martes, 1 de octubre de 2019

EDITORIAL (Magazine No. 608)


En nuestras secciones quincenales, presentamos "365 Meditaciones Tao", de Ming Dao Deng, con el texto "Belleza". En la sección "Pensamiento", ofrecemos un proverbio del Antiguo egipto.

En este número del boletín Nei Dan, traemos, nuestras secciones mensuales, que además de videos y música, trae también reseña de libro.
Videos (colaboraciones), Música y Reseña de Libro:

-Videos (Colaboraciones): "María Rivas - El catire" / "Petite Mort - Jiri Kylian " / "Jacques Derrida y la deconstrucción"
-Música: Samuel Barber: Agnus Dei / Sonata para Cello / Concierto para violín.
-Reseña de Libro:  El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (Oliver Sacks).

En nuestras Secciones de Autor traemos la sección Caleidoscopio (Yilda Conquista), con la novena entrega de "¿Es posible desranchificarnos?" (Yilda Conquista y Roberto Chacón). Reflexión sobre el sentido de ser una Nación Estado.

En la sección "Artículo" les ofrecemos la última parte de "¿Por qué leemos poesía en las clases de Taiji-Qigong?" (Roberto Chacón).

También les traemos hoy, en nuestra sección "Artículos del Archivo Nei Dan" la cuarta entrega de "El zorro y el centauro (IV)" (Roberto Chacón).



ARTÍCULO (Magazine No. 608)

¿POR QUÉ LEEMOS POESÍA EN LAS CLASES DE TAIJI-QIGONG? (y Fin)

Poiesis y poesía en una época impoética

“El Tai Chi Chuan
es a las artes marciales
lo que la poesía
es a la literatura.”
Tomado de “Chi Kung Hilos de Luz”


“El Wushu es la poesía en movimiento,
es el alma de un artista
con la disciplina de un atleta.”
Tomado de “Centro de Entrenamiento Personalizado”

En Chenjiagou, la aldea de la familia Chen, donde se inició el Taijiquan hace más de 500 años, para los estudiantes de Chen Taijiquan, como parte esencial de su formación, se imparten también clases de caligrafía y de teatro. No se trata de estudios para “culturizar” a los artistas marciales (más preocupados en romper tablas con la cabeza que en hacer poesía, según Dave Landsberger), sino estudios esenciales para desarrollar el arte marcial. El cultivo de la caligrafía enseña la espontaneidad del gesto y la continuidad del trazo. En el teatro se trabajan las actitudes y sus “energías” (estados de ánimo), la improvisación, el escuchar al otro (diálogo) y el sentido que se revela en la voz poética.

Gran maestro Chen Xiaowang haciendo caligrafía en Chenjiagou.

Los artistas marciales chinos, a lo largo de la historia, siempre estuvieron en contacto con la ópera china, aportando a la fusión de poesía, música y teatro propios de la ópera, la coreografía marcial y la acrobacia. En esto podemos ver la imbricación y correspondencias de las artes chinas, en cuyo universo, regido por la poesía, tiene un puesto relevante el arte marcial.

A propósito de la MTC y la poesía, el maestro Nan Lu dice:

“La MTC es un subproducto de una práctica espiritual. Los antiguos médicos chinos tenían que ser maestros de alto nivel de Qigong. Su comprensión espiritual del Qi, sus talentos y habilidades contribuyeron a muchas formas de arte. Culturalmente, todas las bellas artes de China: pintura, escultura, caligrafía, literatura, poesía, danza, teatro y más están arraigadas en la expresión de Qi o espíritu. Muchos practicantes de la medicina tradicional china de hace mucho tiempo tenían el talento para crear una hermosa poesía para promover su medicina. Más que libros u otras formas literarias que requieren muchas palabras para transmitir conocimiento, los poemas concentran el significado, evocan emociones y transmiten espíritu. Detrás de cada oración hay una imagen. La gran poesía puede conmovernos de maneras profundas.” (1)

Por eso he insistido en esta serie de escritos en hablar de Tai Chi Chuan como una “poética” y de las artes marciales chinas (Kungfu/Wushu) como un compendio de Ars Poética. En nuestro fragmentado mundo impoético, signado por el nihilismo, tendemos a reducir todo lo corporal a lo biológico (cada vez más restringida a la bioquímica genética) y a la mecánica (etimológicamente: la técnica para construir una máquina), las leyes causales que rigen el orbe de los objetos inanimados. En ese mundo cartesiano, la psique, reducida a res cogitans (intelecto o “sustancia mental”), está totalmente separada, inconexa, con el mundo corporal.

El Tai Chi Chuan es entonces descrito reductora y unidimensionalmente en términos “bio-mecánicos”. Aún en el caso de que se haga una crítica de la biomecánica clásica a través de de la biotensegridad, por ejemplo, siempre vamos a caer en las trampas de la causalidad, el mundo objetual enfrentado a lo subjetivo, la legitimación cientificista, etc. En pocas palabras, vamos a convertir a Tai Chi Chuan en una práctica artística reducida a nada, movilizada y consumida, por la metafísica occidental.

Como ya expuse en mi ensayo Cuerpo e idea del cuerpo, parte esencial del trabajo en el aprendizaje del Taijiquan es, dicho en términos actuales, deconstruir la idea (Eidos) del cuerpo. Jan Diepersloot lo dijo de un modo más poético –de manera que resalta la poiesis implícita en toda deconstrucción verdadera-, cuando dijo “que tenemos que considerar lo físico como una metáfora de nuestra presencia en el mundo”, palabras que constituyen el epígrafe de todo este ensayo.

Si a la poesía le es esencial el ritmo, el complemento de éste no es otra cosa que la imagen. Pero la imagen poética es algo totalmente ajeno al Eidos (idea platónica), que es su remedo hiperbolizado. Según la poetiza María Fernanda Palacios:

“[…] la imagen […] en el contexto artístico, no tiene el sentido que normalmente le damos, de representación visual. Significaría, más bien, la tensión dinámica donde se le des-oculta la ‘verdad’ –profunda e inmediata- a cada hombre, que posibilita y modula su experiencia con el mundo, rigiendo sus transformaciones”. (María Fernanda Palacios: Saber y sabor de la lengua).

Para Lezama Lima, la imagen poética tiene más que ver con la verdad como el “velarse” u “ocultarse” del ser en su de-velamiento (Aletheia), en la escucha de las resonancias de la “oscuridad audible” (el magma poiético). En esa esencial operación metafórica, sólo pueden surgir figuraciones temporales, o, mejor dicho, tiempo figurado, cuerpos (mortales).

“Ya la forma no puede ser definida como la etapa última de la materia, sino como el momento más eficaz para que el movimiento pueda ser captado sin ser detenido”. (Lezama Lima, J . 2009. Tratados en La Habana. La Habana: Editorial Letras Cubanas.)

En comparación con la imagen como copia sensible de un Eidos –imagen metafísica-, la imagen de Lezama danza, baila, es rítmica y eurítmica. Como su maestro el gran poeta Mallarmé dijo: “los puros motivos rítmicos del ser, que son sus reconocibles signos; me place por todas partes descifrarlos”. (2) Por eso Nietzsche dirá que sólo creería en un dios que supiera bailar.

Es aquí donde entendemos un poco más el dicho heideggeriano de que la poesía nombra lo sagrado. Y escribe Sarduy sobre el tema (recordando las palabras de Diepersloot):

“[…] en oriente encontramos, en el centro de las grandes teogonías –budismo, taoísmo-, no una presencia plena, dios, hombre, logos, sino una vacuidad germinadora cuya metáfora y simulación es la realidad visible, y cuya vivencia y comprensión verdadera son la liberación”.

En ese sentido, la poesía, el arte (poiésis), no sólo nos hace recordar lo originario, sino que en sí mismo es origen.

“La palabra origen mienta el hacer brotar algo, el traerlo hacia el ser en el salto fundador desde la fuente esencial.[...] Esto es así, porque el arte es en su esencia un origen: una manera excepcional como la verdad llega a ser, esto es, como deviene histórica”. (Martín Heidegger. El origen de la obra de arte. Cursivas nuestras).

Por ser origen la poesía des-pliega el ser como tiempo y sentido. Nos hace memorar y al mismo tiempo es oracular, profética. La poesía verdadera actúa como los semasiogramas del lenguaje “escrito” de los alienígenas heptápodos (la escritura “Heptapod”), de la película La llegada (Denis Villeneuve): los ideogramas circulares donde el sentido y el tiempo están unidos inextricablemente, y donde el sendero de la vida aparece enteramente como un Uroboros, una serpiente que se muerde la cola, órbita, anillo, toroide: el camino de retorno (el eterno retorno de lo mismo).

El lenguaje (la escritura) es la casa del ser (Heidegger). El cuerpo, a su vez, es el hogar del lenguaje. Me-morar al ser (poetizar) es habitar su casa, y encender los fuegos de su hogar, para que los dioses moren en sus santuarios. Me-morar el ser significa también una aptitud para el olvido, el dejar que el pasado se convierta en inconsciente, para que pueda transmutarse en imagen.

La lengua es el centro de toda cultura (Cadenas) y sólo en cuanto a conversación es esencial el lenguaje (Heidegger). La conversación, hoy un arte perdido (según Stephen Miller [3]), es esencial porque configura el intento humano por armonizar y re-armonizar su cosmos. La conversación llegó a su cenit poiético en la Atenas de Pericles (Siglo V a. C.), durante el califato de los Abasidas (Siglo VIII d. C.), la dinastía Tang China (618-907 d. C.), el Renacimiento italiano (Siglos XIV y XV d. C.), el Imperio Mogol de la India durante los reinados de Abkar, Janhagir y Shah Janan I (desde 1550 aprox., hasta 1666 d. C.), y la ciudad de París entre los años 1860 hasta los años treinta del Siglo XX (La Belle Époque y el período entre guerras). Los momentos de mayor creatividad durante la historia humana, también fueron los de la más plural y abierta conversación entre creadores. (4)

“El poetizar es el originario dejar habitar”, nos dice Heidegger (…Poéticamente habita el hombre…). Sólo podemos habitar desde el origen, fecundando nuestro hábitat con lo más originario. El Tai Chi Chuan en particular, y las artes marciales en general, son artes aplicadas, poéticas del combate que se constituyen en caminos para habitar el cuerpo, el primer sitial sagrado que hemos de memorar durante nuestra estancia en la existencia.

Sólo desde el habitar puede levantarse una auténtica paideia, una cultura formativa, una cultura poetizante, poiética. La cultura implica no sólo una amplia y sugestiva conversación con nuestros contemporáneos, sino también con nuestros antepasados. Al contrario de lo que cree el hombre moderno, destruir el pasado nos condena a la barbarie nihilista, puesto que echaríamos al olvido todo el acervo cultural de la humanidad. La cultura es una herencia y la tradición es lo que nos vincula a los orígenes, nos recuerda Hannah Arendt.

Bruce Lee, en tanto hombre moderno, creía poder prescindir del acervo marcial, de la tradición:

“Estilísticamente, Lee estaba junto a sus compañeros de los años 60 y 70. Quería destruir tradiciones, formas y estilos. Lee se entristeció al ver filas de hombres jóvenes siendo taladrados por opresivos sensei en movimientos que no hablaban más que de repetición y conformidad. ‘El estilo concluye. El hombre crece’, dijo Lee famoso. ‘El hombre, el ser humano, es más importante que cualquier estilo"’. Esto también fue un principio fundamental de Jeet Kune Do. Si tu oponente te agarra del cuello, no le quites la mano. Dáselo, ya lo tiene. Solo golpéalo en la nariz.” (Dave Landsberger, Op. Cit.)

El ir contra formas y estilos está en la raíz de nihilismo, y revela lo que se esconde tras la busca de “liberación” moderna. Para Nietzsche, “voluntad de poder” significa que las diversas tendencias que pueden aparecer en determinado ser, son domeñadas y armonizadas en pos de la unidad y consolidación de ese ser. El tigre, por ejemplo, lo que quiere en primera instancia es ser más y mejor tigre.

El impulso más alto y refinado de la voluntad de poder es el arte. (5) La forma artística no es otra cosa que el ejercicio más puro y delicado (en el sentido de Michel de Onfray: contraponer a lo vulgar y ordinario, la belleza y la elegancia) de la voluntad de poder. Por eso, el primer indicio del rechazo metafísico del arte es contraponer forma a materia, esto ya implica una incomprensión y una depreciación del sentido verdadero del término “forma”. Lo que Nietzsche llama “gran estilo” es el logro más elevado del arte como voluntad de poder: “Lo que hace el gran estilo: convertirse en amo tanto de la propia dicha como de la propia desdicha”.

De ahí que la poesía trágica sea el modo más elevado de arte, para el filósofo alemán. El hombre moderno es impoético y anti trágico. Su repulsión por las formas y estilos nos habla de una voluntad de poder enferma; más que de un psiquismo o cuerpo enfermo, indica un daño profundo en su vitalidad. Sus instintos están mermados y es incapaz de soportar el dolor de vivir, así como de sublimarlo y transfigurarlo a través del arte. No nos extrañe entonces que el Tai Chi Chuan y el Chi Kung (Arte del aliento), artes de la vitalidad, hayan venido al encuentro del hombre moderno desde el orbe casi extinto de la China tradicional.

El arte marcial es arte de vida porque impone a la violencia una forma, y ésta, como cúspide de la voluntad de poder, la transfigura en excelencia, Gongfu (Kungfu). Se trata por ende de un arte trágico, que al horror de la violencia humana sobrepone hermosas imágenes. Las imágenes sublimadas que produce el arte (poiésis), conforman el más poderoso estimulante que el hombre ha creado para poder vivir y no optar por el suicidio (la verdadera cuestión filosófica, al decir de Camus).

El arte conforma la esencia formativa de toda cultura. La alquimia trágica trata de la transmutación del sufrimiento en virtud (excelencia). El arte trágico y el pensamiento que le es inherente consiguen hacer del sufrimiento intrínseco a nuestra condición, la fragua donde se templa el alma de los hombres, donde los hombres pueden ser formados a cabalidad.

Nuestra sociedad moderna, la sociedad del cansancio, está enferma de desvitalización, de falta de ánimo, de pérdida de alma. Como la voluntad de poder en las grandes mayorías es declinante (síndromes melancólicos, depresión, ansiedad, angustia, etc.), se ve como una solución colectiva el mercado variopinto de los consuelos, mundanos o trascendentes. Siendo el más atrayente de todos el del poder como dominio. A menos voluntad de poder más se ansía el control, el dominio.

SANACIÓN

No soy un mecanismo,
no soy un conjunto de partes diversas,
ni estoy enfermo porque el mecanismo
funcione mal.

Estoy enfermo de heridas del alma,
hasta el yo emocional profundo.
Las heridas del alma duran mucho, mucho tiempo,
sólo el tiempo las puede curar,
y la paciencia, y cierto difícil arrepentimiento,
largo y difícil arrepentimiento,
y la comprensión del error de la vida,
y la liberación de la eterna repetición
del error que la humanidad
ha decidido santificar.

D. H. Lawrence

De ahí nuestra sociedad fáustica, obsesionada con el dominio del mundo material. Estamos inmersos hasta el ahogamiento en una época nihilista, impoética y anti trágica. Un mundo donde se cumplió el imperativo de La república platónica de expulsar a los artistas de su seno. El “espíritu histórico”, donde el poder remeda la grandeza, producto de una bajeza de ánimo que hace admirar primero a Alejandro y César, y luego a Napoleón y afines (Camus dixit), parece haber triunfado por los momentos sobre el artista, el solidario-solitario que combate por la libertad a través de la belleza.

La victoria temporal del espíritu histórico y el delirio fáustico sobre el arte va más allá de lo que el propio Platón hubiese pensado. El artista, el dador de sentido por excelencia (no hablo de los productores de entretenimiento masivo), está en nuestro tiempo signado por el absurdo, olvidado y excluido por las grandes mayorías; la belleza (no lo “arreglado” o “bonito”, el kitsch), se encuentra exiliada del corazón de nuestros contemporáneos. No la reconocemos como tal, no nos rapta ni nos conmueve. Bajo el dominio de las ideologías de las tinieblas, donde se enmascaran todos los desprecios y resentimientos, ya no se cultiva la excelencia ni nos maravillamos ante la poiésis. Enmascaramos nuestras ansias de control y dominio bajo los imperativos de la eficiencia per se o de una justicia abstracta y desmedida.

Pero el artista, que conoce los límites por su propia naturaleza, por su voluntad de poder saludable y sanadora, verá finalmente el término de la época nihilista. “A pesar del precio que les costará tener las manos vacías, bien podemos esperar su victoria”, nos dice Albert Camus en su imprescindible ensayo El destierro de Helena.

La mayoría de las soluciones que se ofrecen en el mercado de las ideologías –el sustituto moderno de las religiones-, no son otra cosa que postulados tan o más nihilistas que los del status quo imperante. Como señaló Foucault, las resistencias forman parte de los campos de dominio, y si llegan a imperar en un campo tal, no hacen otra cosa que invertirlo, pero conservándolo y profundizándolo en tanto dominio. Las resistencias siempre son reactivas, y el hombre reactivo es lo contrario del artista, el hombre activo por excelencia. La poiésis, el hacer de la nada algo, es la actividad no nihilista por excelencia.

El resentido se destaca por su rechazo del arte y del artista. Su sed de venganza lo castra sensible e intelectualmente para toda posible poiésis, y le niega la serenidad y grandeza de alma necesaria para la contemplación de la belleza, para “perder el control” y ser raptado por ella. Ésta desnuda sus carencias, su alma mutilada y desfigurada. El resentido terminará rechazándola o mancillándola, como hace la soldadesca revolucionaria con la “Venus criolla” (Ídolos rotos de Manuel Díaz Rodríguez).

El Taijiquan nunca opone una fuerza a otra, no hace resistencia, más bien transmuta la fuerza contraria cambiándole el sentido. Así mismo hace el arte ante el poder como dominio. Stalin, el poderoso dictador de la URSS totalitaria, a lo que más temía era a un poema en su contra, sabía que un solo verso podía destruir todo su poderío, como el Rey del cuento de J. L. Borges, El espejo y la máscara, al que un verso lo hace transformarse en mendigo.

Los que practican Taijiquan y Qigong, a su manera, precaria y modesta, ayudan en la larga convalecencia que una humanidad enferma tiene que afrontar para ver el final del “eclipse del alma”. Son artes que nos permiten recordar los primeros gestos sagrados, ciertamente; pero de cara al porvenir, nos ofrecen maravillosas danzas con las cuales celebrar y honrar. Hacer Tai Chi Chuan y Chi Kung, también es poetizar. Y hacer poesía es agradecer.

Nuestro gran poeta Armando Rojas Guardia escribió un maravilloso texto titulado ¿Qué es vivir poéticamente? De ese artículo extraemos los puntos principales de su exposición, la cual se hace tomando en cuenta el verso de Hölderlin: “poéticamente habita el hombre sobre la tierra”.

“Vivir poéticamente es vivir desde la atención: constituirse en un sólido bloque sensorial, psíquico y espiritual de atención ante toda la dinámica existencial de la propia vida, ante la expresividad del mundo, ante la sinfonía de detalles cotidianos en los que esa expresividad se concreta (ello implica un refinamiento orquestal de la vida de nuestros sentidos y un esfuerzo consciente por aquilatar nuestra percepción de los objetos que pueblan nuestro entorno).

Vivir poéticamente es también vivir a la espera  del momento inspirador, del instante denso, del minuto pletórico de vida en el que se rasgan los velos del entendimiento y accedemos a un estado cualitativamente superior de conciencia. El rapto inspirador que los griegos atribuían a la intervención divina de las musas, nos dice el gran helenista Walter Otto, propiciaba ante todo claridad espiritual. Ellas las musas hacían que el entendimiento permaneciera claro. Esa claridad del entendimiento, producida por el entusiasmo creador, era la primera puerta que franqueaba el canto, la poesía. No hace falta ser un poeta vocacional para conocer y paladear  una súbita clarificación interior a través de la cual miramos al mundo con ojos vírgenes, como si lo viéramos por primera vez.

Vivir poéticamente es vivir la cotidianidad no como mero tiempo intercambiable y mecánico, sino como mistagogia, es decir como introducción paulatina y autopedagógica en el misterio. A un monje zen le preguntaron un día: “¿Qué es el zen?  A lo cual él respondió: “Cargar la leña y cortar la grama”. 

Vivir poéticamente es cultivar la dimensión simbólica de la conciencia, aprender a adiestrase más y más en una verdadera hermenéutica simbólica de la realidad, para la cual los objetos, las situaciones y los hechos son sacramentos que incesantemente remiten a un orden trascendente (se trata de la sacramentalidad de la realidad creada: los objetos, las situaciones y los hechos, empezando por los más cotidianos, sacramentalizan el orden y la belleza del universo: se vive poéticamente al captarlos de esa manera y encararlos así).

Vivir poéticamente es aprender a vivir estableciendo continuas relaciones analógicas entre los objetos aparentemente más disímiles y entre los más diversos órdenes y planos de la realidad: que el eje de toda la propia actividad psíquica sea esa permanente metaforización (detrás de ésta actúa como postulado ontológico la comprobación, ya postulada, establecida y estudiada por la física cuántica, de que el universo entero es una totalidad orgánica, de que todo está conectado con todo, de que todo interactúa con todo).

Para finalizar, vivir poéticamente es vivir la propia vida como una obra de arte, es un vivir desde lo que clásicamente se denomina el arte de saber vivir. Es un vivir con arte, es vivir-se como el poema existencial y cotidiano que Dios nos posibilita hacer de nosotros mismos.”

Así que vale la pena leer poesía y tratar de sentir la energía que nos transmiten sus imágenes, sobre todo, cuando portan mensajes enigmáticos provenientes de otras épocas y lugares, como pasa con los clásicos del Taijiquan y del Qigong.

“Descifrar viejos poemas parece ser cosa de los viejos tiempos, una especie de cuento de hadas con viejos maestros sabios hablando en acertijos. Aún así, quitando el folklore, uno puede darse cuenta de que este cambio del acertijo a instrucciones más simples ha vaciado los métodos antiguos de su esencia, cambiando profundamente el enfoque de la enseñanza y creando prácticas completamente nuevas, principalmente centradas en el ocio y la vida civil.” (Frédéric Majid Hrayssi)

El presente escrito fue hecho también para celebrar el tiempo feliz que se vivió en Nei Waijia Caracas durante el tiempo que los poetas Pablo González y Luis Corredor estuvieron juntos con nosotros. Por un breve momento pareció que el antiguo Kwoon y el Gymnasion estaban de vuelta. Esos días felices no han terminado del todo. El poeta Luis sigue participando en nuestras clases, pero el poeta Pablo se encuentra en la isla caribeña de Santa Lucía, y por las circunstancias que vivimos hoy en nuestro país, no se avizora un pronto retorno.

Pablo leyéndole uno de sus poemas a Luis.

La amistad es una virtud, una excelencia, y se establece en el placer de con-versar. Camus dice que “rechazar el fanatismo, reconocer la propia ignorancia, los límites del mundo y del hombre, el rostro amado, la belleza, en fin, he ahí el campo donde podemos reunirnos con los griegos”, y añado, también con los antiguos taoístas: contemplando nubes y jugando al empuje de manos.



A PROPÓSITO DEL MOMENTO

A pesar del contratiempo
Que representa el gobierno,
Todos se ven muy felices,
Hasta envidia me generan,
Haberme perdido aquello
Del cumpleaños postrero,
Junto a la gran comilona,
Pa´ homenajear a Roberto.

Sombreados por las ramas
De ese bello árbol del Parque,
Están quince corazones,
Que laten aquella tarde,
Hernani, con su pasiva,
Aptitud de gran respeto,
Con Joani a su siniestra,
Engalanando la fiesta,
Roberto junto a Marina,
Muy atentos al momento,
Luis pensando en sus poesías,
Aunque pareciera atento,
Walter, Bonny, Hernán, Xiomara,
Pedro, Josnil y Mireya,
Todos ellos muy sonrientes,
Cual si vivieran en Suecia,
Mercedes, Ismenia
y la querida Antonieta,
con la emoción reprimida,
en sus propios pensamientos.
Y todos agradecidos,
A aquel que tomó la foto
Y les grabó ese momento,
Cuando un domingo en Septiembre
Se reunió el marcial grupo
Para homenajear a Roberto.
Yo no pude estar allí,
Estuve en mis pensamientos
Los recuerdo compañeros,
Y disfruto sus momentos,
A veces suelo sufrir,
Igual que el resto del género,
Pues nunca tendré alegrías
Si no tengo sufrimientos.
Pablo González

A PABLO (compañero de letra y artes)

El frío que me despierta
me congela hasta los huesos
dejándome patitieso 
sin poder casi moverme
y queriendo me recuerda
al compañero Pablito
que se encuentra calientito
por allá por el Caribe
disfrutando de las mieses
del coco y las redondeces
de beldades de las islas
y creo que bien merece.

Ludovico Sánchez


El sentido está relacionado íntimamente con el ser, como el Tao. El sentido del Tao es el de encarrilarnos, encaminarnos. Así mismo el ser nos hace converger, nos convoca aquí y ahora, en un reino que tiene por techo la bóveda celeste, y por piso los abismos terrestres. Todo está relacionado con todo y vibra por resonancia. A ese misterio le canta la poesía y le danza el Taijiquan.

“La quietud en la quietud no es la verdadera quietud.
Sólo cuando hay quietud en movimiento puede aparecer el ritmo espiritual que permea el Cielo y la Tierra.”
Ts’ai-ken t’an

Notas:
(1) Extraído de Digesting the Universe, de Nan Lu, OMD (https://www.tcmworld.org/the-poetry-behind-martial-arts/)
(2) Otro discípulo de Mallarmé, Claude Debussy, llevará las resonancias de esa “oscuridad audible” a estructuras compositivas que rompen la narrativa lineal, son discontinuas y obedecen a principios de proporción no lineales, en otras palabras, son estructuras compositivas en continua variación temporal: formas de momento (un mosaico de momentos). La primera de estas formas en una obra plenamente acabada es Jeux (Juegos) de Debussy. Las formas de Taijiquan pueden describirse como “formas de momento”.
(3) Stephen Miller. Conversación. La historia de un arte en declive.
(4) “Con-versar”, hacer versos juntos. En esas cimas poiéticas de la historia humana, la conversación logro alcanzar su raíz etimológica. Pocas lenguas vivas guardan una relación con la poesía propia como lo hace el Suajili, cuyos hablantes tienen por modelo a seguir, la poesía de sus grandes creadores.
(5) El último libro de Nietzsche, que quedaría inconcluso, es La voluntad de poder, y uno de sus capítulos se titula “La voluntad de poder como arte”.

Roberto Chacón


ARTÍCULOS (ÍNDICE)

CALEIDOSCOPIO Yilda Conquista (Magazine No. 608)

¿ES POSIBLE DESRANCHIFICARNOS? (IX)

“El arte consiste en hacer visible lo invisible.”
Paul Klee 

“La ficción no consiste en hacer ver lo invisible,
sino en hacer ver cuán invisible es la invisibilidad de lo visible.”
Michel Foucault
Dichos y escritos I

Lo visible es el rancho, la costra marginal o la obra chapucera del Estado o de propietarios privados. La evidencia palpable del fracaso de todos los proyectos de sociedad moderna, de nación, de patria. Lo provisional erigido como permanente, lo feo y lo mal hecho convertido en hábitat humano. Venezuela, la Venecia liliputiense (o Laputense) (1): tierra de hombres de disfrute inmediato, incapaces de erguirse y mirar con atención los horizontes abiertos de sus posibilidades de ser.


Michel Foucault dice que la filosofía no debe tratar de hacer ver lo que está oculto (desenmascarar la “ideología”), sino de hacer visible lo visible, es decir, mostrar lo evidente en lo más cotidiano y familiar, y que por tal razón es más invisible que cualquier cosa expresamente oculta o camuflada. Pudiéramos decir: aquello que la mente no observa en lo que el ojo capta, en lo que se ve.

Para Jaques Derrida, la filosofía de nuestro tiempo es la literatura, en general, la actividad poiética, porque hace ver lo invisible que está ante nuestros ojos, como dijera Paul Klee. Lo impoético de nuestro tiempo consiste en presentar lo visible como algo completamente reificado (cosificado), aplanado, unidimensional, no debe haber inquietud por lo familiar, lo que vemos tiene una sola interpretación y nada más. Es la condena a vivir cegados en un mundo reducido a un sinfín de reproducciones “impoéticas”, puesto que la esencia de nuestro existir escapa a ese mirar desatento e ingenuo. Entonces, vivimos no en el “reino de la imagen” de Lezama Lima, sino en el inframundo de las representaciones.

Ralph Eugene Meatyard (1925-1972): Homenaje a Ambrose Bierce.

Como ya dilucidamos, la raíz de nuestras fantasías de país, de nuestros “proyectos” –proyecciones de nuestra sombra en una cámara oscura- provienen de un alma colectiva abatida, melancólica. En esa bipolaridad melancólica –con sus extremos en lo vernáculo y en el cosmopolitismo-, lo familiar se torna siniestro y la comunidad de semejantes surge solamente de la expulsión del Otro, del exilio de lo extranjero.

Al dios Dioniso se le conocía como el “extranjero”. ¿Proviene de eso nuestra vena anti-trágica? Ese modo particular de ser anti trágicos que nos caracteriza redunda con lo ya imperante en el orbe moderno, impoético y anti trágico.

“El que emplea demasiado tiempo en viajar acaba por tornarse extranjero en su propio país”, dijo Descartes. Puede que nuestro país portátil se origine en que siempre estamos de “viaje” y jamás en nuestra circunstancia. Así, viajamos hacia la modernidad que acecha tras nuestras fronteras, modernidad que nunca llega; o hacia lo pre-hispánico idealizado, que buscamos en nuestras junglas interiores, y que, como El Dorado, está ya perdido para siempre.

El arte al servicio de la construcción nacional moderna (post-renacentista) comenzó con el Estado barroco y el Absolutismo. El Reino medieval se iba transformando en el Estado Nación, cuyo eje simbólico, en ese entonces, eran los reyes absolutos. Quizá por eso el Estado nacido de la Revolución Francesa haya tardado tanto en diferenciarse del Ancien Regime, como dice Ernest Junger en su célebre ensayo La movilización total. Pues ambos estaban comprometidos, aunque de modo diferente, en edificar la Nación Estado.

Por ende, el Estado nacido de la revolución, siguió dirigiendo la producción artística hacia la exaltación de la nación y sus valores identitarios. Eso llegó a su cenit con el soberano absoluto de los nuevos tiempos, el arquetipo del genio moderno: Napoleón Bonaparte.


Jacques Louis David (1748-1825): Napoleón cruzando Los Alpes.

Nuestras naciones iberoamericanas, y especialmente Venezuela, copiaron ese modelo hispánico y francés, en tanto venía de los déspotas absolutos, y napoleónico, ya proveniente del Estado nacido de la revolución, en cuanto al papel del arte, especialmente de la pintura histórica, en el surgimiento de una nueva nación. Al punto esto es cierto, que las estatuas ecuestres de Bolívar parecen calcadas de la pintura ecuestre de Bonaparte, realizada por J. L. David Napoleón cruzando Los Alpes.

La pintura ecuestre de Simón Bolívar, realizada por Arturo Michelena

Arturo Michelena (1863-1898): Retrato ecuestre de Simón Bolívar.

tiene su correspondiente napoleónica en el cuadro de Jean-Louis-Ernest Meissonier (1815-1891), donde aparece Bonaparte montando su caballo árabe preferido. De ese modo pictórico, el mito del héroe decimonónico y su caballo blanco, pasó de Napoleón a Bolívar. “Bonapartismo, bonapartismo”, nos advertiría Marx.


Meissonier: Napoleón I en 1814.


Ya en siglo XX, las pinturas de Tito Salas (1887-1974), Retrato ecuestre del Libertador y Apoteosis del Libertador todavía deben más al arte pictórico de la Era napoleónica o posterior. La gran diferencia entre el Rey Absoluto, que encarna en su majestad el Estado, y los héroes revolucionarios posteriores, es que estos últimos son genios políticos, y, perturbadoramente, también genios militares. El modelo es, indiscutiblemente, Napoleón. (2)


J. L. David: Retrato de Napoleón.

En el retrato de Bolívar por Juan Lovera no pierde de vista ese modelo.

Juan Lovera (1775-1841): Retrato de Bolívar.

Siguen ese modelo Napoleónico, los retratos ecuestres de Joaquín Crespo (Arturo Michelena) y de Guzmán Blanco (Martín Tovar y Tovar y M. Lemercier).



Arturo Michelena: Retrato ecuestre de Joaquín Crespo.
 
M. Tovar y Tovar (dib.) y M. Lamercier (grab.): Retrato ecuestre del presidente Guzmán Blanco.


También las partes dramáticas de nuestra historia tenían que tener su contraparte en la saga napoleónica, como el paso de los Andes de Bolívar, y el cruce de los Alpes por Napoleón, o la migración a oriente encabezada por El Libertador, y la retirada de Rusia de Napoleón y la Grande Armee.



Tito Salas: El Libertador Simón Bolívar en el cruce de Las Andes

Paul Delaroche (1797-1859): Bonaparte cruzando Los Alpes.




Tito Salas: Emigración a Oriente

Adolph Northen (1828-1876): Retirada de Napoleón de Rusia.

El paso de los Andes de Michelena parece reunir ambas imágenes (la del paso de Los Alpes/Andes y la de la retirada de Rusia/emigración a oriente), fusionando una desastrosa marcha en un terreno inhóspito, y un clima extremo y aniquilador.

A comienzos del Siglo XX, Tito Salas culminará ese “proyecto” historicista de la pintura venezolana, coronando lo que iniciara en el siglo XIX Martín Tovar y Tovar y prosiguiera Arturo Michelena. En esa conversión en epopeya mítica de las guerras de independencia, Tito Salas se convierte en una suerte de “Miguel Ángel” del culto a Bolívar, al realizar la decoración pictórica de la Casa Natal del Libertador. Además, su Tríptico Bolivariano se sumaría a las obras Martín Tovar y Tovar y Antonio Herrera Toro que pertenecen al Capitolio Nacional (3).

En su magistral ensayo El destierro de Helena, Camus establece que la verdadera pugna que signa nuestro tiempo es entre el “espíritu histórico” y el artista. Heidegger lo dice de otra forma: la oposición fundamental que hace posible el nihilismo y su consumación en los tiempos que vivimos, es la que contrapone a la metafísica occidental con la poesía, a la poiesis.

“Tanto el espíritu histórico como el artista quieren rehacer el mundo. Pero el artista, obligado por su naturaleza, conoce sus límites, cosa que el espíritu histórico desconoce. Por eso el fin de este último es la tiranía, mientras que la pasión del primero es la libertad. Todos cuantos luchan hoy por la libertad, combaten en último término por la belleza.” (Albert Camus, Ob. Cit.)

No puede extrañarnos entonces que esa historia nacional elevada a mito, sea hoy, a través del chavismo, transfigurada en historicismo, es decir, en deificación de la historia, convirtiéndola, de pasada, en un colérico y vengativo dios, al estilo del Jehová bíblico. Episodios como los de la flota petrolera de PDVSA, cuyos nombres eran los de las mises venezolanas que ganaron importantes concursos de belleza internacionales y que fueron por Chávez cambiados por los de heroínas de la independencia, representan una interesante señal de esa nueva etapa del “destierro de Helena” nacional que representa la “revolución bonita”, y que ya había sido anticipada en la novela Ídolos rotos, de Manuel Díaz Rodríguez (1871-1927). Como Miranda, Helena está condenada entre nosotros al exilio, quizá más atrozmente, porque estamos totalmente inconscientes de esta realidad amputada del alma vernácula.

En la conversión de reinos e imperios en Estados Nacionales, el arte mismo se ha convertido en campo de batalla entre el espíritu histórico y el espíritu artístico. Se trata de otro capítulo de la batalla descrita por Nietzsche, entre el arte “ciclópeo” y el “gran estilo”: “El gran estilo nace cuando lo bello obtiene la victoria sobre lo enorme”.

Parecemos condenados a carecer de “gran estilo” en el arte nacional, toda vez que el arte que ha impulsado el Estado hacia el espacio público es el arte histórico y sus valores monumentales (faráonicos en el espíritu y/o en la realización); y, además, porque hemos desterrado a nuestra Helena, o peor aún, violado y mancillado a la «Venus Criolla» (Ídolos rotos) (4).

El Estado moderno promueve un arte codificado en representaciones y simbolismos identitarios, de manera que el pueblo (la población de la nación) se exprese a través de una sola voz, la de su “voluntad general”, y no en la diversidad constitutiva de las personas, cosa que siempre parece amenazar la gobernabilidad y el concepto mismo de nación. El Estado quiere reproducir una población domesticada y nivelada (unificada), usando al arte como mímesis privilegiada, como propaganda para seducir y estereotipar almas. No está de más decir que las variedades más extremas de la “movilización total” que signa nuestro tiempo, los totalitarismos clásicos como el nazismo y el stalinismo, terminaron de hacer del arte un recurso propagandístico la más de las veces obvio, ramplón y reiterativo.

En esta mímesis idealizada que se promueve desde el Estado Nación, el arte copiaría los rasgos identitarios (color local, tipos humanos, costumbres, actos heroicos de los antepasados, etc.), convirtiéndolos en idealizados modelos a seguir, en atributos a admirar e imitar. En este tipo de arte al servicio de las ideologías del Estado moderno, la forma (estructura compositiva) es reducida a Eidos, ya que se ofrece como copia privilegiada de modelos ideales.

En su serie de programas de TV sobre el arte de Francia, Andrew Graham-Dixon habla de Michel de Montaigne (1533-1592) como la gran contribución del país galo al humanismo universalista que eclosionó durante el Renacimiento y que volvería con nuevo aliento durante la Ilustración. Su gran contribución a la literatura mundial, el ensayo, se fundamenta en la divisa «Que sais-je?», “¿Qué sé yo?”. Para Montaigne, liberal, humanista, pero también escéptico, la condición humana es algo valioso que hermana a todos los hombres, más allá de sus costumbres y formas de vivir y de pensar, pero también es muy frágil, algo que puede perderse con extrema facilidad. Para éste pensador, el “yo” nunca es una identidad solida, sino algo cambiante y caprichoso, que se revela en sus variaciones y contradicciones; y el mismo conocimiento que tanto busca y aprecia, no tiene otra verdad general que aquella de que no hay certidumbres absolutas. Incluso, la libertad de pensamiento que pregona nunca es convertida en panacea o sistema, y menos en doctrina a seguir. Michel de Montaigne es el gran libre pensador del naciente mundo moderno.

El pintor Nicolas Poussin (1594-1665), según Graham-Dixon, sería el mejor exponente del humanismo escéptico de Montaigne en la pintura. El ejemplo más destacado de lo antes afirmado sería su obra Et in Arcadia Ego.


Tres pastores rodean una tumba en Arcadia, y leen sobre ésta: “Yo también estoy en Arcadia”, que puede leerse como “Yo, la muerte, también estoy en el paraíso”. Este recuerdo de nuestra mortalidad es poderosamente subversivo con respecto a todo proyecto de Estado Nación, el cual siempre quiere insuflar en el pueblo una idea de inmortalidad colectiva representada por el Estado. Según esa visión, el individuo puede morir, pero el “tipo” nacional es eterno. Imagínense recordatorios de ese tipo en los diferentes proyectos caros a nuestra historia: “Yo, la muerte, también estoy en la Nación plenamente desarrollada y progresista”; “Yo, la muerte, también estoy en la República expurgada de todos sus rémoras étnicas y sociales”; “Yo, la muerte, también estoy en la plena democracia moderna”; “Yo, la muerte, también estoy en la perfecta sociedad socialista”. La muerte también estaba en la Tierra de Gracia que entreviera Colón al llegar a Paria, y estará en el último proyecto de sociedad perfecta que construyamos creyéndonos inmortales. No hay Jardín del Edén donde podamos escondernos de nuestra trágica condición.

En la misma Francia de Montaigne, el libre pensamiento y el arte libre serían eclipsados por el proyecto de Estado Nación, llevado a su cúspide por Luis XIV, el Rey Sol (1638-1715). En 1662, Luis XIV nombra a Charles Le Brun “Primer pintor del Rey” por su cuadro Alejandro y la familia de Darío. A partir de ahí, Le Brun se convertiría en el ejecutor de la visión que el absolutismo del Rey Sol tenía para el arte francés. Cuando fue nombrado director de la Academia Real de Pintura y Escultura, su reglamentación y jerarquización de las artes (con la pintura histórica a cabeza) dieron paso al academicismo artístico, que perdurará prácticamente hasta el Siglo XX. El llamado “estilo Luis XIV” se debe en gran parte a la asociación entre el Rey y Le Brun. Por supuesto, debido a que Europa entera admiraba a Luis XIV y su reinado, y Francia era la potencia dominante durante el siglo XVII, la influencia de Le Brun se extendió mucho más allá de las fronteras de la nación francesa.

Al contrario de las enseñanzas de Montaigne, el proyecto de Estado Nación absolutista no se basa en ciudadanos de humor variable y personalidades complejas, con un “Yo” temporal y misterioso en permanente cambio, sino en un Ego Real (soberano absoluto) al que se le atribuye esta frase: “El Estado soy yo” (que recuerda bastante el “Yo soy el que soy” bíblico). Lo que sí dijo el rey en su lecho de muerte es todavía más inquietante: “Me marcho, pero el Estado permanecerá”. El Estado se levanta como el Ego de la nación, y, por ende, la historia no puede ser otra cosa que su memoria, la “memoria voluntaria”, oficial, lineal, de la que hablaría Marcel Proust, y que contrapondría a la memoria involuntaria: plural, holográfica y laberíntica, propia de una consciencia en permanente auto descubrimiento.

El Palacio de Versalles, la gran obra del reinado de Luis XIV, el palacio real más grande y hermoso de Europa, era un paraíso sólo para el rey y los cortesanos. Al contrario de la Arcadia de Poussin, en Versalles estaba prohibido que cualquier sirviente muriera. La muerte no estaba en Versalles por decreto real. El proyecto de Estado Nación absolutista se levantaba entonces sobre el olvido del humanismo escéptico de Montaigne y Poussin, del libre pensamiento y el pensamiento trágico.

A la muerte de Luis XIV, el estilo rococó comenzó a disolver el énfasis moralizante de la pintura académica francesa, pero sólo para poner el arte, de un modo decorativo, al servicio de los placeres de la aristocracia decadente. Cuando se renueva el humanismo, quizá de un modo más optimista, con la Ilustración del Siglo XVIII, Denis Diderot (1713-1784), editor de la Enciclopedia, filósofo y ensayista, comienza la crítica de arte justamente atacando a la Academia. En su ensayo Sobre la pintura, dice lo siguiente:

“¿Estarán bien empleados esos siete años pasados en la Academia, dibujando según el modelo? […] Pues opino que allí, en esos siete años penosos y crueles, se adquiere el amaneramiento en el dibujo. Todas esas posturas académicas, forzadas, violentas, afectadas; todas esas actitudes expresadas fría y torpemente por un pobre diablo, y siempre el mismo pobre diablo, ajustado a vil precio para desnudarse tres veces por semana y servir de maniquí, ¿tienen algo en común con el movimiento y las posturas naturales? […] No, amigo mío, absolutamente nada.” 
Diderot critica el dibujar tipos humanos y actitudes según modelos (que imitan esos tipos y actitudes), y no tomados de la realidad. Pero también critica que cada modelo escenifique un tipo o actitud siguiendo la categorización artificiosa de Le Brun. Para él, la vida no puede categorizarse en su diversidad de expresiones y modos, y el artista se debe a la vida.

Debido a que este “amaneramiento” académico predominaba sobre todo en la pintura histórica, la primera en la jerarquía de las artes de Le Brun, Diderot escoge un pintor de bodegones (naturalezas muertas), el nivel más bajo de la pintura según la Academia, como su paladín contra el rococó y el academicismo: Jean-Baptiste Simeón Chardin (1699-1779). Sobre su famosa pintura La Raya, Diderot escribirá:


“Después de que mi hijo hubiera copiado y recopiado este fragmento, lo ocuparía en La Raya desollada del mismo maestro. El objeto es repugnante, pero es la carne misma del pescado, es su piel, es su sangre; el aspecto real de la cosa no impresionaría más. Señor Pedro, mirad bien este pedazo, cuando vayáis a la Academia, y aprended, si podéis, el secreto de salvar por medio del talento la repugnancia de ciertas naturalezas.” (“Salón de 1763”. Denis Diderot).

Según Graham-Dixon, lo que Diderot vio en Chardin fue lo contrario del altisonante discurso moral de la Academia al servicio de los reyes absolutos y su proyecto de Estado nacional y, también, de la ampulosidad y lujuria visual del rococó. La pintura de bodegones, tal como la hacía Chardin, mostraba la vida del hombre común, sin afectaciones, sin lujos, sin retórica. Se trataba de un arte sobre el habitar humano. Los bodegones de Chardin no eran simples colecciones de objetos: eran una forma de decir qué significa la vida y el mundo para el artista y el observador afín, a través de cómo se pintaba determinados objetos y se cómo componía la escena. Visto así, La Raya hubiese servido tan bien a Heidegger para su explicación existencial del arte, como Los Zapatos de Van Gogh.

Cuando acaeció la Revolución Francesa, el pintor Jaques-Louis David presentó una moción contra la Academia y esta fue disuelta. Durante la Restauración monárquica luego de la caída de Napoleón, fue sustituida por la Academia de Bellas Artes, que funciona hasta la actualidad.

Justamente David fue el que comenzó a usar los recursos académicos y la tradición iconográfica occidental, para sacralizar a los líderes revolucionarios, como sucedió con su obra La muerte de Marat. El neoclasicismo de corte académico sería el arte de la revolución y también el del imperio.


Durante el período napoleónico, el proyecto artístico de representación de los ideales y características del Estado Nación y de la glorificación de sus héroes, se profundizó. La pintura de David Napoleón cruzando Los Alpes (antes señalada), simbólicamente muestra al héroe revolucionario conduciendo al brioso y casi indómito pueblo francés en pos de una gran hazaña. Esta imagen será imitada por todos aquellas naciones liberadas por un héroe de tipo bonapartista, especialmente en Sudamérica.

En una pintura equivalente de Tito Salas, Retrato ecuestre de El Libertador, el caballo (pueblo) parece ya domeñado, aparentemente domesticado, pero sí ciertamente cansado. Aunque todavía no se le obliga a torcer la cabeza anti naturalmente a la izquierda (¿al poniente?), como se hará con el caballo blanco del Escudo Nacional en la Quinta República.


Las imágenes que necesita el naciente Estado revolucionario, y luego el imperio, ya no eran sólo la identificación con el Estado Nación, sino la propuesta de un hombre nuevo, de un nuevo Estado, de nuevos tiempos, tiempos de cambios radicales, y, siguiendo la tradición de Le Brun, eso debía ser representado y glorificado en el héroe máximo revolucionario: Napoleón. La legitimación de la sangre y la religión del rey absoluto, es trocada por la voluntad indómita del genio moderno. Su voluntad da una dirección (un remedo de sentido) al pueblo bestial (el caballo) que el héroe domestica y disciplina. La voluntad general, tan cara a la idea del nuevo régimen, tiene que ser unificada y ordenada por el genio, aunque éste, para lograr su objetivo, tenga que hacer uso del terror y la leva general, los prolegómenos de la movilización total.

La forja de esa voluntad ciclópea necesita la guerra, ya que esta es el nuevo crisol donde se forman los líderes del Estado moderno, y, como señala Bataille, donde se revela la esencia del Estado Nación: la pugna por prevalecer sobre los otros Estados nacionales. Para la revolución es crucial que existan innumerables enemigos externos sobre los cuales proyectar amenazas y justificar errores propios. La guerra unifica más a la nación en torno a sus líderes que cualquier ideología o doctrina. La nueva aristocracia napoleónica surge de la guerra, no de la sangre.

Recordemos que la Guerra de Troya comienza por la disputa provocada por Eris (Discordia) entre Afrodita, Atenea y Hera, para ser elegida la diosa más bella del Olimpo. La triunfadora es Afrodita, diosa del amor y la belleza. Ella será una de las diosas que apoyará a los troyanos en la guerra contra los aqueos, que, en retaliación por su fracaso ante Afrodita, serán favorecidos por Hera y Atenea. La derrota troyana, la muerte de Paris, el amor de la bella Helena, y la captura de ésta por su esposo Menelao, significan también la derrota de Afrodita. Se puede intentar glorificar la guerra, más, es imposible hacerla bella.

En un giro sarcástico, la Revolución Francesa si puede proclamar: “Yo, la muerte, también soy la revolución”, primero, por el terror rojo de Robespierre, y luego, por las interminables guerras revolucionarias y napoleónicas. Pero la revolución puede aceptar eso porque la muerte de los enemigos (terror) es parte de la gran limpieza necesaria para construir el siempre futuro paraíso terrenal; y la muerte de los correligionarios es el precio que hay que pagar para acceder a ese Jardín del Edén del porvenir, siempre y cuando sea una muerte heroica, ejemplar. (5)

Si el Ego del soberano absoluto se identificaba con el Estado, el Ego del líder revolucionario se identifica con el nacimiento de una sociedad nueva y triunfante, con ser el portavoz del remedo de destino del mundo moderno: el progreso. Nace así el imperialismo justificado en la liberación de los pueblos, que en el Siglo XX será el gran legitimador de las ambiciones más desbocadas de los poderes surgidos de la movilización total.

La obsesión de Bonaparte con Egipto, que hará que su expedición al país del Nilo sea militar y, a la vez, artística y científica, quizá estriba en que comprendió como ninguno, que el arte del nuevo Estado revolucionario, centrado en un nuevo tipo de Emperador (un soberano popular, despótico y liberador al mismo tiempo), tenía que ser colosal, enorme, para impactar y subyugar a las masas. El neoclasicismo se convirtió, a partir de ahí, en el arte por excelencia de los Estados Nación, especialmente de los más poderosos.

Si el Rey Sol y su proyecto de Estado nacional parte del olvido del libre pensamiento y del pensamiento trágico de Montaigne y Poussin, el arte neoclásico al servicio del Estado revolucionario y el Primer Imperio, proseguiría en la senda de ese olvido, al que sumaría el de un arte del habitar humano, esbozado en los bodegones de Chardin. No es extraño que se pueda trazar una línea de afinidad estilística, pero también filosófica entre Poussin, Chardin y Cezanne.

Por supuesto, Chardin no fue el único artista en seguir un camino divergente frente al academicismo estatal. Incluso artistas que quisieron servir al proyecto absolutista, como los primeros cuadros de David encargados por Luis XVI (Juramento de los Horacios y Los líctores llevan a Bruto los cuerpos de sus hijos), o las pinturas que Napoleón encargó a Antoine-Jean Gros (1771-1835) para glorificarlo (Bonaparte visitando a los apestados y La batalla de Eylau), fracasaron en sus intentos porque en su fuero interno estos artistas no estaban convencidos de la probidad de tales encargos.

David no creía por aquel entonces, que el Estado absolutista y sus ambiciones imperiales merecieran el ya secular sacrificio del pueblo llano. Gros, por su parte, ponía en tela de juicio la glorificación del héroe ante los horrores estremecedores de la guerra.

Después de la Restauración monárquica, el romanticismo pictórico francés seguirá rondando en torno al gran héroe romántico abatido: Bonaparte. El gran Ego heroico aparece ahora derrotado y solitario. Sea a través del escapismo, la melancolía o la euforia momentánea, los artistas románticos tienen que lidiar con un “yo” que pierde terreno y con una voluntad mermada y alicaída.

En esa atmósfera de abatimiento e incertidumbre aparece La balsa de la Medusa de Théodore Géricault (1791-1824), con la cual irrumpe el romanticismo por la puerta grande del escenario francés. La pintura trata sobre el naufragio de la fragata francesa “Medusa”. En una pequeña balsa improvisada. 147 personas pasaron 13 días antes de ser rescatados. Sólo sobrevivieron 15, habiendo soportado hambre, sed, y sufrido episodios de locura y canibalismo. Se trató de un escándalo comparable al que años después suscitaría en el Imperio Británico la pérdida de los navíos “Erebus” y “Terror”, conducidos por Sir John Franklin, y cuyo pathos inquietante sería destilado exquisitamente en El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad.

Théodore Géricault: La balsa de la Medusa

Pero, mientras la desaparición de la expedición de Franklin suscitó un escándalo desde el punto de vista del papel que creía tener Gran Bretaña como puntal de la civilización occidental, el naufragio de la “Medusa” provocó en Francia más bien un escándalo político, ya que se culpó al capitán de incompetencia y éste había sido nombrado por la recién instaurada monarquía de Luis XVIII. La pintura de Géricault hace patente que el fracaso del gran Ego y su poder de voluntad (Napoleón) es también el fracaso del Estado: la nación francesa se hallaba a la deriva, perdida, sin horizonte de sentido alguno.

La pintura venezolana del Siglo XIX es indudablemente academicista, y en sus grandes obras históricas obedece al proyecto de erigir una Nación Estado republicana en estas tierras equinocciales, a imagen y semejanza de la Francia revolucionaria. Juan Lovera, Martín Tovar y Tovar, Antonio Herrera Toro, Arturo Michelena y Cristóbal Rojas, son los grandes representantes de este movimiento, que se prolongará hasta el Siglo XX en Tito Salas, principalmente.

Ahora bien, ¿hay en nuestra pintura, previa al modernismo, algo parecido a Et in Arcadia Ego, a La raya, a La balsa de la Medusa? ¿Hay atisbos de un pensamiento trágico, un arte del habitar y una consciencia del fracaso irremediable del Estado Nación, en nuestra plástica decimonónica, una especie de sombra del academicismo triunfalista y rimbombante?
Yilda Conquista y Roberto Chacón
(Continuará…)

Notas:
(1) “Laputa”, la isla voladora descrita en Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swiff. Los habitantes de Laputa se dedican más a pensar proyectos que a ponerlos en ejecución.
(2) La Tercera Sinfonía de Beethoven, llamada “Heroica”, estuvo dedicada en un principio a Napoleón Bonaparte, el “Libertador de Europa”, pero cuando éste se coronó Emperador, Beethoven, como muchos otros republicanos, entre ellos Bolívar, se disgustó mucho y tacho la dedicatoria de su sinfonía.
(3) A la que seguiría en los años cincuenta una obra de Pedro Centeno Vallenilla.
(4) “La Venus criolla” es la gran obra del escultor Alberto Soria, personaje principal de Ídolos rotos. Al final de la novela, la escultura es profanada y mutilada por la soldadesca de una revolución triunfante que se ha acuartelado en la Escuela de Bellas Artes de Caracas.
(5) Graham-Dixon afirma que La muerte de Sardanápalo de Eugene Delacroix, es su visión delirante de cómo debió ser realmente el fin de Bonaparte: una orgía sacrificial de sangre y destrucción.




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