EL ZORRO
Y EL CENTAURO (IV)
El
pensamiento de Virilio nos hace estar alerta y reflexionar sobre las siempre
supuestas “bondades” de nuestra “civilización” material. Civilización, que,
consecuente con sus antepasados en occidente, la Roma imperial y, antes, en el
modelo militarista espartano, esconde, bajo su “civilidad” supuesta, al modelo
militar, que al haber empapado con sus lógicas de seguridad, control y
velocidad, a la ciudad (urbanismo militarizado) y al ciudadano (valorado más
por sus deberes militares y productivos que por sus derechos), condiciona toda
la vida civil al modelo castrense implícito en la concepción y pervivencia de
las naciones-estado. Hay que hacer notar la abismal diferencia entre las
revelaciones de Virilio, y el “Disneyworld-fast food” que nos venden políticos,
mass-media y hasta el New Age, los cuales, parafraseando a Marx, se han
convertido en una especie de farmacia global de psicotrópicos de los pueblos,
los pilares de una verdadera “matrix” en ciernes.
Ante
todo, el modelo militar ha hecho suyo el fenómeno de que la velocidad destruye.
De modo que la moderna tiranía es una dictadura de la velocidad
(tele-vigilancia, trazabilidad de los individuos, control de la información,
procedimiento de simulación de la realidad para distorcionar lo real, etc.). La
velocidad y la aceleración uniforman, conducen a la inercia, no permiten
pensar, no dan tiempo para la reflexión, de modo que cada vez con más
frecuencia reaccionamos lo más rápidamente posible a través de reflejos
previamente condicionados. La velocidad además, gracias a su puesta en escena
tecnológica, crea un funesto matrimonio entre progreso y catástrofe. Por
ejemplo, las operaciones financieras se mueven ahora casi instantáneamente, de
manera que su cercanía al umbral de la crisis y el caos es permanente.
Como
Rommel hizo patente en su Tour por Francia en 1940, la sorpresa es la gran arma
que deriva de la velocidad. La sorpresa se une entonces a la parafernalia del
terror. El terror es, junto a la leva masiva e indiscriminada del pueblo para
la guerra, dos “innovaciones” de la revolución francesa, el acontecimiento que
abre nuestra contemporaneidad. Luego, el nazismo alemán, movimiento que disloca
la fe colectiva en la modernidad y sus ideas ilustradas, hará de la velocidad y
la sorpresa, no sólo de sus ejércitos, sino también el inducido por su aparato
de propaganda, elementos para el máximo terror, conjuntamente con la guerra
total (donde los objetivos civiles son de igual o mayor importancia que los
militares) y su consecuencia más terrorífica: el exterminio.
La
propaganda hace de la “verdad” la primera víctima de cualquier conflicto. La
guerra fría no hizo más que profundizar los modelos y la tecnología de
manipulación y condicionamiento que perseguían los doctrinarios de la
propaganda nazi, a través del desarrollo de la publicidad y las comunicaciones,
sumando “con honores” a los mass-media al complejo
tecnológico-militar-industrial. Hoy el engaño, burla, sorpresa y decepción del
enemigo (todos nosotros, pues se trata de una guerra total y global) se logra
instantáneamente por vía mediático-tecnológico-industrial. Y por esa misma vía
se propagan todos los terrores inimaginables agenciados por el mismo modelo
militar: terror nuclear, terror a crisis sanitaria, terror al colapso del
sistema, terror a catástrofe ecológica, miedo al terrorismo, a los inmigrantes,
a la inseguridad, etc.
La
simultaneidad global de emociones que se logra a través de los mass media, los
satélites artificiales e internet, preparadas de antemano gracias al miedo
administrado, está creando un peligroso reflejo condicionado a nivel mundial,
que conduce, a través de una sintaxis convincente de imágenes e informaciones
hábilmente programadas, manipuladas y descontextualizadas, a consensos
temporales globales lo suficientemente estables como para poner en
funcionamiento aparatos político-militares “relámpagos” (resoluciones de la
ONU, declaraciones conjuntas de los líderes mundiales, bloqueos
económico-informativos, bombardeos, invasiones, etc.). Ahora no son las
opiniones las que son “uniformizadas” sino las emociones.
Nuestra
contemporaneidad está marcada por el modelo militar: Guerras de 1era generación
(armas de fuego e industrialización de las mismas), que llegaría a su cenit con
las guerras napoleónicas; guerras de 2da generación (movilización masiva y
maquinaria bélica de alto poder), cuya cúspide fue la 1era Guerra Mundial;
guerras de 3era generación (ejércitos mecanizados y alta tecnología de guerra),
cuya “apertura” y modelo lo encontramos en la blitzkrieg; y guerras de 4ta generación, que incluyen guerra
asimétrica, guerra psicológica, guerra de baja intensidad, guerra sucia, guerra
mediática, guerra económica, terrorismo, y un largo etc. Puede también verse
esta “escalada” como una progresión hacia la totalización y globalización de la
guerra, que de ser un acontecimiento que no involucraba directamente a todos
los individuos de los pueblos en conflicto, ha terminado por involucrarlos de
tal manera que ahora son el objetivo mismo y final de toda actividad bélica.
Si
la guerra de 1era generación movilizó la mano de obra para fines bélicos y la
de 2da magnificó industrialmente el poder de fuego (industrializó la muerte);
las de tercera, con su capacidad de maniobra y velocidad, comenzaron a tener
como blanco esa misma mano de obra y la base industrial del enemigo,
finalizando por atacar sus bases de sustento y supervivencia, y su moral de
combate, cosa que las de cuarta han extendido de tal manera que hoy sabemos que
la guerra ya no tiene restricciones de ningún tipo (ni éticas, ni económicas,
ni ecológicas, etc.), que es “ilimitada”, y que por lo tanto es inseparable de
nuestro devenir “civilizatorio”, que a decir de Albert Camus, se basa
justamente en la desmesura y la unilateralidad.
El
inicio de este proceso va aparejado con el final de las sociedades de corte
tradicional (basadas en la estructura de castas* y estados despóticos) y el
inicio de la sociedad de clases, con su guerra económico-social implícita (por
la distribución de los bienes y excedentes industriales). La “aceleración de la
historia” (hoy vertiginosa) comienza allí, puesto que la misma consigue su
“motor” en la “lucha de clases”. Bajo esta concepción de la dinámica social,
sólo hay tres salidas para el modelo militar (una cuarta es impensable: el
exterminio global): el mantenimiento del modelo tal cual funciona ahora
(inter-dependencia; inter-conexión; libre comercio -libre guerra económica-;
mercado global; democracia limitada, sociedad de consumo, etc.); la opción
totalitaria, que es la vuelta a una sociedad de castas y estados despóticos con
medios de dominación tecnológicos; y la lucha revolucionaria que pondría fin a
la sociedad de clases, y por ende a la guerra perpetua que le es concomitante.
Desgraciadamente el peligro fundamental del modelo militar es que no se puede combatir,
a condición de que se le reproduzca (fuego contra fuego genera más fuego; toda
victoria en el Juego del Maestro es una victoria del Maestro del Juego).
Como
Freud observó, hay dos “masas artificiales” que se mantienen a lo largo de los
avatares de la historia: la Iglesia y el ejército, de modo que un ejército
revolucionario difícilmente se disolverá en una “nueva sociedad”, y con éste
tenderá a perpetuarse el modelo militar y todo lo que éste agencia y
posibilita. La historia nos señala precisamente que la expansión del modelo
militar está íntimamente ligado a las revoluciones y sus idearios: vanguardia
de la revolución, pueblo en armas, ciudadanos-soldados, estado de excepción por
motivos bélicos, guerra revolucionaria de liberación, revolución mundial, etc.
Usando la idea del poder según Michael Foucault, el poder militar es un “campo”
donde se ejercen fuerzas sobre resistencias –asimetría de flujos. A más poder,
más resistencia, así se mantiene la funcionalidad del campo. El que las
resistencias se conviertan en centros de poder y los anteriores centros en
resistencias, no altera significativamente el campo descrito. De modo que puede
comprenderse que las revoluciones que no cuestionan el modelo militar
“implícito” terminan o en regímenes despóticos (como los socialismos reales que
devinieron en capitalismos burocráticos) o se reintegran en sociedades de
capitalismo de mercado.
Nuestra
civilidad, debido al modelo militar -que se sostiene a través de la triada
capitalismo, patriarcalismo y tribalismo-, está repleta de pugnas entre
individuos a todos los niveles, de guerra de grupos y clases, de sexos, de
generaciones, de etnias, pueblos y culturas, de guerra económica entre empresas
y naciones (que han puesto de moda entre los gerentes los pensamientos
estratégicos y tácticos de Sun Tzú –Sunzi-, Clausewitz y Pancho Villa);
haciendo del prejuicio maniqueo de “ganadores y perdedores” un ideal de
relación humana. Tan es así, que las ideas de comunidad y sociedad, en nuestro
mundo moderno, están reñidas con lo que estas palabras significan en esencia.
Tal es la preeminencia del modelo militar en nuestra contemporaneidad, que
algunos describen nuestras sociedades como “sociedades bajo ocupación
(militar)”.
El
individualismo feroz y atomizado que ostentamos como civilización, no es sino
otra forma de decir cultivo desmesurado del Ego, egolatría y egoísmo
magnificados. La idea de “ganar” es siempre un refuerzo para todo Ego (“el
triunfador”). La imagen, la autoestima, el ánimo de alguien se resiente
profundamente si “pierde” en alguna actividad. El capitalismo (o la economía
bajo el modelo militar implícito) ostenta como máxima presea “la ganancia”.
Como ya se sabe, en este sistema las ganancias se privatizan y las pérdidas se
socializan. Además, habría muy poca “ganancia” en los balances anuales de
empresas y naciones, si se sumaran a estos los costes sociales, humanos y
ecológicos de las actividades económicas, la mayoría basada en la guerra de
rapiña sobre la fuerza laboral, el buen vivir colectivo y la naturaleza. Este
modelo desalmado de guerra total fratricida basado en la hipertrofia del Ego
individualista, no es sino un esquema de “perder-perder”, donde perdemos todos,
con la condición de que nadie se dé cuenta, de que no haya “consciencia de
fracaso” (indispensable en todo “cuidado del alma”); o de saber, como decía el
maestro de Taijiquan Zheng-Manquin, lo importante que es para el arte de
conocerse uno mismo (y estar en paz consigo mismo), el “invertir en la
pérdida”.
Una
paradoja de toda colectividad cuyos valores se identifican con la hipertrofia
del Ego, es que éste es de por sí solo una marca de identidad, una máscara de
hierro social sobrepuesta, como una camisa de fuerza, al micro-cosmos polimorfo
que cada hombre es, confeccionada y reproducida colectivamente con fines de
aceptación y funcionalidad gregarios. Por ende, el individualismo colectivista
es lo más ajeno que existe del proceso de individuación (el descubrimiento y
cultivo profundo de lo que cada quien es), tendiendo, por el contrario, al rechazo
de todo lo extraño y diferente que es inherente a cada persona, y, por
proyección, a alimentar el impulso de aniquilación y exterminio de todo lo se
considera diferente y extraño a nuestras sociedades normalizadas.
Las
guerras de 4ta generación, como su núcleo, la guerra asimétrica, fueron
diseñadas como estrategias de disuasión, de modo que un agresor tenga que darse
por derrotado, al ser más costosa para éste, desde todo punto de vista,
continuar la guerra que buscar la paz. Sin embargo, debido a los procesos de
puesta al día y apropiación típicos del campo militar, esas estrategias están
siendo estudiadas por los países más fuertes, de modo que, en beneficio de sus
armadas, resulte más costoso a un rival determinado hacer la guerra, que
rendirse al agresor. El combate Tai Chi enseña que la mejor disuasión es
aquella donde el agresor, al formar una unidad (Tao) con el agredido, recibe
gracias a la alquimia del arte marcial, la misma dosis de dolor o más, de
aquella que intento infligir. En el Tai Chi, prácticamente, el daño lo recibe
el agresor de sí mismo. Esto es un ejemplo magnífico de la transmutación que
cada ser humano y cada sociedad debe lograr respecto a sus propios impulsos de
violencia y destrucción, de manera que entendamos profundamente que la
verdadera derrota que puede aniquilarnos es la permisividad e inconsciencia
respecto a la violencia indiscriminada y las condiciones de posibilidad de la
guerra.
Debemos
señalar también que en el Tai Chi no se cultivan los reflejos condicionados (resultado
de estímulos cada vez más acelerados), sino la espontaneidad creativa que surge
del Dan Tien, así como la más refinada sensibilidad para poder conectarse
profundamente con el oponente y anticiparse a sus reacciones. Por eso y otras
razones, el Tai Chi es un arte marcial de paz, que tiene por norte la disuasión
más elemental, sanadora y pedagógica.
Cuando
una persona, una pareja o un colectivo logran hacerse una unidad holística, un
Tao (en términos chinos), donde la energía fluye libremente y alimenta al todo
viviente, estamos frente a un esquema “ganar-ganar”, como dos amantes al hacer
el amor, donde cada uno se realiza en el placer y éxtasis del otro. Esa unidad
se logra no por represión u ocultamiento de las diferencias, sino por su
aceptación integral dentro de la dinámica armónica ampliada en la cual nos
vamos realizando en conjunto. El trabajo en parejas del Tai Chi, por ejemplo,
nos enseña que esto es posible desde nuestra más básica corporeidad, desde el
centro mismo de nuestro diseño gravitatorio terráqueo.
Es
interesante conocer el ambiente político-cultural donde se gestó y se propagó
el arte del Tai Chi Chuan. Los chinos, desde hace milenios estaban conscientes
del tamaño de su nación y de las riquezas de su civilización, así como de la extrema
vulnerabilidad que ello conlleva. Esto los había llevado al rechazo de los
merodeadores extranjeros, sobre todo los pueblos nómadas provenientes de la
estepa. La solución militar fue la construcción de la Muralla China, que causó
costos onerosos en vidas humanas y en la economía, que no logró detener a los
pueblos ”bárbaros”, y que además, como peor consecuencia, terminó encerrando a
los chinos dentro de sus fronteras, aislándolos del contacto fructífero con
otros pueblos y culturas. Cuando el Tai Chi llegó a la corte imperial de
Beijing, en el siglo XIX, los chinos cultos estaban convencidos que el modelo
militar había fracasado, y que fracasaba en ese entonces frente a los agresivos
imperios occidentales; pero el arte del Tai Chi les mostraba que se debía
apostar no por una solución militar (rechazar a los invasores), sino por una
solución CULTURAL: la cultura china debía seguirse cultivando y refinando de
tal modo que fuera superior a la de los extranjeros, pero no en tecnología o
armas, sino en cohesión armónica, en las artes del buen vivir y en tesoros para
el alma (como el mismo Tai Chi Chuan), de modo que cualquier invasor terminara
como los mongoles, asimilado a su exquisita cultura milenaria y defendiendo
como propios sus valores.
Hay
que advertir, dado que hablamos de Tao y de unidad de contrarios, que el
desmontaje del modelo militar no tiene que pasar por la desaparición total de
lo castrense en sí (peligroso por unilateral), sino de una mesura profunda de
dicho “orbe”, poniéndolo bajo tutela del mundo civil (de lo civil libre del
modelo militar) y no al contrario, como pasa actualmente (donde no hay plena
consciencia de este proceso, oculto bajo una civilidad dominada por las lógicas
militares). Esto pasa no sólo por un potenciamiento de la propia civilidad,
sino en un desmontaje de la industria como maquinaria de alta potencia
(transformable en alto poder de fuego), y por supuesto, del complejo
armamentista industrial-tecnológico-mediático; de los sistemas que transforman
al ciudadano en hombre-masa (como el Metro de Caracas); agenciando en cambio
una tecnología que sirva para el cultivo integral del hombre y no al control
totalitario, a la “inteligencia” del armamento y a la aniquilación masiva; una
economía sustentable que permita la recuperación de la biosfera y sus
ecosistemas; unos mass-media que sean más polimorfos, perspectivistas y
substanciosos, y menos unidireccionales y uniformadores; un urbanismo para el
buen vivir y no para maximizar la producción y la velocidad, en una reglamentación
civilizada de la posibilidad y modo del hecho bélico, en el cual, lo civil ya
no sea de ninguna manera objetivo de ataque (ni físico, ni psicológico, etc.).
Todo esto obliga a repensar el Estado (y su monopolio de la violencia), el
Ejército (el cuerpo armado del Estado), las empresas y corporaciones,
organizadas a semejanza de unidades militares y flotas de corsarios, la
competencia como guerra económica de baja intensidad, y un largo etc.
Hoy
día, bajo la ideología de la “guerra sin restricciones”, los “caballeros de la
guerra”, como Manfred von Richthofen (el “barón Rojo”), Paul Emil Letow-Vorveck
y Erwin Rommel, entre los más conocidos, se toman como arcaísmos del pasado.
Pero quizá, en una civilización deslastrada del modelo militar, la única forma
de no ser un criminal de guerra desalmado en el marco de un conflicto, será la
de ser, en el sentido más cabal del término, un caballero.** Es decir, un
soldado formado auténticamente (y paradójicamente) para la paz, y no un
exterminador, que por motivos de moralina propagandística termina poniéndole
una curita a los contrarios que acaba de destripar, como se señala en el filme Apocalipsis Now, de Francis Ford
Coppola.
Virilio
hace énfasis en que la opción no es desacelerar, porque el problema de fondo de
la velocidad y la aceleración generalizada estriba en su uniformidad y
unilateralidad, en la destrucción y dislocación de los ritmos y tempos, tanto
vitales y naturales, como sociales y productivos.
“–Debemos reflexionar sobre el ritmo. Como en la música, nuestra sociedad debe reencontrarse con el ritmo. La música encarna perfectamente una política de la velocidad. A través de los tempos, el ritmo, la música es la encarnación misma de la política de la velocidad. Debemos elaborar una musicología de la vida. El problema no consiste tanto en aminorar la velocidad, sino en inventar ritmos sociales, políticos o económicos que funcionen. De lo contrario terminaremos en la inercia, es decir, en la lentitud y la parálisis más grandes que las de las sociedades del pasado, las sociedades sedentarias, rurales. De hecho, no necesitamos una visión revolucionaria sino una suerte de fuerza de revelación.” “Política, velocidad y miedo”. Entrevista a Paul Virilio. Por Eduardo Febbro. / Filosofiauruguaya.spruz.com
El
centro de toda cultura son los mitos primordiales y el entramado que los une a
las diversas y múltiples historias de los hombres. Los mismos son resguardados,
fecundados y refinados por el arte. He ahí la importancia del arte para toda
cultura viva y vivificante, para el quehacer sano del alma colectiva. Virilio
señala la importancia de la música en cuanto elabora estructuras apasionantes
de ritmos y tempos, que ayudaría a liberarnos de la unidimensionalidad,
aturdimiento y achatamiento producido por la velocidad y la aceleración. El
arte marcial*** también trabaja sobre ritmos, tempos y armonías; de hecho, lo
que da superioridad al guerrero marcial sobre cualquier contendor no entrenado
es la imposición de su propio ritmo -armónico e integral- al combate, de manera
que el rival, sometido a un ritmo que no es el suyo y lo avasalla, está vencido
de antemano. El arte del Tai Chi, entonces, cultivado por “guerreros de la paz
interior”****, también puede colaborar en este cuidado personal y colectivo de
los ritmos, las armonías y los tempos, para crear espacios libres de las
compulsiones del modelo militar y su obsesión por la velocidad y la aceleración
puras.
(Continuará…)
*En
las sociedades de castas, la guerra sólo es patrimonio de la casta de los
guerreros.
**Muchas
artes marciales poseen códigos de protección del rival, especialmente el Tai
Chi. De modo que se corresponden con una concepción del mundo donde los valores
condicionan los fines. Lo “caballeresco” está en sintonía con ese modo íntegro
de pensar y sentir. En nuestro mundo nihilista, donde los valores se consiguen
al final, y por tanto, no importa qué fin se use para lograrlos, esto se ve
como un arcaísmo inútil, elegante pero inefectivo, porque lo importante es
vencer y aniquilar.
***Lo
marcial y lo militar no son sinónimos. Son maneras muy diferentes de abordar el
hecho bélico y la violencia que le es inherente. El arte marcial oriental, que
junto a otras artes forman el conjunto de los caminos o vías de
autorrealización e individuación, donde la auto disciplina señala el respeto
hacia uno mismo y al cosmos al que se pertenece, son las antípodas de lo
“militar” moderno, donde la disciplina impuesta destruye el alma del soldado,
para convertirlo en hombre-masa, y luego en asesino en masa, de modo que pueda
ser usado como mero engranaje de la maquinaria bélica de exterminio.
****El
guerrero es otra modalidad de ser, ante el hecho bélico, totalmente diferente
de lo militar (en cambio, coincidente con el arte marcial). El guerrero
arcaico, tenía que pasar por un arduo proceso interior, por el cual dejaba de
temer a la muerte porque reconocía la muerte dentro de sí mismo, “aprendía a
morir”, para poder vivir en el campo de batalla. En el marco de esa tradición,
el guerrero Tai Chi quiere vencer en sí mismo la duda, la contradicción, la
separación, la desunión. Busca la muerte de su Ego –eje de todas las
escisiones- para poder religarse consigo mismo y con lo Otro. Y, como dijera
Sócrates, al aprender a morir también aprende a vivir mejor.
Roberto Chacón
Nei Dan Magazine No. 360 (24-04-12)
Sección: "Artículos"
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