¿ES POSIBLE DESRANCHIFICARNOS? (IX)
“El arte consiste en hacer visible lo invisible.”
Paul Klee
“La
ficción no consiste en hacer ver lo invisible,
sino
en hacer ver cuán invisible es la invisibilidad de lo visible.”
Michel
Foucault
Dichos y
escritos I
Lo visible es el rancho, la costra marginal o la obra
chapucera del Estado o de propietarios privados. La evidencia palpable del
fracaso de todos los proyectos de sociedad moderna, de nación, de patria. Lo provisional erigido como
permanente, lo feo y lo mal hecho convertido en hábitat humano. Venezuela, la
Venecia liliputiense (o Laputense) (1): tierra de hombres de disfrute
inmediato, incapaces de erguirse y mirar con atención los horizontes abiertos
de sus posibilidades de ser.
Michel Foucault dice que la filosofía no debe tratar de hacer
ver lo que está oculto (desenmascarar la “ideología”), sino de hacer visible lo visible, es decir, mostrar lo
evidente en lo más cotidiano y familiar, y que por tal razón es más invisible
que cualquier cosa expresamente oculta o camuflada. Pudiéramos decir: aquello
que la mente no observa en lo que el ojo capta, en lo que se ve.
Para Jaques Derrida, la filosofía de nuestro tiempo es la
literatura, en general, la actividad poiética,
porque hace ver lo invisible que está ante nuestros ojos, como dijera Paul
Klee. Lo impoético de nuestro tiempo consiste en presentar lo visible como algo
completamente reificado (cosificado), aplanado, unidimensional, no debe haber
inquietud por lo familiar, lo que vemos tiene una sola interpretación y nada
más. Es la condena a vivir cegados en un mundo reducido a un sinfín de
reproducciones “impoéticas”, puesto que la esencia de nuestro existir escapa a
ese mirar desatento e ingenuo. Entonces, vivimos no en el “reino de la imagen”
de Lezama Lima, sino en el inframundo de las representaciones.
Ralph Eugene Meatyard (1925-1972): Homenaje a Ambrose Bierce.
Como ya dilucidamos, la raíz de nuestras fantasías de país,
de nuestros “proyectos” –proyecciones de nuestra sombra en una cámara oscura-
provienen de un alma colectiva abatida, melancólica. En esa bipolaridad
melancólica –con sus extremos en lo vernáculo y en el cosmopolitismo-, lo
familiar se torna siniestro y la comunidad de semejantes surge solamente de la
expulsión del Otro, del exilio de lo extranjero.
Al dios Dioniso se le conocía como el “extranjero”. ¿Proviene
de eso nuestra vena anti-trágica? Ese modo particular de ser anti trágicos que
nos caracteriza redunda con lo ya imperante en el orbe moderno, impoético y
anti trágico.
“El
que emplea demasiado tiempo en viajar acaba por tornarse extranjero en su propio
país”, dijo Descartes. Puede que nuestro país portátil se origine en que
siempre estamos de “viaje” y jamás en nuestra circunstancia. Así, viajamos
hacia la modernidad que acecha tras nuestras fronteras, modernidad que nunca
llega; o hacia lo pre-hispánico idealizado, que buscamos en nuestras junglas
interiores, y que, como El Dorado, está ya perdido para siempre.
El arte al servicio de la construcción nacional moderna
(post-renacentista) comenzó con el Estado barroco y el Absolutismo. El Reino
medieval se iba transformando en el Estado Nación, cuyo eje simbólico, en ese
entonces, eran los reyes absolutos. Quizá por eso el Estado nacido de la
Revolución Francesa haya tardado tanto en diferenciarse del Ancien Regime, como dice Ernest Junger
en su célebre ensayo La movilización
total. Pues ambos estaban comprometidos, aunque de modo diferente, en
edificar la Nación Estado.
Por ende, el Estado nacido de la revolución, siguió
dirigiendo la producción artística hacia la exaltación de la nación y sus
valores identitarios. Eso llegó a su cenit con el soberano absoluto de los
nuevos tiempos, el arquetipo del genio moderno: Napoleón Bonaparte.
Jacques Louis David (1748-1825): Napoleón cruzando Los Alpes.
Nuestras naciones iberoamericanas, y especialmente Venezuela,
copiaron ese modelo hispánico y francés, en tanto venía de los déspotas
absolutos, y napoleónico, ya proveniente del Estado nacido de la revolución, en
cuanto al papel del arte, especialmente de la pintura histórica, en el
surgimiento de una nueva nación. Al punto esto es cierto, que las estatuas
ecuestres de Bolívar parecen calcadas de la pintura ecuestre de Bonaparte, realizada por J. L. David Napoleón cruzando
Los Alpes.
La pintura ecuestre de Simón Bolívar, realizada por Arturo
Michelena
Arturo Michelena (1863-1898): Retrato ecuestre de Simón Bolívar.
tiene su correspondiente napoleónica en el cuadro de
Jean-Louis-Ernest Meissonier (1815-1891), donde aparece Bonaparte montando su
caballo árabe preferido. De ese modo pictórico, el mito del héroe decimonónico
y su caballo blanco, pasó de Napoleón a Bolívar. “Bonapartismo, bonapartismo”,
nos advertiría Marx.
Meissonier: Napoleón I en 1814.
Ya en siglo XX, las pinturas de Tito Salas (1887-1974), Retrato ecuestre del Libertador y Apoteosis del Libertador todavía deben
más al arte pictórico de la Era napoleónica o posterior. La gran diferencia
entre el Rey Absoluto, que encarna en su majestad el Estado, y los héroes
revolucionarios posteriores, es que estos últimos son genios políticos, y,
perturbadoramente, también genios militares. El modelo es, indiscutiblemente,
Napoleón. (2)
J. L. David: Retrato de Napoleón.
En el retrato de Bolívar por Juan Lovera no pierde de vista
ese modelo.
Juan Lovera (1775-1841): Retrato
de Bolívar.
Siguen ese modelo Napoleónico, los retratos ecuestres de
Joaquín Crespo (Arturo Michelena) y de Guzmán Blanco (Martín Tovar y Tovar y M.
Lemercier).
Arturo Michelena: Retrato ecuestre de Joaquín Crespo.
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M.
Tovar y Tovar (dib.) y M. Lamercier (grab.): Retrato ecuestre del
presidente Guzmán Blanco.
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También las partes dramáticas de nuestra historia tenían que
tener su contraparte en la saga napoleónica, como el paso de los Andes de
Bolívar, y el cruce de los Alpes por Napoleón, o la migración a oriente
encabezada por El Libertador, y la retirada de Rusia de Napoleón y la Grande Armee.
Tito Salas: El Libertador Simón Bolívar en el cruce de
Las Andes
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Paul Delaroche
(1797-1859): Bonaparte cruzando Los
Alpes.
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Tito Salas: Emigración a Oriente
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Adolph Northen (1828-1876): Retirada
de Napoleón de Rusia.
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El paso de los Andes de Michelena parece reunir ambas imágenes (la del paso de
Los Alpes/Andes y la de la retirada de Rusia/emigración a oriente), fusionando
una desastrosa marcha en un terreno inhóspito, y un clima extremo y aniquilador.
A comienzos del Siglo XX, Tito Salas culminará ese “proyecto”
historicista de la pintura venezolana, coronando lo que iniciara en el siglo
XIX Martín Tovar y Tovar y prosiguiera Arturo Michelena. En esa conversión en
epopeya mítica de las guerras de independencia, Tito Salas se convierte en una
suerte de “Miguel Ángel” del culto a Bolívar, al realizar la decoración
pictórica de la Casa Natal del Libertador. Además, su Tríptico Bolivariano se sumaría a las obras Martín Tovar y Tovar y
Antonio Herrera Toro que pertenecen al Capitolio Nacional (3).
En su magistral ensayo El
destierro de Helena, Camus establece que la verdadera pugna que signa
nuestro tiempo es entre el “espíritu histórico” y el artista. Heidegger lo dice
de otra forma: la oposición fundamental que hace
posible el nihilismo y su consumación en los tiempos que vivimos, es la que
contrapone a la metafísica occidental con la poesía, a la poiesis.
“Tanto
el espíritu histórico como el artista quieren rehacer el mundo. Pero el
artista, obligado por su naturaleza, conoce sus límites, cosa que el espíritu
histórico desconoce. Por eso el fin de este último es la tiranía, mientras que
la pasión del primero es la libertad. Todos cuantos luchan hoy por la libertad,
combaten en último término por la belleza.” (Albert Camus, Ob. Cit.)
No puede extrañarnos entonces que esa historia nacional
elevada a mito, sea hoy, a través del chavismo, transfigurada en historicismo,
es decir, en deificación de la historia, convirtiéndola, de pasada, en un
colérico y vengativo dios, al estilo del Jehová bíblico. Episodios como los de
la flota petrolera de PDVSA, cuyos nombres eran los de las mises venezolanas
que ganaron importantes concursos de belleza internacionales y que fueron por
Chávez cambiados por los de heroínas de la independencia, representan una
interesante señal de esa nueva etapa del “destierro de Helena” nacional que
representa la “revolución bonita”, y que ya había sido anticipada en la novela Ídolos rotos, de Manuel Díaz Rodríguez
(1871-1927). Como Miranda, Helena está condenada entre nosotros al exilio,
quizá más atrozmente, porque estamos totalmente inconscientes de esta realidad amputada
del alma vernácula.
En
la conversión de reinos e imperios en Estados Nacionales, el arte mismo se ha
convertido en campo de batalla entre el espíritu histórico y el espíritu
artístico. Se trata de otro capítulo de la batalla descrita por Nietzsche,
entre el arte “ciclópeo” y el “gran estilo”: “El gran estilo nace cuando lo
bello obtiene la victoria sobre lo enorme”.
Parecemos condenados a carecer de “gran estilo” en el arte
nacional, toda vez que el arte que ha impulsado el Estado hacia el espacio
público es el arte histórico y sus valores monumentales (faráonicos en el espíritu y/o en la realización); y, además, porque
hemos desterrado a nuestra Helena, o peor aún, violado y mancillado a la «Venus
Criolla» (Ídolos rotos) (4).
El Estado moderno promueve un arte codificado en
representaciones y simbolismos identitarios, de manera que el pueblo (la
población de la nación) se exprese a través de una sola voz, la de su “voluntad
general”, y no en la diversidad constitutiva de las personas, cosa que siempre
parece amenazar la gobernabilidad y el concepto mismo de nación. El Estado quiere reproducir una población
domesticada y nivelada (unificada), usando al arte como mímesis privilegiada, como
propaganda para seducir y estereotipar almas. No está de más decir que las
variedades más extremas de la “movilización total” que signa nuestro tiempo,
los totalitarismos clásicos como el nazismo y el stalinismo, terminaron de
hacer del arte un recurso propagandístico la más de las veces obvio, ramplón y
reiterativo.
En esta mímesis idealizada que se promueve desde el Estado
Nación, el arte copiaría los rasgos identitarios (color local, tipos humanos,
costumbres, actos heroicos de los antepasados, etc.), convirtiéndolos en idealizados modelos a seguir, en
atributos a admirar e imitar. En este tipo de arte al servicio de las
ideologías del Estado moderno, la forma (estructura compositiva) es reducida a Eidos, ya que se ofrece como copia privilegiada
de modelos ideales.
En su serie de programas de TV sobre el arte de Francia,
Andrew Graham-Dixon habla de Michel de Montaigne (1533-1592) como la gran
contribución del país galo al humanismo universalista que eclosionó durante el
Renacimiento y que volvería con nuevo aliento durante la Ilustración. Su gran
contribución a la literatura mundial, el ensayo,
se fundamenta en la divisa «Que sais-je?», “¿Qué sé yo?”. Para
Montaigne, liberal, humanista, pero también escéptico, la condición humana es
algo valioso que hermana a todos los hombres, más allá de sus costumbres y
formas de vivir y de pensar, pero también es muy frágil, algo que puede
perderse con extrema facilidad. Para éste pensador, el “yo” nunca es una identidad
solida, sino algo cambiante y caprichoso, que se revela en sus variaciones y
contradicciones; y el mismo conocimiento que tanto busca y aprecia, no tiene
otra verdad general que aquella de que no hay certidumbres absolutas. Incluso,
la libertad de pensamiento que pregona nunca es convertida en panacea o
sistema, y menos en doctrina a seguir. Michel de Montaigne es el gran libre
pensador del naciente mundo moderno.
El
pintor Nicolas Poussin (1594-1665), según Graham-Dixon, sería el mejor
exponente del humanismo escéptico de Montaigne en la pintura. El ejemplo más destacado de lo antes afirmado sería su obra Et in Arcadia Ego.

Tres
pastores rodean una tumba en Arcadia, y leen sobre ésta: “Yo también estoy en
Arcadia”, que puede leerse como “Yo, la muerte, también estoy en el paraíso”.
Este recuerdo de nuestra mortalidad es poderosamente subversivo con respecto a
todo proyecto de Estado Nación, el cual siempre quiere insuflar en el pueblo
una idea de inmortalidad colectiva representada por el Estado. Según esa
visión, el individuo puede morir, pero el “tipo” nacional es eterno. Imagínense
recordatorios de ese tipo en los diferentes proyectos caros a nuestra historia:
“Yo, la muerte, también estoy en la Nación plenamente desarrollada y
progresista”; “Yo, la muerte, también estoy en la República expurgada de todos
sus rémoras étnicas y sociales”; “Yo, la muerte, también estoy en la plena
democracia moderna”; “Yo, la muerte, también estoy en la perfecta sociedad
socialista”. La muerte también estaba en la Tierra de Gracia que entreviera
Colón al llegar a Paria, y estará en el último proyecto de sociedad perfecta
que construyamos creyéndonos inmortales. No hay Jardín del Edén donde podamos
escondernos de nuestra trágica condición.
En la misma Francia de Montaigne, el libre pensamiento y el
arte libre serían eclipsados por el proyecto de Estado Nación, llevado a su
cúspide por Luis XIV, el Rey Sol (1638-1715). En 1662, Luis XIV nombra a
Charles Le Brun “Primer pintor del Rey” por su cuadro Alejandro y la familia de Darío. A partir de ahí, Le Brun se
convertiría en el ejecutor de la visión que el absolutismo del Rey Sol tenía
para el arte francés. Cuando fue nombrado director de la Academia Real de
Pintura y Escultura, su reglamentación y jerarquización de las artes (con la
pintura histórica a cabeza) dieron paso al academicismo artístico, que
perdurará prácticamente hasta el Siglo XX. El llamado “estilo Luis XIV” se debe
en gran parte a la asociación entre el Rey y Le Brun. Por supuesto, debido a
que Europa entera admiraba a Luis XIV y su reinado, y Francia era la potencia
dominante durante el siglo XVII, la influencia de Le Brun se extendió mucho más
allá de las fronteras de la nación francesa.
Al contrario de las enseñanzas de Montaigne, el proyecto de
Estado Nación absolutista no se basa en ciudadanos de humor variable y
personalidades complejas, con un “Yo” temporal y misterioso en permanente
cambio, sino en un Ego Real (soberano absoluto) al que se le atribuye esta
frase: “El Estado soy yo” (que recuerda bastante el “Yo soy el que soy”
bíblico). Lo que sí dijo el rey en su lecho de muerte es todavía más
inquietante: “Me marcho, pero el Estado permanecerá”. El Estado se levanta como
el Ego de la nación, y, por ende, la historia no puede ser otra cosa que su
memoria, la “memoria voluntaria”, oficial, lineal, de la que hablaría Marcel
Proust, y que contrapondría a la memoria involuntaria: plural, holográfica y
laberíntica, propia de una consciencia en permanente auto descubrimiento.
El Palacio de Versalles, la gran obra del reinado de Luis
XIV, el palacio real más grande y hermoso de Europa, era un paraíso sólo para
el rey y los cortesanos. Al contrario de la Arcadia de Poussin, en Versalles
estaba prohibido que cualquier sirviente muriera. La muerte no estaba en
Versalles por decreto real. El proyecto de Estado Nación absolutista se
levantaba entonces sobre el olvido del humanismo escéptico de Montaigne y
Poussin, del libre pensamiento y el pensamiento trágico.
A la muerte de Luis XIV, el estilo rococó comenzó a disolver
el énfasis moralizante de la pintura académica francesa, pero sólo para poner
el arte, de un modo decorativo, al servicio de los placeres de la aristocracia
decadente. Cuando se renueva el humanismo, quizá de un modo más optimista, con
la Ilustración del Siglo XVIII, Denis Diderot (1713-1784), editor de la
Enciclopedia, filósofo y ensayista, comienza la crítica de arte justamente
atacando a la Academia. En su ensayo Sobre
la pintura, dice lo siguiente:
“¿Estarán bien empleados esos siete años pasados en la
Academia, dibujando según el modelo? […] Pues opino que allí, en esos siete
años penosos y crueles, se adquiere el amaneramiento
en el dibujo. Todas esas posturas académicas, forzadas, violentas, afectadas;
todas esas actitudes expresadas fría y torpemente por un pobre diablo, y
siempre el mismo pobre diablo, ajustado a vil precio para desnudarse tres veces
por semana y servir de maniquí, ¿tienen algo en común con el movimiento y las
posturas naturales? […] No, amigo mío, absolutamente nada.”
Diderot critica el dibujar tipos humanos y actitudes según
modelos (que imitan esos tipos y actitudes), y no tomados de la realidad. Pero
también critica que cada modelo escenifique un tipo o actitud siguiendo la
categorización artificiosa de Le Brun. Para él, la vida no puede categorizarse
en su diversidad de expresiones y modos, y el artista se debe a la vida.
Debido a que este “amaneramiento” académico predominaba sobre
todo en la pintura histórica, la primera en la jerarquía de las artes de Le
Brun, Diderot escoge un pintor de bodegones (naturalezas muertas), el nivel más
bajo de la pintura según la Academia, como su paladín contra el rococó y el
academicismo: Jean-Baptiste Simeón Chardin (1699-1779). Sobre su famosa pintura
La Raya, Diderot escribirá:
“Después
de que mi hijo hubiera copiado y recopiado este fragmento, lo ocuparía en La Raya desollada del mismo maestro. El
objeto es repugnante, pero es la carne misma del pescado, es su piel, es su
sangre; el aspecto real de la cosa no impresionaría más. Señor Pedro, mirad
bien este pedazo, cuando vayáis a la Academia, y aprended, si podéis, el
secreto de salvar por medio del talento la repugnancia de ciertas naturalezas.”
(“Salón de 1763”. Denis Diderot).
Según Graham-Dixon, lo que Diderot vio en Chardin fue lo
contrario del altisonante discurso moral de la Academia al servicio de los
reyes absolutos y su proyecto de Estado nacional y, también, de la ampulosidad
y lujuria visual del rococó. La pintura de bodegones, tal como la hacía
Chardin, mostraba la vida del hombre común, sin afectaciones, sin lujos, sin
retórica. Se trataba de un arte sobre el habitar
humano. Los bodegones de Chardin no eran simples colecciones de objetos: eran
una forma de decir qué significa la vida y el mundo para el artista y el observador
afín, a través de cómo se pintaba determinados objetos y se cómo componía la
escena. Visto así, La Raya hubiese
servido tan bien a Heidegger para su explicación existencial del arte, como Los Zapatos de Van Gogh.
Cuando acaeció la Revolución Francesa, el pintor Jaques-Louis
David presentó una moción contra la Academia y esta fue disuelta. Durante la
Restauración monárquica luego de la caída de Napoleón, fue sustituida por la
Academia de Bellas Artes, que funciona hasta la actualidad.
Justamente David fue el que comenzó a usar los recursos
académicos y la tradición iconográfica occidental, para sacralizar a los
líderes revolucionarios, como sucedió con su obra La muerte de Marat. El neoclasicismo de corte académico sería el
arte de la revolución y también el del imperio.
Durante el período napoleónico, el proyecto artístico de
representación de los ideales y características del Estado Nación y de la
glorificación de sus héroes, se profundizó. La pintura de David Napoleón cruzando Los Alpes (antes
señalada), simbólicamente muestra al héroe revolucionario conduciendo al brioso
y casi indómito pueblo francés en pos de una gran hazaña. Esta imagen será
imitada por todos aquellas naciones liberadas por un héroe de tipo
bonapartista, especialmente en Sudamérica.
En una pintura equivalente de Tito Salas, Retrato ecuestre de El Libertador, el
caballo (pueblo) parece ya domeñado, aparentemente domesticado, pero sí
ciertamente cansado. Aunque todavía no se le obliga a torcer la cabeza anti naturalmente a la izquierda (¿al poniente?), como se hará con el caballo blanco del Escudo Nacional en la Quinta República.

Las imágenes que necesita el naciente Estado revolucionario,
y luego el imperio, ya no eran sólo la identificación con el Estado Nación,
sino la propuesta de un hombre nuevo, de un nuevo Estado, de nuevos tiempos,
tiempos de cambios radicales, y, siguiendo la tradición de Le Brun, eso debía
ser representado y glorificado en el héroe máximo revolucionario: Napoleón. La
legitimación de la sangre y la religión del rey absoluto, es trocada por la
voluntad indómita del genio moderno. Su voluntad da una dirección (un remedo de
sentido) al pueblo bestial (el caballo) que el héroe domestica y disciplina. La
voluntad general, tan cara a la idea del nuevo régimen, tiene que ser unificada
y ordenada por el genio, aunque éste, para lograr su objetivo, tenga que hacer
uso del terror y la leva general, los prolegómenos de la movilización total.
La forja de esa voluntad ciclópea necesita la guerra, ya que
esta es el nuevo crisol donde se forman los líderes del Estado moderno, y, como
señala Bataille, donde se revela la esencia del Estado Nación: la pugna por
prevalecer sobre los otros Estados nacionales. Para la revolución es crucial
que existan innumerables enemigos externos sobre los cuales proyectar amenazas
y justificar errores propios. La guerra unifica más a la nación en torno a sus
líderes que cualquier ideología o doctrina. La nueva aristocracia napoleónica
surge de la guerra, no de la sangre.
Recordemos que la Guerra de Troya comienza por la disputa
provocada por Eris (Discordia) entre Afrodita, Atenea y Hera, para ser elegida
la diosa más bella del Olimpo. La triunfadora es Afrodita, diosa del amor y la
belleza. Ella será una de las diosas que apoyará a los troyanos en la guerra
contra los aqueos, que, en retaliación por su fracaso ante Afrodita, serán
favorecidos por Hera y Atenea. La derrota troyana, la muerte de Paris, el amor
de la bella Helena, y la captura de ésta por su esposo Menelao, significan
también la derrota de Afrodita. Se puede intentar glorificar la guerra, más, es
imposible hacerla bella.
En un giro sarcástico, la Revolución Francesa si puede
proclamar: “Yo, la muerte, también soy la revolución”, primero, por el terror rojo
de Robespierre, y luego, por las interminables guerras revolucionarias y napoleónicas.
Pero la revolución puede aceptar eso porque la muerte de los enemigos (terror) es
parte de la gran limpieza necesaria para construir el siempre futuro paraíso
terrenal; y la muerte de los correligionarios es el precio que hay que pagar
para acceder a ese Jardín del Edén del porvenir, siempre y cuando sea una
muerte heroica, ejemplar. (5)
Si el Ego del soberano absoluto se identificaba con el
Estado, el Ego del líder revolucionario se identifica con el nacimiento de una
sociedad nueva y triunfante, con ser el portavoz del remedo de destino del
mundo moderno: el progreso. Nace así el imperialismo justificado en la
liberación de los pueblos, que en el Siglo XX será el gran legitimador de las
ambiciones más desbocadas de los poderes surgidos de la movilización total.
La obsesión de Bonaparte con Egipto, que hará que su
expedición al país del Nilo sea militar y, a la vez, artística y científica,
quizá estriba en que comprendió como ninguno, que el arte del nuevo Estado revolucionario,
centrado en un nuevo tipo de Emperador (un soberano popular, despótico y
liberador al mismo tiempo), tenía que ser colosal, enorme, para impactar y
subyugar a las masas. El neoclasicismo se convirtió, a partir de ahí, en el
arte por excelencia de los Estados Nación, especialmente de los más poderosos.
Si el Rey Sol y su proyecto de Estado nacional parte del
olvido del libre pensamiento y del pensamiento trágico de Montaigne y Poussin, el
arte neoclásico al servicio del Estado revolucionario y el Primer Imperio,
proseguiría en la senda de ese olvido, al que sumaría el de un arte del habitar
humano, esbozado en los bodegones de Chardin. No es extraño que se pueda trazar
una línea de afinidad estilística, pero también filosófica entre Poussin,
Chardin y Cezanne.
Por supuesto, Chardin no fue el único artista en seguir un
camino divergente frente al academicismo estatal. Incluso artistas que
quisieron servir al proyecto absolutista, como los primeros cuadros de David encargados
por Luis XVI (Juramento de los Horacios
y Los líctores llevan a Bruto los cuerpos
de sus hijos), o las pinturas que Napoleón encargó a Antoine-Jean Gros (1771-1835)
para glorificarlo (Bonaparte visitando a
los apestados y La batalla de Eylau),
fracasaron en sus intentos porque en su fuero interno estos artistas no estaban
convencidos de la probidad de tales encargos.
David no creía por aquel entonces, que el Estado absolutista
y sus ambiciones imperiales merecieran el ya secular sacrificio del pueblo
llano. Gros, por su parte, ponía en tela de juicio la glorificación del héroe
ante los horrores estremecedores de la guerra.
Después de la Restauración monárquica, el romanticismo
pictórico francés seguirá rondando en torno al gran héroe romántico abatido:
Bonaparte. El gran Ego heroico aparece ahora derrotado y solitario. Sea a
través del escapismo, la melancolía o la euforia momentánea, los artistas románticos
tienen que lidiar con un “yo” que pierde terreno y con una voluntad mermada y
alicaída.
En esa atmósfera de abatimiento e incertidumbre aparece La balsa de la Medusa de Théodore
Géricault (1791-1824), con la cual irrumpe el romanticismo por la puerta grande
del escenario francés. La pintura trata sobre el naufragio de la fragata
francesa “Medusa”. En una pequeña balsa improvisada. 147 personas pasaron 13
días antes de ser rescatados. Sólo sobrevivieron 15, habiendo soportado hambre,
sed, y sufrido episodios de locura y canibalismo. Se trató de un escándalo comparable
al que años después suscitaría en el Imperio Británico la pérdida de los navíos
“Erebus” y “Terror”, conducidos por Sir John Franklin, y cuyo pathos inquietante sería destilado
exquisitamente en El corazón de las
tinieblas, de Joseph Conrad.
Théodore Géricault: La balsa de la Medusa
Pero, mientras la desaparición de la expedición de Franklin
suscitó un escándalo desde el punto de vista del papel que creía tener Gran
Bretaña como puntal de la civilización occidental, el naufragio de la “Medusa”
provocó en Francia más bien un escándalo político, ya que se culpó al capitán
de incompetencia y éste había sido nombrado por la recién instaurada monarquía
de Luis XVIII. La pintura de Géricault hace patente que el fracaso del gran Ego
y su poder de voluntad (Napoleón) es también el fracaso del Estado: la nación
francesa se hallaba a la deriva, perdida, sin horizonte de sentido alguno.
La pintura venezolana del Siglo XIX es indudablemente
academicista, y en sus grandes obras históricas obedece al proyecto de erigir
una Nación Estado republicana en estas tierras equinocciales, a imagen y
semejanza de la Francia revolucionaria. Juan Lovera, Martín Tovar y Tovar,
Antonio Herrera Toro, Arturo Michelena y Cristóbal Rojas, son los grandes
representantes de este movimiento, que se prolongará hasta el Siglo XX en Tito
Salas, principalmente.
Ahora bien, ¿hay en nuestra pintura, previa al modernismo,
algo parecido a Et
in Arcadia Ego, a La
raya, a La balsa de la Medusa?
¿Hay atisbos de un pensamiento trágico, un arte del habitar y una consciencia
del fracaso irremediable del Estado Nación, en nuestra plástica decimonónica,
una especie de sombra del academicismo triunfalista y rimbombante?
Yilda Conquista y Roberto Chacón
(Continuará…)
Notas:
(1) “Laputa”, la isla voladora descrita en Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swiff.
Los habitantes de Laputa se dedican más a pensar proyectos que a ponerlos en
ejecución.
(2) La Tercera Sinfonía de Beethoven, llamada “Heroica”,
estuvo dedicada en un principio a Napoleón Bonaparte, el “Libertador de
Europa”, pero cuando éste se coronó Emperador, Beethoven, como muchos otros
republicanos, entre ellos Bolívar, se disgustó mucho y tacho la dedicatoria de
su sinfonía.
(3) A la que seguiría en los años cincuenta una obra de Pedro
Centeno Vallenilla.
(4) “La Venus criolla” es la gran obra del escultor Alberto
Soria, personaje principal de Ídolos
rotos. Al final de la novela, la escultura es profanada y mutilada por la
soldadesca de una revolución triunfante que se ha acuartelado en la Escuela de
Bellas Artes de Caracas.
(5) Graham-Dixon afirma que La muerte de Sardanápalo de Eugene Delacroix, es su visión delirante
de cómo debió ser realmente el fin de Bonaparte: una orgía sacrificial de
sangre y destrucción.
CALEIDOSCOPIO (ÍNDICE)