LA HOGUERA DE LOS NECIOS
Sacerdote Jesuita
Catedrático de
Historia Contemporánea Universidad de Deusto
El tiempo, decía san Agustín, es un triple presente: el presente, en tanto lo experimentamos; el pasado como memoria presente, y el futuro a modo de expectativa presente. Pero ni siquiera este genio del pensamiento universal se atrevió a adelantar que el pasado bien amañado acabaría por dirigir y encauzar el presente de la sociedad. Todo lo que estamos viendo de ruptura de moldes, todos los aquelarres y derribos de estatuas, todos los disparates indigenistas de políticos americanos, todos los nuevos altares de la religión posmoderna, todos los intentos de desguace de nuestra civilización, todas las marchas de la ignominia, todos los minutos de silencio expiatorio… todo cabalga sobre una historia distorsionada por los profetas de la memoria, del revisionismo airado y demagógico. Y es un claro síntoma de una enfermedad que padece Occidente desde hace ya tiempo: la tiranía de la penitencia, el masoquismo purificador que rebusca en el corazón de las tinieblas de la colonización. Europa contra sí misma.
Libertad sin ira,
cantábamos esperanzados los españoles que, a la muerte de Franco, salíamos a la
calle para reconciliarnos y estrenar una historia sin odios ni resentimientos
dentro de una misma patria. Hoy, tristemente, crecen la indigencia intelectual
y la falta absoluta de civismo entre quienes quieren arrebatar a los españoles
partes indispensables de su historia y les duele recordar cómo tantos jóvenes
eran capaces de vibrar con un poema y una canción que hablaban nada menos que
de una España en marcha. Con la tea en la mano, se multiplican quienes piensan
que el fuego de la ira es una buena terapia para precipitar los cambios, como
si los que la portan acabaran de doctorarse en Historia y actuaran preocupados
generosamente por mejorar el presente. Lejos de ayudar, con su iconoclastia, a
los ciudadanos a reflexionar, lo que pretenden es imponer su nihilismo y
despojarlos de su consistencia cultural para manipularlos más cómodamente.
Cualquier medio, por muy perverso que sea, como la interpretación del pasado
desde las inquietudes y obsesiones del presente, servirá a su objetivo final de
dominación política.
Vivimos tiempos
preñados de incoherencia y fingimiento, de maltrato de la sabiduría, en los que
se falsea el pasado y se nos roba el presente, cruzando la frágil frontera que
hay entre la conmemoración y el olvido, entre el culto a los muertos y la
tergiversación del drama que se llora. Una pasión retrospectiva que nos conmina
a la evocación maníaca de parcelas de la historia; no para dar a conocer los
hechos en su incandescente realidad y despertar tras la amnesia, como dice una
cierta izquierda intelectual y política, sino para consagrar una visión
profundamente maniquea y deformada de los acontecimientos.
"España se queda con la peor parte"
Sabemos que no
existe pasado que no esté sometido al saqueo, ni historia que no pueda convertirse
en un campo de batalla; pero ninguna tierra como la de Europa aparece tan
sembrada, en la actualidad, de minas de atrocidades colonialistas, con un
ejército de redentores para conjurar sus yerros. Y España se queda con la peor
parte en este tsunami de anacronismo y sinrazón, en esta orgía de fanatismo y
violencia contra el sentido de la historia, en esta barricada de la protesta
contra el alcance de la evangelización. Del pedestal a la hoguera han pasado
distintos personajes de la mejor historia de España sin que el Gobierno actual
levantara la voz para acallar a los policías del pensamiento, a los talibanes
de las consignas huecas, a los inquisidores posmodernos que incendian las
calles de Estados Unidos con su propaganda para ilusos y sus insultos a nuestra
nación.
En estos días he
sentido especial conmoción al ver en los medios informativos las imágenes de la
estatua de FRAY JUNIPERO SERRA arrancada de su honorable peana en un parque de
san Francisco y profanada en el suelo con salivazos de pintura roja, entre el
bramido de una jauría de energúmenos que le llamaban imperialista. Debo
confesar que mi sentimiento de indignación y vergüenza por tamaña barbaridad de
aquellos descerebrados se mezclaba con el de conmiseración y piedad ante los
desvaríos del hombre, fruto de la ignorancia.
Ningún personaje de
la historia resiste la aplicación de las normas morales del siglo XXI, pero
ensañarse con san Junípero Serra me parece especialmente escarnecedor, porque
el intelectual franciscano abandonó su cátedra de Filosofía y
Teología en Mallorca para dedicarse a la formación integral de los nativos de
California, fundando misiones de cultura y piedad que más tarde se convirtieron
en grandes ciudades norteamericanas. Culparle a él y a los franciscanos
de crueldad es un auténtico disparate, además de una penosa confirmación de la
fortaleza de la leyenda negra, cuya sombra no consigue, sin embargo,
ocultar las vergüenzas de otra parte de la historia norteamericana, esta sí
menos confesable. Debe recordarse que las mayores atrocidades perpetradas
contra los nativos en territorio estadounidense se cometieron en el siglo
XIX por su propio Gobierno.
Protejámonos de
esta locura contagiosa, de ese pasado impredecible de las manipulaciones
políticas. ¿Cuál va a ser la siguiente salvajada? ¿Entrar en los museos y
quemar las obras que no respondan a criterios sociales ajustados a la moda? Si
somos republicanos, ¿echaremos a la hoguera los cuadros de Velázquez? Si somos
ateos, ¿destruiremos la Piedad de Miguel Ángel? ¿Quién detendrá esta cruzada
irresponsable, esta conjura de los necios, este auto de fe contra una historia
cultural, esta causa abierta contra una civilización?
Cortesía
de María Margarita López
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