martes, 14 de junio de 2016

CALEIDOSCOPIO Yilda Conquista (Magazine No. 536)


LA IMPORTANCIA DE LA CASA, SEGÚN LIN YUTANG (III)

“¿Cuántas de las personas de aquella cola,
pensaban, al recordar su hogar, en el rompiente del
océano bajo su casa o en el verde bosque
inclinado por el viento?”
Malcolm Lowry
Oscuro como la tumba donde yace mí amigo


“Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong”. Así comienza Memorias de África, de Isak Dinesen. Al finalizar la lectura de este hermoso libro, sabemos que aquella baronesa danesa de ojos intensos era tan africana como pueden serlo los masái o los zulú, el león de dorada melena o la esbelta jirafa que besa la cumbre del Kilimanjaro, y que sus memorias se inician, entonces, hablándonos de su más entrañable hogar.

«Aunque yo sé una canción de África» —pensaba—, «de la jirafa y de la luna nueva africana tendida de espaldas, de los arados en los campos y de los rostros sudorosos de los recolectores de café, ¿sabrá África una canción sobre mí? ¿Vibrará el aire en la llanura con un color que yo he llevado, o los niños inventarán un juego en el cual esté mi nombre, la luna llena proyectará una sombra sobre la grava del camino que era como yo, o me buscarán las águilas de Ngong?» (Isak Dinesen. Ob. Cit)

Colinas Ngong, Kenia.

En otro libro memorable, París era una fiesta, leemos el epígrafe de la obra:

“Si tienes la suerte de haber vivido en París cuando joven, luego París te acompañará, vayas donde vayas, todo el resto de tu vida, ya que París es una fiesta que nos sigue.”

Hemingway también nos está hablando de su hogar, pero esta vez es toda una ciudad la que es evocada a través de esas memorias maravillosas, escritas durante la depresión que finalmente llevaría al suicidio a su autor.

En un pequeño ensayo en medio de sus Memorias de África, “Sobre el orgullo”, Dinesen nos dice lo siguiente:

“El bárbaro ama su propio orgullo y odia o descree del ajeno. Yo quiero convertirme en un ser civilizado, amar el orgullo de mis adversarios, de mis criados y de mi amante; y mi casa será, con toda su humildad, un lugar civilizado en media de la selva.”

El hogar puede estar entonces en medio de la selva, como en Mansiones Verdes de Hudson, o en una isla desierta, como en Robinson Crusoe de Defoe, y hasta en un buque en medio del océano, como Ismael en el ballenero Pequod de Moby Dick (H. Melville), pero también en una metrópolis moderna cualquiera (“quiero despertarme en una ciudad que no duerme”, dice una estrofa de New York New York). Buenos Aires era sin duda alguna la casa de Borges, así como Edimburgo lo era de Robert Stevenson y la Habana para Lezama Lima. “La ciudad es como una casa grande”, escribió Rafael Alberti.

Todo esto viene al caso porque creo que cuando hablamos de la casa y su relación difícil con la metrópolis moderna, podemos pensar, como seres humanos contemporáneos, que esto tiene algún tipo de solución colectiva, una salvación democrática, para todos. Como ya dije, la arquitectura y el urbanismo, así como la política y la tecnología, pueden ayudar en algo…, pero cuando hablamos de individuación, las soluciones no pueden ser generales, globales.

Es más, pienso que nuestra barbarie, la que es inherente a nuestra civilización moderna (como lo eran los sacrificios humanos para la cultura azteca o el circo para los romanos), se afianza en la creencia de que los bienes y los derechos son para todos, cosa que se ha desfigurado irreconociblemente en los productos baratos para el consumo masivo, los patrones de vida estandarizados y simplificados, y la colectivización sumaria y depauperada del vivir. Lo que Marcuse denominaba “unidimensionalidad”.

Michel Onfray* habla de un hedonismo sutil, que sería muy diferente del hedonismo vulgar. El hedonismo vulgar persigue el efecto inmediato y escatima tanto el saber como el cultivo del paladar (el sabor), la cultura, en otros términos. El hedonismo sutil no es complaciente. Ese laberinto infinito que conforma la cultura humana, tampoco. Nuestro Mariano Picón-Salas dice respecto a los estudios: “Como toda conquista humana la Cultura exige gran esfuerzo (“Lealtad del intelectual”). De modo que hablamos de un camino –el de lograr la individualidad de la casa y sus habitantes- que es aristocratizante de suyo, “elitista”, como gusta decir a los maestros del resentimiento. Pero como señala Onfray, lo es no por impedirle a nadie iniciarse en el camino, sino porque el camino, sencillamente, no es para todos. Y, menos aún, existe algo así como un camino universal, una avenida popular de la individuación.

Hace poco iba por una autopista y observé de paso un vecindario de clase media, una calle con pequeñas casas de dos pisos, tipo cubo, producidas todas bajo el mismo patrón. Mi mirada se fijó enseguida en una en especial que resaltaba sobre el fondo que conformaban las otras, dispuestas en serie. La casa en cuestión se distinguía por tener la pared frontal recubierta de ladrillos algo gastados. La reja del frente no parecía nueva, como la de las otras casas, tenía un toque antiguo, quizá victoriano, y estaba pintada de un color distinto al de las otras rejas del resto de la calle, donde predomina el negro. Una florida trinitaria se dejaba caer, como el mechón de una coqueta señorita, sobre la reja de antiguo porte. Bastaban esos detalles para que esa casa sobresaliera sobre las demás como lo hace un cisne en medio de una bandada de patos. No se veía, paradójicamente, más moderna o nueva que las demás, pero era infinitamente más hermosa y sugería delicadamente una hogareña hospitalidad, un recogimiento habitable.

El amor no es otra cosa que un proceso de individuación del y desde el otro. El protagonista de En busca del tiempo perdido de Proust, Marcel, observa a un grupo de muchachas. De a poco, entre el grupo, comienza a entrever una muchacha en particular, una que va destacándose entre el fondo que forman las demás. Ese proceso de individuación es, al mismo tiempo, el proceso de su enamoramiento.

Caracas es una ciudad especialmente acogedora por su clima y su paisaje, dominado por el “Sultán” frente al cual se haya tendida la ciudad como sumisa y enamorada odalisca: el Ávila (Waraira Repano). Cuántos extranjeros residentes en nuestra ciudad no nos han hablado, llenos de admiración, de las bondades de su temperatura y de la belleza de la montaña, cuya selvática vegetación la adorna con hermosos y cambiantes colores y texturas durante todo el año. Caracas es una de las pocas ciudades que desdicen lo afirmado por Lin Yutang, ya que desde ella podemos ver las nubes destacando admirablemente sobre el azul o el verde de la montaña.

Si sentimos que Caracas es nuestra casa (para propios y extraños), es justamente gracias al paisaje omnipresente, a ese escenario que preside soberbio y salvaje al mismo tiempo, nuestro Ávila. Y aún con sus pretensiones de moderna metrópolis, camino a la megalópolis “Gran Caracas”, la vista del Ávila parece conjurar todos los desmanes y desatinos urbanísticos, encarnados en el fárrago y el tráfico ensordecedor que nos hacen abominar a veces de la vida en la ciudad.


Paisaje del Ávila desde Chacao. Manuel Cabré, 1920.


“Metrópolis” significa “ciudad madre”, en griego antiguo. Pareciese que no, pero realmente significaba en aquellos tiempos lo contrario de lo que significa hoy. La “ciudad madre” era una polis, algo que traducimos inciertamente como “ciudad-estado”. Cuando los ciudadanos de esas polis, fundaban una nueva ciudad, se consideraban así mismos y a su nueva polis, hijos de la polis originaria, con la que seguían unidos por lazos sentimentales y culturales.

La palabra “metrópolis” comenzó a ser usada en sentido moderno, para las ciudades capitales de Estados-nación poderosos, como Londres, París o Berlín. Luego, para toda ciudad de crecimiento excesivo, como New York o Shanghai.** Las metrópolis modernas, en su continua expansión, se comportan no como una “madre”, sino como un titán que devora a sus hijos (y también a sus vecinos), como el mítico dios Cronos.*** La metrópolis antigua era, por decirlo así y en un cierto sentido, centrífuga (daba ciudades al mundo). Mientras que la moderna, es centrípeta, aglutinante.

En los inicios de su expansión, la metrópolis contemporánea incorpora los suburbios, pueblos y aldeas cercanos. Luego, a su alrededor van creciendo innumerables ciudades satélites, ciudades dormitorio, que al poco tiempo también son engullidas por la metrópolis hipertrofiada.

La parroquia Coche, donde está ubicada nuestra casa, era originalmente una hacienda de caña de azúcar. En el Fuerte Tiuna, que anteriormente era la hacienda Conejo Blanco, pueden verse todavía las ruinas de un viejo trapiche. En medio de estas haciendas nacieron varios caseríos, cuyos restos conforman el núcleo de los sectores populares en torno a los cuales creció la parroquia. Primero con los complejos habitacionales encargados a Villanueva, y luego por las zonas marginales endógenas, principalmente el barrio Cochecito. Una vez que se construyó la Avenida Intercomunal de El Valle, Coche, del mismo modo que El Valle y los Jardines de El Valle, quedó incorporada de facto a la ciudad de Caracas.


Ruinas del trapiche. Manuel Cabré.

La “patria” para los antiguos no significaba lo mismo que para nosotros. Para ellos estaba más relacionada con “país”, es decir, una localidad específica, una “comarca” o cantón, que era su localidad de nacimiento y también la de sus ancestros. Conformaba un ambiente geográfico y humano bien definido. De ahí proviene la palabra “paisaje”, que es como decir “la vista o el ambiente de la comarca”. “Pagano” (aldeano que profesa una religión o creencia local) y “paisano” (civil, parroquiano), provienen de la misma raíz.

La palabra “matria” sirve mejor que la de “patria chica” para designar ese país como comarca y paisaje (por ende, como cultura). Julia Kristeva dice de la “matria” que ésta apunta a otro espacio, que no está en relación con la “patria” en el sentido antiguo (tierra de nacimiento) ni con el moderno Estado nación (con sus obsesiones de soberanía y legitimidad). Sería más bien un espacio interior donde se puede crear un “cuarto propio”, un hogar.

Coche es mi comarca, tanto como que Caracas es mi país. Ambos confluyen en mi matria. Si tenemos la suerte de que se nos revele ese “espacio interior” –el cuido del alma del hogar y de su entorno- nunca seremos “patriotas”, en el sentido en que Oscar Wilde lo dijo: tener la virtud de los sanguinarios. Es decir, no vamos a despreciar, excluir, o ejercer violencia de tipo alguno sobre nuestros semejantes por el simple hecho de que hayan nacido en Estados nacionales distintos al nuestro. La palabra del poeta vaya adelante y por cima de la de los propagandistas del odio y los caudillos vociferantes de turno.

Quizá el más grande de nuestros paisajistas, el pintor Manuel Cabré, lo fue justamente por descubrir que el epicentro de nuestra matria (su matriz) era el Ávila. Hasta el punto que podemos atisbar en su devoción por la montaña, los comienzos incipientes de un culto cuasi-pagano, así como otros compatriotas lo tienen por la montaña de Sorte y las creencias relacionadas con ésta.

La mirada conmovida de Cabré sobre el Ávila, a veces nos hace recordar la montaña Sainte-Victoire, tantas veces pintada por Cezanne, y otras, la serie de pinturas que Monet realizó sobre la Catedral de Reims. Su obra pictórica emparenta, sin lugar a dudas, nuestro Waraira Repano con montañas míticas del abolengo del monte Olimpo o los montes Wudang.

Las ciudades antiguas, según explica Arnold Toynbee, estaban circunscritas y constreñidas por las murallas que la rodeaban. Pero dentro de la ciudad había pocas zonas parceladas, divididas por cercados o muros. Destacan, sobre todo en las ciudades griegas, la acrópolis, que era un recinto fortificado en la parte más alta de la urbe, y que podía contener los lugares sagrados de la ciudad, como el templo consagrado al dios protector de ésta.

La moderna metrópolis, siempre en crecimiento, está “amurallada” –real e imaginariamente- por dentro, internamente, gracias a los muros, cercados y tierras de nadie que separan y protegen zonas política, económica y militarmente estratégicas, urbanizaciones y barriadas, y propiedades inmuebles en general. Estas murallas internas que fragmentan en compartimientos cuasi estancos las ciudades de hoy, son la contraparte de las grandes autopistas y avenidas, los ferrocarriles y metros que mueven enormes multitudes de abigarrada mezcolanza a gran velocidad. Ya la ciudad no se defiende de los bárbaros exteriores, sino de la “barbarie civilizada” que la carcome desde dentro, la sombra que crece terrible tras el cortinaje de los logros civilizatorios gracias a los cuales creemos ciegamente encontrarnos en el pináculo de la evolución histórica humana.


Alambrados de púa. Parte del paisaje citadino actual.


Esos “bárbaros” intramuros pensamos que sólo encarnan en los inquietantes fenómenos de masas contemporáneos (su carácter “psicopatológico” –Freud), como el populacho (Hannah Arendt), la plebe (Nietzsche), el lumpen proletariado (Marx), que pudiéramos reunir bajo el término de la emergencia volkish, o como diría Wilhelm Reich, de las masas que desean el fascismo (sea negro o rojo). Sí; pero ello no es lo relevante del asunto. Su carácter de sombra “intramuros” también se aplica a cada uno de nosotros. En otras palabras: ha crecido de modo insospechado en nuestro psiquismo, en tanto hombres masa, ese estar proclive cada vez más a conductas y actitudes altamente irracionales, maníacas e intolerantes, de feroz y compulsivo rebaño, como diría Elías Canetti. Como la bestia en la jungla de la novela homónima de Henry James, ésta sombra tenebrosa nos acecha desde nuestro interior, camuflada tras nuestros sueños, creencias y miedos, diseminando por doquier nuestro ser más reactivo y disponiéndonos sonámbulos a la “banalidad del Mal”.

Para intentar deshacer esa peligrosa segmentación moderna de la metrópolis (y del alma), habrá que intentar, entre otras iniciativas, realizar algo así como un Feng Shui de la ciudad (de la urbanización, la parroquia, el vecindario, etc.), que ayude a establecer un fluir de la energía citadina más armónico y benevolente, cónsono con el buen vivir al que todo ser humano aspira.

La primera metrópolis moderna, la Paris de la segunda mitad del siglo XIX, paradójicamente, a través de los pasajes o galerías comerciales, los bulevares, los cafés y cabarets, desarrolló una fluidez del tránsito humano a través de la urbe, en plena armonía con el buen vivir, que no ha podido ser igualado por ninguna otra metrópolis contemporánea. Esa Paris que era una fiesta, estaba más cerca de la metrópolis como “ciudad madre” antigua, que de la metrópolis titánica de hoy, que amenaza cada vez más con degenerar en megalópolis.


Pasaje Parisino.


Nuestro gran ensayista, Mariano Picón Salas, señaló que el intelectual de hoy se ha convertido más en un propagandista del odio, que en un moderador importante en medio de la “tremenda discordia contemporánea” (“Lealtad del intelectual”). Voltaire, en el siglo XVIII, con sólo uno de sus escritos, “templaba la furia de los coléricos y lograba imponer una norma de tolerancia y de justicia”. Ciertamente, hoy somos más “bárbaros” que nuestros antepasados en el siglo XVIII, la época ilustrada. Pero incluso, dos siglos antes, Monsieur Michel de Montaigne, en medio de las guerras de religión que asolaban Europa, decidió declarar su hogar como “casa abierta”, en el mismo sentido que una población, en medio de una conflagración, se declara “ciudad abierta”:

“Hombre recto y sincero, que no quería engañar ni ser engañado, era estimado en la región por su buen sentido y probidad. Durante las guerras civiles de la Liga, que convirtieron las casas en fortines, Montaigne mantuvo abiertas sus puertas y no puso defensa alguna en su casa. Todos entraban y salían libremente, pues su valor y honradez eran universalmente estimados. Los señores y la clase media de la vecindad le llevaban sus joyas y documentos para que los guardase a salvo de todo peligro.” (“Montaigne o el escéptico”. En Hombres representativos. R. W. Emerson).

¿Quién entre nosotros haría hoy en Caracas algo como lo que hizo Montaigne en la Francia de hace cinco siglos? Aún detrás de nuestras rejas y cercas coronadas con alambre de espino, estamos más desamparados y desprotegidos que el señor de Montaigne en medio de las terribles guerras entre bandos fanáticos que enlutaron su tiempo, allá por el siglo XVI.

No puedo visitar los jardines que veo frente a mi ventana, porque en lugar de estar rodeados de un hermoso muro ornamental, un cercado de madera, o, mejor aún, un simple seto de plantas tupidas, a cuyo interior se pudiera acceder por una puerta luna, un arco engalanado por enredaderas o una simpática puerta abatible, están aprisionados tras mayas de alambre y siniestras púas, y sus puertas de acceso tienen candados y cerrojos. Los jardines de mi vecindario son sólo para mirar de lejos, pero no para pasear por ellos, o sentarse un rato en la hierba a conversar. A esto me refiero también cuando hablo de nuestro bárbaro modo de vida, que convierte nuestras casas en fortines, los jardines en recordatorios de campos de concentración, y, temerosos del prójimo, transforma nuestras personas en constructores obsesivos de fortificaciones, como los chinos de hace dos mil años, cuando se comenzó a edificar la Gran Muralla bajo la paranoia de su primer emperador.


Jardines y alambradas. Residencias Venezuela.

Cuando lo público y lo privado, el afuera y el adentro, se trastocan, significa que nuestro sentido de la mesura, de los límites, está enfermo o se ha perdido. En este mundo bizarramente nihilista, pareciese que la puerta sirve únicamente para encerrarnos y el puente para enviarnos muy lejos y rápido, descoyuntando paisajes. De donde no podemos salir, somos prisioneros, y, donde no podemos entrar, somos excluidos, que es la prisión a la inversa. Terminamos así presos de las mazmorras que construimos, y exiliados del hogar citadino con que nuestra alma sueña.

Como en tiempos antiguos, en que se establecía la más de las veces un equilibrio complementario –una colaboración fructífera- entre sedentarios (civilizados) y nómadas (bárbaros), hoy hay que cultivar, primeramente, una correspondencia semejante conjugando el cosmopolitismo de la metrópolis y el re-ligamiento a la comunidad inmediata y la comarca propiciado por la matria, tal como aquí la hemos esbozado. José Lezama Lima lo expresa así:

“Así se forma el ideal medieval de la vecinería, el orgullo de crecer en un barrio, que a su vez crece dentro de una ciudad, que a su vez tiene que manifestarse en forma universal, en el lenguaje severo del que tiene que ser oído.” (“Sucesiva o las coordenadas habaneras”. José Lezama Lima).

En su libro Reflexiones, Thomas Moore señala que el consumismo es una desviación perniciosa de la necesidad del alma de tener y poseer (como “cuidado”, amor a las cosas), de modo que “tener” es muy diferente de “consumir”. Asimismo, ser cosmopolita es algo completamente ajeno de la globalización como consumo superficial de las manifestaciones culturales humanas (del “alma” de los pueblos), del mal llamado “mercado multicultural”. Y, del mismo modo, el sentido de la matria y la “vecinería” son muy distintos del fanatismo nacionalista y la exaltación étnica (tribalismo), de la bajeza de alma volkish.

Podemos decir entonces que existen dos formas de barbarie que se fermentan en nuestro marco civilizatorio: una muy refinada, que puede aparentar estar cargada de humanismo y hasta de sabiduría; y otra basada en las bajas pasiones y la ignorancia que generan las obsesiones identitarias en el hombre-masa, los delirios de la sangre y la herencia.

Sobre la primera forma de barbarie, Nietzsche dice lo siguiente, comparando la cultura de los griegos con nuestra idea de cultura:

“Si, como por efecto de una varita mágica, un hombre actual volviese a aquella época, es probable que encontrase a los griegos muy ‘incultos’ pero esta observación revelaría cómicamente el secreto tan bien guardado de la cultura moderna. Pues, para nosotros mismos, los modernos, nosotros no poseemos absolutamente nada. Sólo atiborrándonos hasta la indigestión de las épocas ajenas, de las costumbres, de las artes, de las filosofías, de las religiones, de conocimientos que no son los nuestros, conseguimos ser algo que merezca atención, es decir, enciclopedias ambulantes, pues así es como nos llamaría quizá un viejo heleno que viviese en nuestro tiempo.” (Friedrich Nietzsche. Consideraciones intempestivas).

La París que fuera “capital del siglo XIX”, al decir de Walter Benjamin (El libro de los pasajes), estructuró un modo especial de vida citadino a partir de los pasajes: galerías cubiertas de cristal y revestidas de mármol que atraviesan edificios enteros, que eran flanqueadas por lujosas tiendas. Esos pasajes eran considerados en la época como una ciudad en sí mismos, un mundo miniaturizado. Con los pasajes y los bulevares propios del Paris decimonónico, nace el flâneur, que puede traducirse por “paseante”, “callejero” (el que callejea o vagabundea).

Para Benjamin, el flâneur es el prototipo, todavía afortunado, del habitante desdichado de las metrópolis del siglo XX. Es el antecesor del consumidor ansioso de hoy, que gracias a la telemática e internet cada vez tiene menos necesidad de “ir de tiendas”. También es el heredero del connoisseur bárbaro, como aquel tártaro ricamente ataviado que discute sobre las diferencias pictóricas de los cristianos ortodoxos, católicos, armenios y sirios, sentado sobre su caballo en medio de una iglesia rusa saqueada, del filme Andréi Rubliov, de Tarkovski. Connoisseur y/o diletante que todavía pervive merodeando dentro del mercado cultural global.


Los tártaros. Andréi Rubliov, de Tarkovski.


Cuando Jesús expulsó a los mercaderes del templo, estaba sentando doctrina respecto a lo que luego enunciaría como “al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”, es decir, que no debía confundirse lo temporal y circunstancial, con lo trascendente. Cierto, las ciudades nacen en torno a los mercados, en confluencias de caminos. El mercado es a la ciudad lo que el estómago para los seres vivos. Las urbes marchan sobre sus estómagos, como dijera Napoleón de los ejércitos.

La ciudad antigua no separaba violentamente al templo del mercado, pero tampoco los mezclaba, pues cada cosa tenía su justo lugar. Igual sucedió en las polis griegas con el ágora, la plaza donde se reunían los ciudadanos para hacer vida cultural y política, pero también comercial (mercado); pero cada cosa la hacían a su debido tiempo.

Si el capitalismo es ante todo una religión, tal como pensó Benjamin, es una donde se mezclan y confunden el mercado y el templo, lo mundano y lo trascendente, lo profano y lo sagrado, la ciudad de los hombres y la ciudad de Dios. “Con la multitud, la ciudad es tan pronto paisaje como habitación”, escribe Benjamin a propósito del flâneur. Pero este acercamiento amigable del paisaje citadino y el hombre, esta posibilidad de cultura, quedó abortada por el carácter obsesivamente unidimensional de los pasajes, abocados al comercio sin fin de los productos industriales. El flujo de la flânerie a través de la ciudad, deslizándose por bulevares y galerías no bastaba. Había que dirigirlo y hacerlo mover obsesivamente en torno a las mercancías y solo éstas, en “templos” de comercio especialmente diseñados para ello: primero los grandes almacenes; luego los laberínticos “centros comerciales” de hoy día. Panópticos de las mercancías y dédalos de las masas.

La “otra” galería, la de arte, que supuestamente debería mostrar los invaluables bienes culturales de la humanidad, no hizo otra cosa que comenzar el derrotero que llevaría a los Salones y finalmente a los Museos, los grandes centros del mercado global del arte. Una tortuosa travesía que marca un triste paralelismo con la trayectoria urbana de las mercancías industriales. Pienso que Napoleón no tendría en mente este trastrueque de esferas, cuando dijo que el mercado era el Louvre de los pobres.

La manifestación artística concomitante con el pasaje parisino, es el panorama pictórico. En ellos ya no se busca la interpretación de la naturaleza a través del ojo y el corazón del pintor, sino una imitación “exacta” de la naturaleza, y también utilitaria, para servir a los fines decorativos de los pasajes. El panorama será el antecesor de la fotografía (contra la cual reaccionaría el primer movimiento plástico moderno, el impresionismo), y también del kisch.


Panorama de Daguerre.


Si lo importante de la ciudad ya no es el buen vivir y el bienestar, sino el flujo de mercancías y compradores a los centros comerciales, con el estancamiento y achatamiento psíquico, vivencial y material que ello significa (el mercado suplantando al ágora, al templo y al paisaje; las mercaderías usurpando las relaciones humanas y la “naturaleza de las cosas”), podemos establecer que el fin del paisaje citadino, su conversión -en nuestras metrópolis- en un “paisaje amenazador” (lo cual es una contradicción en los términos y en el vivir), pasa primeramente por la sustitución del paisaje por el panorama, de la naturaleza amigada por la naturaleza degradada. Es la lucha invisible que todavía libra Cabré contra Jacques-Louis David, el paisajista versus el ilustrador de panoramas.


Paisaje del Ávila. Manuel Cabré.


Levy-Strauss dijo que bárbaro es aquel que cree en bárbaros. Pudiéramos parafrasear lo dicho así: “bárbaro es aquel que cree que los bárbaros son los otros”. El pensamiento trágico nos revela sin misericordia, cuán íntimamente ligados estamos a la barbarie y el titanismo, a la desmesura. Puesto que si vivimos en una época de titanes, y ya no conocemos límites, esto significa también que en nuestro tiempo el elemento humano predominante es el del bárbaro, el cual, junto con el titán, están poseídos por la desmesura, y hacen prevalecer en el orbe la hybris.****

Turistas e inmigrantes –en su inmensa mayoría- terminan siendo bárbaros porque van a una ciudad, país o comarca, no a agradecer la hospitalidad de su gente y a aceptar con humildad las enseñanzas de su otredad, de su ser distintos, lo que abre la posibilidad del compartir, sino a imponer el modo de vida propio, a construir islotes herméticos de sus terruños y formas de vida, en tierras extrañas, cosa que de por sí es una afrenta soterrada contra sus anfitriones. “El bárbaro ama su propio orgullo y odia o descree del ajeno”.

Cuando Cabrujas hablaba del “nomadismo” del venezolano, se refería a eso. La gente del interior desea mudarse a Caracas (pues lo demás es “monte y culebra”), la del Oeste de Caracas, quiere irse a vivir al Este (“al Este del Paraíso”), y los que viven en el Este quieren irse para Miami. No hay tanta diferencia entre éstas migraciones y la de los pueblos bárbaros que codiciaban la vida de las ciudades mediterráneas romanas, la sangrienta diáspora de los indios caribes (de donde proviene la palabra “caníbal”) en busca de las míticas ciudades mayas, y la obsesión de los conquistadores españoles por El Dorado.

En aquella famosa carta abierta donde Carlos Sicilia terminaba afirmando que lo malo de Venezuela no eran sus gobiernos sino los propios venezolanos, también atisbamos el mismo asunto. Pensamos que en un lugar más civilizado e industrioso, nos va a ir mejor, porque lo malo de estar aquí son los otros (el infierno son los otros, como dijo Sartre). Pero nunca se reflexiona hasta que punto somos semejantes a nuestros paisanos, y, por ende, ignoramos nuestra contribución al desmejoramiento de la vida y el entorno tanto en nuestro propio terruño como en aquel lugar objeto de nuestro deseo “nómada”, ciudad a la que valoramos como nuevo El Dorado.

Todo aquel que vaya a otra comarca a desmejorar y degradar el hábitat y cultura de sus habitantes, es un bárbaro. No importa su “nivel cultural” o su “grado de civilización”, ni si arriba a una ciudad del primer mundo o a la aldea de una tribu en la selva. Los españoles fueron bárbaros en América, los ingleses en la India y los europeos en general, en África y los mares del sur, tanto o más como lo fueron los hunos, los mongoles o como lo es el Estado Islámico actual. Por eso el francés Henry Michaux, consciente de este hecho, tituló su libro de viajes por el extremo oriente, Un bárbaro en Asia.

El arquetipo de la alquimia espiritual por la cual cualquiera puede librarse de la posesión del bárbaro que llevamos dentro, es la del guerrero suevo Droctulft (siglo VIII), de quien Borges escribió:

“Bruscamente lo ciega y lo renueva esa revelación, la Ciudad. Sabe que en ella será un perro, o un niño, y que no empezará siquiera a entenderla, pero sabe también que ella vale más que sus dioses y que la fe jurada y que todas las ciénagas de Alemania.” (J. L. Borges. Historia del guerrero y la cautiva).

Tumba de Droctulf, en Ravena.

El bárbaro es la antípoda del ciudadano. De civitas (“ciudadanía”) provienen los términos “ciudad” y “civilización”. Los antiguos chinos y romanos “resolvieron” temporalmente el problema de la “barbarie” con murallas: la Gran Muralla china, el Muro de Adriano, en el norte de Inglaterra, y la línea de fortificaciones del Limes Germanicus, que iba de la desembocadura del Rin hasta Ratisbona en el Danubio. Es lo que se ha denominado la “solución militar”, que va de la exclusión al exterminio. Pero, paradójicamente, no se trata de una solución civil, y menos aún, cultural. Es una solución tan o más bárbara que aquellos contra los que se dirige. Esta “solución” se vuelve también altamente peligrosa para la propia civilidad, pues la constriñe, la encierra y la pone a la defensiva, haciéndola dependiente de las armas en detrimento de los poderes de transformación culturales y de las virtudes de la hospitalidad intrínsecas a toda verdadera civilización. Según el pensador Gilles Deleuze, las máquinas de guerra se inventan en la estepa, de modo que la barbarie endógena que padecemos comienza y se desarrolla con la emergencia y entronización del estamento militar y la militarización de la civilidad. Otro investigador francés, Paul Virilio, ha destacado la preeminencia del pensamiento militar moderno, signado por la velocidad, en la arquitectura y el urbanismo contemporáneos.

Las murallas y muros de la metrópolis moderna, que dividen a la humanidad por clases, origen étnico, por tipo de trabajo u profesión, etc., además de las divisiones “funcionales” antes señaladas (sistemas de transporte, vías de comunicación, áreas industriales, zonas de oficina, áreas gubernamentales, etc.), son indicadores certeros de esa “barbarie” que ya no habita la estepa, sino el corazón mismo del habitante de la urbe. Barbarie que termina “feudalizando” la ciudad, amenazándonos con una nueva “Edad Oscura”.

De modo que una manera de bajar de su sitial de predomino psíquico a nuestro “bárbaro interno”, puede ser el reactivar los vasos comunicantes de la ciudad, su ser cosmopolita (lugar de la multiplicidad y diversidad de puntos de contacto) –siempre desde la vecindad y la parroquia-, en la busca de que todos los espacios urbanos estén “abiertos” (en el sentido de “ciudad abierta”), y que en éstos pueda circular libremente el “viento” y el “agua”, como propone el arte del Feng Shui, a lo que hay que sumar una verdadera “revolución cultural”, no en el sentido maoísta sino en el que le da Thomas Moore: “La forma de escapar de los deshumanizadores efectos del capitalismo y la industrialización modernos no es cambiar el sistema sino leer buenos libros” (Original Self).

El apartamento donde vivo está en un primer piso, y varias de sus ventanas dan a la pérgola del mismo. Todos los días veo a mis gatos –Maik y Mía- entrar y salir de la casa por esas ventanas con una libertad envidiable. En cambio, si quiero salir de mi casa, debo abrir la puerta y la reja de entrada del apartamento, luego una puerta que bloquea las escaleras, más allá la puerta del edificio y, finalmente, la puerta exterior que separa nuestros jardines de la calle. Parece la descripción de una edificación penitenciaria y no el de la residencia que habito y amo.


Maik y Mía


Como pensaba Guillaume Apollinaire con su arte de la anfionía y los situacionistas con sus derivas, es necesario que el ciudadano de “matriopolis” sea ante todo un flâneur, pero que esta vez tome el sendero del jardín que se bifurca no hasta terminar metamorfoseado en el triste consumidor de hoy, que como polilla kamikaze da vueltas frenéticamente en torno a las mercancías, hasta terminar siendo consumido él mismo; sino el otro sendero –ancho y ajeno- que desemboca en el dédalo multidimensional de la cultura humana, el laberinto de símbolos que los mortales hemos creado para darle sentido a la existencia, y, como dijo Borges, destinado entonces a ser descifrado por los hombres.

Las ciudades no pueden ser solamente aglomeraciones de edificaciones baratas para dormir y trabajar, unidas estrepitosamente por vías de comunicación que unen lo lejano y separan lo cercano. Ante todo, deben ser espacios hospitalarios para el habitante-paseante, repletas de zonas de “deslizamiento”, de flujo de Chi (que incluye la libido, el capital y el poder), de “flotabilidad” en el sentido taoísta de idoneidad con la “procesividad” inmanente del Tao. Flâneur, feng-liu (fluir como el viento) y wuwei (no hacer haciendo) son términos que pudieran servir para de-finir (dejar esbozado) al ciudadano-paseante de la matria urbana.

Al contrario de la política de hacinamiento habitacional y reubicación de poblaciones de modo arbitrario que se hace hoy en Venezuela bajo el pretexto de dar vivienda a sectores sociales necesitados, la cual anda a la caza compulsiva de terrenos urbanos baldíos para edificar “viviendas de interés social” (política fanática y clientelar que niega al ciudadano común el disfrute de comunidades no sobrepobladas ni urbanísticamente abigarradas, con servicios al borde del colapso), tenemos que propiciar para la ciudad espacios peatonales múltiples, galerías y pasajes (no exclusivamente comerciales), teatros, bibliotecas y centros culturales de barrio o urbanización, bulevares, áreas verdes, parques, canchas, plazas (con por lo menos una que sirva de ágora vecinal), lugares abiertos, terrenos baldíos, jardines, zonas de floresta, caminerías, cafés a cielo abierto, aceras espaciosas, cementerios vecinales (sí, porque la tumba es nuestra última morada, la casa final), paseos, y hasta de ruinas,***** en fin, un hábitat humano diverso, polimorfo y multidimensional, donde sea posible el buen vivir y el bienestar en comunidad, y, al mismo tiempo, el camino de la individuación.

(Continuará…)

Notas:
*“El revisionismo estético”. En El deseo de ser un volcán. Ed. Bitácora. Buenos Aires, 1999.
**La metrópolis moderna significaría ciudad-madre en el sentido de la frase “la madre de todas las batallas” o de “madre golpiza”, por ejemplo, es decir, como figura hiperbólica.
***Habría que estudiar las conexiones entre patriarcalismo, la metrópolis moderna –con su poco “maternal” carácter- y la “patria” (“tierra de los padres”), en el sentido que se le da hoy, en el marco del Estado nación. Por otra parte, Cronos es nada menos que el rey de los titanes, en la mitología griega.
****Si el bárbaro es el tipo humano prevaleciente en nuestro tiempo, podemos entender que englobe sus polaridades políticas constitutivas, como la “derecha” y la “izquierda”, que éstas sean sólo modalidades y modulaciones complementarias de la moderna barbarie. De ahí que un grupo socialista francés se denominaba “Socialismo o barbarie” (donde “barbarie” significaba “capitalismo”), y un libro de crítica al marxismo y el despotismo estatal moderno, de Bernard-Henri Levy, se titulara: La barbarie con rostro humano.

*****J. B. Jackson. La necesidad de las ruinas. En este texto, Jackson “dice que las cosas en decadencia expresan una teología del nacimiento, la muerte y la redención” (Thomas Moore. El cuidado del alma).

Para ver textos anteriormente publicados de la sección CALEIDOSCOPIO (Yilda Conquista) de este Blog (2016)
No. 532: “La importancia de la casa según Lin Yutang (II)
http://robertochikung.blogspot.com/2016/05/caleidoscopio-yilda-conquista-magazine.html

Para ver la primera parte de este artículo, por favor hacer clik aquí: http://wp.me/pvXMQ-HY

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