato de una familia de colonos que funda un hato en un
territorio agreste, pero rico en agua y buena tierra. El hato prospera y la
familia crece…, hasta que llega el paludismo. Muerte y decadencia descienden
sobre el hato, hasta que finalmente es abandonado por los supervivientes. La
naturaleza, entonces, hacía retroceder al hombre y su civilización, que parecía
sólo poder mantenerse en ciertos lugares escogidos, como Caracas. “Y si la
naturaleza se opone, lucharemos contra ella…”.
Sin el paisaje algo importante cojea en el proyecto de nación
Estado. “La naturaleza es el espíritu visible y el espíritu la naturaleza
invisible”, escribió Schelling. En el paisaje, al decir de Lezama, la
naturaleza se da como una forma de refinamiento, de delicadeza. Para Michel Onfray, el principio de delicadeza es lo
que opone en el hombre, lo celeste a lo terrenal, lo angélico a lo infernal, la
elegancia a la torpeza. Ofrece no añadir nihilismo al furor de los hombres,
ofrece cultura contra la barbarie, civilización contra el salvajismo, lo humano
contra lo inhumano (“El principio de delicadeza”. El deseo de ser un volcán).
Sobre todo, llama la atención cómo históricamente le damos la
espalda a la estepa y a la jungla, una cara vuelta (y no un “vuelvan caras”) a
los espacios conocidos del oasis civilizado en medio del “mundo perdido”. Si el
paisaje es el producto del encuentro entre cultura y naturaleza, la escasa
producción de pinturas paisajistas en nuestros academicistas, “forjadores de la
plástica nacional”, algo esencial dice sobre ese encuentro o desencuentro. ¿Por
qué tarda tanto en darse entre nosotros el diálogo entre hombre y naturaleza
que marca “la soberanía del paisaje”. “El hombre, desplazado de su centro,
vuelve a él, aunque su paisaje se muestre irreconciliable, ya para siempre
lejano” (José Lezama Lima. Sumas críticas
del americano).
Cascada Gamboa
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Cascada de Catuche
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En los paisajes de Michelena, como La cascada Gamboa y La
cascada de Catuche, entrevemos que aún la naturaleza cercana a la capital
tiene un algo amenazador e indómito. Recordemos que, hasta que fueron
embauladas, la mayoría de los arroyos que bajaban al Valle de Caracas, se
desbordaban en época de lluvias y causaban destrozos e inundaciones en vastos
sectores de la pequeña ciudad. Pero tendremos que esperar hasta las obras
paisajistas de Elisa Elvira Zuloaga, primera pintora venezolana (1900-1980),
para encontrarnos con un paisaje realmente ominoso, trágico.
Elisa Elvira Zuloaga: Paisaje de Otoño.
Aunque quizá, ese primer paisaje trágico de nuestra pintura
corresponda a Miranda en La Carraca.
“Francisco de Miranda […]. Su paisaje tiene tanta fuerza,
para que en cualquier escenario donde se desenvuelva, y abarcó uno de los
mayores de su época, vuelva sobre él, lo retome y lo ponga en el centro de un
calabozo.” (Lezama Lima. Ob. Cit.)
(Continuará…)
Notas:
(1) “Vivencia”, en la terminología de Heidegger: apropiaciones
sensibles de la subjetividad moderna.
(2) Entonces artes como el Tai Chi Chuan, que enseñan a
conocer las fuerzas que surgen del centro del cuerpo (Dan Tien) y el cómo
utilizarlas creativamente, son esenciales para una paideia de la libertad como creación (poiésis) política.
(3) Esas hachas de mano no utilitarias, serían “signos de aptitud”,
según los evolucionistas.
(4) El gran maestro de Tai Chi Chuan Yang Jun (Guardián del
Estilo Yang), dice que en el Tai Chi, el practicante se mueve como una mujer,
pero pega como un tigre.
(5) De los pintores academicistas, Martín Tovar y Tovar fue
el que más se interesó por el paisaje, sobre todo en sus últimos años, al punto
que se le considera un “puente” entre los “pintores viajeros” y los paisajistas
del Círculo de Bellas Artes (siglo XX). Ciertamente, un puente colgante en
demasía, tendido sobre nuestros abismos, entre el centauro y el cosmopolita
(¿cuál es el centauro y cuál el cosmopolita? ¿Y en cuál de las cabezas del puente montan guardia?).
Yilda Conquista y Roberto Chacón
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