martes, 6 de junio de 2017

CALEIDOSCOPIO Yilda Conquista (Magazine No. 576)

¿ES POSIBLE DESRANCHIFICARNOS? (III)

“La ‘anamnesis’ que propongo es la de recordar autopedagógicamente
los hitos emblemáticos que constituyen la trama de
nuestra espiritualidad colectiva.[…] ¿Quién lo pondera al
 recordar Las cafeteras, de Alejandro Otero […].”
Armando Rojas Guardia
“Discurso de Incorporación a la Academia Venezolana de la Lengua”

Hacer de un rancho un castillete en Macuto* –no un palacio veneciano sino un castill-ete en Vene-zuela- está en las antípodas de la ranchificación pomposa (tipo penthouse) de un palacio colonial de uso público en Caracas. Y aún se distancia más de los delirios Nouveau riche de millonarios estadounidenses como William Randoph Hearst, que se dieron el lujo de importar piedra por piedra, desde España, un castillo medieval completo.**

 El Castillete de Armando Reverón

Nuestro país posee el mayor número de fortalezas coloniales de Sudamérica. A la gran mayoría de éstas se les conoce como “castillos”, aunque las mismas tienen que ver más con las fortificaciones típicas del renacimiento europeo que con las fortalezas medievales. Estos “castillos” están ubicados en la entrada de puertos y estrechamientos de grandes ríos, pues formaban la espina dorsal del sistema defensivo colonial. Esa proliferación de castillos parece prefigurar el que Venezuela fuese tipificada, después de la independencia, como un cuartel, mientras que a Ecuador se le comparaba con un convento y a Colombia con una universidad, según una frase atribuida a Bolívar.

El que nuestro más importante artista plástico, a través de los poderes alquímicos del arte, haya transfigurado un rancho en un castillete, y aún más importante, haya transmutado el arquetipo arquitectónico, substrato arqueológico de nuestra mitología militarista,*** en un centro mágico de ensoñación poética y poiesis deslumbrante, es algo para reflexionar larga y profundamente.

En Identidad y diferencia, Martin Heidegger nos habla del mundo de la técnica moderna -Ge-Stell- como un conjunto de Stellen, de “poneres”: disponer, anteponer, contraponer —poner delante, enfrente—, indisponer, descomponer, oponer e imponer. Este conjunto de Ge-Stellen implican, básicamente, propiedad —dominio— y representación.

Pero Gestell en alemán también significa “bastidor”, “armazón”, “mampara”, “armadura”, “esqueleto”. “Bastidor” está relacionado con “basto”, uno de cuyos sentidos es “grosero” o “falto de pulimento”. La palabra griega de la que deriva “basto” significaba “soportar” o “cargar un peso”. De ahí que podamos dar otra caracterización a Ge-Stellen: el mundo del imperativo tecnológico implica la confección de un cosmos donde privan y proliferan los armatostes y los mamotretos: estructuras defensivas (simbólicamente hablando, que ocultan, privan), descarnadas, enormes, pesadas, donde falta la poiesis, tanto de la natura como del arte. Por ende, donde también falta la virtud en su sentido ético y se impone lo inauténtico.

La palabra “castillete” referida a la vivienda de Reverón en Macuto, se usa como diminutivo (despectivo y/o afectivo) de “castillo”. Pero “castillete” significa, en la minería, una estructura situada sobre un pozo vertical de extracción, conformando una parte importante del paisaje de zonas mineras, como el Ruhr alemán. De manera que esta palabra apunta, simbólicamente, a nuestro dudoso destino como país minero, aunque nuestros paisajes marcados por la minería no estén cubiertos de castilletes sino de torres petroleras.

“Castillete” también significa “armazón para sostener algo”. Visto así, y aplicado conjuntamente como diminutivo de “castillo”, parecería apuntar a un armatoste, un mamotreto, un rancho magnificado ridículamente. Pero la alquimia artística reveroniana también parte de nuestra condición moderna, tomada como materia prima para el nigredo-, del Ge-Stellen, del adefesio y lo mal hecho que signan los constructos masivos de nuestra contemporaneidad industrial, para transmutarla desde su interioridad, en una intimidad fermentativa con la fragua de su centro, para poder hacerla habitable poéticamente.

Para Luis Pérez Oramas, existe un “problema reveroniano de nuestra modernidad”:

“[…] nuestra modernidad no puede ser juzgada históricamente y sólo puede ser comprendida en su cruda factualidad, a menudo en su despojamiento teórico o especulativo, no desde su similitud con la modernidad «universal», con un canon occidental o con ese norte especular, sino desde su propio destiempo y desde la deformación que ella le imprime, irreparablemente, a dicho canon y a dicho espejo legitimador, fracturándolos.” (Luis Pérez Oramas. La república baldía. P. 292).

Y luego prosigue con un segundo aspecto de ese “problema reveroniano”:

“Pero hay más: el modelo de modernidad que Reverón encarna no solamente es antivoluntario, es también antiuniversal. […] Pero la coordenada reveroniana a través de la cual se alcanza en Venezuela una primera forma moderna es […] el resultado de una fidelidad absoluta a lo vernáculo, la consecuencia de una comunión visual con lo absolutamente local: nuestra «primera abstracción» es el efecto de disgregación que sobre las formas representadas por una pintura relativamente convencional tiene la localísima luz del Playón de Macuto.” (L. Pérez Oramas. Ibidem).

La modernidad no es el punto culminante de la historia ni mucho menos. Más bien es el tiempo donde la Historia –una historia entendida como universal, unilineal y signada por el crecimiento- pasa a ocupar la posición central y generativa (usando un término chomskiano) que en el Medievo europeo tenía el Dios cristiano. De ahí que se haya dicho que la única religión global y popular de la modernidad sea la idea de progreso. La Historia, en la modernidad, sería entonces un tiempo estructurado por el desarrollo sin límites de los metarrelatos emancipadores: liberación del hombre por la bienaventuranza (cristianismo), por la razón (ilustración), por la ciencia (progreso tecno-científico), por la revolución (marxismo) o por la opulencia de la superproducción (industrialización capitalista).

A grandes rasgos, está modernidad, en tanto celosa portadora de toda novedad, estaría caracterizada por la guerra contra todo lo antiguo y tradicional. Toda “modernidad”, dice Pérez Oramas, necesita de una “antigüedad” a la que oponerse. Esta oposición revela el voluntarismo que se asocia a todo lo moderno, una voluntad desbocada en prosecución obsesiva del telos (finalidad) que prometen los metarrelatos modernos, la cual finalmente se trastocará irremediablemente en voluntad de dominio (Ge Stellen), que, ejerciendo inusitada violencia sobre todos los entes al sobre medirlos y calcularlos, los moviliza totalmente hasta reducirlos a nada (nihilismo consumado).

Pero la modernidad también genera lo que en términos de la psicología profunda pudiese llamarse una “sombra”. Así que al lado de la guerra contra lo antiguo, lo arcaico y lo tradicional, lo moderno también se re-vela, según cita Pierre Klossowsky a Nietzsche, como

“[…] una aptitud de simpatía, nunca alcanzada aún, en virtud de la cual el espíritu entra en contacto inmediato no sólo con lo que parece más extraño, sino con el mundo hace más tiempo caducado, con el pasado más remoto” (Tan funesto deseo. Ed Taurus, Madrid 1980. “Sobre algunos temas fundamentales de la «Gaya Ciencia» de Nietzsche”).

En su ensayo Sumas críticas del americano, José Lezama Lima nos habla del paisaje americano como un “espacio gnóstico” –abierto-, cuyo simpathos,

“[…] se debe a su legítimo mundo ancestral, es un primitivo que conoce, que hereda pecados y maldiciones, que se inserta en las formas de un conocimiento que agoniza, teniendo que justificarse, paradojalmente, con un espíritu que comienza.”

De modo que podemos decir de Reverón lo que Lezama afirma de George Gershwin: que su modernidad es legítima porque explora desde su raíz la fuente de su tradición. Es así como el pintor llega a la abstracción, en la culminación de su período blanco, con la obra El árbol de 1931, primer cuadro moderno del arte nacional, el primero que “puede verse tan solo como un cuadro, como un objeto literalmente compuesto de tela, pigmentos y armaduras de madera (bastidor, marco, etc.), el primer cuadro en el que es posible no ver más nada que su materialismo pictórico” (Pérez Oramas, Ob. Cit.).

Armando Reverón: El árbol (1931)

Desde esta perspectiva que seguimos, los artistas venezolanos pudieran categorizarse en dos tipos, a groso modo: los que estudiando en el extranjero vuelven al país, y los que se quedan aquí en la exploración de nuestras singularidades. En este caso, no se trata de llevar al arte la vieja disputa entre “cosmopolitas” -los modernizadores con ideas venidas de afuera- versus los barbarizantes, los defensores a ultranza de lo arcaico vernáculo.**** En el caso del arte se trata más bien de la resolución de la problemática de nuestra condición periférica (marginal) a través de dos líneas de convergencia: la de aquellos que aprendiendo los lenguajes artísticos modernos intentan encontrar su propia voz explorando sus raíces, y de los que proponen acceder a la universalidad moderna desde la asunción plena de su localidad y tradición.

Señala Pérez Oramas que en el imaginario colectivo y la “cultura oficial”, Reverón acompaña a un escaso grupo de artistas y escritores: Rómulo Gallegos, Arturo Uslar Pietri, Andrés Eloy Blanco y Jesús Soto, entre otros pocos.***** El nombre de Soto llama la atención, puesto que su umbral de acceso a la modernidad es muy diferente al de Reverón.

“ […] A diferencia de un artista como Mondrian, o de su seguidor más conspicuo en Venezuela, Soto, para quienes el manejo de las formas esenciales, o fundamentales, tiene por destino instrumental despojarse de dependencias circunstanciales de localidad o de temporalidad a través de un arte que pueda ser de cualquier sitio y de todos los tiempos.” (L. Pérez Oramas, Ob. Cit.)

El abstraccionismo “voluntario”, realizado bajo influencias de la vanguardia europea, va a irrumpir en nuestro país de manos de un compañero “cinetista” de Jesús Soto, quince años después de El árbol reveroniano: Alejandro Otero y su serie pictórica Las cafeteras (1946-1948).

Una breve digresión. Existen dos culturas que se reparten el mundo: la del café y la del té. Si recordamos que la lengua es el centro de toda cultura (Cadenas) y que sólo en cuanto a conversación es esencial el lenguaje (Heidegger), se entiende porque hablamos de estas bebidas como “culturas”. Bien pudieran ser llamados elíxires culturales.

La cultura del té ha legado mucho más que la británica “hora del té” y sus tertulias, tan bien satirizada en Alicia en el país de las maravillas de Carroll. En su hemisferio de origen, sobre todo en China y Japón, el té está ligado a lo más logrado de su dinámica y refinamiento cultural. En China, las casas de té han sido desde muy antiguo el motor de la socialización e intercambio de ideas urbano. La dinastía Tang (618-907 d. C.), fue la Edad de Oro tanto de de la poesía china como de la cultura del té (hecho para nada fortuito). El libro sagrado del té se escribió en esa época: el Libro Clásico del Té o Cha Sing (Lu Yu / 733-804), que contiene muchas influencias del budismo Chan (Zen) y del taoísmo. Cuando este texto fue introducido en Japón, fue decisivo a la hora de la conversión de la casa de té japonesa en un pequeño templo dedicado a la famosa Ceremonia del Té.

Casa de Té japonesa

En occidente, las cafeterías han desarrollado una función muy parecida a la que tienen las casas de té en China y el extremo oriente. La cultura del café es algo más tardía que la del té, ya que su uso y difusión data de los siglos XIV y XV de nuestra Era. Luego de su expansión por el mundo árabe (ya que proviene de Etiopía), entró en Europa. La primera cafetería de Londres fue abierta en 1650. Las ideas liberales se difundieron desde aquel entonces desde las cafeterías. Para dar un ejemplo de su importancia en los movimientos artísticos e intelectuales de las grandes metrópolis, pensemos en qué sería del existencialismo francés sin el parisino Café de Flore.

Venezuela pertenece al orbe cultural del café. En 1784 se hizo la primera plantación de café en el país, y enseguida comenzó a crecer su cultivo, desplazando paulatinamente al cacao como principal producto de exportación. Ya a principios del siglo XX Venezuela era el segundo exportador mundial de café, pero con la explotación petrolera su cultivo decayó paulatinamente.

Sin embargo, podemos decir que nuestra “cultura del café” es incipiente si la comparamos con la que se desarrolló desde el cinquecento en Europa occidental y el mediterráneo. Durante el siglo XIX y parte del XX, parece que sólo la calidad de nuestro café bastaba para nuestro deleite, no hacía falta nada más. Por lo menos teníamos abundancia de “sabor” y “aroma”. Nuestro café se hacía “colao”, bien negro en las clases populares, o, cuando no, el consabido guayoyo. En Canta Claro de Gallegos se dice que el café es el “orgullo del llanero”. Roberto cuenta que recorriendo con su abuelo una región llanera cercana a Guarumen (Guárico), al arribar a cualquier humilde vivienda para saludar, los campesinos enseguida ofrecían como bienvenida una tapara con café negro sin azúcar. Mostrándose muy complacidos por la expresión de gusto que hacían al probar la bebida.

De pronto, esa “incipiente” cultura recibió un decisivo aporte para su desarrollo con la migración mediterránea y sur-europea en general de los años cincuenta del siglo XX. No sólo fue la máquina para el café espresso, típico de los cafetines, panaderías y restaurantes, ni la cafetera moka (greca) italiana que sustituyó en muchos hogares al colador y el perolito del café. Los inmigrantes europeos trajeron también la cultura de los “cafés”, las cafeterías con mesas al aire libre, que comenzó a florecer, inicialmente, en zonas de Caracas como Los Chaguaramos, Bello Monte y Sabana Grande. Inmediatamente estos “cafés” –como el afanado Gran Café de Sabana Grande- empezaron a ser centros de intensa vida artística e intelectual.

Esa cultura del café se expresa en la gama de términos con las cuales nos referimos a su preparación: guayoyo, guayoyito, tetero, teterito, con leche claro u oscuro, marroncito, marrón claro u oscuro, negro, negro fuerte o cargado, negrito claro, etc. Muchas más palabras que los seis términos que usan los esquimales para referirse a la nieve.

En este marco de la cultura del café nacional hay que inscribir la serie de Las cafeteras de Otero, al igual que también hay que colocarla en esa vertiente de indagación del ámbito íntimo y la casa (hogar) que va desde el cuadro Miranda en La Carraca (1896) de Arturo Michelena, el “Castillete” de Reverón como casa-bastión-taller-instalación-monumento (1921 en adelante), y la obra de Meyer Vaisman Verde por fuera, rojo por dentro (1993).

Meyer Vaisman: Verde por fuera, rojo por dentro (1993)

En París, donde se radicó para realizar estudios plásticos en 1946, Alejandro Otero conoce a profundidad la obra de Cezanne y el cubismo de Picasso. Ve un lazo de vocación constructivista entre los dos genios de la pintura. Le atrae particularmente la obra post cubista de Picasso, signada por la ocupación alemana de Francia, y por rupturas y pérdidas de orden personal. En esa época depresiva, Picasso pinta descarnadamente naturalezas muertas: utensilios de cocina, cráneos de hombre y de buey, aguamaniles y jarras. La admiración de Otero por los bodegones de Cezanne es también una acusada referencia en relación a la empresa de Las cafeteras.

Picasso: Calavera y libro (1946)

Entonces, Las cafeteras pueden entenderse como el intento de llegar a la abstracción de modo constructivo, después de la disolución de las formas en la luz realizada por Reverón. Esto establece un paralelo con la historia de la pintura moderna europea, en la cual Cezanne intenta colocar el arte sobre nuevas bases de construcción geométrica, después de la disolución de las formas en el color y la vibración lumínica realizada por el impresionismo, y el consiguiente abandono de la perspectiva clásica (renacentista).

No obstante, hay que tomar en cuenta que el propio Otero ha recalcado diferencias fundamentales entre el impresionismo francés y la obra de Reverón. La medida en este pintor, la contención, lo distancian de la busca impresionista de naturalidad. Y, sobre todo, para Otero, Reverón edifica, “en la luz y con ella”, con sus sombras y penumbras, más allá del instante evanescente que buscaba capturar la pintura plen air. Reverón es einsteniano, en el sentido de que para él la luz es una constante (si bien, no una constante universal), de ahí sus conocidas declaraciones de fidelidad y compromiso con la luz (la de Macuto).

Desde esta perspectiva, Otero sigue una tradición de la pintura venezolana de severidad estructural, que une a los academicistas del siglo XIX (en su caso más Cristóbal Rojas que Michelena) con los pintores de la Escuela de Caracas; tradición que las vanguardias plásticas no deberían dejar caer en olvido, según advirtió el propio Otero. Ya en los cuadros de su admirado Antonio Edmundo Monsanto había aprehendido la primacía estructural que luego descubriría en Cezanne. El mismo Otero dirá que, para Monsanto, nada de la obra de Cazanne le estaba vedado.

Pero en Las cafeteras hay una busca distinta no sólo con respecto de los paisajistas venezolanos, sino con lo que después sería la obra misma de Otero a partir de los Coloritmos. En esta serie hay una vuelta a la intimidad con las cosas, a una poética del espacio donde priman los cacharros de la cocina, el centro de la casa, el hogar.****** Porque si en todas partes la cocina de las personas humildes se caracterizan por sus trastos y bártulos, en la Venezuela de la pobreza secular, esos utensilios parecen condenados a ser siempre verdaderos cacharros: cachirulos, peroles, cachivaches; desgastados y arruinados por el uso cotidiano, pero también por el maltrato sobre las cosas y la indolencia con éstas (su descuido) que caracteriza a buena parte de nuestra gente.


Alejandro Otero: Cafetera gris (1946)

Si en otras regiones, el café se sirve glamorosamente en teteras y tazas de porcelana, con crema y terrones de azúcar, lo común en nuestro país es un filtro curtido y deteriorado, y una cacerola deformada y quemada, usados para calentar, filtrar y servir la infusión; la cual se vierte en totumas y pocillos de peltre, y más recientemente en tazas de plástico, aún en tiempos de la abundancia petrolera. Cuando llegaron las mokas italianas corrieron la misma suerte ruinosa que los otros peretos de la cocina criolla.

En Las cafeteras hay el mismo amor y compasión por las cosas (y las personas que las usan) que el mismo Otero señala en la pintura de Reverón (una forma de advertir que la luz nunca llegó a cegarlo). La nostalgia del terruño, en Francia, lo hizo conectarse con la pintura post cubista de los años depresivos de Picasso, pero también se contactó con el arquetipo de la melancolía criolla, Miranda en La Carraca.******* De ahí que nuestra “poética pictórica del espacio”, en cuanto a indagación del espacio íntimo del hogar, pase por ese cuadro (el del hogar soñado y perdido), el Castillete (la Arcadia recobrada a expensas de la cordura), y de Las cafeteras desemboque en Verde por fuera, rojo por dentro de Vaisman.

En esa poética trágica, la austeridad y medida estructural, es imprescindible para poder descender al inframundo personal y colectivo, donde se pueden tocar las llagas abiertas de nuestra alma extraviada. Y es esencial de cara al tema fundamental y recurrente de nuestra presencia en estas regiones equinocciales, el de poder habitar estas tierras -y no sólo poblarlas. El poeta (el artista) erige sobre el abismo insondable, entrega sentido donde campea el sin sentido, y abre entonces las posibilidades del habitar. Borges lo dijo con estas palabras: “hay que construir sobre la arena como si fuese piedra”.

A. Otero: Cafetera y taza amarilla (1947)

La serie de Las cafeteras comienza con una preocupación arquitectónica a partir de los objetos y termina en la abstracción total, donde de aquellos ya no quedan sino líneas y colores. Esta serie resume en la obra de un solo artista una parte de la historia de la pintura moderna que va del cubismo a la abstracción geométrica.

Pero en el marco de lo que aquí indagamos, en el medio melancólico (atmósferas umbrías de tonos terrosos predominantes en la serie pictórica en cuestión) de las viejas cocinas sombrías y saturadas por humos y vapores de las casas venezolanas de antaño, las “cosas” se transforman alquímicamente –gracias a una poiesis plástica- en protagonistas, en agentes de la “edificación” desde el centro mismo del hogar, en motivos arquitectónicos de una ensoñación poetizante donde se puede “cocinar” la intimidad interior –del hogar erigido y por erguir- que necesitamos para poder acceder al ánima locus y, paradójicamente, también a nuestra modernidad, aunque eso implique hoy no un Ánima Mundi, sino su “eclipse”.

Si Reverón llegó a la abstracción edificando sobre la materialidad del cuadro mismo, sobre sus elementos más bastos y modestos, Otero arriba a ésta a través de un proceso de refinamiento, de delicadeza, de sublimación, más en la acepción alquímica –cónsona con la preparación del café- que en la psicológica, puesto que de los objetos de la fragua del infernillo sólo nos quedan al final sus trazos y sus colores. Como con el café, lo esencial es su aroma y su sabor; eso es lo que nos queda, su quinta esencia… “Lo que permanece lo fundan los poetas” (Hölderlin).

La ensoñación poética nos hace vislumbrar entonces, a partir de saber ver (donde saber es también un sabor) en esa serie de pinturas, las posibilidades inéditas de nuestra cultura cafetera, donde son factibles no sólo las más ricas y sorprendentes tertulias, el refinamiento y la exquisitez inherentes al buen vivir, sino, por qué no, una transmutación del espíritu, que puede llegar muy lejos, hasta alcanzar una auténtica “ceremonia del café”.

A. Otero: Cafetera rosa (1947) 

El por qué nuestras posibilidades culturales todavía no cristalizan en un espacio público abierto, dinámico e incitante sigue siendo un misterio en el que apenas dejamos caer nuestras sondas conjeturales. Ciertamente, si nuestro mundo es impoético, como señala Haidegger, nuestro país, periférico y marginal como es, tiene por tradición el apartar aún más al artista, hasta convertirlo en el excluido por antonomasia: “músico, poeta y loco…”. Por ello Rojas Guardia escribe:

“Pero es que, además, ¿cómo no va a ser marginal el poeta en un país que, pese a contar con una de las mejores tradiciones líricas de la lengua española, paradójicamente no propicia, como paisaje existencial y cotidiano, estados profundos de consciencia donde se haga posible la experiencia poética?” (Armando Rojas Guardia Ob. Cit.)

Estas palabras nos hacen entender algo del por qué nuestra primera habitación pictórica, nuestro primer interior íntimo –simbólicamente hablando- es una cárcel (Miranda en La Carrraca), y el por qué nuestro más grande pintor decidió aislarse, ante todo mentalmente, a través de la línea de fuga de la locura, pero también edificando su castillete, donde tras sus murallas buscó refugió de la circundante indiferencia y el desprecio latente. ¿Rancho por sanatorio o prisionero en su propio torreón? ¿Quijote con un pincel por lanza, caído ante cuarteles vetustos e inacabadas torres de marfil, aplastado bajo “megaconstrucciones” autoritarias (como el Hotel Humboldt) y junglas de torretas de perforación?

Reverón es nuestro Goya y nuestro Matisse, escribió Mariano Picón-Salas. Por eso Alejandro Otero expresa al respecto:

“Decidimos, sin permiso de nadie (cosa que nadie comparte con nosotros, como se ha visto cada vez que nos hemos propuesto prestigiarlo fuera de aquí, nos han lanzado con dos palmos de narices al ridículo), que Reverón es un gran artista, que está en nuestro derecho endiosarlo llevándolo a las dimensiones del mito […].” (Alejandro Otero. Memoria Crítica. P. 277).

Alfredo Boulton dijo a Pérez Oramas, que Bolívar, Miranda, Bello y Reverón eran los cuatro venezolanos universales.******** Ellos, en medio del triunfalismo heroico-titánico de la mitología independentista, también conforman la posibilidad siempre rehuida de una “conciencia de fracaso”: “Son los héroes vencidos: la utopía vencida, la libertad vencida, la lengua vencida en su propia patria, la visión vencida” (Pérez Oramas, Ob. Cit.)

Puede que todavía falte en nuestra cultura, para acceder a esa consciencia de fracaso, al auténtico pathos trágico y a la matria profunda y sombría, el pintor o el aedo que no aborde a los seres y las cosas que nos rodean desde la luz, sino desde la obscuridad

Yilda Conquista y Roberto Chacón
(Continuará…)

Notas:
*La decisión de Reverón -queriendo tomar distancia de la vida capitalina- de residenciarse en Macuto, una pequeña población del litoral central, muy cercana al puerto de La Guaira, que por aquel entonces era conocida apenas como balneario, no deja de tener resonancias histórico-culturales llamativas. El nombre “Macuto” proviene del poblado indígena “Guaicamacuto” ([guaiquerí o cumanagoto]: guaicam: flechas; macuto: cesta. “Cesta de flechas”, carcaj), que era la denominación de un aguerrido cacique caribe en tiempos de la Conquista de Venezuela. Este cacique fue gran amigo Francisco Fajardo, recibiéndolo pacíficamente (cosa muy rara en los caribes), quien fundó el hato San Francisco en lo que hoy es el valle de Caracas, primer intento de colonizar estas tierras. Luego de la marcha de Fajardo, se alzó junto con otros importantes caciques de la región contra los españoles. Derrotado en la batalla de Maracapana (1568), decide pactar con Diego de Lozada y retirarse a vivir en paz en su aldea. Una vez convertido y bautizado, Guaicamacuto pasó a llamarse Juan Macuto. En 1595, los piratas de Amyas Preston desembarcan en Macuto, y llevados por un baqueano español por una de las trochas que usaba Guaicamacuto para transponer la cordillera de la costa hacia Caracas, cayeron por sorpresa sobre la ciudad, y la saquearon.

**Se trata del Castillo de Benavente, que estaba ubicado en Zamora. Su paradero actual se desconoce. Quizás forma parte del Castillo Hearts, en San Simeon, California, diseñado por Julia Morgan, el cual sirvió de modelo para el Castillo Xanadu de Charles Foster Kane en El Ciudadano Kane, de Orson Welles.

***Esa mitología militarista heredada de las guerras de independencia, es solidaria con la impronta militar que signa la sociedad moderna (Paul Virilio), y es reforzada por importantes hitos históricos nacionales: el estado casi perenne de guerra civil que vivió la nación en el siglo XIX, la incubación del siglo XX nacional bajo la dictadura del general Juan Vicente Gómez, los gobiernos demócratas benevolentes de los generales López Contreras y Medina Angarita, la “Revolución de Octubre” –el golpe de Estado cívico-militar contra Medina Angarita-, el mito de una Venezuela casi paradisíaca identificada con la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez, el panegírico propagandístico del fracasado golpe de Estado militar del 04 de febrero de 1992 (con sus posteriores secuelas y derivaciones ideológicas) y los delirios geopolíticos y geoestratégicos que forman parte del armatoste discursivo del chavismo.

****Cosmopolitismo y barbarie se oponen ideológicamente en nuestras regiones pero suelen fusionarse en el “mundo de la vida”. El jefe tártaro del filme Andrei Rublev de Andrei Tarkovsky es un excelente ejemplo de ello. En la neolengua chavista, el barbarismo autóctono se promociona como la primacía de “lo endógeno” (versus lo “global”). En el ensayo de Teresa Soutiño “La melancolía criolla del intelectual frustrado”, se avanza la idea -que también esbozamos nosotros- de que nuestra barbarie “endógena” se camufla de modernidad, se justifica en ésta y finalmente la utiliza para sus fines arbitrarios y arcaizantes. Teresa de la Parra, en sus Conferencias sobre la influencia de la mujer en la formación del alma americana, expresa lo mismo, al decir que en el siglo XIX, los partidarios del progreso hicieron de esa idea sinónimo de destrucción.

*****Quizá ahí está la razón por la cual Rojas Guardia no colocara a Reverón en esa “anamnesis” autopedagógica sobre los hitos emblemáticos de nuestra espiritualidad colectiva (Armando Rojas Guardia Ob. Cit).

******El tema de la cocina y sus utensilios no aparece como tal, sino muy marginalmente, en La poética de espacio, de Gastón Bachelard, libro donde la casa y el hogar son temas centrales.

*******A veces los significados de las palabras nos re-velan verdaderas sorpresas. Carraca: aparato, máquina o artefacto que es viejo o destartalado y funciona mal. En las “Mil y una noches venezolanas”, aún por escribir, si se frota con pasión una mágica cafetera greca, surgirá el genius loci atrapado en ésta, que seguramente será –en genio y figura- como el Miranda del retrato legendario.

********Esta cuaterna “universal” (aunque no todos arriben a tal categoría del mismo modo) se contrapone al “árbol de las tres raíces” de Núñez Tenorio, cuya simplificación ideológica heredó el chavismo (pensemos que El árbol de Reverón basta para des-nudar el carácter regresivo de tal propuesta, núcleo de su impostura). Sólo Bolívar está en los dos grupos. Zamora es el continuador vernáculo de nuestra confusión entre reivindicación social y sentimiento völkich –entre rebelión y saqueo, pueblo y populacho- que nos viene de Boves. Simón Rodríguez aparece en una interpretación altamente völkich, para justificar las fuertes vertientes identitarias y nacionalistas chavistas (anti occidentales). Y, ¿cuál Bolívar?, ¿el que entregó a Miranda, el de la guerra muerte y la masacre de los pastusos, o el de regularización de la guerra y el Congreso Anfictiónico? Y si su “majadería” puede compararse a la de Jesús y el Quijote: ¿Con cuál Jesús: el de la espada o el del amor incondicional? ¿Y con cuál Quijote: el loco o el cuerdo? 



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