martes, 1 de octubre de 2019

CALEIDOSCOPIO Yilda Conquista (Magazine No. 608)

¿ES POSIBLE DESRANCHIFICARNOS? (IX)

“El arte consiste en hacer visible lo invisible.”
Paul Klee 

“La ficción no consiste en hacer ver lo invisible,
sino en hacer ver cuán invisible es la invisibilidad de lo visible.”
Michel Foucault
Dichos y escritos I

Lo visible es el rancho, la costra marginal o la obra chapucera del Estado o de propietarios privados. La evidencia palpable del fracaso de todos los proyectos de sociedad moderna, de nación, de patria. Lo provisional erigido como permanente, lo feo y lo mal hecho convertido en hábitat humano. Venezuela, la Venecia liliputiense (o Laputense) (1): tierra de hombres de disfrute inmediato, incapaces de erguirse y mirar con atención los horizontes abiertos de sus posibilidades de ser.


Michel Foucault dice que la filosofía no debe tratar de hacer ver lo que está oculto (desenmascarar la “ideología”), sino de hacer visible lo visible, es decir, mostrar lo evidente en lo más cotidiano y familiar, y que por tal razón es más invisible que cualquier cosa expresamente oculta o camuflada. Pudiéramos decir: aquello que la mente no observa en lo que el ojo capta, en lo que se ve.

Para Jaques Derrida, la filosofía de nuestro tiempo es la literatura, en general, la actividad poiética, porque hace ver lo invisible que está ante nuestros ojos, como dijera Paul Klee. Lo impoético de nuestro tiempo consiste en presentar lo visible como algo completamente reificado (cosificado), aplanado, unidimensional, no debe haber inquietud por lo familiar, lo que vemos tiene una sola interpretación y nada más. Es la condena a vivir cegados en un mundo reducido a un sinfín de reproducciones “impoéticas”, puesto que la esencia de nuestro existir escapa a ese mirar desatento e ingenuo. Entonces, vivimos no en el “reino de la imagen” de Lezama Lima, sino en el inframundo de las representaciones.

Ralph Eugene Meatyard (1925-1972): Homenaje a Ambrose Bierce.

Como ya dilucidamos, la raíz de nuestras fantasías de país, de nuestros “proyectos” –proyecciones de nuestra sombra en una cámara oscura- provienen de un alma colectiva abatida, melancólica. En esa bipolaridad melancólica –con sus extremos en lo vernáculo y en el cosmopolitismo-, lo familiar se torna siniestro y la comunidad de semejantes surge solamente de la expulsión del Otro, del exilio de lo extranjero.

Al dios Dioniso se le conocía como el “extranjero”. ¿Proviene de eso nuestra vena anti-trágica? Ese modo particular de ser anti trágicos que nos caracteriza redunda con lo ya imperante en el orbe moderno, impoético y anti trágico.

“El que emplea demasiado tiempo en viajar acaba por tornarse extranjero en su propio país”, dijo Descartes. Puede que nuestro país portátil se origine en que siempre estamos de “viaje” y jamás en nuestra circunstancia. Así, viajamos hacia la modernidad que acecha tras nuestras fronteras, modernidad que nunca llega; o hacia lo pre-hispánico idealizado, que buscamos en nuestras junglas interiores, y que, como El Dorado, está ya perdido para siempre.

El arte al servicio de la construcción nacional moderna (post-renacentista) comenzó con el Estado barroco y el Absolutismo. El Reino medieval se iba transformando en el Estado Nación, cuyo eje simbólico, en ese entonces, eran los reyes absolutos. Quizá por eso el Estado nacido de la Revolución Francesa haya tardado tanto en diferenciarse del Ancien Regime, como dice Ernest Junger en su célebre ensayo La movilización total. Pues ambos estaban comprometidos, aunque de modo diferente, en edificar la Nación Estado.

Por ende, el Estado nacido de la revolución, siguió dirigiendo la producción artística hacia la exaltación de la nación y sus valores identitarios. Eso llegó a su cenit con el soberano absoluto de los nuevos tiempos, el arquetipo del genio moderno: Napoleón Bonaparte.


Jacques Louis David (1748-1825): Napoleón cruzando Los Alpes.

Nuestras naciones iberoamericanas, y especialmente Venezuela, copiaron ese modelo hispánico y francés, en tanto venía de los déspotas absolutos, y napoleónico, ya proveniente del Estado nacido de la revolución, en cuanto al papel del arte, especialmente de la pintura histórica, en el surgimiento de una nueva nación. Al punto esto es cierto, que las estatuas ecuestres de Bolívar parecen calcadas de la pintura ecuestre de Bonaparte, realizada por J. L. David Napoleón cruzando Los Alpes.

La pintura ecuestre de Simón Bolívar, realizada por Arturo Michelena

Arturo Michelena (1863-1898): Retrato ecuestre de Simón Bolívar.

tiene su correspondiente napoleónica en el cuadro de Jean-Louis-Ernest Meissonier (1815-1891), donde aparece Bonaparte montando su caballo árabe preferido. De ese modo pictórico, el mito del héroe decimonónico y su caballo blanco, pasó de Napoleón a Bolívar. “Bonapartismo, bonapartismo”, nos advertiría Marx.


Meissonier: Napoleón I en 1814.


Ya en siglo XX, las pinturas de Tito Salas (1887-1974), Retrato ecuestre del Libertador y Apoteosis del Libertador todavía deben más al arte pictórico de la Era napoleónica o posterior. La gran diferencia entre el Rey Absoluto, que encarna en su majestad el Estado, y los héroes revolucionarios posteriores, es que estos últimos son genios políticos, y, perturbadoramente, también genios militares. El modelo es, indiscutiblemente, Napoleón. (2)


J. L. David: Retrato de Napoleón.

En el retrato de Bolívar por Juan Lovera no pierde de vista ese modelo.

Juan Lovera (1775-1841): Retrato de Bolívar.

Siguen ese modelo Napoleónico, los retratos ecuestres de Joaquín Crespo (Arturo Michelena) y de Guzmán Blanco (Martín Tovar y Tovar y M. Lemercier).



Arturo Michelena: Retrato ecuestre de Joaquín Crespo.
 
M. Tovar y Tovar (dib.) y M. Lamercier (grab.): Retrato ecuestre del presidente Guzmán Blanco.


También las partes dramáticas de nuestra historia tenían que tener su contraparte en la saga napoleónica, como el paso de los Andes de Bolívar, y el cruce de los Alpes por Napoleón, o la migración a oriente encabezada por El Libertador, y la retirada de Rusia de Napoleón y la Grande Armee.



Tito Salas: El Libertador Simón Bolívar en el cruce de Las Andes

Paul Delaroche (1797-1859): Bonaparte cruzando Los Alpes.




Tito Salas: Emigración a Oriente

Adolph Northen (1828-1876): Retirada de Napoleón de Rusia.

El paso de los Andes de Michelena parece reunir ambas imágenes (la del paso de Los Alpes/Andes y la de la retirada de Rusia/emigración a oriente), fusionando una desastrosa marcha en un terreno inhóspito, y un clima extremo y aniquilador.

A comienzos del Siglo XX, Tito Salas culminará ese “proyecto” historicista de la pintura venezolana, coronando lo que iniciara en el siglo XIX Martín Tovar y Tovar y prosiguiera Arturo Michelena. En esa conversión en epopeya mítica de las guerras de independencia, Tito Salas se convierte en una suerte de “Miguel Ángel” del culto a Bolívar, al realizar la decoración pictórica de la Casa Natal del Libertador. Además, su Tríptico Bolivariano se sumaría a las obras Martín Tovar y Tovar y Antonio Herrera Toro que pertenecen al Capitolio Nacional (3).

En su magistral ensayo El destierro de Helena, Camus establece que la verdadera pugna que signa nuestro tiempo es entre el “espíritu histórico” y el artista. Heidegger lo dice de otra forma: la oposición fundamental que hace posible el nihilismo y su consumación en los tiempos que vivimos, es la que contrapone a la metafísica occidental con la poesía, a la poiesis.

“Tanto el espíritu histórico como el artista quieren rehacer el mundo. Pero el artista, obligado por su naturaleza, conoce sus límites, cosa que el espíritu histórico desconoce. Por eso el fin de este último es la tiranía, mientras que la pasión del primero es la libertad. Todos cuantos luchan hoy por la libertad, combaten en último término por la belleza.” (Albert Camus, Ob. Cit.)

No puede extrañarnos entonces que esa historia nacional elevada a mito, sea hoy, a través del chavismo, transfigurada en historicismo, es decir, en deificación de la historia, convirtiéndola, de pasada, en un colérico y vengativo dios, al estilo del Jehová bíblico. Episodios como los de la flota petrolera de PDVSA, cuyos nombres eran los de las mises venezolanas que ganaron importantes concursos de belleza internacionales y que fueron por Chávez cambiados por los de heroínas de la independencia, representan una interesante señal de esa nueva etapa del “destierro de Helena” nacional que representa la “revolución bonita”, y que ya había sido anticipada en la novela Ídolos rotos, de Manuel Díaz Rodríguez (1871-1927). Como Miranda, Helena está condenada entre nosotros al exilio, quizá más atrozmente, porque estamos totalmente inconscientes de esta realidad amputada del alma vernácula.

En la conversión de reinos e imperios en Estados Nacionales, el arte mismo se ha convertido en campo de batalla entre el espíritu histórico y el espíritu artístico. Se trata de otro capítulo de la batalla descrita por Nietzsche, entre el arte “ciclópeo” y el “gran estilo”: “El gran estilo nace cuando lo bello obtiene la victoria sobre lo enorme”.

Parecemos condenados a carecer de “gran estilo” en el arte nacional, toda vez que el arte que ha impulsado el Estado hacia el espacio público es el arte histórico y sus valores monumentales (faráonicos en el espíritu y/o en la realización); y, además, porque hemos desterrado a nuestra Helena, o peor aún, violado y mancillado a la «Venus Criolla» (Ídolos rotos) (4).

El Estado moderno promueve un arte codificado en representaciones y simbolismos identitarios, de manera que el pueblo (la población de la nación) se exprese a través de una sola voz, la de su “voluntad general”, y no en la diversidad constitutiva de las personas, cosa que siempre parece amenazar la gobernabilidad y el concepto mismo de nación. El Estado quiere reproducir una población domesticada y nivelada (unificada), usando al arte como mímesis privilegiada, como propaganda para seducir y estereotipar almas. No está de más decir que las variedades más extremas de la “movilización total” que signa nuestro tiempo, los totalitarismos clásicos como el nazismo y el stalinismo, terminaron de hacer del arte un recurso propagandístico la más de las veces obvio, ramplón y reiterativo.

En esta mímesis idealizada que se promueve desde el Estado Nación, el arte copiaría los rasgos identitarios (color local, tipos humanos, costumbres, actos heroicos de los antepasados, etc.), convirtiéndolos en idealizados modelos a seguir, en atributos a admirar e imitar. En este tipo de arte al servicio de las ideologías del Estado moderno, la forma (estructura compositiva) es reducida a Eidos, ya que se ofrece como copia privilegiada de modelos ideales.

En su serie de programas de TV sobre el arte de Francia, Andrew Graham-Dixon habla de Michel de Montaigne (1533-1592) como la gran contribución del país galo al humanismo universalista que eclosionó durante el Renacimiento y que volvería con nuevo aliento durante la Ilustración. Su gran contribución a la literatura mundial, el ensayo, se fundamenta en la divisa «Que sais-je?», “¿Qué sé yo?”. Para Montaigne, liberal, humanista, pero también escéptico, la condición humana es algo valioso que hermana a todos los hombres, más allá de sus costumbres y formas de vivir y de pensar, pero también es muy frágil, algo que puede perderse con extrema facilidad. Para éste pensador, el “yo” nunca es una identidad solida, sino algo cambiante y caprichoso, que se revela en sus variaciones y contradicciones; y el mismo conocimiento que tanto busca y aprecia, no tiene otra verdad general que aquella de que no hay certidumbres absolutas. Incluso, la libertad de pensamiento que pregona nunca es convertida en panacea o sistema, y menos en doctrina a seguir. Michel de Montaigne es el gran libre pensador del naciente mundo moderno.

El pintor Nicolas Poussin (1594-1665), según Graham-Dixon, sería el mejor exponente del humanismo escéptico de Montaigne en la pintura. El ejemplo más destacado de lo antes afirmado sería su obra Et in Arcadia Ego.


Tres pastores rodean una tumba en Arcadia, y leen sobre ésta: “Yo también estoy en Arcadia”, que puede leerse como “Yo, la muerte, también estoy en el paraíso”. Este recuerdo de nuestra mortalidad es poderosamente subversivo con respecto a todo proyecto de Estado Nación, el cual siempre quiere insuflar en el pueblo una idea de inmortalidad colectiva representada por el Estado. Según esa visión, el individuo puede morir, pero el “tipo” nacional es eterno. Imagínense recordatorios de ese tipo en los diferentes proyectos caros a nuestra historia: “Yo, la muerte, también estoy en la Nación plenamente desarrollada y progresista”; “Yo, la muerte, también estoy en la República expurgada de todos sus rémoras étnicas y sociales”; “Yo, la muerte, también estoy en la plena democracia moderna”; “Yo, la muerte, también estoy en la perfecta sociedad socialista”. La muerte también estaba en la Tierra de Gracia que entreviera Colón al llegar a Paria, y estará en el último proyecto de sociedad perfecta que construyamos creyéndonos inmortales. No hay Jardín del Edén donde podamos escondernos de nuestra trágica condición.

En la misma Francia de Montaigne, el libre pensamiento y el arte libre serían eclipsados por el proyecto de Estado Nación, llevado a su cúspide por Luis XIV, el Rey Sol (1638-1715). En 1662, Luis XIV nombra a Charles Le Brun “Primer pintor del Rey” por su cuadro Alejandro y la familia de Darío. A partir de ahí, Le Brun se convertiría en el ejecutor de la visión que el absolutismo del Rey Sol tenía para el arte francés. Cuando fue nombrado director de la Academia Real de Pintura y Escultura, su reglamentación y jerarquización de las artes (con la pintura histórica a cabeza) dieron paso al academicismo artístico, que perdurará prácticamente hasta el Siglo XX. El llamado “estilo Luis XIV” se debe en gran parte a la asociación entre el Rey y Le Brun. Por supuesto, debido a que Europa entera admiraba a Luis XIV y su reinado, y Francia era la potencia dominante durante el siglo XVII, la influencia de Le Brun se extendió mucho más allá de las fronteras de la nación francesa.

Al contrario de las enseñanzas de Montaigne, el proyecto de Estado Nación absolutista no se basa en ciudadanos de humor variable y personalidades complejas, con un “Yo” temporal y misterioso en permanente cambio, sino en un Ego Real (soberano absoluto) al que se le atribuye esta frase: “El Estado soy yo” (que recuerda bastante el “Yo soy el que soy” bíblico). Lo que sí dijo el rey en su lecho de muerte es todavía más inquietante: “Me marcho, pero el Estado permanecerá”. El Estado se levanta como el Ego de la nación, y, por ende, la historia no puede ser otra cosa que su memoria, la “memoria voluntaria”, oficial, lineal, de la que hablaría Marcel Proust, y que contrapondría a la memoria involuntaria: plural, holográfica y laberíntica, propia de una consciencia en permanente auto descubrimiento.

El Palacio de Versalles, la gran obra del reinado de Luis XIV, el palacio real más grande y hermoso de Europa, era un paraíso sólo para el rey y los cortesanos. Al contrario de la Arcadia de Poussin, en Versalles estaba prohibido que cualquier sirviente muriera. La muerte no estaba en Versalles por decreto real. El proyecto de Estado Nación absolutista se levantaba entonces sobre el olvido del humanismo escéptico de Montaigne y Poussin, del libre pensamiento y el pensamiento trágico.

A la muerte de Luis XIV, el estilo rococó comenzó a disolver el énfasis moralizante de la pintura académica francesa, pero sólo para poner el arte, de un modo decorativo, al servicio de los placeres de la aristocracia decadente. Cuando se renueva el humanismo, quizá de un modo más optimista, con la Ilustración del Siglo XVIII, Denis Diderot (1713-1784), editor de la Enciclopedia, filósofo y ensayista, comienza la crítica de arte justamente atacando a la Academia. En su ensayo Sobre la pintura, dice lo siguiente:

“¿Estarán bien empleados esos siete años pasados en la Academia, dibujando según el modelo? […] Pues opino que allí, en esos siete años penosos y crueles, se adquiere el amaneramiento en el dibujo. Todas esas posturas académicas, forzadas, violentas, afectadas; todas esas actitudes expresadas fría y torpemente por un pobre diablo, y siempre el mismo pobre diablo, ajustado a vil precio para desnudarse tres veces por semana y servir de maniquí, ¿tienen algo en común con el movimiento y las posturas naturales? […] No, amigo mío, absolutamente nada.” 
Diderot critica el dibujar tipos humanos y actitudes según modelos (que imitan esos tipos y actitudes), y no tomados de la realidad. Pero también critica que cada modelo escenifique un tipo o actitud siguiendo la categorización artificiosa de Le Brun. Para él, la vida no puede categorizarse en su diversidad de expresiones y modos, y el artista se debe a la vida.

Debido a que este “amaneramiento” académico predominaba sobre todo en la pintura histórica, la primera en la jerarquía de las artes de Le Brun, Diderot escoge un pintor de bodegones (naturalezas muertas), el nivel más bajo de la pintura según la Academia, como su paladín contra el rococó y el academicismo: Jean-Baptiste Simeón Chardin (1699-1779). Sobre su famosa pintura La Raya, Diderot escribirá:


“Después de que mi hijo hubiera copiado y recopiado este fragmento, lo ocuparía en La Raya desollada del mismo maestro. El objeto es repugnante, pero es la carne misma del pescado, es su piel, es su sangre; el aspecto real de la cosa no impresionaría más. Señor Pedro, mirad bien este pedazo, cuando vayáis a la Academia, y aprended, si podéis, el secreto de salvar por medio del talento la repugnancia de ciertas naturalezas.” (“Salón de 1763”. Denis Diderot).

Según Graham-Dixon, lo que Diderot vio en Chardin fue lo contrario del altisonante discurso moral de la Academia al servicio de los reyes absolutos y su proyecto de Estado nacional y, también, de la ampulosidad y lujuria visual del rococó. La pintura de bodegones, tal como la hacía Chardin, mostraba la vida del hombre común, sin afectaciones, sin lujos, sin retórica. Se trataba de un arte sobre el habitar humano. Los bodegones de Chardin no eran simples colecciones de objetos: eran una forma de decir qué significa la vida y el mundo para el artista y el observador afín, a través de cómo se pintaba determinados objetos y se cómo componía la escena. Visto así, La Raya hubiese servido tan bien a Heidegger para su explicación existencial del arte, como Los Zapatos de Van Gogh.

Cuando acaeció la Revolución Francesa, el pintor Jaques-Louis David presentó una moción contra la Academia y esta fue disuelta. Durante la Restauración monárquica luego de la caída de Napoleón, fue sustituida por la Academia de Bellas Artes, que funciona hasta la actualidad.

Justamente David fue el que comenzó a usar los recursos académicos y la tradición iconográfica occidental, para sacralizar a los líderes revolucionarios, como sucedió con su obra La muerte de Marat. El neoclasicismo de corte académico sería el arte de la revolución y también el del imperio.


Durante el período napoleónico, el proyecto artístico de representación de los ideales y características del Estado Nación y de la glorificación de sus héroes, se profundizó. La pintura de David Napoleón cruzando Los Alpes (antes señalada), simbólicamente muestra al héroe revolucionario conduciendo al brioso y casi indómito pueblo francés en pos de una gran hazaña. Esta imagen será imitada por todos aquellas naciones liberadas por un héroe de tipo bonapartista, especialmente en Sudamérica.

En una pintura equivalente de Tito Salas, Retrato ecuestre de El Libertador, el caballo (pueblo) parece ya domeñado, aparentemente domesticado, pero sí ciertamente cansado. Aunque todavía no se le obliga a torcer la cabeza anti naturalmente a la izquierda (¿al poniente?), como se hará con el caballo blanco del Escudo Nacional en la Quinta República.


Las imágenes que necesita el naciente Estado revolucionario, y luego el imperio, ya no eran sólo la identificación con el Estado Nación, sino la propuesta de un hombre nuevo, de un nuevo Estado, de nuevos tiempos, tiempos de cambios radicales, y, siguiendo la tradición de Le Brun, eso debía ser representado y glorificado en el héroe máximo revolucionario: Napoleón. La legitimación de la sangre y la religión del rey absoluto, es trocada por la voluntad indómita del genio moderno. Su voluntad da una dirección (un remedo de sentido) al pueblo bestial (el caballo) que el héroe domestica y disciplina. La voluntad general, tan cara a la idea del nuevo régimen, tiene que ser unificada y ordenada por el genio, aunque éste, para lograr su objetivo, tenga que hacer uso del terror y la leva general, los prolegómenos de la movilización total.

La forja de esa voluntad ciclópea necesita la guerra, ya que esta es el nuevo crisol donde se forman los líderes del Estado moderno, y, como señala Bataille, donde se revela la esencia del Estado Nación: la pugna por prevalecer sobre los otros Estados nacionales. Para la revolución es crucial que existan innumerables enemigos externos sobre los cuales proyectar amenazas y justificar errores propios. La guerra unifica más a la nación en torno a sus líderes que cualquier ideología o doctrina. La nueva aristocracia napoleónica surge de la guerra, no de la sangre.

Recordemos que la Guerra de Troya comienza por la disputa provocada por Eris (Discordia) entre Afrodita, Atenea y Hera, para ser elegida la diosa más bella del Olimpo. La triunfadora es Afrodita, diosa del amor y la belleza. Ella será una de las diosas que apoyará a los troyanos en la guerra contra los aqueos, que, en retaliación por su fracaso ante Afrodita, serán favorecidos por Hera y Atenea. La derrota troyana, la muerte de Paris, el amor de la bella Helena, y la captura de ésta por su esposo Menelao, significan también la derrota de Afrodita. Se puede intentar glorificar la guerra, más, es imposible hacerla bella.

En un giro sarcástico, la Revolución Francesa si puede proclamar: “Yo, la muerte, también soy la revolución”, primero, por el terror rojo de Robespierre, y luego, por las interminables guerras revolucionarias y napoleónicas. Pero la revolución puede aceptar eso porque la muerte de los enemigos (terror) es parte de la gran limpieza necesaria para construir el siempre futuro paraíso terrenal; y la muerte de los correligionarios es el precio que hay que pagar para acceder a ese Jardín del Edén del porvenir, siempre y cuando sea una muerte heroica, ejemplar. (5)

Si el Ego del soberano absoluto se identificaba con el Estado, el Ego del líder revolucionario se identifica con el nacimiento de una sociedad nueva y triunfante, con ser el portavoz del remedo de destino del mundo moderno: el progreso. Nace así el imperialismo justificado en la liberación de los pueblos, que en el Siglo XX será el gran legitimador de las ambiciones más desbocadas de los poderes surgidos de la movilización total.

La obsesión de Bonaparte con Egipto, que hará que su expedición al país del Nilo sea militar y, a la vez, artística y científica, quizá estriba en que comprendió como ninguno, que el arte del nuevo Estado revolucionario, centrado en un nuevo tipo de Emperador (un soberano popular, despótico y liberador al mismo tiempo), tenía que ser colosal, enorme, para impactar y subyugar a las masas. El neoclasicismo se convirtió, a partir de ahí, en el arte por excelencia de los Estados Nación, especialmente de los más poderosos.

Si el Rey Sol y su proyecto de Estado nacional parte del olvido del libre pensamiento y del pensamiento trágico de Montaigne y Poussin, el arte neoclásico al servicio del Estado revolucionario y el Primer Imperio, proseguiría en la senda de ese olvido, al que sumaría el de un arte del habitar humano, esbozado en los bodegones de Chardin. No es extraño que se pueda trazar una línea de afinidad estilística, pero también filosófica entre Poussin, Chardin y Cezanne.

Por supuesto, Chardin no fue el único artista en seguir un camino divergente frente al academicismo estatal. Incluso artistas que quisieron servir al proyecto absolutista, como los primeros cuadros de David encargados por Luis XVI (Juramento de los Horacios y Los líctores llevan a Bruto los cuerpos de sus hijos), o las pinturas que Napoleón encargó a Antoine-Jean Gros (1771-1835) para glorificarlo (Bonaparte visitando a los apestados y La batalla de Eylau), fracasaron en sus intentos porque en su fuero interno estos artistas no estaban convencidos de la probidad de tales encargos.

David no creía por aquel entonces, que el Estado absolutista y sus ambiciones imperiales merecieran el ya secular sacrificio del pueblo llano. Gros, por su parte, ponía en tela de juicio la glorificación del héroe ante los horrores estremecedores de la guerra.

Después de la Restauración monárquica, el romanticismo pictórico francés seguirá rondando en torno al gran héroe romántico abatido: Bonaparte. El gran Ego heroico aparece ahora derrotado y solitario. Sea a través del escapismo, la melancolía o la euforia momentánea, los artistas románticos tienen que lidiar con un “yo” que pierde terreno y con una voluntad mermada y alicaída.

En esa atmósfera de abatimiento e incertidumbre aparece La balsa de la Medusa de Théodore Géricault (1791-1824), con la cual irrumpe el romanticismo por la puerta grande del escenario francés. La pintura trata sobre el naufragio de la fragata francesa “Medusa”. En una pequeña balsa improvisada. 147 personas pasaron 13 días antes de ser rescatados. Sólo sobrevivieron 15, habiendo soportado hambre, sed, y sufrido episodios de locura y canibalismo. Se trató de un escándalo comparable al que años después suscitaría en el Imperio Británico la pérdida de los navíos “Erebus” y “Terror”, conducidos por Sir John Franklin, y cuyo pathos inquietante sería destilado exquisitamente en El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad.

Théodore Géricault: La balsa de la Medusa

Pero, mientras la desaparición de la expedición de Franklin suscitó un escándalo desde el punto de vista del papel que creía tener Gran Bretaña como puntal de la civilización occidental, el naufragio de la “Medusa” provocó en Francia más bien un escándalo político, ya que se culpó al capitán de incompetencia y éste había sido nombrado por la recién instaurada monarquía de Luis XVIII. La pintura de Géricault hace patente que el fracaso del gran Ego y su poder de voluntad (Napoleón) es también el fracaso del Estado: la nación francesa se hallaba a la deriva, perdida, sin horizonte de sentido alguno.

La pintura venezolana del Siglo XIX es indudablemente academicista, y en sus grandes obras históricas obedece al proyecto de erigir una Nación Estado republicana en estas tierras equinocciales, a imagen y semejanza de la Francia revolucionaria. Juan Lovera, Martín Tovar y Tovar, Antonio Herrera Toro, Arturo Michelena y Cristóbal Rojas, son los grandes representantes de este movimiento, que se prolongará hasta el Siglo XX en Tito Salas, principalmente.

Ahora bien, ¿hay en nuestra pintura, previa al modernismo, algo parecido a Et in Arcadia Ego, a La raya, a La balsa de la Medusa? ¿Hay atisbos de un pensamiento trágico, un arte del habitar y una consciencia del fracaso irremediable del Estado Nación, en nuestra plástica decimonónica, una especie de sombra del academicismo triunfalista y rimbombante?
Yilda Conquista y Roberto Chacón
(Continuará…)

Notas:
(1) “Laputa”, la isla voladora descrita en Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swiff. Los habitantes de Laputa se dedican más a pensar proyectos que a ponerlos en ejecución.
(2) La Tercera Sinfonía de Beethoven, llamada “Heroica”, estuvo dedicada en un principio a Napoleón Bonaparte, el “Libertador de Europa”, pero cuando éste se coronó Emperador, Beethoven, como muchos otros republicanos, entre ellos Bolívar, se disgustó mucho y tacho la dedicatoria de su sinfonía.
(3) A la que seguiría en los años cincuenta una obra de Pedro Centeno Vallenilla.
(4) “La Venus criolla” es la gran obra del escultor Alberto Soria, personaje principal de Ídolos rotos. Al final de la novela, la escultura es profanada y mutilada por la soldadesca de una revolución triunfante que se ha acuartelado en la Escuela de Bellas Artes de Caracas.
(5) Graham-Dixon afirma que La muerte de Sardanápalo de Eugene Delacroix, es su visión delirante de cómo debió ser realmente el fin de Bonaparte: una orgía sacrificial de sangre y destrucción.




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