martes, 3 de septiembre de 2019

TAI CHI SOUL Roberto Chacón (Magazine No. 606)

LA PAZ SEA CONTIGO (V)


“Cielo y tierra se unen: la imagen de la paz”
I Ching. El libro de las mutaciones.
11. T’ai. La paz.

“El demonio del mal es uno de
los instintos primeros del corazón humano”.
Edgar Allan Poe

El swing jazzístico (1) es fundamentalmente un rapto rítmico, del cuerpo, que hace que la música de jazz funcione como un todo integrado, con sofisticada y seductora euritmia. Es ahí donde aparece el duende propio del género. Swing y duende se emparentan, justamente, en que se sienten, pero escapan a cualquier definición. (2) “El duende, ese poder misterioso que todos sienten, pero que ningún filósofo explica”, expreso Goethe refiriéndose a Paganini y su don musical “demoníaco”.

En una de sus presentaciones en Oslo, la intérprete de jazz Anita O’Day hace una estupenda presentación del swing jazzístico, en su versión de Fly me to The Moon (Bart Howard). Primero la canta tipo balada, fluida y melodiosamente. Luego, al repetir la primera estrofa, de forma casi paródica, establece un contraste con la manera de abordar el tema que hizo al principio, cantando de forma cortada, seca, monótona, sin frasear (cosa que simula dejarla sin aliento). De pronto, casi sin transición, entra en el swing y su cuerpo parece de inmediato poseído por el Dionisos del jazz. Vuelve por segunda vez a cantar de forma monótona y seca. Al entrar en el swing nuevamente su rostro se transfigura, casi en un arrebato sexual, como poseída por un duende que templa su actitud y su alma.

Fly me to The Moon. Anita O’Day (vivo en Oslo, 1953)

El duende tiene muchos paralelismos con el Daimon de los antiguos griegos. El Daimon homérico es una divinidad indeterminada, una especie de genio protector personal, y que, con respecto al hombre, agenciaba su fortuna, suerte o fatalidad; su destino. Mucho más tarde, en la Grecia Clásica, Platón considerará a los Daimones como seres intermedios entre los mortales y los dioses, pues estaban destinados a establecer comunicaciones entre el cosmos humano y el ámbito de lo sagrado, donde moran las deidades. Por ello pueden fungir de guía de los hombres (aún en contra de su voluntad) y finalmente conducirles al Hades (inframundo), al momento de la muerte. Muchas veces se ha tratado de definir al duende, también, como un intermediario entre lo humano y lo divino.

Esa intermediación entre lo sagrado y lo terreno, propia del Daimon y el duende, no implica sólo a las deidades celestes, sino también, a los dioses del inframundo, las almas de los difuntos y los seres ctónicos. Zorba (el griego), personaje conectado con su Daimon como le es tan característico, dice iluminadoramente: “Dios te cuide. ¡Y el diablo también!” De ahí que el duende sea “la fuente de lo jondo”.

José Cenizo Jiménez escribe que “el duende son los sonidos negros”. “Sonidos negros” es una noción acuñada por Federico García Lorca, quien la tomara del cantaor Manuel Torre. Este cultor del flamenco dijo, durante un concierto de piano de Manuel de Falla, quien ejecutaba su Nocturno del Generalife

“En el Generalife” de Noches de los jardines de España (Manuel de Falla). Interpreta el Piano Manuel de Falla.

“Todo lo que suena bien, tiene ‘soníos negros’”. “Sonidos negros” serían aquellas sonoridades que expresan desgarramientos muy profundos y un dolor del alma que parece hacerse eco del sufrimiento de los antepasados, de los padecimientos seculares del alma colectiva, de un hondo clamor ancestral.


Peace Piece. Niño Josele. Álbum “Paz”.

Los “sonidos negros” revelan las artes musicales trágicas, dionisíacas: el cante hondo, el blues, el tango. Por supuesto, estos géneros no monopolizan el duende ni mucho menos. Una bailaora gitana de flamenco, La Malena, ya entrada en años, escuchó un día a Alexander Brailowsky tocando a J. S. Bach, y exclamó: “¡Óle, eso tiene duende!”

Cioran dice de Bach, que Dios le debe todo. Podemos añadir entonces, por sus “sonoridades negras”, que el demonio también.

Toccata y Fuga en Re Menor BWV 565 de J. S. Bach. Interpreta el órgano Karl Richter.

Al comienzo del Preludio del Primer Acto de la ópera Tristan und Isolda de Richard Wagner, podemos escuchar el famoso “acorde del Tristán”, ese acorde que parece no resolver nunca en tonalidad alguna, abriendo como un golpe de viento inesperado la puerta a la maravillosa aventura de la música académica contemporánea. Ese “acorde”, sublime y desgarrador, indudablemente, está teñido de “sonidos negros”. Quizá, esa fue la razón por la cual críticos tan acérrimos de Wagner como Nietzsche y Debussy, nunca dejaron de admirar el “Tristán”.

Preludio del 1er Acto de Tristan und Isolda de Richard Wagner.
Philharmonia Orchestra. Dirige Wilhem Furtwangler (2001)

Al jazz, el duende le viene del blues. En el filme Devil’s Got the Blues, el personaje de Lonnie Johnson dice: “El blues es como el diablo, viene y te lanza un hechizo”. En la historia del blues, se atribuye a dos intérpretes del blues del Delta del Misisipi, Robert Johnson (1911-1938) y Tommy Johnson (circa 1896-1956) el haber hecho un pacto con el diablo para poder ser el mejor bluesmen. Se dice que todo ocurrió en la encrucijada de Clarkdale, entre las autopistas 49 y 61, en Misisipi. Aunque el primer blues donde se nombra al diablo es I Sold Your Soul To The Devil (“Yo vendí su alma al diablo”) de Tommy Johnson, fue Robert al que más se le atribuye el pacto con el diablo. Su blues Me and The Devil Blues (“Yo y el blues del diablo”) dice así:

“Hola Satanás, ya es hora de irse / El diablo y yo íbamos caminado de un lado a otro”.

Me and The Devil Blues. Robert Johnson

Según el reverendo LaDell Johnson, hermano de Tommy, este le refirió lo siguiente:

“Si quieres aprender a tocar lo que sea y a hacer tus propias canciones, coge tu guitarra y vete a un cruce de caminos. Ve e intenta estar un poco antes de las doce para asegurarte de no llegar tarde. Coges la guitarra y te pones a tocar un tema ahí sentado. Solo. Entonces un gran hombre negro llegará caminando, te cogerá la guitarra y la afinará. Después tocará un tema y te la devolverá. Así es como aprendí todo lo que quisiera.”

Este “diablo” del blues es verdaderamente un Daimon afro-americano, más cercano al duende del cante jondo que al diablo cristiano de la leyenda de Fausto, con sus promesas de conocimiento ilimitado; lo cual recuerda la caída bíblica, al producirse la trasgresión, por parte de Adán y Eva, de la prohibición de comer el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal.

La presencia del duende o Daimon se relaciona con un emerger de la esencia homínida del homo sapiens, aquello que nos hace verdaderamente humanos: la espontaneidad, la intuición, los sueños, el amor, la videncia, el éxtasis… La emergencia de lo irracional, en definitiva, pues el término “espontaneidad” refiere a la manifestación de lo irracional –a lo carente de reflexión, razonamiento y planificación- en el comportamiento del hombre. (3)

Pero también indica la puesta en relieve del dolor de ser, del sufrimiento propio que conlleva la existencia individuada, la conciencia de nuestra mortalidad, y los avatares del vivir. Aquello que lo efímero de las relaciones humanas, el vagabundeo incesante y los terrores inexplicables –temáticas de los blues de Robert Johnson-, entre otras vicisitudes de nuestra existencia, hacen que memoremos el pathos inherente a nuestra condición de mortales. De ahí que el blues sea un arte trágico. Y tiene a bien recordarnos Heráclito el “oscuro”, que “Dioniso”, dios al que se ofrendaban las tragedias áticas, era otro nombre de Hades, el señor del inframundo.

Los artistas trágicos son, al decir de Nietzsche, los que se entregan a la embriaguez y el éxtasis, de modo que están celebrando siempre la vida, divinizando su existencia, siendo poseídos por su vitalidad daimónica. Pero el reverso de esta sublimación por la vía del éxtasis es la exposición a lo abismal y terrible del devenir magmático y febril del vivir. Nietzsche habla de la danza y de la música como las artes dionisiacas por excelencia. El artista trágico, como en el mito de Orfeo, baja al inframundo guiado por su Daimon, a enfrentar al señor de las tinieblas, para poder robarle algo de sus tesoros y así poder ofrecerlos a sus semejantes de vuelta al hogar. Pero cada vez que lo hace, algo de él queda atrapado en el inframundo, y puede que un día cualquiera ya no pueda regresar junto a los suyos.

Marcha Funebre. Frederic Chopin.

Las artes trágicas también son artes elegíacas. La celebración de la vida y la con-memoración de nuestra mortalidad no son, en la visión trágica, aspectos opuestos, sino complementarios. J. L. Borges, al final de su poema Abramowicz, nos dice: “debemos entrar en la muerte como quien entra en una fiesta”.

Como ya señalamos, la verdadera fiesta es el paganismo en grado sumo, y por eso a ésta deben ser invitados todas las deidades, incluida Eris, Discordia. Esto implica que desde el ámbito sagrado se irradiaba una tolerancia desconocida por los monoteísmos que dominarían luego, hasta nuestros tiempos. Un Dios omnisciente, omnipotente y omnipresente no es más que la proyección idealizada de un Ego controlador.

En la religión griega arcaica, los Daimon o Demon eran oscuras deidades relacionadas con el destino, de ahí que su nombre sea traducido como “el que reparte” (los destinos y sus dones). Estaban relacionados con el inframundo, los muertos, las posesiones divinas y los oráculos ctónicos. Más tarde comenzaría a representarse como guía o guardián individual, (4) pero conservando gran parte de sus rasgos irracionales, con los cuales explicaban los antiguos las conductas extrañas en las personas o las decisiones o actos imprevisibles. En Sócrates el Daimon es un guía, pero también algo ajeno a su voluntad, que podía disuadirle respecto a realizar una acción o prevenirle en cuanto a un accionar futuro. En todo caso, el Demon o Daimon representa, en la época clásica griega, una fuerza divina interior, que también es una divinización de nuestros aspectos irracionales, de lo otro que anida en lo que creemos más propio y conocido. Una divinización de nuestra espontaneidad y nuestra singularidad.

Sigmund Freud, refiriéndose seguramente a la represión psíquica, dijo: “Cuanto más perfecto luzca uno por fuera, más demonios tiene adentro”. En esta cita, la palabra “demonios” no deja de emitir resplandores de demonología cristiana. Lou Andreas-Salomé quiso convencer al poeta Rilke de que se psicoanalizara con Freud. Él le contestó: “Temo que si me quitan mis demonios se puedan morir mis ángeles.” Aquí, la palabra “demonios” se refiere más bien a los Demon o Daimones, es decir, a los guardianes de nuestra “singularidad”. De paso, Rilke expuso claramente el Tao de los Daimones (duendes) y los ángeles, vital para entender el misterio de la espontaneidad más elevada, creadora de singularidades arquetípicas: la poiesis artística.

En un cuento de E. A. Poe titulado El ángel de lo singular, podemos observar cuán reacios somos, como hombres modernos, a aceptar lo extraño, lo que escapa al sentido común, lo inexplicable y misterioso en la vida de los demás y, sobre todo, en la nuestra. Para poder ser controlable, los acontecimientos del vivir deben obedecer a una causa, y ser explicables por ésta, tal como pregona la ideología de las ciencias naturales y nuestro voluntarismo controlador. En el cuento, el “Ángel de lo Singular” es una aparición estrafalaria más parecida a un duende de la mitología celta que a un ángel de la iconografía cristiana. Este estrambótico “ángel” obliga al protagonista, por medios poco ortodoxos, a aceptar la posibilidad de lo extraño y creer en su singular existencia “angelical”.

No aceptamos el azar, lo a-causal, lo singular y la casualidad en nuestras vidas, aquello que nos hace despertar de la “matrix”, de la mente colectiva del rebaño humano y de la racionalidad instrumental que todo lo explica sin dar sentido a nada. Eso misterioso que anida en el corazón de nuestro ser, no sólo es signo de nuestro auténtico destino como criatura individuada, sino de la presencia de lo sagrado, de lo radicalmente otro en nuestro vivir.

El Ángel de lo Singular nos obliga a creer en él de la manera más dolorosa, creando, según la vitalidad del afectado, consciencia de fracaso o resentimiento. Cuando la suerte está a nuestro favor lo atribuimos, complacientemente para nuestro Ego, a una buena fortuna que siempre hemos merecido por ser quien somos, de modo que el éxito no crea consciencia alguna, ni tampoco previene o cura el resentimiento, cuando la suerte cambia.

«Aquellos que están libres de pensamientos resentidos seguro que encuentran la paz.» (Proverbio budista)

El resentimiento contra la vida y contra el “tiempo y su fue” (Nietzsche) -otra forma de decir “el ser”-, la madre de todos los resentimientos, proviene de la ausencia de una perspectiva sacra por la cual podamos entrever el misterio de los dones divinos, en lugar de maldecir nuestra suerte y nuestra mortalidad. La fiesta religiosa pagana celebraba los dones divinos que se recibían según el paso del tiempo, conmemorando también a los antepasados, memorando así el paso del ser, su temporalidad.

El Capítulo No. 8 del Daode Jing, termina con los versos: “Sólo no contendiendo / no habrá rencor”. Wang Cheng (El Tao de la paz) explica que Wu-Wei –no-acción- es el origen del cese de todo conflicto: “la no contienda es la base para el fin de la guerra”. La ignorancia trae consigo el que haya hombres desconsiderados, descuidados, intolerantes, caóticos, discordes, brutales, dominantes, perversos, fieros, licenciosos, etc. De manera que los sabios, los que están libres de tales características, tienen que evitar que tales hombres tengan algún tipo de poder, pues lo primero que harán es extender la discordia y encender los conflictos. Resentimiento y poder deberían excluirse mutuamente, si de verdad se quiere extinguir la guerra.

En Peace Piece, los arpegios, escalas y apoyaturas con notas alteradas no sólo procuran dar una sazón pimientosa a la pieza –aportar el “veneno” como dirían algunos músicos-, sino, como parte del swing de la misma, muestran esa otredad maliciosa que aportan los Demon, Daimones y duendes. La armonía no es falta de disonancias, sino las correspondencias y resonancias que se pueden establecer entre consonancias y disonancias, y los juegos de sus diversas transformaciones.

En ese Arte de la Paz que es el Taijiquan, el duende se expresa a veces como un Dragón Escondido, y otras, como un Tigre al Acecho. Estas dos criaturas danzan (o hacen Empuje de Manos) cada vez que practicamos una rutina de Tai Chi, como los dos peces del Taijitu o “figura Tai Chi”. ¿Juegan estas criaturas con nosotros al practicar? Maya, la realidad como ilusión, también puede entenderse como juego. La paz nos ilumina cuando percibimos la futilidad de afanes y sufrimientos, al entrever el juego infinito del Tao.

Según Baudelaire “La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable.” (5) Todo verdadero arte debería ser “moderno”, en sus palabras, acorde con su tiempo y circunstancia, a sus “modos”. Pero también, mostrar lo “eterno e inmutable”, en términos artísticos: lo arquetípico, lo que hace que la obra artística pueda viajar en el tiempo y el espacio, para conmover y sorprender a los seres humanos más allá de su época o circunstancia. En ese equilibrio entre lo que “muda” (lo nuevo) y lo duradero, estriba todo gran arte.

La aventura de las vanguardias artísticas tiene un aspecto que la asemeja al mito de Ícaro. En nuestros tiempos de polarización extrema, muchas veces el arte moderno se plegó ante la producción de novedad por la novedad misma. Contrariando lo que escribiera T. S. Eliot en su ensayo La tradición y el talento individual, de que el significado de un artista viene dado por su relación con la tradición, con los artistas muertos, algunos artistas de vanguardia quisieron rehacer desde cero el arte, al artista y al público, hasta que cayeron a tierra con las alas calcinadas, confundiendo su caída catastrófica con el fin del arte.

“Y ruego a Dios
que tenga misericordia de nosotros
Que pueda olvidar yo
esos asuntos que discuto tanto conmigo
Que nos enseñe a estar tranquilos
Porque estas alas
ya no son alas para volar,
sino simples aspas para batir el aire”
T. S. Eliot

En el otro extremo del espectro, los anti modernistas más radicales no sólo se mofaron de las vanguardias, sino que llegaron hasta destruir sus obras y/o reprimir violentamente a los artistas, como hicieron los nazis, Stalin y los Guardias Rojos chinos, entre muchos otros casos.

Así será nuestro tiempo de nihilista, que hasta el arte, el quehacer anti nihilista por excelencia, el gran estimulante para la vida, se ve contaminado por los imperativos de la movilización total del ente (hasta convertirlo en nada) o las compulsiones restauradoras.

No se trata de que se niegue la “experiencia de los límites”, como diría Philippe Sollers, sino que sin centro, hasta los mismos límites, los estados fronterizos, la llamada de lo que está tras el horizonte, pierde todo su sentido. Perder la orientación puede pensarse como una invitación a errar, al vagabundeo infinito, como el del judío errante, pero quizá se parezca más a quedar atrapado en el Mar de los Sargazos, inmovilizados por una eterna “calma chicha”. Hay límites que es mejor no transgredir, pues no hay vuelta atrás. A la deriva, a merced de los vaivenes del acontecer mundano, perdemos nuestro destino.

Casi todos los pueblos antiguos eran dados a dar valor a la mesura y la temperancia. Los griegos, amantes de las orgías, y los poetas taoístas, bebedores de licor consumados, conforman imágenes que no cuadran bien con la cultura del “justo medio” y la mesura. Quizá abría que recordar el episodio de la Odisea, donde Ulises es amarrado al mástil de su nave para poder escuchar, sin perderse, el canto de las sirenas. Se puede tener experiencia de los límites, bajar al inframundo y regresar, porque se ha dado forma a la vida a través de la templanza y auto disciplina, poniéndole límites a la desesperación.

Sólo así puede tener sentido pleno el verso de William Blake:

“El camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría.”

El Daode Jing nos habla de la automoderación voluntaria y la sencillez, como necesarias para la autoconservación (“el que sabe donde detenerse no correrá peligro”), y también para la paz: si se sabe dónde están los límites no se llegará a ningún tipo de hostilidad o confrontación.

Es por ello que el arte, en tanto la actividad humana por excelencia para conformar e intensificar el sentido, dar forma e imágenes a lo amorfo y/o invisible, tiene que enseñar siempre la posibilidad más alta de la mesura: el diálogo entre los extremos. Para esa conversación, debe haber un “centro”, un punto de convergencia. El centro es como el ágora de la polis de los antiguos helenos, un sitial que siempre nos convoca al diálogo aún con aquellos que reniegan de éste o se mantienen en silencio.

Nuestra época contemporánea nace con la Revolución Francesa, por ende, estamos signados por las “revoluciones”. No sólo las políticas por supuesto. Cualquier cosa que tenga el adjetivo “revolucionario” es, para nosotros, valioso, cargado de “sentido de progreso”. La “revolución” es sacra y sacraliza. El ideal de progreso mismo, la gran religión de nuestro tiempo (junto con la nación Estado y el capital), no es otro que la “revolución permanente”.

Los chinos tiene un proverbio que dice así: “aquello que hacemos demasiado no puede ser bueno”. Se trata de una advertencia contra la unilateralidad y la unidimensionalidad. En el mundo de la racionalización del resentimiento, de la evasión de la propia responsabilidad proyectando la culpa, y del absurdo globalizado, hace falta no sólo el duende de la espontaneidad, el que hace posible el jazz, el cante jondo y el arte marcial, sino también, el ángel de la intimidad.

Camus decía que la abstracción era la peste, y se refería a esto: el mundo del nihilismo consumado es un mundo abstracto en el sentido que se han roto todas las relaciones entre las cosas, se ha fragmentado el mundo, para poder disponer de éste totalmente. Ya no tenemos intimidad con las criaturas y los entes que nos rodean, incluso, con nosotros mismos. Pero sin intimidad no hay “habitar”. El habitar sólo es posible poéticamente, pues esta crea al mundo como un ámbito íntimo.

La intimidad, como “origen”, implica silencio, y soledad. Como Vishnú Sesha en el intervalo entre disolución y creación. No es, por tanto, producto del rechazo de los otros ni negarse a la conversación –residuos propios del resentimiento o la melancolía. Intimidad es la apertura envolvente del recogimiento en el centro despejado, del descenso a las cavernas del propio ser, hacia el reposo, para poder luego compartir y dialogar desde lo auténtico, con el corazón abierto.

Poesís y mesura (divina) eran el quehacer de los poetas, los que nombran lo sagrado. El poeta es, por ende, el maestro del silencio que se transfigura en voz y sentido, del silencio que puede convocar a la conversación y a la armonía. La llamada del poeta al origen, es también el clamor sobre la sacralidad de la existencia. Y toda existencia es sagrada porque es singular e irrepetible. Si el sentido del camino de cada vida humana es la individuación, el agradecer amoroso nuestro destino –ese estar en paz consigo mismo, el despertar a la paz sólo acaece en el madurar lo que somos, en el memorarnos, en ser paz.

Peace Piece. Torino Guitar Quartet. Álbum “Codex”.

Roberto Chacón

(Continuará…)

Notas:
(1) Swing: “Cuando un intérprete individual o un conjunto toca de una forma tan rítmicamente coordinada que provoca una respuesta visceral del oyente (hasta el punto de provocar el tamborileo de los pies y el cabeceo de la cabeza). Una sensación de irresistible flotabilidad gravitatoria que desafía incluso la misma definición verbal” (Glosario del jazz). No confundir swing con el estilo de jazz conocido como Swing, típico de los años treinta y cuarenta.
(2) Hay muchos intentos de decir qué es el duende. Quizá, los que más vale tener en cuenta en este escrito es el duende como intermediario entre lo terrestre y lo divino, como fuente de lo “jondo” y el duende como los “sonidos negros”.
(3) Puede que los que nos hace humanos también sea la esencia de nuestro universo: los astrofísicos llaman a la aparición del átomo híper denso previo al Big Bang que creó el universo, una “espontaneidad”.
(4) El tema del daimon o demon es tan difícil como el del swing y el duende. El daimon griego va cambiando sus funciones desde su aparición en el período arcaico hasta llegar a Platón, en el período clásico, sin embargo, es importante retener una significación que nunca perdió: el ser la entidad que nos oculta el destino de nosotros mismos, por tanto, que nos lo re-vela.

(5) Charles Baudelaire. El pintor de la vida moderna.



1 comentario: