martes, 1 de octubre de 2019

ARTÍCULOS DEL ARCHIVO NEI DAN (Magazine No. 608)


EL ZORRO Y EL CENTAURO (IV)


El pensamiento de Virilio nos hace estar alerta y reflexionar sobre las siempre supuestas “bondades” de nuestra “civilización” material. Civilización, que, consecuente con sus antepasados en occidente, la Roma imperial y, antes, en el modelo militarista espartano, esconde, bajo su “civilidad” supuesta, al modelo militar, que al haber empapado con sus lógicas de seguridad, control y velocidad, a la ciudad (urbanismo militarizado) y al ciudadano (valorado más por sus deberes militares y productivos que por sus derechos), condiciona toda la vida civil al modelo castrense implícito en la concepción y pervivencia de las naciones-estado. Hay que hacer notar la abismal diferencia entre las revelaciones de Virilio, y el “Disneyworld-fast food” que nos venden políticos, mass-media y hasta el New Age, los cuales, parafraseando a Marx, se han convertido en una especie de farmacia global de psicotrópicos de los pueblos, los pilares de una verdadera “matrix” en ciernes.

Ante todo, el modelo militar ha hecho suyo el fenómeno de que la velocidad destruye. De modo que la moderna tiranía es una dictadura de la velocidad (tele-vigilancia, trazabilidad de los individuos, control de la información, procedimiento de simulación de la realidad para distorcionar lo real, etc.). La velocidad y la aceleración uniforman, conducen a la inercia, no permiten pensar, no dan tiempo para la reflexión, de modo que cada vez con más frecuencia reaccionamos lo más rápidamente posible a través de reflejos previamente condicionados. La velocidad además, gracias a su puesta en escena tecnológica, crea un funesto matrimonio entre progreso y catástrofe. Por ejemplo, las operaciones financieras se mueven ahora casi instantáneamente, de manera que su cercanía al umbral de la crisis y el caos es permanente.

Como Rommel hizo patente en su Tour por Francia en 1940, la sorpresa es la gran arma que deriva de la velocidad. La sorpresa se une entonces a la parafernalia del terror. El terror es, junto a la leva masiva e indiscriminada del pueblo para la guerra, dos “innovaciones” de la revolución francesa, el acontecimiento que abre nuestra contemporaneidad. Luego, el nazismo alemán, movimiento que disloca la fe colectiva en la modernidad y sus ideas ilustradas, hará de la velocidad y la sorpresa, no sólo de sus ejércitos, sino también el inducido por su aparato de propaganda, elementos para el máximo terror, conjuntamente con la guerra total (donde los objetivos civiles son de igual o mayor importancia que los militares) y su consecuencia más terrorífica: el exterminio.

La propaganda hace de la “verdad” la primera víctima de cualquier conflicto. La guerra fría no hizo más que profundizar los modelos y la tecnología de manipulación y condicionamiento que perseguían los doctrinarios de la propaganda nazi, a través del desarrollo de la publicidad y las comunicaciones, sumando “con honores” a los mass-media al complejo tecnológico-militar-industrial. Hoy el engaño, burla, sorpresa y decepción del enemigo (todos nosotros, pues se trata de una guerra total y global) se logra instantáneamente por vía mediático-tecnológico-industrial. Y por esa misma vía se propagan todos los terrores inimaginables agenciados por el mismo modelo militar: terror nuclear, terror a crisis sanitaria, terror al colapso del sistema, terror a catástrofe ecológica, miedo al terrorismo, a los inmigrantes, a la inseguridad, etc.

La simultaneidad global de emociones que se logra a través de los mass media, los satélites artificiales e internet, preparadas de antemano gracias al miedo administrado, está creando un peligroso reflejo condicionado a nivel mundial, que conduce, a través de una sintaxis convincente de imágenes e informaciones hábilmente programadas, manipuladas y descontextualizadas, a consensos temporales globales lo suficientemente estables como para poner en funcionamiento aparatos político-militares “relámpagos” (resoluciones de la ONU, declaraciones conjuntas de los líderes mundiales, bloqueos económico-informativos, bombardeos, invasiones, etc.). Ahora no son las opiniones las que son “uniformizadas” sino las emociones.

Nuestra contemporaneidad está marcada por el modelo militar: Guerras de 1era generación (armas de fuego e industrialización de las mismas), que llegaría a su cenit con las guerras napoleónicas; guerras de 2da generación (movilización masiva y maquinaria bélica de alto poder), cuya cúspide fue la 1era Guerra Mundial; guerras de 3era generación (ejércitos mecanizados y alta tecnología de guerra), cuya “apertura” y modelo lo encontramos en la blitzkrieg; y guerras de 4ta generación, que incluyen guerra asimétrica, guerra psicológica, guerra de baja intensidad, guerra sucia, guerra mediática, guerra económica, terrorismo, y un largo etc. Puede también verse esta “escalada” como una progresión hacia la totalización y globalización de la guerra, que de ser un acontecimiento que no involucraba directamente a todos los individuos de los pueblos en conflicto, ha terminado por involucrarlos de tal manera que ahora son el objetivo mismo y final de toda actividad bélica.

Si la guerra de 1era generación movilizó la mano de obra para fines bélicos y la de 2da magnificó industrialmente el poder de fuego (industrializó la muerte); las de tercera, con su capacidad de maniobra y velocidad, comenzaron a tener como blanco esa misma mano de obra y la base industrial del enemigo, finalizando por atacar sus bases de sustento y supervivencia, y su moral de combate, cosa que las de cuarta han extendido de tal manera que hoy sabemos que la guerra ya no tiene restricciones de ningún tipo (ni éticas, ni económicas, ni ecológicas, etc.), que es “ilimitada”, y que por lo tanto es inseparable de nuestro devenir “civilizatorio”, que a decir de Albert Camus, se basa justamente en la desmesura y la unilateralidad.

El inicio de este proceso va aparejado con el final de las sociedades de corte tradicional (basadas en la estructura de castas* y estados despóticos) y el inicio de la sociedad de clases, con su guerra económico-social implícita (por la distribución de los bienes y excedentes industriales). La “aceleración de la historia” (hoy vertiginosa) comienza allí, puesto que la misma consigue su “motor” en la “lucha de clases”. Bajo esta concepción de la dinámica social, sólo hay tres salidas para el modelo militar (una cuarta es impensable: el exterminio global): el mantenimiento del modelo tal cual funciona ahora (inter-dependencia; inter-conexión; libre comercio -libre guerra económica-; mercado global; democracia limitada, sociedad de consumo, etc.); la opción totalitaria, que es la vuelta a una sociedad de castas y estados despóticos con medios de dominación tecnológicos; y la lucha revolucionaria que pondría fin a la sociedad de clases, y por ende a la guerra perpetua que le es concomitante. Desgraciadamente el peligro fundamental del modelo militar es que no se puede combatir, a condición de que se le reproduzca (fuego contra fuego genera más fuego; toda victoria en el Juego del Maestro es una victoria del Maestro del Juego).

Como Freud observó, hay dos “masas artificiales” que se mantienen a lo largo de los avatares de la historia: la Iglesia y el ejército, de modo que un ejército revolucionario difícilmente se disolverá en una “nueva sociedad”, y con éste tenderá a perpetuarse el modelo militar y todo lo que éste agencia y posibilita. La historia nos señala precisamente que la expansión del modelo militar está íntimamente ligado a las revoluciones y sus idearios: vanguardia de la revolución, pueblo en armas, ciudadanos-soldados, estado de excepción por motivos bélicos, guerra revolucionaria de liberación, revolución mundial, etc. Usando la idea del poder según Michael Foucault, el poder militar es un “campo” donde se ejercen fuerzas sobre resistencias –asimetría de flujos. A más poder, más resistencia, así se mantiene la funcionalidad del campo. El que las resistencias se conviertan en centros de poder y los anteriores centros en resistencias, no altera significativamente el campo descrito. De modo que puede comprenderse que las revoluciones que no cuestionan el modelo militar “implícito” terminan o en regímenes despóticos (como los socialismos reales que devinieron en capitalismos burocráticos) o se reintegran en sociedades de capitalismo de mercado.

Nuestra civilidad, debido al modelo militar -que se sostiene a través de la triada capitalismo, patriarcalismo y tribalismo-, está repleta de pugnas entre individuos a todos los niveles, de guerra de grupos y clases, de sexos, de generaciones, de etnias, pueblos y culturas, de guerra económica entre empresas y naciones (que han puesto de moda entre los gerentes los pensamientos estratégicos y tácticos de Sun Tzú –Sunzi-, Clausewitz y Pancho Villa); haciendo del prejuicio maniqueo de “ganadores y perdedores” un ideal de relación humana. Tan es así, que las ideas de comunidad y sociedad, en nuestro mundo moderno, están reñidas con lo que estas palabras significan en esencia. Tal es la preeminencia del modelo militar en nuestra contemporaneidad, que algunos describen nuestras sociedades como “sociedades bajo ocupación (militar)”.

El individualismo feroz y atomizado que ostentamos como civilización, no es sino otra forma de decir cultivo desmesurado del Ego, egolatría y egoísmo magnificados. La idea de “ganar” es siempre un refuerzo para todo Ego (“el triunfador”). La imagen, la autoestima, el ánimo de alguien se resiente profundamente si “pierde” en alguna actividad. El capitalismo (o la economía bajo el modelo militar implícito) ostenta como máxima presea “la ganancia”. Como ya se sabe, en este sistema las ganancias se privatizan y las pérdidas se socializan. Además, habría muy poca “ganancia” en los balances anuales de empresas y naciones, si se sumaran a estos los costes sociales, humanos y ecológicos de las actividades económicas, la mayoría basada en la guerra de rapiña sobre la fuerza laboral, el buen vivir colectivo y la naturaleza. Este modelo desalmado de guerra total fratricida basado en la hipertrofia del Ego individualista, no es sino un esquema de “perder-perder”, donde perdemos todos, con la condición de que nadie se dé cuenta, de que no haya “consciencia de fracaso” (indispensable en todo “cuidado del alma”); o de saber, como decía el maestro de Taijiquan Zheng-Manquin, lo importante que es para el arte de conocerse uno mismo (y estar en paz consigo mismo), el “invertir en la pérdida”.

Una paradoja de toda colectividad cuyos valores se identifican con la hipertrofia del Ego, es que éste es de por sí solo una marca de identidad, una máscara de hierro social sobrepuesta, como una camisa de fuerza, al micro-cosmos polimorfo que cada hombre es, confeccionada y reproducida colectivamente con fines de aceptación y funcionalidad gregarios. Por ende, el individualismo colectivista es lo más ajeno que existe del proceso de individuación (el descubrimiento y cultivo profundo de lo que cada quien es), tendiendo, por el contrario, al rechazo de todo lo extraño y diferente que es inherente a cada persona, y, por proyección, a alimentar el impulso de aniquilación y exterminio de todo lo se considera diferente y extraño a nuestras sociedades normalizadas.

Las guerras de 4ta generación, como su núcleo, la guerra asimétrica, fueron diseñadas como estrategias de disuasión, de modo que un agresor tenga que darse por derrotado, al ser más costosa para éste, desde todo punto de vista, continuar la guerra que buscar la paz. Sin embargo, debido a los procesos de puesta al día y apropiación típicos del campo militar, esas estrategias están siendo estudiadas por los países más fuertes, de modo que, en beneficio de sus armadas, resulte más costoso a un rival determinado hacer la guerra, que rendirse al agresor. El combate Tai Chi enseña que la mejor disuasión es aquella donde el agresor, al formar una unidad (Tao) con el agredido, recibe gracias a la alquimia del arte marcial, la misma dosis de dolor o más, de aquella que intento infligir. En el Tai Chi, prácticamente, el daño lo recibe el agresor de sí mismo. Esto es un ejemplo magnífico de la transmutación que cada ser humano y cada sociedad debe lograr respecto a sus propios impulsos de violencia y destrucción, de manera que entendamos profundamente que la verdadera derrota que puede aniquilarnos es la permisividad e inconsciencia respecto a la violencia indiscriminada y las condiciones de posibilidad de la guerra.

Debemos señalar también que en el Tai Chi no se cultivan los reflejos condicionados (resultado de estímulos cada vez más acelerados), sino la espontaneidad creativa que surge del Dan Tien, así como la más refinada sensibilidad para poder conectarse profundamente con el oponente y anticiparse a sus reacciones. Por eso y otras razones, el Tai Chi es un arte marcial de paz, que tiene por norte la disuasión más elemental, sanadora y pedagógica.

Cuando una persona, una pareja o un colectivo logran hacerse una unidad holística, un Tao (en términos chinos), donde la energía fluye libremente y alimenta al todo viviente, estamos frente a un esquema “ganar-ganar”, como dos amantes al hacer el amor, donde cada uno se realiza en el placer y éxtasis del otro. Esa unidad se logra no por represión u ocultamiento de las diferencias, sino por su aceptación integral dentro de la dinámica armónica ampliada en la cual nos vamos realizando en conjunto. El trabajo en parejas del Tai Chi, por ejemplo, nos enseña que esto es posible desde nuestra más básica corporeidad, desde el centro mismo de nuestro diseño gravitatorio terráqueo.

Es interesante conocer el ambiente político-cultural donde se gestó y se propagó el arte del Tai Chi Chuan. Los chinos, desde hace milenios estaban conscientes del tamaño de su nación y de las riquezas de su civilización, así como de la extrema vulnerabilidad que ello conlleva. Esto los había llevado al rechazo de los merodeadores extranjeros, sobre todo los pueblos nómadas provenientes de la estepa. La solución militar fue la construcción de la Muralla China, que causó costos onerosos en vidas humanas y en la economía, que no logró detener a los pueblos ”bárbaros”, y que además, como peor consecuencia, terminó encerrando a los chinos dentro de sus fronteras, aislándolos del contacto fructífero con otros pueblos y culturas. Cuando el Tai Chi llegó a la corte imperial de Beijing, en el siglo XIX, los chinos cultos estaban convencidos que el modelo militar había fracasado, y que fracasaba en ese entonces frente a los agresivos imperios occidentales; pero el arte del Tai Chi les mostraba que se debía apostar no por una solución militar (rechazar a los invasores), sino por una solución CULTURAL: la cultura china debía seguirse cultivando y refinando de tal modo que fuera superior a la de los extranjeros, pero no en tecnología o armas, sino en cohesión armónica, en las artes del buen vivir y en tesoros para el alma (como el mismo Tai Chi Chuan), de modo que cualquier invasor terminara como los mongoles, asimilado a su exquisita cultura milenaria y defendiendo como propios sus valores.

Hay que advertir, dado que hablamos de Tao y de unidad de contrarios, que el desmontaje del modelo militar no tiene que pasar por la desaparición total de lo castrense en sí (peligroso por unilateral), sino de una mesura profunda de dicho “orbe”, poniéndolo bajo tutela del mundo civil (de lo civil libre del modelo militar) y no al contrario, como pasa actualmente (donde no hay plena consciencia de este proceso, oculto bajo una civilidad dominada por las lógicas militares). Esto pasa no sólo por un potenciamiento de la propia civilidad, sino en un desmontaje de la industria como maquinaria de alta potencia (transformable en alto poder de fuego), y por supuesto, del complejo armamentista industrial-tecnológico-mediático; de los sistemas que transforman al ciudadano en hombre-masa (como el Metro de Caracas); agenciando en cambio una tecnología que sirva para el cultivo integral del hombre y no al control totalitario, a la “inteligencia” del armamento y a la aniquilación masiva; una economía sustentable que permita la recuperación de la biosfera y sus ecosistemas; unos mass-media que sean más polimorfos, perspectivistas y substanciosos, y menos unidireccionales y uniformadores; un urbanismo para el buen vivir y no para maximizar la producción y la velocidad, en una reglamentación civilizada de la posibilidad y modo del hecho bélico, en el cual, lo civil ya no sea de ninguna manera objetivo de ataque (ni físico, ni psicológico, etc.). Todo esto obliga a repensar el Estado (y su monopolio de la violencia), el Ejército (el cuerpo armado del Estado), las empresas y corporaciones, organizadas a semejanza de unidades militares y flotas de corsarios, la competencia como guerra económica de baja intensidad, y un largo etc.

Hoy día, bajo la ideología de la “guerra sin restricciones”, los “caballeros de la guerra”, como Manfred von Richthofen (el “barón Rojo”), Paul Emil Letow-Vorveck y Erwin Rommel, entre los más conocidos, se toman como arcaísmos del pasado. Pero quizá, en una civilización deslastrada del modelo militar, la única forma de no ser un criminal de guerra desalmado en el marco de un conflicto, será la de ser, en el sentido más cabal del término, un caballero.** Es decir, un soldado formado auténticamente (y paradójicamente) para la paz, y no un exterminador, que por motivos de moralina propagandística termina poniéndole una curita a los contrarios que acaba de destripar, como se señala en el filme Apocalipsis Now, de Francis Ford Coppola.

Virilio hace énfasis en que la opción no es desacelerar, porque el problema de fondo de la velocidad y la aceleración generalizada estriba en su uniformidad y unilateralidad, en la destrucción y dislocación de los ritmos y tempos, tanto vitales y naturales, como sociales y productivos.

“–Debemos reflexionar sobre el ritmo. Como en la música, nuestra sociedad debe reencontrarse con el ritmo. La música encarna perfectamente una política de la velocidad. A través de los tempos, el ritmo, la música es la encarnación misma de la política de la velocidad. Debemos elaborar una musicología de la vida. El problema no consiste tanto en aminorar la velocidad, sino en inventar ritmos sociales, políticos o económicos que funcionen. De lo contrario terminaremos en la inercia, es decir, en la lentitud y la parálisis más grandes que las de las sociedades del pasado, las sociedades sedentarias, rurales. De hecho, no necesitamos una visión revolucionaria sino una suerte de fuerza de revelación.” “Política, velocidad y miedo”. Entrevista a Paul Virilio. Por Eduardo Febbro. / Filosofiauruguaya.spruz.com

El centro de toda cultura son los mitos primordiales y el entramado que los une a las diversas y múltiples historias de los hombres. Los mismos son resguardados, fecundados y refinados por el arte. He ahí la importancia del arte para toda cultura viva y vivificante, para el quehacer sano del alma colectiva. Virilio señala la importancia de la música en cuanto elabora estructuras apasionantes de ritmos y tempos, que ayudaría a liberarnos de la unidimensionalidad, aturdimiento y achatamiento producido por la velocidad y la aceleración. El arte marcial*** también trabaja sobre ritmos, tempos y armonías; de hecho, lo que da superioridad al guerrero marcial sobre cualquier contendor no entrenado es la imposición de su propio ritmo -armónico e integral- al combate, de manera que el rival, sometido a un ritmo que no es el suyo y lo avasalla, está vencido de antemano. El arte del Tai Chi, entonces, cultivado por “guerreros de la paz interior”****, también puede colaborar en este cuidado personal y colectivo de los ritmos, las armonías y los tempos, para crear espacios libres de las compulsiones del modelo militar y su obsesión por la velocidad y la aceleración puras.

(Continuará…)

*En las sociedades de castas, la guerra sólo es patrimonio de la casta de los guerreros.
**Muchas artes marciales poseen códigos de protección del rival, especialmente el Tai Chi. De modo que se corresponden con una concepción del mundo donde los valores condicionan los fines. Lo “caballeresco” está en sintonía con ese modo íntegro de pensar y sentir. En nuestro mundo nihilista, donde los valores se consiguen al final, y por tanto, no importa qué fin se use para lograrlos, esto se ve como un arcaísmo inútil, elegante pero inefectivo, porque lo importante es vencer y aniquilar.
***Lo marcial y lo militar no son sinónimos. Son maneras muy diferentes de abordar el hecho bélico y la violencia que le es inherente. El arte marcial oriental, que junto a otras artes forman el conjunto de los caminos o vías de autorrealización e individuación, donde la auto disciplina señala el respeto hacia uno mismo y al cosmos al que se pertenece, son las antípodas de lo “militar” moderno, donde la disciplina impuesta destruye el alma del soldado, para convertirlo en hombre-masa, y luego en asesino en masa, de modo que pueda ser usado como mero engranaje de la maquinaria bélica de exterminio.
****El guerrero es otra modalidad de ser, ante el hecho bélico, totalmente diferente de lo militar (en cambio, coincidente con el arte marcial). El guerrero arcaico, tenía que pasar por un arduo proceso interior, por el cual dejaba de temer a la muerte porque reconocía la muerte dentro de sí mismo, “aprendía a morir”, para poder vivir en el campo de batalla. En el marco de esa tradición, el guerrero Tai Chi quiere vencer en sí mismo la duda, la contradicción, la separación, la desunión. Busca la muerte de su Ego –eje de todas las escisiones- para poder religarse consigo mismo y con lo Otro. Y, como dijera Sócrates, al aprender a morir también aprende a vivir mejor.
Roberto Chacón
Nei Dan Magazine No. 360 (24-04-12)
Sección: "Artículos"



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