martes, 13 de septiembre de 2016

CALEIDOSCOPIO Yilda Conquista (Magazine No. 544)

LA IMPORTANCIA DE LA CASA, SEGÚN LIN YUTANG (V)

“[…] ya él también había comenzado a hundirse en aquel
otro tremedal de la barbarie, que no perdona a 
quienes se arrojan a ella. Ya él también era 
una víctima de la devoradora de hombres.”
Rómulo Gallegos
Doña Bárbara

La vieja casa rural del llano y las escasas cosas que encontramos en ésta, así como los sufridos caballos llaneros, nos muestran el duro uso al que el ser humano los ha sometido, el nivel al que han sido expuestos a los elementos más extremos, incluido entre éstos al propio hombre, que trata todo sin piedad, sólo con el cuidado más elemental, el suficiente para que las cosas, los animales y las casas sigan siendo útiles algo más, porque un esfuerzo más intenso por garantizar su durabilidad estaría fuera de consonancia con la dureza y crueldad de la vida llanera.


El descuido y la aspereza constituyen los matices monocromos con que pudiera pintarse los objetos del viejo rancho llanero, incluido éste. También hay un despojo, pero no colmado de espiritualidad, sino de desdén por las cosas, como si fastidiaran en medio del bochorno diario. Bachelard afirma que hay que amar el espacio para describirlo minuciosamente, de manera de desarrollar una atención por los detalles, para integrarlos en ese conjunto que es la casa. La atención, parte integral del “cuidado” (habitar), funciona como un vidrio de aumento (La poética del espacio). Como destacó la pintura impresionista, un simple detalle realzado funda un especio, crea una espacialidad. Pues ese amor por el espacio y ese cuidado por el detalle, están en buena medida ausentes de los ranchos llaneros, como si la vastedad exterior estuviera imbricada con la bastedad interior.

Josep María Esquivel, en su libro El respeto o la mirada atenta, nos hace ver que la esencia del respeto, centro medular de todo comportamiento ético, es la mirada atenta. El bárbaro no respeta al otro, recordando las palabras de Isak Dinesen. Y no respetar al otro parte de un fundamental irrespeto por sí mismo, de una falta de cuidado de sí. Esa conseja venezolana que dice que “los llaneros creen que todo el mundo es pendejo”, ¿no parte de una “pendejera” esencial, de una ignorancia bárbara (de sí mismo y del otro) como principio de toda insuficiencia moral (en todos los sentidos de la palabra)?

Esa falta colectiva de cuido y de mirada atenta, de respeto en todos los órdenes, está a la base de la ranchificación, que también pudiéramos nombrar como la incultura del conuco, puesto que se arrasa la tierra para sembrar, y cada vez que se repite el proceso se empobrece más la tierra, y la cosecha resultante es cada vez más menguante.

En su ensayo “El miedo”, María Margarita López señala como esa tropical desidia venezolana en cuanto al cultivo de la tierra, bajo la creencia “real maravillosa” de una fertilidad de la tierra en la que “basta con lanzar una semilla en cualquier lado para que nazca una mata frondosa y exuberante”, se haya aliada recientemente al milagroso maná de la riqueza petrolera.

“El intermitente abandono de los parques y jardines públicos, la ruina del campo y la dependencia que tenemos de las importaciones para nuestra alimentación, son algunas pruebas fehacientes de la anterior aseveración.” (María Margarita López Ob.Cit.)


Tal vez por estas razones, carezcan completamente de jardín esas casuchas o ranchos rurales; tienen corrales, conucos, y, a veces, patio trasero, pero ningún espacio parecido a un jardín. El jardín es, dentro del microcosmos de la casa, una floresta miniaturizada. Por eso el poeta Boissy, citado por Bachelard, dice en un verso sobre el jardín: “donde los niños ven grande”. El conuco, a pesar de todas las idealizaciones indigenistas, no sólo no tiene nada que ver con un jardín, sino que poco tiene que ver con el huerto propiamente dicho, que implica un mayor mantenimiento, cuidado y riego. El conuco proviene de culturas nómadas que al agotar los recursos de una localidad simplemente se mudaban a otra. Pero utilizado como medio de subsistencia de campesinos sedentarios, donde no se repara en la tala y la quema de zonas boscosas para limpiarlas para el cultivo (exponiendo el suelo a las inclemencias de los elementos), y agotando los nutrientes del suelo al no rotar los cultivos y dejar zonas a barbecho, el conuco ha servido más para arrasar la campiña, que para crear una verdadera cultura agrícola en nuestros países.

Así describe una “casa grande” de Hato, y su relación con los conucos, Rómulo Gallegos en su Doña Bárbara (las pequeñas son simplemente de bahareque con techo de palma):

“Una casa grande, de bahareque y tejas, torcidas las paredes, despatarradas las techumbres, de cinc las de los corredores que la rodeaban, con un palenque por delante para defenderla del ganado y algunos árboles por detrás, en lo que se denomina el patio, no muy altos, pues el llanero no los consiente cerca de sus viviendas por temor al rayo; al fondo la cocina y unas piezas destinadas a almacenar las yucas, topochos y fríjoles que producían los conucos para el consumo del personal; a la derecha, el caney sillero y los que servían de dormitorios de la peonada, y entre éstos y aquél, la tasajera, donde se secaba al aire y al sol, pasto de las moscas, la carne salada; a la izquierda, las trojes donde se depositaba el maíz en mazorcas, el totumo y el merecute del gallinero, los botalones de tallar sogas, las majadas, medias majadas y corralejas, y, finalmente, el chiquero de los marranos, esto era el hato de Altamira, tal como lo fundara el cunavichero don Evaristo en años ya remotos, excepto las tejas y el cinc de los techos de la casa de familia, mejoras introducidas por el padre de Santos. Una fundación primitiva, asiento de una industria rudimentaria y abrigo de una existencia semibárbara en medio del desierto.”

Si así era la casa principal de un hato o fundo (un “rancho”, como dirían en México) del llano a principios del siglo XX, según Rómulo Gallegos, veamos cómo nos describe Teresa de la Parra en su novela Memorias de Mamá Blanca, un rancho de las afueras de Caracas:

“Una tarde, nosotras, las niñitas, […] quisimos llegar al rancho de Vicente, cosa que nos interesaba, por supuesto, de forma extraordinaria. […] La piadosa peregrinación tuvo lugar: andando, nos dirigimos hacia el rancho objeto de nuestro interés. Al divisarlo de lejos en lo alto de un repecho, medio escondido entre los árboles, corrimos todas, desaladas a ver cuál llegaba primero. Evelyn caminando nos siguió a distancia. El cuadro que bajo los árboles se ofreció a nuestros ojos era en efecto interesantísimo por su sobriedad prehistórica. La paja, ahumada y despeinada del rancho, caía con desolación por sus cuatro costados hasta tocar tierra. Junto a la puerta había un banco hecho de tronco y dos horquetas; en el suelo, tres piedras ennegrecidas dialogaban sobre las cenizas frías de un hogar; una gallina atada por un pie a una de las horquetas del banco pugnaba por desatarse cacareando y batiendo las alas; en el centro, hecho también de un tronco, un pilón; a uno y otro lado del pilón Aquiliana y Eleuteria, armadas cada cual con una masa: golpe y golpe; golpe y golpe, pilaban evangélicamente el maíz, ración de un solo día, para «el pan de arepa» de ellas dos y Vicente. Imposible es describir aquí la indignación muda y misteriosa con que Evelyn, al apreciar la escena, nos arrancó del rancho y sus alrededores.”


La escasez de recursos nunca hizo preciosos –dignos de aprecio- a los objetos de uso cotidiano en el rancho rural. Quizá por eso no ha llegado el artista que pinte el extremo uso de éstos, así como lo rustico y tosco de su elaboración. Puede ser por ello que no existe un “arte estepario” o de las praderas, en el llano. Heidegger ha visto en un cuadro de Van Gogh sobre un par de botas gastadas, el uso a que la vida de una campesina de Schwarzwald (Selva Negra) los había sometido. ¿Se pueden pintar, acaso, unas alpargatas viejas llaneras? Puede muy bien que no, sencillamente porque éstas desaparecen con el uso, como un becerro arrastrado bajo las aguas por un caimán.

Zapatos viejos. Vincent Van Gogh

He ahí las circunstancias por las cuales el rancho llanero (como arquetipo del rancho venezolano) no es una yurta mongola, ni una isba rusa, pero tampoco un shabono ni una churuata, que por más provisionales, rústicas y sencillas que puedan ser, siempre se conciben como microcosmos, delimitando bien el hábitat humano del entorno silvestre. Si erigir es habitar, como señala Heidegger, el construir en el llano presenta una problematicidad inesperada. La vastedad, el horizonte omnipresente, la tierra plana como una mesa, los recursos escasos, el clima extremo, todo contribuye a que sea difícil levantar la casa, o que esta sea un constructo basto y achaparrado, hecho de tal manera como para que el llano mismo no la note, y pase así desapercibido... En comparación con la casa campestre llanera de antaño, la yurta mongola, siendo no más que una tienda de pastores nómadas, parece una obra de arte.

Yurta mongola 

Esa casa rural llanera sigue las pautas de Lin Yutang de que sea sólo un detalle en la campiña que le rodea, y, ciertamente, la llanura puede llegar a ser un paisaje magnífico y sobrecogedor, pero la más de las veces, como todo desierto, es un lugar terrible y sofocante. Un detalle en el desierto es cosa para pensar. Así, la casa llanera poco puede ser una cuna o tan siquiera un pesebre, más bien está a medio camino entre un refugio provisional y un establo para centauros, lo que da como resultado esa covacha rural que caracterizaba al llano de otrora, y que sigue presente, no sólo en tanto construcción y forma de construir, sino como parte de nuestro imaginario y de sus fuentes inconscientes.

Lezama no debe haber pensado en esto cuando concibió la expresión criolla como la germinación de las semillas civilizatorias europeas condicionadas por el espacio gnóstico americano, el cual deriva entonces en “la soberanía del paisaje”. Pero en la tierra inhóspita e insalubre, quizá no se dio el esperma europeo (o, al menos, no el esperado), sino uno que vino de contrabando o semillas híbridas, propensas a regresiones e involuciones: gérmenes tártaros, beduinos, escitas, visigodos, vándalos. ¿Qué puede pasar cuando el territorio y el contorno sean ellos mismos no perspectiva de paisaje, sino “zonas indiferentes o gengiskanesca barbarie”? El mismo espacio gnóstico donde se dispersó el guerrero Caribe, ¿recibió esas semillas de tártaros y vándalos que vinieron de contrabando en las carabelas?

En los pueblos llaneros, las casas son diferentes, al menos en los cascos centrales, en torno a las omnipresentes plazas “Bolívar”. Sean hechas de bajareque o de ladrillos antiguos, no son muy distintas a las de la antigua Caracas, si bien, son mucho más modestas. Pero aún estando “muertas”, como en el pueblo de Ortiz de la novela de Miguel Otero Silva, se trata de casas en el pleno sentido de la palabra. En sus mejores versiones, poseen ventanales grandes enrejados, portones de madera, aleros, poyos en las ventanas, pisos de mosaico, techos de teja… Muy sólidas hacia la calle, espaciosas, de paredes gruesas, para dejar afuera las inclemencias del tiempo, especialmente el sol de la tarde. Adentro, pasillos frescos dan acceso a las habitaciones, baños y cocina. En el centro de la casa, un patio, la más de las veces un jardín, al que rodean los pasillos. En muchos casos un jardín-huerto. No llegué a conocer una casa de pueblo del llano con un jardín al estilo geométrico francés, pero si algunos al estilo del jardín Giverny de Monet, pero en miniatura, exuberantes, tropicales y caóticos, hermosos y frondosos tanto en invierno como en verano. Claro, sin estanques para nenúfares. Algunos llegaban a ser verdaderas junglas interiores, visitadas por especies silvestres, como los rabipelados, matos y sierpes.


Este tipo de casa tiene rancio abolengo, proviene del antiguo domus romano, casa que se organiza en torno a un patio central.* Como se sabe, España fue el país europeo que conservó mayores rasgos de romanidad, incluso más que Italia, demasiado devastada e invadida por pueblos extranjeros. El cortijo andaluz, tipo de gran casa rural organizada en torno a uno o varios patios interiores, es un descendiente del domus. Sabemos también, que la mayor parte de los pobladores ibéricos de Venezuela durante la conquista y la colonia, fueron andaluces. Buena parte de Andalucía es de tierras semi áridas, y el único desierto de Europa, el de Tabernas, se encuentra ahí. De modo que la arquitectura morisca andaluza ha debido tener la intensión de fundar ese primer universo que es la casa, en torno a un oasis, ya que uno o varios de esos patios interiores del cortijo están engalanados con fuentes en torno a los cuales se despliegan hermosos jardines. Así nos describe Teresa de la Parra los jardines y patios de la casa de su familia, al llegar a Caracas de Europa, en su Ifigenia:
 “Y de pronto, ante una casa ancha, pintada de verde, con tres grandes ventanas cerradas y severas, se detuvieron los autos. […]. Era la primera impresión deslumbrante que recibía a mi llegada a Venezuela. Porque el patio de esta casa, Cristina, este patio que es el hijo, y el amante, y el hermano de tía Clara, cuidado como está con tanto amor, tiene  siempre para el que llega, yo no sé qué suave unción de convento y de placidez hospitalaria, que se brinda y se ofrece en los brazos abiertos de sus sillones de mimbre. Sobre la tierra fresca del medio, crecen todo el año rosas, palmas, novios, heliotropos y el jazminero amable que subido en el kiosko todo lo preside y saluda siempre a las visitas con su perfume insistente y obsequioso. Junto a la puerta de la entrada, a la izquierda, por el amplio corredor, se esparcen abundantes sobre mesas y columnas, la espuma verde de los helechos y las flechas erectas y entreabiertas de los retoños de palma. Al entrar aquella tarde y mirar el patio busqué por todas partes con los ojos, y fue a través del bosquecillo verde, allá en el fondo del corredor, en cuadrada por el respaldar de su sillón de nombre, donde reconocí por fin la blanca cabeza de Abuelita.”

Un escritor venezolano dijo que barrio es pueblo y pueblo es barrio. Pero esto no es cierto, o, por lo menos no lo es, en la equivalencia que se propone. En los pueblos del llano todavía no afectados por el boom petrolero, uno podía observar como al alejarse del centro del poblado (Plaza Bolívar) las viviendas iban haciéndose cada vez más precarias y las calles menos urbanizadas. Pero las auténticas covachas estaban a las afueras del pueblo, aisladas, no llegaban a formar algo parecido a una barriada. Cuando comenzaron a aparecer los cinturones de miseria en torno a las grandes ciudades, los pueblos también comenzaron a formar barriadas. Pero los pueblos, al contrario de las metrópolis expansivas, sufren en el mayor de los casos un proceso entrópico, razón por la cual muchos de ellos se marginalizaron hasta un punto que ninguna ciudad permitiría sin correr el riesgo de colapsar como tal, perdiendo entonces su identidad. Un buen ejemplo lo tenemos en la actual población de Charallave. Si los pueblos del interior de Venezuela han seguido sufriendo una epidemia de “casas muertas”, esto se debe tanto al éxodo a las ciudades y el abandono de las viejas casas, como por la creciente marginalización de las poblaciones, en una “urbanización” (o anti-urbanización) totalmente inesperada de los pueblos.

Las barriadas del Tercer Mundo se parecen demasiado, aunque podamos rastrear su historia entre nosotros en las chabolas gitanas, y los arrabales extramuros ibéricos e hispanoamericanos de la colonia hasta el siglo XIX. A diferencia de la casa rural llanera, el rancho no es una covacha solitaria en un medio ambiente inclemente. Su misma “forma” de darse urbana, donde se aglomeran apoyándose unos en otros, indica bastante de la condición “extramuros” (excluidos) de sus habitantes, y su necesidad de apoyo mutuo. Pero el ambiente inhóspito es creado por esa misma aglomeración anárquica, el hacinamiento y por las condiciones de vida concomitantes. Los ranchos le dan la espalda a la calle, aún más que las casas de los pueblos llaneros, aunque como éstas, mantienen siempre las puertas abiertas al vecino. La calle se convierte, por su peligrosidad, en la versión urbana de la estepa o la jungla. Pero a diferencia de las casas de los poblados, los ranchos no tienen jardines ni huertos interiores. Mucho menos exteriores.

Una de las características de las barriadas caraqueñas, en contraste con urbanizaciones y zonas residenciales, es la casi nula presencia de vegetación. Debido a su característica amalgama de viviendas, donde se hacinan casi una sobre las otras, los ranchos parecen ir royendo los cerros que van recubriendo, donde no dejan terreno baldío alguno, ni espacio suficiente para que árboles, arbustos y otras plantas puedan crecer y prosperar. Si el barrio da impresión de monocroma resequedad y aridez es por ello. Esa forma de emplazamiento contribuye al incremento de la erosión en las zonas montañosas, y es, prácticamente, una forma de desertificación urbana.


También uno pudiera preguntarse, como lo hicimos con la casa rural de los llanos, a la que tomamos como modelo por la preeminencia de los llaneros en nuestra historia, qué se puede pensar de una casa que es meramente un detalle en una barriada, en el marco de un “paisaje amenazante”, de una zona de desertificación urbana.***

Si los jardines externos son un puente entre el paisaje y la casa; y si los jardines interiores son el manantial de la casa como oasis, tanto como cuna y primer universo, tendiendo puentes con los paisajes del alma primigenia, puede que nuestros desencuentros con el paisaje arranquen de ahí, de un descuido e indiferencia por el jardín. Y el jardín también es una imagen del alma. Esa isla paradisiaca del alma de la que escribió Melville, ese oasis o jardín interior, ¿la hemos perdido del todo? ¿Nos habremos alejado demasiado de ésta, de modo que nos hemos quedado sin un refugio fundamental para nuestro endeble ánimo, en medio de los horrores sin nombre que nos rodean? Y, tal vez peor aún, ¿nos habremos hecho estériles, sin imágenes poéticas germinales para el cultivo significativo de la intimidad?

“Yo contemplaba el jardín de maravillas del espacio con la sensación de mirar en lo más profundo, en lo más secreto de mi mismo; y sonreía, ¡porque nunca me había soñado tan puro, tan grande, tan hermoso!” (Czeslaw Milosz. La amorosa iniciación. Citado por G. Bachelard. Ob. Cit.)

Los latinoamericanos carecemos de una “filosofía del jardín”, y de sus correspondientes imágenes poéticas, como si la tienen chinos, japoneses, españoles, musulmanes, franceses e ingleses. Patios y jardines interiores desaparecieron de nuestra arquitectura sin que se hiciese sentir la menor queja o llamada de atención. Y eso a pesar de los intentos de Villanueva de fundar sobre éstos una arquitectura moderna adaptada a nuestras condiciones geo-ambientales y nuestra historia.

Los jardines y patios exteriores sobreviven, en las casas de clase media, siempre y cuando el número de automóviles familiares sea lo suficientemente pequeño como para que no se requiera su transformación en estacionamientos y garajes. Por otra parte, exceptuando las verdaderas mansiones, los exiguos jardines de las casas cada vez tienden más a convertirse en un patio externo multiuso, reduciéndose el mundo vegetal a materos, porrones y pequeños agujeros de tierra en medio de superficies de cemento.

A través de la importancia de la casa en la vida humana, tal como la expone Lin Yutang, nos hemos planteado una manera de percibir nuestros problemas y complejos endémicos, en tanto ciudadanos de la matria caraqueña, como provenientes en buena medida de un descuido en el habitar. La indigencia de imágenes poiéticas entre nosotros, sobre la casa, el jardín y el paisaje, la trinidad del habitar humano, nos ha llevado aquí a vislumbrar la secreta y nefasta alianza, la terrible convergencia entre ciertas complejos mitológicos vernáculos de profunda raigambre bárbara, y la modernidad, con su sobre valoración de la utilidad y la eficacia, y, como resultado de ello, la exclusión del orbe estético humano –que es el cosmos del alma-, y, en un mismo movimiento, su reducción a simple ornamento, a cosa superflua. ¿Se trata entonces, en nuestro país, de Doña Bárbara disfrazada del Santos Luzardo de turno (liberal, demócrata, socialista), según la moda? ¿O su disfraz será el de María Eugenia Alonso?

A una resequedad del alma, o un alma árida como el desierto ancestral (peor si se trata de aguas estancadas como el pantanal, la ciénaga putrefacta infectada de reptiles e insectos), reñida –justamente- con el refinamiento, con la delicadeza que la naturaleza brinda en el paisaje, le ha venido como reforzamiento “titánico” eso que ha dicho Camus sobre nuestro tiempo: que la razón ha hecho el vacío a nuestro alrededor, “de suerte que venimos a resolver nuestro imperio en un desierto”.

En países como el nuestro donde las tradiciones largamente cultivadas son arrasadas una y otra vez, cíclicamente, sólo pueden quedar en pie aspectos míticos más oscuros y elementales. Paralelamente, la modernidad posee una larga y siniestra sombra, porque si su ser está determinado por el rechazo del mundo tradicional, su hacerse a su vez –y paradójicamente- tradición deja los umbrales abiertos para la emergencia y posesión profunda de creencias invisibles, de vastos complejos ancestrales del inframundo psíquico que crecen en las tinieblas que la luz del pensamiento ilustrado nunca ha penetrado, como si se tratase de punto ciegos o cuartos sellados a obscuras, en el más peligroso de todos los “retornos de lo reprimido”.

Las tradiciones son destruidas por la modernidad, pero su sombra, las pervivencias más irracionales y peligrosas, nos acechan y asaltan a cada paso, liberadas de las protecciones y cuidados elaborados durante siglos por el orbe tradicional. Este es, a grandes rasgos, el reforzamiento mutuo de modalidades de vida “desmesuradas” -unas atávicas y otras derivadas de nuestro marco civilizatorio actual- imperantes entre nosotros, y en gran medida, contrarias a todo “buen vivir”, plenitud de la vida humana que se constituye y cultiva en torno al “hogar”, desde la casa. Entonces, ¿es posible el habitar en nuestro tiempo, signado éste por la “tierra baldía” (T.S. Eliot) -el desierto dejado por la razón instrumental- y el paisaje amenazante?

El dicho aquel de que no somos los ciudadanos de un país, sino un poco de gente ocupando un territorio, nos indica claramente que no tenemos matria por carecer de paisaje (y viceversa), y que somos, básicamente, una horda (nómadas jugando a ser sedentarios). No podemos ser ciudadanos si previamente no somos habitantes. Cuando el “caracazo”, Cabrujas tuvo el tino trágico de decir que nos habíamos quitado la máscara, el barniz civilizado y moderno, y habíamos vuelto a ser lo que siempre hemos sido: guerreros caribes, piratas, conquistadores, cimarrones, montoneros, malandros; haciendo lo que siempre hemos hecho: saqueando, abusando y arrasando compulsivamente. Bajo el barniz de hombres civilizados modernos, saqueamos a baja intensidad pero a mayor escala, cada cual a su nivel, ranchificamos y arrasamos con propiedad “moderna”. Nuestro bárbaro interior no sólo se esconde y acecha en los intersticios y grietas de nuestra dudosa civilidad, sino actúa despiadadamente en esos espacios sin ley -tierras de nadie-, socavando de a poco las endebles bases civilizatorias de la nación.

La indicación sobre el “territorio” (un no-país), revela la sombra tras nuestras idealizaciones nacionalistas: Pequeña Venecia y Tierra de Gracia,** Gran Venezuela y la Venezuela Potencia. Si no hay paisaje, menos existe algo parecido a una nación Estado, a lo sumo, un remedo, un bochinche.**** Los paisajes de mi matria caraqueña poseen indudablemente su lado sombrío, su naturaleza obscura. Y no sólo se trata de las enormes barriadas que nos recuerdan a cada instante nuestra condición marginal, tercermundista, o de las alambradas y garitas de vigilancia que aíslan a las urbanizaciones y zonas residenciales. El Ávila, la montaña de “invulnerable soledad” (Enrique Bernardo Núñez), ha sido descrita también como una montaña salvaje, coronada de selvas brumosas habitadas todavía por sierpes y jaguares. J. Schael escribió estas palabras sobre el Ávila, allá por los años treinta.

El Ávila (Cortesía de Violeta Samantha. Foto de Rodolfo Gómez)
 “[…] su Ávila selvático, misterioso e inaccesible, donde anidaba el tigre, y cuya cresta —la milenaria Silla—  embestía pertinaz a las tercas nubes trashumantes (G. J. Schael. Caracas de siglo a siglo).

Hace unos años mi hija se perdió en el Ávila. Los bomberos y guardias me dijeron, luego de rescatarla, que el 90% de los que se pierden en la montaña no regresan, y que muchas veces se consiguen, tras sus pasos dejados como rastro, las huellas de grandes felinos que les siguen y acechan, y probablemente hagan de los extraviados sus víctimas.

En Ifigenia, Teresa de la Parra habla de una Caracas agobiada por la montaña, los aleros de las casas y los cables telefónicos. Si la naturaleza no se amiga, el hogar y la “casa grande” pierden bastante de su habitabilidad.

“Caracas, la de clima delicioso, la de recuerdos suaves, la ciudad familiar, la ciudad íntima y lejana, resultaba ser aquella ciudad chata… una especie de ciudad andaluza, de una Andalucía melancólica, sin mantón de Manila ni castañuelas, sin guitarras ni coplas, sin macetas y sin flores en las rejas… una Andalucía soñolienta que se había adormecido bajo el bochorno de los trópicos.” (Teresa de la Parra. Ifigenia).

Y Salvador Garmendia nos señala que las casonas para temperar (veranear), construidas a las afueras de la “ciudad” –realmente un pueblo-, en lo que luego serían urbanizaciones como San Bernardino y Los Chorros, y cuya edificación emblemática es la Quinta Anauco, llevaban un modo de vida más civilizado que el que se ofrecía dentro la urbe en ciernes:

“[…] la Caracas que empezaba a remontar el siglo. La Caracas de haciendas y trapiches, donde lo urbano y lo civilizado tenían su residencia en las casas de campo, antes que en las estropeadas y lúgubres calles de la aldea.” (“La vuelta del capitán Nemo (I)”. El Nacional, Caracas, 24-4-1999, p. A/4.)

En un chiste de Emilio Lovera, se afirma que todos los caraqueños son malandros, que apenas se produce un conato de violencia o una situación de peligro, el ciudadano de la capital comienza a “malandrear”. Como en los casos de personalidades múltiples o de posesión, hasta el lenguaje que utiliza, incluido el corporal, y el tono de voz cambian por completo. Aunque la mayor parte de la sangre española que corre por nuestras venas es andaluza, el malandro caraqueño está bastante lejos del pícaro andaluz, y, en cambio, bastante cercano al pandillero de los ghettos de Los Ángeles o New York.

El “otro yo del Doctor merengue” del ciudadano capitalino es, entonces, un malandro. Incluso la jerga “sifrina” de los jóvenes de clase media alta caraqueña, es, en parte, un remedo fallido y afectado del malandreo. Sólo hay que escucharnos un poco para comprobar la presencia en nosotros de esa sombra malandra tras nuestra personalidad “ciudadana”. La mayor parte de las anécdotas que se oyen entre nuestros conciudadanos versan sobre algún tipo de aprovechamiento o viveza que hemos realizado para nuestra satisfacción (colearnos en una cola, quitarle el puesto de estacionamiento a otro, entrar al metro gratis, etc.), o sobre el abuso que hemos recibido “injustamente” por parte de otro (se nos colearon en la cola, nos quitaron nuestro puesto de estacionamiento, etc.). Nos gusta “caribear” pero detestamos que nos caribéen…, así las cosas…

El prestigio del malandro viene, por un lado, por su cada vez mayor dominio de la calle citadina, lo cual lo convierte en modelo a imitar no sólo por los jóvenes de los barrios, sino también por los de las urbanizaciones y zonas residenciales. De ahí que Rafael Cadenas diga: “se tiende igualmente a simpatizar, sin alarma, con la jerigonza de los jóvenes” […] “procedente a su vez, en parte, de la que usa el hampa” (En torno al lenguaje). Por otro, porque el malandreo se toma como autenticidad cimarrona, natural rebeldía popular. Este equivoco entre pueblo y populacho (plebe, lumpen), que hoy toma características desastrosas, se debe a que el malandro siempre ha sabido presentarse, sobre todo en su propio barrio, como lo que el historiador marxista británico Eric Hobsbawm llamó “bandidos sociales”, un tipo de hampa que las personas comunes (también la industria del cine y los mass-media) toma como héroes o como señales de resistencia popular. “Bandidos héroes y héroes bandidos”, los llamó E. B. Núñez (La Galera de Tiberio).

En el tercer mundo este tipo de criminalidad tiende cada vez más a camuflarse y/o justificarse a través de sus vertientes anti sistema y sus contribuciones con los más pobres, como fue el caso de Pablo Escobar en Medellín. Pero nunca debemos olvidar el papel del populacho, y, en especial del hampa, en el dominio de la calle para el establecimiento y consolidación de regímenes autoritarios o totalitarios, según ha dilucidado Hannah Arendt en El origen del totalitarismo.

En una falsa etimología atribuida a Hesiodo, la palabra griega antigua para “titán”, derivaría de “abuso”. De modo que un titán básicamente es un abusador, primera señal de desmesura. Toda democracia se basa en una mesura de la libertad, de tal modo que ésta no puede rebasar los límites del derecho ajeno. Como dijo Benito Juárez, el respeto al derecho ajeno es la paz. Pero en nuestra época de titanes y bárbaros, donde no se conocen límites, el abuso es la norma, y el conflicto generalizado su resultado.

El “caribeo”, heredado de los guerreros caribes, junto con el grito racista y sanguinario de “Ana Karina Rote Amucon Paparoro Itoto Manto” (“sólo nosotros somos hombres, todos los demás son nuestros esclavos”), la rapacidad de conquistadores y piratas, y finalmente la historia de violencia que va desde la guerra de independencia hasta los “últimos hombres a caballo” (repleta de virulencia volkish), se concretizan hoy en el malandro, que no es sino la forma urbana de un desalmado lumpen hipertrofiado, convertido casi en tipo humano dominante, nuestra modalidad vernácula del bárbaro. Si es así, la mesura indispensable para el desenvolvimiento democrático y el buen vivir, basadas en el respeto y la paz, están amenazadas de muerte en un medio ambiente altamente desfavorable para su cultivo.

María Félix como "Doña Bárbara". 

En la novela de Rómulo Gallegos, Doña Bárbara quiere a Santos Luzardo –quiere la “luz que arde”. Hace brujería y rezos para tenerlo. Luzardo se da cuenta de esto y se horroriza, rechazando a la guaricha y su mundo de supersticiones. Jung dijo que uno no se iluminaba fantaseando con la luz, sino haciendo consciente la oscuridad. Santos Luzardo perdió ahí una oportunidad de hacer consciente su lado sombrío. Nuestras academias e instituciones modernizantes, empeñadas en “vencer las sombras”, también perdieron esa oportunidad. Pues vencer las sombras no es un proceso de rechazo, exclusión y destrucción, sino de comprensión y alquimia profunda. La “devoradora de hombres” se replegó a sus territorios ancestrales, la jungla amazónica (bajo la protección de Canaima), para volver disfrazada a la moda parisina, como una Luz Ángela cualquiera, una mujer moderna e ilustrada (o así lo parece; aunque la mona se vista de seda…). Y por boca de demagogos y logomaniacos, posesos de mitos sin nombre, comenzó a seducir a las masas del mismo modo que se dice de las tragavenados, que bajean a sus presas con el aliento.
Yilda Conquista

Notas:
*Este tipo de construcción, sobre un centro vacío, pero lleno de posibilidades, es también convergente con el shabono (refuerzan un “arquetipo” de casa).
**Cuando Colón llegó a las costas de Paria, las llamó “jardines”…
***Es paradójico que eso haya llegado a convertirse en una política de Estado a través de la llamada “Misión Vivienda”.
****Entre nosotros, carnavalizar es sinónimo de “bochinche”.


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