martes, 11 de octubre de 2016

CALEIDOSCOPIO Yilda Conquista (Magazine No, 548)

LA IMPORTANCIA DE LA CASA, SEGÚN LIN YUTANG (VI)

“El simpathos de ese espacio gnóstico
[americano] se debe a su legítimo mundo
ancestral, es un primitivo que hereda
pecados y maldiciones.”
José Lezama Lima
Sumas críticas del americano

“El diálogo entre el ‘bárbaro’
y el ‘civilizado’ es un admirable
y complejo drama.”
Enrique Bernardo Núñez
Juicios sobre la historia de Venezuela

Junto a Doña Bárbara y Canaima, de Rómulo Gallegos, existen otros textos claves que giran en torno al pensamiento trágico y la matria sombría: Casas muertas, de Miguel Otero Silva; Nostromo, de Joseph Conrad; “Espíritus de la sabana” y “Por un pensamiento trágico” de Roberto Chacón; “Matar al centauro”, de Oscar González; y “El miedo”, de María Margarita López. Conrad aporta la necesaria mirada del otro, que necesitamos para que lo propuesto adquiera relieve, perspectiva a profundidad. Además, en lo que a ética se refiere, Conrad es un auténtico barómetro, capaz de develar y delinear la más mínima señal de descompostura del ethos. Pudieran agregarse otros textos, como Los viajeros de Indias, de Francisco Herrera Luque, si tomamos este texto no en un sentido psico-biologicista –que terminaría apelando también a la sangre- sino en el de una fenomenología de la historia cultural del venezolano.

Como nos recuerda el poeta Cadenas, lo auténticamente humano es lo que se manifiesta de adentro hacia afuera, lo que proviene de nuestro interior. En sintonía de poetas, Rilke escribió: “Pero fuera, fuera todo es desmedido”. Cuando hablamos de la sombra de la matria, no nos referimos a un fenómeno ambiental que condicionaría al hombre de una manera mecanicista. Se trata más bien de un diálogo entre naturaleza y hombre, donde el lado siniestro del paisaje revela también los aspectos sombríos del alma del paisano. Nunca, como dijera Lezama, “una reducción de la naturaleza al hombre, prescindiendo del paisaje.”


El equívoco anti trágico con lo silvestre y el paisaje es el de la idealización de la naturaleza. A través de clichés como el de la imaginación pastoril, la naturaleza es beatificada y el paisaje se hace sinónimo de lo bonito (panorama). “Bonito” tiene que ver, a la vez, con lo bello y lo bueno, pero lo bueno como excelencia (Areté). El kitsch aparece como una “moralización” de lo bello, a la vez, resultado de una reducción del sentido de lo bueno al ámbito del comportamiento estrictamente moral. Es decir, lo bello sólo es reconocido como tal si representa también lo bueno moralmente aceptado. Lo bello convertido en moralina es lo “bonito” típico del kitsch.

Por otra parte, la racionalización científica –abiertamente nihilista- coloca lo terrible y obscuro que es esencial a la naturaleza y sus poderes generativos, en el plano desanimado de las causas. La apariencia objetiva de la tecnociencia esconde la ambición fáustica de conocerlo todo para controlarlo completamente, de modo que la reducción de la naturaleza a mecanismos causales abre las puertas de la posibilidad de una manipulación que expurgue a la naturaleza de sus aristas peligrosas y siniestras, un saneamiento a profundidad de la naturaleza realizado a conveniencia del hombre y, además, a costa de él mismo, en tanto es también una criatura del orbe natural.

El poeta estadounidense Wendell Berry afirma, en su libro Desiertos imprevistos (The Unforeseen Wilderness: Kentucky's Red River Gorge) que al entrar en un sitio particular del mundo silvestre (un desierto, un bosque, etc.), ese lugar nos abre a una forma ética de habitarlo correctamente. Más que describir objetivamente el hábitat -como haría un investigador científico- se trata más bien de estar atentos a cómo se ve y cómo nos afecta. Lo imprevisto de un lugar es fundamental en la apertura mutua de éste y nuestro ser, de la posibilidad del encuentro con lo otro. La extrañeza que podemos encontrar en un sitio silvestre, revela nuestra propia familiaridad, que puede ser aquello que por ser tan propio, obvio y cercano, simplemente nos es invisible. En cambio, las ideas preconcebidas sobre lo que es un lugar silvestre, cierra el diálogo posible, pues reducen aquello donde se revela lo natural a lo previsible y predecible, cercenando de entrada la posibilidad de cualquier experiencia reveladora.


El libro de Berry está acompañado de fotografías del mítico fotógrafo estadounidense Ralph Eugene Meatyard. Las imágenes de Meatyard sobre la garganta del río rojo de Kentucky son extremadamente siniestras, revelando una naturaleza profundamente sombría y potencialmente amenazadora. Muchos ecologistas criticaron estas fotografías que no hacían aparecer lo silvestre amigado al hombre. Meatyard les respondió diciendo que si realmente se está dispuesto a amar a la naturaleza, hay que aceptarla con sus aspectos terribles y siniestros. La mirada de Meatyard sobre la naturaleza es una mirada trágica, que no tiene temor de ver y revelar lo abisal y lo letal inherentes al mundo salvaje.

Nuestra mirada interior, como el lente de Meatyard, debe descubrir lo siniestro y lo letal que forma la sombra de nuestra matria. Primero, del llano, por ser éste, como escribe Oscar González, el crisol primero de lo “nacional”:

“Antes de escribir Doña Bárbara, Gallegos tuvo que buscar el lugar de origen del alma venezolana; y ése lugar lo halló allá, donde confluyen los tres ríos que bordean nuestros llanos centrales. Estos ríos son el Arauca, el Meta y el Orinoco (río que separa los llanos de la región de Guayana y Amazonas). Para Gallegos, el alma del venezolano estaba en el llanero ¿Por qué el llanero y no el andino, el oriental, el marabino o el central? El llanero era un grupo étnico nuevo, propio de nuestra región; en él, en su persona, están fusionada las tres razas: el negro, el blanco y el indio. Y los llaneros, primero en la guerra de independencia, y luego en la federal, dejaron sus simientes por casi todas las regiones del país.” (“Matar al centauro”. Oscar González).

El llano venezolano tiene una doble polaridad: es un desierto y, la otra mitad del tiempo, un pantano. Bachelard dice que sin un polo del mundo, el alma no se establece. Habría que preguntarse entonces no por la carencia de alma entre nosotros –dado que esa polaridad abre la posibilidad de su establecimiento-, sino por su descuido histórico, bajo una especie de vocación atávica por lo desalmado.

Ese llano bipolar ya estaba prefigurado en la llanura de Ate (el Error) descrita por Empédocles (h. 495/490 – h. 435/430 a.C.). Para este pensador, las aguas del olvido (río Lete) no sólo corrían por el Hades (el inframundo griego), sino también por la superficie de la Tierra:

“Según lo que Empédocles parecía querer decir, existían unos demonios caídos que vagaban por un paraje de destrucción, recorrido por un río, cuyas aguas disolventes tenían el poder de pudrir lo que se sumergía en ellas. Este paraje desolador, infectado de aguas muertas, era la llanura de Ate (el Error), situada no en el Hades sino en la Tierra. Aquella era una «región funesta, donde Muerte y Odio y otros genios de la destrucción, junto con las plagas que azotan, las putrefacciones y los líquidos que de ellos brotan, vagan en la obscuridad de la llanura del Error».” (La imagen y el olvido: El arte como engaño en la filosofía de Platón. Pedro Azara). 
Recordemos que Doña Bárbara comienza con la imagen de “un bongo remonta el Arauca…”. ¿Acaso se trata de una imagen del cruce del río Aqueronte para penetrar en los infiernos? Con esta imagen se nos viene a la memoria también, el periplo del pequeño vapor sin nombre con el cual Marlow remota el río Congo, en busca de Kurtz, ese ser desalmado atrapado entre la modernidad devastadora y el salvajismo del mundo tribal, en El corazón de las tinieblas de Conrad.*


Ya hemos dicho que para los griegos antiguos, el desierto asiático, por su vastedad desmesurada, era el espacio que sólo podían habitar titanes y bárbaros. En este desierto nada se puede erigir, de modo que sus habitantes están condenados a vagar en éste, a errar. “Hay que vivir el desierto ‘tal como se refleja en el interior del hombre errante’”, escribe Bachelard citando al poeta Philippe Diolé. “Podría decirse que el llanero carece de casa”, nos recuerda Oscar González.

Parece antitético (mas, la imaginería mítica no tiene por qué ser coherente), pero el carácter errabundo el llanero, su falta de hogar, no lo hace precisamente libre. Tengamos en cuenta que en las leyendas sobre seres errabundos, como el judío errante o el holandés errante, estos están condenados eternamente a vagar sin rumbo ni sentido. Quizá, al quedar “tocado” después de su encuentro con Satanás, el catire Florentino estaría comenzando su transformación –como imagen- en una figura parecida a las señaladas, en el “llanero errante”.

Un verso del poeta T'ao Han (Dinastía Tang) puede aplicarse, entonces, al llanero: "Mi alma se lanza más allá / [...] / Errante y cautiva a la vez". Alma llanera, vagabunda por necesidad, pero también trágicamente atrapada en un ignoto laberinto atávico. Hablando de sus experiencias en esa otra llanura arquetípica sudamericana, la pampa, Jules Supervielle escribe:

“En razón misma de un exceso de caballo y de libertad y de este horizonte inmutable, pese a nuestras desesperadas galopadas, la pampa tomaba para mí el aspecto de una cárcel más grande que las otras.” (Gravitations).

Bachelard nos habla de otra polaridad de la llanura (La poética del espacio): una basada en palabras de Rilke, y la otra en Henri Bosco. Rilke dice, citado por Bachelard: “La llanura es el sentimiento que nos engrandece”. Estas palabras resuenan en otras de Diolé: “En el desierto no se puede sostener un alma pequeña”. Pero si tomamos nuestra llanura como un inframundo, que, como tal, posee algo de “mundo bizarro”, entonces, ¿ese sentimiento que nos engrandece no se habrá invertido en complejo de inferioridad, compensado desviadamente por el anhelo de poder, el poder que remeda la grandeza?

Henri Bosco habla de la vastedad de la llanura como algo que lo saca de sí –se ausenta de sí mismo- y, fragmentándolo en inconsciencias fantasmagóricas, lo dispersa. Entonces, siguiendo a Bachelard, con la llanura estamos entre los polos de la dominación y la dispersión. En medio de ambos está la soledad del hombre que se pone de relieve en los espacios desolados. Bosco escribe:

“En el desierto oculto que llevamos en nosotros, donde ha penetrado el desierto de arena y de piedra, la extensión del alma se pierde a través de la extensión infinitamente inhabitada que asuela las soledades de la tierra”. (L’antiquaire)

Bachelard señala otro texto de Bosco: “En mí se extendía de nuevo ese vacío, y yo era el desierto en el desierto”. Y luego nos dice que ese libro –Hyancinthe- termina con esta frase: “Ya no tenía alma”.


El desierto mengua el alma. Los temores del llanero que habita la sabana son ceder a la tentación de la vastedad, y perderse en ésta. Perderse aquí puede entenderse en su sentido literal y también en su sentido moral. Se tiene miedo de un vaciamiento de la conciencia, del ánimo y del espíritu. El tentador también es el Señor Satanás. En el llano son comunes los cuentos sobre hombres que se adentraron en el desierto y, enloquecidos en las soledades, se convierten en salvajes. Otros cuentos versan sobre los peligros de alelarse con la lejanía, de volverse demasiado melancólicos o taciturnos, de perder la cordura por sólo mirar la corriente de un río al orinar en ésta.***

“El Llano enloquece, y la locura del hombre de la tierra ancha y libre es ser llanero siempre. En la guerra buena, esa locura fue la carga irresistible del pajonal incendiado en Mucuritas y el retozo heroico de Queseras del Medio; en el trabajo: la doma y el ojeo, que no son trabajos, sino temeridades; en el descanso: la llanura en la malicia del «cacho», en la bellaquería del «pasaje», en la melancolía sensual de la copla; en el perezoso abandono: la tierra inmensa por delante y no andar, el horizonte todo abierto y no buscar nada; en la amistad: la desconfianza, al principio, y luego la franqueza absoluta; en el odio: la arremetida impetuosa; en el amor: «primero mi caballo». ¡La llanura siempre!” (Doña Bárbara).

Si seguimos la imagen de Camus, de que la modernidad es como un desierto, un vacío que hemos hecho a nuestro alrededor, entonces podemos entrever cómo convergen y redundan, esa voluntad de dominación y esa dispersión endógenas, con el Ge-Stellen –la reducción del ser a nada (Heidegger)- y la industria del entretenimiento (las nuevas tecnologías de “desinhibición de las masas” (Slöterdijk). Formas extremas de la voluntad de dominio y la dispersión del alma (del descuido y la desatención). Entonces, un desierto se sobrepone a otro, lo reduplica y se replica.

El drama fundamental de la llanura se da entre lo que Bachelard llamaría las imágenes materiales del agua y la sequía (cosa que afirma al hablar de Diolé). Este drama se daría en nuestra alma como una bipolaridad entre melancolía (la melancolía que acompaña a la vastedad) y la rabia, con sus consabidos “parientes”: el rencor y el resentimiento. Herrera Luque escribe: "En semejantes condiciones es natural que el hombre de América se fuese consumiendo de tristeza y rencor [...] (Los viajeros de Indias).

La rabia es concomitante con la dominación, con la voluntad de dominio, que al ser frustrada por el clima, la naturaleza y los hombres, se transforma en rencor. La cólera es conquistadora, nos dice Bachelard (El agua y los sueños), y nos recuerda que en la batalla entre el hombre y el mundo, no es el mundo el que empieza.

La melancolía –miedo y tristeza- corresponde a la dispersión: las inmensas soledades desmayan las potencias del alma, la cual se empequeñece y se minimiza hasta percibirse como una insignificante briza de paja a merced de la naturaleza y el tiempo. “Cielos y llanuras abrazadoras. Cólera y angustia”, escribe Enrique Bernardo Núñez en La galera de Tiberio.

En su escrito “Matar al centauro”, Oscar González destaca que los nombres de los personajes de Gallegos en su Doña Bárbara, son harto simbólicos: Santos Luzardo: “santa luz que arde”. Doña Bárbara, la barbarie personificada. El nombre de Lorenzo Barquero puede que sea apenas un poco más críptico. Por una parte el nombre, Lorenzo, proveniente del latín (Laurentius), significa “coronado de laureles”. Uno de los personajes históricos con ese nombre más famosos es San Lorenzo mártir (c.225-258 d.C.), a quien se había confiado nada menos y nada más que el Santo Grial, siendo su último guardián de jerarquía. Según la leyenda, en tiempos de las persecuciones del emperador Valeriano, ante las que finalmente caería, San Lorenzo mando a ocultar el Santo Grial a España (Huesca), donde se le escondería de tal forma que se perdería del todo.


Más significativo aún es su apellido: Barquero. Todo barquero es Caronte, el mítico remero que cruza a los muertos a través del río Aqueronte, que separa nuestro mundo del Hades. Dice Bachelard: “Sin Caronte no hay infierno”, y, “La barca de Caronte se dirige siempre a los infiernos.” Como señala González, el mismo Lorenzo Barquero da cuenta de su involución, de su caída o cruce de aguas, de cómo siendo alguien “laureado” –pero sin verdaderos méritos, como en el cuento del niño del diente roto-, cayó en manos de Doña Bárbara, quien literalmente lo convirtió en un despojo humano (la devoradora de hombres lo fagocitó y regurgitó). En ese momento de la confesión de Barquero, Santos Luzardo, que lo escucha, está muy cerca tanto del personaje de Marlow en su encuentro con Kurtz (Corazón de las tinieblas) como del capitán Willard (Martin Sheen) con el Coronel Kurtz (Marlon Brandon) en Apocalypse Now. En otras palabras, está siendo testigo de la agonía de un desalmado, y también representa a su verdugo, el hombre que viene a remplazar al taita agotado, y que por tanto, de a poco se va transformando en éste.


¿No recuerda esto último también al Rey Pescador (rey tullido o herido), el último guardián del Grial, y a su reino infértil convertido en un páramo desolado de las leyendas artúricas? En el libro de Chrétien de Troyes, Perceval, el Cuento del Grial, en la desoladora escena cuando Perceval se encuentra por primera vez con el Rey Pescador y ve el Grial, es incapaz de enunciar la pregunta que curaría al rey y, por ende, volvería a hacer fértil su reino. Cuando por fin se atreve a hacerla, no hay nadie que pueda escucharlo. “Entre el silencio y la palabra, la desesperación. Llama y nadie le responde”, escribe Francisco Rivera (Entre el silencio y la palabra). ¿Será ésta la imagen de nuestra condición anímica incurable, la falta de una palabra que no llega a su debido tiempo, de una llamada sin respuesta y de un mutismo infecundo?

González dice que la involución de Barquero, que representaría un complejo nacional, responde a una ignorancia fundamental, que se erige como presunto saber, la cual finalmente se hace aliada de la barbarie, y hasta la potencia, tanto por rechazarla y menospreciarla, como por no tener la suficiente solidez y entereza para no caer bajo su influjo. Para Sócrates, la ignorancia era la causante del error ético y del actuar mal. Mutatis mutandi, también hay que tomar en cuenta la ignorancia ética, como el entregarse a un saber nefasto, luciferino, como el del Dr. Jekyll, cuando prepara un brebaje que permite escindir la buena consciencia de los aspectos más malvados y primitivos del alma humana (Mr. Hyde) o el del Dr. Frankenstein, al construir y dar vida a la criatura. ****“El barquero es el guardián de un misterio “, nos recuerda Bachelard; y así parece serlo, en buena magnitud, en Doña Bárbara.

Ahora bien, si en Doña Bárbara hay un barquero (y realmente hay varios), entonces el llano es, simbólicamente hablando, un infierno, un tártaro o inframundo. Un Hades cruzado por ríos gigantes, caudalosas corrientes equivalentes, a su manera, al Aqueronte (penas), Cocito (lamentaciones), Flegetonte (fuego), Leto (olvido) y Estigia (Odio).


En la Divina Comedia de Dante, aparece otro barquero, el iracundo Flegias, quien conduce a Dante y Virgilio sobre la pantanosa laguna Estigia, donde desemboca el río del mismo nombre y que representa el Odio. Eso ocurre en el Quinto Círculo, el de la Ira y la Pereza. Hay que tomar en cuenta que la pereza es la otra cara de la voluntad de dominio. En ese círculo, los iracundos se atacan entre sí a mordiscos y los perezosos se ahogan en el fango. En un episodio sobre la barca, un condenado le habla a Dante y este lo maldice, lo que sugiere que Dante terminó contagiándose con la pecaminosa ira imperante.

En la puerta del Infierno están escritas estas palabras: «Es por mí que se va a la ciudad del llanto, es por mí que se va al dolor eterno y al lugar donde sufre la raza condenada, […], abandona la esperanza si entras aquí». Tal vez, según hemos visto, Gallegos hubiera podido poner estas palabras como epígrafe de su novela.

El Quinto Círculo del Infierno, la Quinta Paila… ¿No es el reino del Señor Satanás, el príncipe de los demonios del Averno? Satanás, el “adversario” o “enemigo”, sinónimo de Lucifer o Luzbel, “el portador del Luz” (¡Luzardo!), ángel caído en desgracia por oponerse a Dios (soberbia). También se le denomina el “mentiroso” y el “¨Padre de la mentira”. En Doña Bárbara leemos:

“–Pero como le digo esto, también le digo lo otro: eso es lo que cuenta la gente, pero no hay que fiarse mucho, porque el llanero es mentiroso de nación, aunque me esté mal el decirlo, y hasta cuando cuenta algo que es verdad, lo desagera tanto, que es como si juera mentira.” (Doña Bárbara)

Venezuela se enorgullece de su guerra de independencia porque es la única donde enfrentó victoriosamente a una potencia extranjera, todas las demás guerras que ha padecido han sido civiles, fratricidas. Las guerras malas, si seguimos el pensamiento de Gallegos. ¿No es eso lo propio del Quinto Círculo, el ciego combate de los iracundos entre sí? Demás está decir que la propia guerra de independencia tuvo más características de guerra civil que de conflagración contra otra nación.

“Nunca como entonces se vio claro lo que Rojas diría luego al trazar la figura de Boves, de que la guerra a muerte había sido principalmente la de unos venezolanos contra otros, o sea de los venezolanos realistas contra los venezolanos republicanos.” (E. B. Núñez. Arístides Rojas).

Conrad, describiendo a un general de Sulaco, un puerto caribeño de ficción, que bien pudiera ser Puerto Cabello, en su novela Nostromo, dice: “[…] el llanero, que parecía haber adquirido, sin saber cómo, su buen humor de soldado aguerrido, su conocimiento del mundo, y sus modales propios del puesto que ocupaba, en medio de las feroces peleas con sus compatriotas.” (Cursivas nuestras).

“Ernest Seillière –escribe Bachelard- observa precisamente, al pasar, que la vegetación profusa del pantano es el símbolo del telurismo”. Quizá por eso haya tenido tanto acierto en conectarse con lo más profundo del telurismo criollo, el “verde caballo” de Antonio Márquez Salas, pues en éste se unirían el caballo y la imaginería del espacio, y el verdor vegetal de la ciénaga (“aquel barro tibio y fétido”), con su evocación telúrica. El inframundo (debajo del mundo) no es más que una manera enfática de darse el telurismo.


Que el pantano, por sus aguas y vegetación, sea símbolo de lo terrestre, puede que tenga que ver con el recuerdo ancestral de la Gran Diosa Madre, que con muchos nombres ha existido en la mayor parte de los pueblos neolíticos. Esta diosa, que simboliza los poderes de fertilidad de la tierra, está asociada al elemento agua, el más femenino por naturaleza, y con la potencia germinativa del mundo vegetal.

La posesión colectiva que sufrió el pueblo alemán con el nazismo tiene que ver, según Jung, con Wotan, el antiguo dios germánico, guerrero chamánico de los bosques. Para Canetti, la imagen del bosque, hondamente arraigada en el espíritu alemán, también simboliza al ejército. El ejército es una de las “masas artíficiales” (cohesionadas libidinalmente en torno a un jefe), junto con la Iglesia, estudiadas por Freud.


Para González, nuestra posesión endémica como pueblo, esa que nos lleva a auto flagelarnos y embestirnos mutuamente sin misericordia, cíclicamente, es el arquetipo del centauro. Recordemos que los centauros son seres salvajes, violentos y pendencieros, sin leyes ni hospitalidad, esclavos de las pasiones animales, tal como su mitad de cuerpo cuadrúpeda lo prefigura. Seguramente otros complejos psicopatológicos y míticos giran en torno al arquetipo del centauro. Ahora bien, habría que preguntarnos, de entrada, como la Gran Diosa Madre termina encarnada en un personaje como Doña Bárbara, la “devoradora de hombres”.
Yilda Conquista

(Continuará...)

Notas:
*Como aparece en Apocalypse Now de Coppola, simbolizando esta polaridad nefasta, Kurtz tiene en su mesa de noche The Waste Land de T. S. Eliot, junto a La rama dorada de James George Frazer.
**Cuando Simón Rodríguez dice “o inventamos o erramos”, ¿se estaba refiriendo a la poiesis (creación; no el “invento” científico o sociopolítico) como única salida para no errar (vagar) por la llanura del Error? De aquellos que han entrado al Hades y vuelto a salir para contarlo están los más grandes poetas, el mítico Orfeo y Dante, así como el hombre que tenía por nombre alternativo “Nadie”: Ulises.
***Esto de perder el alma al ver la corriente de un río mientras se orina en éste, tiene una doble raíz mítica: por un lado, el río se lleva la imagen reflejada (el alma) hacia la lejanía; por otra, orinar sobre el río es una ruptura de viejos tabúes sobre el respeto debido a las corrientes y manantiales sagrados, ruptura que conlleva siempre un fuerte castigo.
****Doña Bárbara es, entonces, doblemente ignorante: por su violenta inconsciencia y por su usó de la brujería (magia negra) para atraer el amor.


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