¿ES POSIBLE DESRANCHIFICARNOS? (XI)
En el mundo moderno
que, en comparación con el mundo griego,
no produce casi sino
monstruos y centauros,
y en el cual el hombre
individual, como aquel extraño
compuesto de que nos
habla Horacio
al empezar su Arte Poética,
está hecho de
fragmentos incoherentes, […].”
Friedrich Nietzsche
El Estado griego
El hogar no es el lugar, son las personas que en éste
convergen, conviven y habitan. ¿Entonces, por qué nuestra (aparente) falta de
convivialidad? ¿O será mejor decir, más bien, de “poética habitabilidad”? Eso
de que el “venezolano jode al venezolano” que aparece en algunos memes de
actualidad, no es totalmente cierto, por supuesto. Hay una cara hospitalaria en
nuestro gentilicio. Y si es verdad que el venezolano no está exento de padecer
xenofobia, comparados con las personas de otros países, las manifestaciones de
dichos sentimientos han sido relativamente suaves y reducidas. Pero, si hacemos
caso de nuestro pertinaz autobombo, la auto alabanza sobre nuestras virtudes
como pueblo, reales o imaginarias, la sombra de endofobia y xenofobia que
corresponde a nuestra imagen positiva de ser venezolano, cada vez más
idealizada, sólo tenderá a crecer desmedidamente, y a hacerse más peligrosa.
Sucesos como los acaecidos contra los inmigrantes europeos a
la caída de Pérez-Jiménez, y los de Ciudad Bolívar en el 2016 contra la
comunidad china, entre otros, no debe llamarnos a engaños sobre los síntomas de
emergencia volkisch que el venezolano ha
venido mostrando a lo largo de su historia, y que parecen agravarse en los
últimos años.
La pregunta crucial sigue siendo en qué consiste el tipo de anomía (estado de desorganización social
debido a la incongruencia de las normas sociales) que caracteriza a la sociedad
venezolana. Desgraciadamente, mientras se dormía el sueño democrático, se
incubó el huevo de la serpiente, e hizo su aparición en la historia el
chavismo. El chavismo es un
movimiento altamente desestructurante: el caos, lo mal hecho y la ruina son su
elemento natural. De modo que, con el chavismo, el destino terminó por
alcanzarnos.
Este movimiento terminó siendo otro de los intentos
políticos modernos miserablemente fallidos -como dice Agamben- de destrucción
de los poderes constituidos, que termina recreando en todas partes “los
poderes que pretendía deponer y que ahora parecen mucho más oprimentes en la
medida en que carecen de toda legitimidad” (“Para una teoría de la potencia
destituyente”).
José Tomás Boves (1782-1814). En este retrato se
parece bastante al “Comandante” Chávez.
Más que una “revolución”, el chavismo es la encarnación
viva de la involución bovesiana (de
José Tomás Boves, último capitán general de Venezuela). Si la ranchificación se
había convertido en una especie de ideología nacional, mayormente inconsciente,
durante la Cuarta República, el chavismo no hizo otra cosa sino convertirla
en eje de la política nacional. Gobiernan los que tienen un rancho (y grande)
en la cabeza.
José Ignacio Cabrujas decía que el venezolano es
contrario a la majestad. En parte, de cara al poder constituido, se acepta su
crudeza, pero no su legitimación simbólica, la cual es objeto de chanza y burla
(la “joda”). Puede ser un resabio tribal que se hizo modus vivendi durante la
colonia, donde debió ser reforzado por las resistencias a la autoridad de los
colonizadores, muchos de los cuales eran marginados con respecto al sistema de
castas español. Se acepta a las autoridades, sobre todo si su poder deriva de
la guerra, pero quitándoles cualquier atributo de superioridad e importancia por
medio de la “jodienda”, que casi siempre lleva una punzante carga de denuncia
igualitaria del tipo “el rey anda desnudo”. (1) La jodienda es la antesala del
bochinche. Es por esa razón que las autoridades venezolanas son más aceptadas
mientras más encarnan los estereotipos populares. Pero ese carácter
“identitario” del venezolano, marcado a hierro y fuego en el alma nacional por
la “guerra de colores” y la “guerra a muerte”, más que un basamento para la
nacionalidad, conforma un movedizo sedimento volkisch, el mismo que imprudentemente tanto ha explotado el
“bolivarianismo” chavista, y que ya ha aparecido inquietantemente en nuestra
historia, especialmente en los casos de Boves y Zamora.
En dos artículos, “¿Qué es la autoridad?” y “La
crisis de la educación”, Hannah Arendt aborda la problemática de la educación a
partir del final de la Segunda Guerra Mundial. La crisis de la educación tiene
una vertiente política, para esta pensadora. La tiene en el sentido que la
política de la segunda mitad de siglo XX en adelante se fundamenta en el
cuestionamiento de la autoridad. En la educación, la autoridad no debería ser
impuesta, ya que proviene del reconocimiento del saber del educador, de su
excelencia docente.
Paradójicamente, la falta de autoridades
reconocidas por todos, señala la autora, no genera anarquía, sino más bien, por
compensación de la dinámica de los poderes, autoritarismo, reglamentación de la
vida, y ahora, control bio-tecnológico.
La redundancia entre inconsciente colectivo volkisch, con su dosis mortal de
resentimiento, e imperativos políticos modernos, ha hecho que la institución
educativa venezolana sea, en sus fundamentos, harto endeble, y que sea incapaz
de producir por sí sola los cambios cualitativos que necesita una sociedad tercermundista
no plenamente estructurada. Y, para salir del atraso, la educación no es un
camino, ES el camino.
Añádase a eso el predominio de la familia matricentrada, el
machismo, el oportunismo sociopático (la “viveza”), y un largo etc., y
tendremos apenas la punta del iceberg del por qué nuestra nacionalidad balbuciente
está tan contrariada, siempre tentada por la corrosión y la disolución. La “racionalidad
afectiva” del venezolano popular y/o marginal, parece no ser permeable en modo
significativo a la educación para una ciudadanía moderna.
Por supuesto, el problema estriba en la falta de comunicación
entre un sistema educativo moderno y los estamentos populares, con su
racionalidad afectiva. Como ya hemos señalado, el diálogo es el elemento
fundamental en la dinámica social democrática. Pero a la vez, depende de la
apertura del espacio público y del sentido que hace converger a los
participantes, dado por la poiesis
artística. Ricardo Del Búfalo dice respecto a esa falta de diálogo entre el
aparato educativo moderno y la racionalidad afectiva del venezolano popular:
“No pongo en duda que Venezuela deba ser una nación moderna, conformada por hombres e infraestructuras modernos. Pero el intento de modernizar al hombre popular mediante la educación puede fracasar por la no-comunicación que existe entre alumno popular y docente y compañeros modernos. Moreno aconseja al respecto que la función de la educación en el mundo-de-vida popular debe ‘facilitar y liberar de obstáculos’ la convivencia, en lugar de ‘producirla’, función que corresponde a la educación moderna, puesto que ambas son ‘estructuralmente distintas’ porque ‘distintos sentidos implican’ (recordemos el sentido individual del moderno y el sentido relacional del popular).” (Alfredo Del Búfalo. “La venezolanidad desde la modernidad”).
De no reconocer la autoridad del saber a la glorificación de
la ignorancia hay solo un paso. En su ensayo, Apología de Raimundo Sabunde, Montaigne muestra la hipocresía de
las sociedades occidentales de su tiempo, que diciéndose cristianas,
contrariaban profundamente en su vivir cotidiano los preceptos primordiales de
dicha religión. Del mismo modo, el venezolano es, la mayor de las veces, un
ciudadano moderno sólo de una manera hipócrita y acomodaticia: es moderno sólo
cuando le conviene.
El venezolano es “realista mágico” en el sentido que le daba
al término Carpentier: nuestras capas más profundas tienen raíces tribales, y sobre
ésta se van superponiendo capas psico-culturales (como la casa del sueño de
Jung) hasta llegar a las capas más modernas. De ahí nuestra “modernidad
paradójica”. Tal cosa no constituiría un problema en sí mismo, sino fuera
porque las diferentes capas no han llegado a armonizar bien, todavía jala cada
una hacia sus “querencias”, anulándose mutuamente en el jaleo, la mayor de las
veces.
Ante la amenaza de disolución de la sociedad “nacional” por
parte de las vertientes carnavalizadoras e informales de tipo popular, la gran
solución que tienta a vernáculos y cosmopolitas es el orden militar. La nación
misma nace gracias a las hazañas militares. De modo que cualquier “vuelta al
origen” o “restauración de la nación”, siempre significará un llamado a los
militares a gobernar, de una manera u otra. A nuestras “repúblicas” les es
esencial el “cesarismo democrático”, ese desfachatado oxímoron de Laureano
Vallenilla Lanz. (2) Se olvida que en una sociedad militarizada, los civiles
siempre serán ciudadanos de segunda, y que en el espacio público campeará sin
bozal la fuerza bruta.
Laureano Vallenilla Lanz (1870-1936)
Las dictaduras militares del Cono Sur, desacreditaron en gran
medida el militarismo de derechas. El chavismo es la “solución militar” que
adviene al poder gracias al camuflaje de “izquierdas”. Como su modelo político extremista
proviene de la imaginería que acompaña la exaltación tendenciosa de la guerra
civil independentista, su política se dirige a la destrucción de las capas
modernas de la sociedad –a las que se quita todo carácter de “pueblo”,
expatriándolas de hecho y derecho- a favor de los sectores populares. Así, el
barrio y la urbanización entran en conflicto abierto (un remedo de “lucha de
clases” marxista). Los sectores populares, más que “pueblo” (Volk), son convertidos en masa (las
masas populares). Y, debido a la dinámica interna del régimen pro-totalitario y
sus alianzas con el hampa, finalmente propugna la conversión de esas masas en
populacho.
Por supuesto, el movimiento entra en contradicción
completamente porque el gran sueño que persigue el chavismo es el erigir a
Venezuela como una potencia moderna. El chavismo es el desarrollismo en su fase
más nihilista, pues quiere avanzar hacia el futuro realizando un “vuelvan
caras” hacia el pasado pre-moderno.
La solución chavista se hizo plausible en su momento porque
la falta de comunicación entre el sector moderno y el sector popular de la
sociedad amenazaba con crear, como señaló Slavoj Žižek, una sociedad de castas.
Pero el chavismo no apuesta por el diálogo entre esos sectores, sino por la
guerra, y finalmente, por el exterminio de uno de los bandos.
Aunque el chavismo, como armatoste ideológico, se alimenta originalmente
de las corrientes fascistoides del peronismo –Ceresole- y de la idea Juche de Kim Il Sung –en la adaptación
de Núñez Tenorio- (que se refuerzan por el papel preponderante que dan a los
militares), finalmente el movimiento parece más cercano a las ideas de Pol Pot
y los Khemer Rojos (el rechazo en bloque de capitalismo, modernidad, industria
y vida urbana), contenidas a duras penas por el lenguaje “políticamente
correcto” de su demagogia, con la que encubren sus políticas y sus
instituciones. Pensamiento que, como sabemos, esconde discursos de odio y
delirios de pensamiento único bajo las tristes máscaras del victimismo y el
resentimiento.
Pero, ¿cómo negar nuestro tiempo histórico? No podemos vivir
odiándonos, como dijera Camus, al escribir sobre una frase de Saint-Exúpery:
“Odio mi época”. Resulta que hasta nuestra manera de mirar es moderna, o como diría Grahan-Dixon, francesa (de cuando
París era la “capital del mundo”): porque está forjada en la pintura moderna que
comenzó con los impresionistas y culminó con Dadá. Y la banda de audio de la
modernidad está formada en buena medida por la música que va de Debussy a
Varèse. Triunfo final de los “afrancesados” (los cosmopolitas). Como afirma
Žižek, debemos encontrar las soluciones a nuestro problemas como hombres
modernos, y no intentar reconstruir mundos históricos caducos hoy idealizados,
lo cual conforma el gran escape nihilista a las problemáticas de nuestro
tiempo.
El orden militar parece la solución adecuada y definitiva
ante el desorden, el relajo, la “corrupción”, de los gobiernos civiles. Se
olvida que desde el mismo origen de la nacionalidad, fueron esos próceres
independentistas, esos caudillos y señores de la guerra atrabiliarios, los que
con su gobierno arbitrario hicieron imposible que la civilidad madurara lo
suficiente para poder organizar un Estado plausible en una sociedad formada por
ciudadanos modernos.
Los latinoamericanos sabemos eso desde nuestro origen. No
tuvimos que descubrir, como los griegos después de la Guerra del Peloponeso, que
el orden espartano, tan perfecto en la polis de Esparta, se convirtió fuera de
ésta en un poder arbitrario, cerrado y destructor, que terminó corrompiéndose
en grados inimaginables para el mundo heleno. Toda el aura de perfecta e ideal
superioridad moral espartana, que exaltaban historias como la del rey Cleómenes
I y su hija Gorgo, ante Aristágoras de Mileto, y la recordada frase de un
anciano durante una de las Olimpíadas, “todos los griegos saben lo que es correcto,
pero sólo los espartanos lo hacen”, rodó por el lodo y de ahí no volvería a
levantarse más.
Los militares no sirven para gobernar sencillamente porque
están adiestrados para la destrucción y el asesinato. Su “orden” se basa en ese
ciego adiestramiento y en esa uniformidad disciplinada que cultivan para poder
sobrevivir como cuerpo operativo durante una conflagración. Especialmente no
están preparados para dialogar, sino para la obediencia al orden vertical y la
confrontación con aquellos que son considerados unilateralmente como
“enemigos”. Se trata de la organización más desalmada (por adiestrada y letal)
que opera en una sociedad, y siempre constituye una amenaza para ésta, no una
solución, ni siquiera final. Al salir de los cuarteles hacia el espacio
público, los militares sólo pueden terminar destruyendo la civilidad, y
corrompiéndose, al estar “liberados” de las sujeciones cuartelarías e imbuidos
de ciego poder arbitrario.
Pero, en lo fundamental, “orden” no es “forma”. La forma –no
la “imago” visual- es destino, la auto generación estructurada, pero flexible
(adaptativa) de cualquier ente, incluyendo a la sociedad. Es el tejido de
sentido que corresponde a cada ser o conjunto de seres. El orden sólo puede ser
impuesto desde afuera. La forma proviene del interior. Por ende, el orden no
puede suplantar a la forma. La forma se hace sensible a través del arte. Pero
la forma (como forma de vida) nace en la fiesta auténtica, la fiesta politeísta,
donde se estructura y se sacraliza la convivencia de los habitantes. La fiesta
vernacular, patrocinada por los dioses, se basa en una comunidad de cuidado
mutuo. La convivialidad tiene por fundamento el estar atentos al cuidado de sí mismo
y del prójimo.
Que el venezolano rechace las “formas”, nos da un indicio de
inmadurez colectiva, quizá porque la carnavalización y el bochinche, desviados
hacia el abuso, la satisfacción inmediata, y, más allá, al vandalismo y el
saqueo, han desvirtuado el sentido de la “fiesta” entre nosotros. No cualquier
fiesta: la fiesta que abre el sitial del espacio público, común. O, al menos,
no se ha dejado que la festividad madure y se acrisole en las formas germinales
que permitan el ir convergiendo en torno al sentido que le damos a nuestro
habitar estas tierras. Poesía, fiesta y paideia
son las tres gracias que guardan la concepción de un pueblo histórico.
La fiesta sólo puede ser el lugar de los excesos porque en sí
misma es el centro del acontecer comunitario, el “ombligo del mundo”. Bajo la
severidad ritual pueden los festejantes entregarse al éxtasis y la embriaguez,
sin que ello suponga real peligro para sus vidas o su integridad. En nosotros,
palabras como “se formó el coje culo”, “se formó el mariquerón”, “eso fue un desnalgue”,
nos dan una idea de la fiesta como exceso malicioso (bochinche), donde es
posible abusar de los convivientes, aprovecharse de su embriaguez.
Si el venezolano tiene dificultades con la forma,
tiene problemas con la voluntad de poder, está enfermo en alguna medida, en su “voluntad”.
La “voluntad de poder” implica una unidad de apetencias e intenciones, de
manera que determinado ser vivo no sólo se auto conserve, sino pueda desplegar
toda su vitalidad de un modo cada vez mejor. No hay que confundir voluntad de
poder con fuerza de voluntad, voluntarismo o con voluntad de dominio. Para
Nietzsche, una voluntad de poder enferma es típica en el tipo reactivo, el décadent. En este tipo enfermizo, el
conflicto interior disgregante, la falta de armonía y el predominio de
emociones y pasiones contrapuestas, son los síntomas característicos de un
proceso de desvitalización, que aunque tiene connotaciones fisiológicas, no se
reduce meramente a ello. El decadente es el opuesto del artista, que es el tipo
humano donde se muestra la voluntad de poder en su forma más elevada.
Alejandro Moreno Olmedo (1934-2019)
Hemos hablado aquí que el problema del venezolano
es el de una falta de convivialidad. Esto puede ser paradójico si tomamos en
cuenta que Alejandro Moreno Olmedo ha llamado al venezolano popular “Homo
Convivalis” –“convive”. Pero el gran problema de “convivialidad” nacional se
establece entre los estamentos modernizadores y el venezolano popular (el
cosmopolita y el vernáculo). Ambos grupos han desarrollado al respecto, maneras
de rechazo al otro, y de auto rechazo, y, también, de una visión más que
idealizada de su propio estamento.
Pero así como el proyecto de la razón ilustrada –el
cual, por cierto, está en la base de la nacionalidad (al menos como discurso
legitimador)- degeneró en el Gestellen
y el predominio de la razón instrumental, la convivialidad popular se ha visto
alterada por varios fenómenos. Uno de ellos es la cada vez mayor influencia y
poder del hampa, que permea cada vez más las comunidades populares. La otra es
la política, que con el chavismo ha exacerbado las características volkisch de los estamentos populares. El
“malandro” está sustituyendo rápidamente al “convive”. La convivencialidad
popular, entonces, se polariza hacia la agresividad y el abuso. El “Caracazo” y
los acontecimientos del deslave de Vargas, son un aviso inquietante de hasta dónde
puede llegar la conflictividad inherente al estamento popular.
La anomia también socava las redes afectivas del
hombre-convive. La familia es matricentrada pero funciona en un orden de
valores patriarcales extremo. Eso quizá tenga su origen en las familias
indígenas que se formaron con la invasión de los caribes exogámicos (y polígamos) al territorio de la actual
Venezuela y al mar que lleva su nombre, en el siglo XV y comienzos del XVI. En
esas familias gobernaban los caribes patriarcales, pero las mujeres (raptadas)
eran arahuacas matriliniales, cuya comunidad conservó su idioma hasta la
llegada de los conquistadores.
Sin embargo, en ese patriarcalismo “paradójico” del
venezolano popular, no hay fuerza patrilineal ni Pater Familias. Realmente el
varón es castrado en la familia matricentrada, reduciéndosele a una caricatura
de macho (penetración, agresividad, violencia), siempre amenazado por la
feminidad y la homosexualidad, pero, también, con minusvalía en su hombría de
bien y virilidad auténtica (que para desarrollarse, necesita mujeres, no
hembras, y padres, no sólo madres). La mujer padece la violencia del macho y
sus abusos de toda índole, pero en cuanto a su familia, como madre, siempre
tiene la última palabra.
Por su parte, el venezolano relativamente moderno
–urbanizado-, tiende a ir a los territorios populares a hacer lo que no puede
en sus vecindarios acomodados y urbanizaciones. En esos territorios puede dejar
desbocarse su “sombra” (sus aspectos reprimidos), aprovechándose de las
ambigüedades morales y la permisividad que en ciertas cuestiones muestran las
clases menos favorecidas, así como de la mengua o labilidad de la legalidad
establecida en esos sectores. Y siempre escudándose tras su poder burocrático o
económico, o haciendo gala de amiguismos cómplices.
El racionalismo moderno no sólo amenaza con hacerse
unilateral y absoluto, sino que también nos ciega ante su enorme sombra de
irracionalidad. El Homo Sapiens no es el nombre de una especie homínida, es su
imagen idealizada. El hombre es realmente, como dijera Nietzsche: una
conciencia quimérica que duerme sobre los lomos de un tigre.
Pero también el Homo Convivialis es una
idealización. Bajo las redes de la “racionalidad afectiva”, bulle un inframundo
de conflictividad latente que se esconde bajo mantos de negación e hipocresía
(o al menos de “disimulo”, como lo llama Cabrujas). Las redes afectivas no son
isómeras: esconden preferencias y rechazos, lugares privilegiados y sitios
apenas tolerados, afectos y desafectos, y, por supuesto, abandonos y
“traiciones”. El resentimiento proveniente de los “males afectivos”, se proyecta
hacia las redes afectivas ajenas (los populares no locales o no emparentados),
y hacia el hombre modernizado, tejiendo la irracional amenaza volkisch bajo la racionalidad afectiva.
Recordemos que no hay nada más parecido a la “razón
afectiva” del venezolano popular, que el modo de vida tradicional de los
europeos medievales. Y fue en esos estamentos donde se engendraron las turbas xenofóbicas, los pogromos y la
persecución y exclusión de los extraños, incluso en contra de específicas reglamentaciones
protectoras establecidas por parte del clero y la nobleza. Y es que la generación
de nuestro pueblo, allá por el siglo XVI, ocurre en el momento en que Europa se
despoja del “oscurantismo” medieval, y, a través de la España de la Reconquista,
lo expulsa a su periferia.
Como venezolano, es difícil no tomar partido por
uno de los aspectos de nuestro ser, hoy encontrados. Es inútil trasplantar la
modernidad, por más funcional que sea en otro orbe, a nuestra tierra. Pasa como
las especies de fauna o flora “invasoras” que en un medio ambiente ajeno o no
prosperan o causan un inmenso daño al nuevo hábitat. Pero, hay que tomar en
cuenta que lo que todo el mundo desea hoy es obtener las ventajas del modo de
vida moderno, el nivel de vida que promete: el progreso –la gran religión
planetaria.
Una señora vecina, que provenía de un barrio
caraqueño, siempre se quejaba de la falta de “convivencialidad” de los vecinos
del edificio. Pero nunca regresó al barrio, ni de visita. Especialmente las
mujeres, una vez que salen del barrio, se niegan a volver. Cuando se les señala
ese retorno como una solución a algún problema que padecen, dicen con
convicción: “Pa’ tras ni para coger impulso”. (3)
La racionalidad afectiva del venezolano abre
grandes posibilidades para la convivencialidad, en un mundo globalizado cada
vez más privado de ésta. Pero también posee sus lados flacos: insignificancia
del hábitat con respecto a la satisfacción inmediata (ranchificación); la
hombría puesta a prueba a través de conductas machistas (penetración, riñas,
agresividad excesiva, rechazo a la intimidad), (4) pero cuyo resultado es que no
hay hombres sino “hijos”; la individualidad, no sólo la moderna, sino lo que
Jung llamaba la individuación –autorrealización- (para Osho, estar solo
significa “ser completo”, “desbordante presencia de uno mismo”) queda atrapada –enredada-
en las redes afectivas; la disolución de responsabilidades y compromisos, sobre
todo de parte del hombre a sus hijos, pero también del poblador con su entorno;
el que la comunidad popular tienda a cerrarse sobre sí misma, rechazando el aprender
modus vivendi de otras culturas; y, por último, la falta de pathos trágico del sentido de vida
afectivo, cosa que comparte con la visión moderna del mundo, aunque no de la
misma manera ni en el mismo grado.
Para Osho, el poder estar solos no sólo es indispensable pata
la autorrealización, sino para la autenticidad de los afectos. Osho dice que no
le interesa que haces para vivir (respuesta del hombre moderno) o quiénes son
tus parientes y amigos, y de dónde vienes (respuesta del hombre-convive): lo
que le interesa es “si te sostienes desde dentro. Quiero saber si puedes estar
solo contigo mismo […]”.
“Solo aquellas personas capaces de estar solas son capaces de amar, de compartir, de llegar a lo más profundo de otra persona: sin poseer a la otra persona, sin depender de ella, sin reducirla a otra cosa, y sin volverse adictos a ella.” (Osho)
El sentido trágico se afirma sobre la mortalidad del hombre,
y, más allá, de la mortalidad del todo. El hombre enfrenta su muerte en
soledad, ya que es imposible compartir el propio fin. Las redes afectivas
cobijan al hombre popular venezolano bajo una gran techumbre de convivencia, lo
que atenúa la conciencia del desamparo inherente a nuestra condición. La
modernidad, en cambio, es virulentamente anti trágica, pues no acepta los
horrores y sufrimientos propios de la existencia, sino que trata de amputarlos
de la vida, razón por la cual, exige y busca los métodos más eficaces para
intervenir sobre el vivir.
Culturas históricas como la griega y la china tuvieron
siglos, sino milenios, para conjugar y armonizar sus vertientes provenientes
del mundo matricial y las que provenían del orbe patriarcal. Se establecen como
“mundos” civilizatorios, no por ser unidimensionales, sino por haber logrado
hacer converger en un mismo diálogo cultural a factores distintos, en un
principio –aparentemente- dispares y encontrados. Nuestro tiempo “moderno” nos
impele a dar “soluciones” rápidas a una problemática que quizá lo que necesite
es, justamente, tiempo, mucho tiempo.
Moreno, en su ensayo “Identidad y originalidad de la cultura
y el mundo-de-vida del venezolano popular”, dice que hay “fricción” entre los
significados de las raíces indoeuropeas del castellano hablado en Venezuela, y
el sentido que adquieren las palabras en el marco del mundo-de-vida del
venezolano popular. El mismo se basa en que ese mundo-de-vida se estructura en
las relaciones de la familia matricentrada, mientras que las raíces de los
idiomas indoeuropeos son de origen patriarcal.
La lengua es la sangre del espíritu. De modo que ahí puede
radicar parte de nuestra anomia endógena: el vivir de una manera que poco se
reconoce desde el espíritu, y que lo hace mejor desde los afectos. Es como si por
nuestra lengua hablara el Quijote, pero viviéramos como Sancho Panza. ¿De ahí,
quizá, lo quijotesco de todos nuestros proyectos modernizadores?
Pero se trata de una fricción, no de un pertinaz
desencuentro. Fricción que nuestros poetas y literatos lubrican y suavizan, convirtiéndola
en hilos de seda y terciopelo con el que tejen sus cantos, patrimonio común que
todavía no ha encontrado la vía de alcanzar plenamente ni al mundo-de-la vida
popular, ni a los estamentos modernizadores (donde el arte sólo es un dador de prestigio
y un mero adorno de la vida utilitaria).
Esa “fricción” es sólo uno de los resultados dentro de un
amplio espectro de modulaciones del lenguaje, que realmente enriquecen nuestra
lengua-madre, toda vez que la abren a nuevas posibilidades de ser-en-el-mundo,
y de adaptarse y servir de “casa del ser” en nuevos mundos históricos. Ésta sigue
siendo el único vehículo idóneo para el diálogo inter partes, y para la poiesis de nuestra forma de vivir.
Según Unamuno, la lengua no es la envoltura del pensamiento
sino el pensamiento mismo. Quizá esto refleja una escisión en nuestro
psiquismo, entre cómo pensamos (indoeuropeos) y como sentimos
(latinoamericanos). Para los indios védicos, el pensamiento es un sentido más,
un sentido que, entre otras cosas, da cuenta de los otros sentidos, y los
estructura. Esta idea permite pensar una confrontación no entre dos niveles
distintos, intelecto y afectos, sino entre dos corrientes de sentidos, que a la
vez deparan sentidos de vida
diferentes. Entretejerlos de una manera armoniosa y venturosa, es tarea del
arte, en principio.
El griego antiguo de la época clásica no sólo se reconocía
por su lenguaje común, sino también por su “cultura” (religión y valores
comunes). Las grandes obras homéricas eran el centro de su educación. Estas
obras hablaban de un mundo-de-vida ya caduco, muy distante de la vida de sus
polis. Pero en esas obras el griego sabía reconocer la raíz común, el sentido
germinal de su mundo.
Un mundo-de-vida es una expresión cercana a “forma de vida”,
tal como la expone Giorgio Agamben. Los griegos distinguían dos modos de vida: Zoe, la vida en lo que de común tiene en
todos los seres vivos; y Bios: la
vida en lo que tiene de específico un grupo o un individuo. En el caso de los
hombres (griegos), bios era la
política. En la vida moderna se pierde el sentido de los antiguos vocablos
griegos, y la vida se concibe como algo que se puede aislar de sus relaciones y
hábitat, y que por tanto, es susceptible de ser amenazada y eliminada: nuda vida (vida desnuda). Agamben
propone su noción de forma de vida,
como una vida que no puede ser desligada de sus modos, de sus relaciones, que
no se puede aislar.
La forma de vida del venezolano popular no carece de
micropolítica, o política local, pero si se le ha marginado de todo espacio
público en cuanto nación-Estado, una organización político-social típica de la
Edad Moderna. Agamben dice que las formas de vida son profundamente políticas,
pero no desde el punto de vista de la soberanía, del poder Estatal. Eso resuena
en algo que dice Moreno en su ensayo, que el modo-de-vida popular no establece
una identidad, no es el fundamento de ninguna “identidad nacional”, debido a
sus aspectos cambiantes adaptativos, y a su relativa permeabilidad cultural.
Aquí vemos que el chavismo ha errado doblemente respecto al papel de los
sectores populares venezolanos en su “utopía” bolivariana, al querer fundar
sobre éstos la legitimidad de la soberanía del nuevo Estado revolucionario, y,
por ende, depositar sólo en ellos la esencia de nuestra “identidad nacional”.
Con Nietzsche, podemos pensar que la forma de vida alcanza su
plenitud sólo a través de la poiesis,
del arte. No sólo una “manera de vivir”, sino un sentido de las modulaciones y posibilidades
de la excelencia y las capacidades inherentes. En el poder armonizar y el
inseminar mutuamente los aspectos apolíneos y dionisiacos del hombre, alcanza
el arte trágico su cúspide entre las artes. El barrio El Candeal (Salvador de
Bahía, Brasil), es una muestra del poder del arte para transmutar la
“convivencialidad agresiva”, así como la influencia del hampa y del extremismo
político en los sectores populares. Carlinhos Brown dice, en el documental El milagro de El Candeal (Fernando
Trueba), que la verdadera revolución es artística.
El brasileño popular se parece mucho al venezolano, pero
entre ambos hay diferencias esenciales: Brasil no se independizó por un
conflicto armado. El carnaval brasileño si es una verdadera fiesta popular que
da sentido al habitante de ese país. A través de la saudade, el brasilero ha encontrado una forma de transmutar la
melancolía. Y para el brasilero, el arte y la belleza si son majestuosos,
dignos de veneración.
En la famosa entrevista “El Estado del disimulo”, Cabrujas
–nuestro mayor trágico- habla de que Venezuela, desde la colonia a nuestros
días, siempre ha sido un país provisional. Con un Estado que sólo sirve para
disimular la arbitrariedad, el “me da la gana” (una variante del nihilista y
psicopático “¿y por qué no?”). Venezuela es una tierra de paso, un campamento,
que, en el siglo XIX, no por terminar
siendo militar dejó de ser campamento. Luego la riqueza petrolera lo transforma
en hotel, con pretensiones de ser de lujo, con huéspedes insatisfechos y
empleados sub-pagados. Con el chavismo, el hotel fue invadido por el lumpen y
terminó convertido en un ruinoso rancho, dominado por pranes y colectivos. Una
vecindad, pero no del Chavo, sino de Chávez y sus lugartenientes.
Entonces, por fragmentarios, incoherentes y arbitrarios,
también somos modernos –paradojales. Pero sobre todo, por nihilistas, por ese
vivir nuestra anomia como una perenne decadencia, una melancólica decadencia
sin Edad de Oro alguna que la justifique, pero a la cual todos quieren retornar.
“Ninguna persona inteligente querrá aún negar hoy que el nihilismo en las formas más diversas y escondidas es «el estado normal» de la humanidad». Lo prueban muy bien los intentos exclusivamente re-activos contra el nihilismo que, en lugar de entrar en una discusión con su esencia, se dedican a la restauración de lo anterior. Buscan la salvación en la huida, a saber, en la huida de la mirada a la problematicidad de la posición metafísica del hombre.” (Martin Heidegger. Hacia la pregunta del ser)
Notas:
(1) Cabrujas ejemplifica este recurso con una anécdota de
Nicanor Bolet Peraza: En una Semana Santa se representaba la “Pasión de
Cristo”, en el momento que los guardias romanos le ofrecen hiel a Jesús
crucificado, el público echa a reír porque –no se sabe por qué razón- creían
que le ofrecían mierda. De pronto, como cúspide de la burla a la
representación, un niño grita: “¡Es que ese no es Cristo! ¡Ese
es el hijo de Estelita con el chichero de la esquina!”
(2) El chavismo es el “cesarismo democrático” de izquierdas
(lo cual constituye un oxímoron), lo que Telesur llama, estúpidamente,
“Bonapartismo de izquierdas”. Cabrujas mismo dijo sobre Pérez Jiménez, el
“César” más aplaudido: “Quienes nos oponíamos a Pérez Jiménez
–por una cuestión visceral, porque éramos comunistas, porque nos perseguían– de
alguna manera participábamos de ese mundo, ese era el mundo real. Lo que no nos
gustaba era él, el régimen de dictadura, la falta de libertad, pero la época
nos gustaba, la vivíamos intensamente, sentíamos que progresábamos, que no era
mérito de Pérez Jiménez sino de las inmensas riquezas del país. Pensábamos que
era de cajón que Pérez Jiménez hiciera lo que hacía, que no faltaba más, pero
que alguien lo podía hacer mejor… A la larga descubrimos que no, que nadie lo
hizo mejor, es casi blasfemo para mí mismo decirlo, pero es la verdad, o siento
que es la verdad.”
(3) En la Escuela de Filosofía de la UCV, fui testigo de cómo
compañeros de estudio que procedían de zonas populares, rendían pleitesía
abiertamente a otro estudiante, que era un reconocido delincuente. Era evidente
que para ellos, aquel tipo constituía su modelo de “éxito”.
(4) La familia matricentrada y el machismo que le es
concomitante, no tienden puentes para un diálogo fértil entre nuestras
vertientes matriciales y las patriarcales y/o patrilineales (la posibilidad de nuestro
Hieros Gamos).
Yilda Conquista y Roberto Chacón
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