martes, 15 de enero de 2019

CALEIDOSCOPIO Yilda Conquista (Magazine No. 600)


¿ES POSIBLE DESRANCHIFICARNOS? (VIII)

“Lo esencial en el arte es que remata la
existencia, es que es generador de perfección y de plenitud.
El arte es por esencia afirmación, bendición, divinización
de la existencia.”
Friedrich Nietzsche

La indagación que hacemos sobre la “ranchificación” como síntoma del síndrome impoético particular del alma venezolana –recordamos- tiene que ver con la posibilidad cierta de habitar estas tierras –según el verso de Hörderlin: “poéticamente habita el hombre…”- y no el de meramente poblarlas. Como reza el refrán auto flagelante: “no somos una nación, sino un poco de gente viviendo en un territorio”.


Monumento al rancho. Misión Vivienda.

Dado el conflicto que se presenta en nosotros los venezolanos (aunque quizá no exclusivamente) entre telurismo y modernidad, no deja de llamar la atención el hecho “reveroniano” -por la paradoja de nuestro máximo artista plástico de arribar a la modernidad desde lo local vernáculo- de que también advenimos a la modernidad “impoética” a través del tamiz y a la vez, el fermento constituido por complejos atávicos como el de la ranchificación autóctona.

La poiesis del sentido mira hacia el porvenir, no meramente a lo que fue un pueblo sino a lo que será (si es que llega a ser “algo”). El Estado nación quiere identificarse con “el pueblo” (su pueblo), convirtiéndose en el portavoz de manías identitarias que, cuando se hace instrumento de doctrinas delirantes, hace pasar por anticipaciones visionarias de supuestos destinos, siempre impuestos e inciertos. Pero los pueblos históricos siempre parecen querer escapar de esos augurios mezquinos, de esas vastas (y bastas) proyecciones hiperbólicas, de las ambiciones grandilocuentes con las cuales quieren compensar su mediocridad y miseria vital dirigentes desalmados.

“Estado se llama al más frío de todos los monstruos fríos. Es frío incluso cuando miente; y ésta es la mentira que se desliza de su boca: 'Yo, el Estado, soy el pueblo'.” (Friedrich Nietzsche. Así habló Zaratustra. Primera parte, “Del nuevo ídolo”. Negritas nuestras)

Las personas rehúyen de las estrecheces y los cercados, de las fronteras que entorpecen y limitan vergonzosamente el transito del hombre sobre la tierra; líneas abstractas, borrosas, arbitrarias, movedizas, pero no por ello exentas de imposición y de exclusión, de una memoria sangrienta.

Por otra parte, el hombre habita no un territorio demarcado por fronteras (un “dominio” soberano), sino un país –un terruño. “País” tomado en el sentido antiguo de una región o localidad caracterizada por determinados paisajes, no sólo geográficos, sino predominantemente culturales. (1)

Buscamos el sentido del arte en la historia y tal vez, siguiendo a Oscar Wilde, debería ser al revés, pues “la vida imita al arte”. ¿Son los acontecimientos históricos los que determinan obras y movimientos artísticos, o, por el contrario, estos aparecen cargados de sentido gracias a la poiésis artística? ¿Y este sentido, acaso, sólo tiene que ver con los de tiempos posteriores a tal o cual acontecer histórico, o también, y sobre todo, tiene que ver con su antes…? Si la vida imita al arte, éste es esencialmente anticipatorio, generatriz.

“El poder poético, el poder de hacer que ocurran cosas […]”, nos recuerda Robert Graves (Los dos nacimientos de Dionisio. “Discurso a los poetas de Hungría”).

Ya el propósito de reducir el arte a la mecánica de la causalidad histórica, y al sujeto egotista que le es concomitante, implica el predominio de la mala conciencia, del resentimiento inherente al carácter “impoético” de nuestro tiempo. La crítica de arte es reactiva cuando reduce y hace dependiente causalmente (mecánicamente) lo poiético, que pertenece a la primordial esfera del ser, a lo óntico (a la presencia). Lo único e irreductiblemente individual de la obra de arte no sólo sufre por la reproductibilidad industrial, sino por las teorías (sociológicas, psicológicas, cientificistas, etc.) que aplanan, banalizan y masifican vulgarmente el misterioso asunto de lo poiético. El crítico, la más de las veces, supuesto defensor de lo artístico y vocero de su excelencia primigenia, termina entregándolo, exangüe y desdibujado, a las jaurías de los impotentes y decadentes, a los cuales la sola mención de la palabra arte, les hace desenfundar sus revólveres, reales e imaginarios.

De modo que reconocer la primacía de la poiésis del sentido en el desarrollo de la historia, que el arte es mucho más que simples comentarios a la ciega sucesión de acontecimientos, no sólo es la única forma de dejar de lado la representación de la vida sujeta al Ego y la causalidad, sino también la divinización infeliz que de la historia ha terminado haciendo la humanidad reactiva, los diversos nihilistas y vengadores que campean en nuestro tiempo post-apocalíptico, los tiempos de “la muerte de Dios”.

El asunto de la melancolía moderna puede resumirse como “el duelo por el Dios ausente”. Las consecuencias espirituales atribuidas a la pérdida del último habitante divino del ámbito sagrado en Occidente, suele ser referida en la bella y terrible metáfora del “eclipse del alma”. Con la melancolía, la gracia y la delicadeza se han retirado del mundo. El sutil ángel, según el grabado de Durero, arquetipo de la gracia, cae no con las alas en llamas como Ícaro, derretidas al aproximarse demasiado al sol, sino atrapado por una pesantez tal que termina arrastrado inmisericordemente por una gravedad terrestre que más parece la que caracteriza a un agujero negro. Puede, entonces, que el ángel haya caído a las puertas mismas del Averno, o a sus entrañas.

El tema de la melancolía nos lleva al del “genio” moderno, primero descrito como artista, escritor o pensador, luego como científico y, finalmente, como político. Nuestra época, llamada “contemporánea”, se inicia con la Revolución Francesa y con el advenimiento del genio político por antonomasia, Napoleón Bonaparte, el hombre que –al colocarse el mismo la corona del Emperador- define al sujeto moderno: la autorrealización como la forja del propio destino. El sujeto como causa sui (un oxímoron que desgarra nuestro tiempo incierto). El “triunfo de la voluntad”.

Coronación de Napoleón. Jaques-Louis David

Recordemos que Burton escribe en su libro sobre la melancolía:

“Otro síntoma [del melancólico] es su apasionamiento: si quieren algo lo quieren con toda la fuerza de su voluntad, o mejor dicho, con furor.”

Para los antiguos, la melancolía era –sobre todo- un estado de desmesura (hybris) donde el enfermo queda atrapado en lo más oscuro y amargo. Sin embargo, también desde la Antigüedad, la melancolía es asociada, por su peculiar tipo de desmesura –una que se reconcentra, se recoge y se densifica, haciéndose introvertida- con las revelaciones más extraordinarias y extrañas. El pensar y el poetizar, como le gusta decir a Heidegger, parecen ser favorecidos por el talante melancólico. Por esa vía, surge la teoría del genio melancólico, como artífice de la filosofía, el arte y la poesía. Aristóteles fue el primero, al señalar que los hombres que se destacaban en cualquier materia habían sido aquejados por el Mal de Saturno.

También Aristóteles es el primero en señalar al hombre de Estado que sobresale, como afectado por la melancolía. Nuestra época contemporánea, nacida de la Revolución Francesa, es también el tiempo donde se enseñorea del escenario de la historia el genio político, “el hombre del destino” (como decían de Napoleón). Así como el genio artístico toma la materia (sonido, mármol, colores, etc.) para configurarlas en obras de arte, de igual modo el genio político toma como materia un pueblo y lo moldea según sus postulados visionarios, realizando una obra de arte “histórica”.

Esta entronización del gran hombre como mecanismo histórico –un conductor y forjador de masas-, se da a la par de la confusión de lo que los griegos de la antigüedad llamaban Zoe (la vida natural, lo común a todos los seres vivos, para los humanos la vida en el hogar, la familia), con Bios, la vida limitada a lo que es característico de un individuo, grupo o especie (para los humanos, la política).(2) De modo que un “pueblo” (hoy identificado con determinado Estado nacional) sólo puede ser transformado por un “genio político” si se le toma como un rebaño humano (hombre-masa / biomasa humana), que por su naturaleza meramente reproductiva puede proyectarse al futuro más lejano, y por ende, ser configurado y reconfigurado a conveniencia por el demiurgo de turno.

La palabra “pueblo” proviene del latín populus, que, en la antigua Roma, denotaba a los ciudadanos varones que votaban pero no gobernaban, como sí lo hacían los miembros del Senado. El término Senatus Populusque Romanus indicaba la totalidad del Estado: patricios (nobles) y plebeyos. De “pueblo” deriva “población” y, a veces, se usan esos términos como sinónimos. Desde la identificación de los plebeyos con el “pueblo” (populus) tenemos, ya en la Edad Media, al “pueblo llano”, que constituían los campesinos, artesanos y todos aquellos que no pertenecían a las clases privilegiadas: nobleza y clero. En la Capitanía General de Venezuela, el pueblo llano estaba constituido por pardos, indios, negros libertos y blancos de orilla, siendo los pardos (producto de prolongado mestizaje), el grupo más numeroso. A partir de la independencia y con el advenimiento de la Era republicana, eliminada la sociedad de castas colonial, se supone que toda la población constituye el “pueblo” venezolano. Pero para usos políticos, siempre el “pueblo” indica a las clases más bajas y desposeídas (populares) en contraposición a los estamentos privilegiados. Ese uso también arrastra ese componente identitario étnico –los pardos-, ya que las clases pudientes siempre están conformadas, en su mayoría, por blancos. Esa usanza ambivalente es el que se da, ya en el siglo XX, en el discurso socialdemócrata (adeco), que se apropia de ese estamento llamándolo “pueblo adeco”. Sin embargo, esa utilización identitario del término se da ya, de modo extremo, en Boves y en Zamora, a lo largo del siglo XIX.

En los últimos años, ese uso de la palabra “pueblo” se hizo, con el advenimiento del chavismo, más virulentamente völkisch,(3) ya que, a través de la interesada identificación selectiva de las clases populares “pardas” con los “habitantes originarios” (amerindios) y con las razas sometidas en general (negros esclavizados) –y no con los blancos europeos-, se pretende formar una comunidad nacional de personas unidas por lazos de sangre y, por ende, por rasgos identitarios de tipo antropomórficos étnicos (raciales). Esta manipulación del término “pueblo” por el chavismo, cercano al uso nazi-fascista, fue criticada por Antonio Negri, entre otros intelectuales. Hay que entender que esa utilización político-ideológico (völkisch) de la palabra “pueblo” (opuesta a “oligarcas”, un término propio de los partidarios del federalismo del siglo XIX, síntoma regresivo de la radicalización populista), era necesario para una propuesta radical de “movilización total” (Ge-Stellen) que, bajo la égida de un Estado despótico (enmascarado tras un discurso políticamente “correctísimo”) , debería conducir en los próximos cien años a una Venezuela convertida en potencia mundial (o, al menos, regional) ya que una población unificada y colectivizada no sólo ideológicamente, sino también étnicamente, es mucho más fácil de convertir en bio-masa para una bio-política, es decir, en un rebaño reproductor entrenado y “marcado” (también genéticamente) para realizar un determinado proyecto político a muy largo plazo, similar al del “Reich de los mil años”.

Para Michel Foucault, la bio-política se caracteriza porque en ésta

“El hombre moderno es un animal en la política cuya vida, en tanto que ser vivo, está en cuestión” (M. Foucault: La voluntad de saber)

Sólo en ese marco de estrechamiento de posibilidades típico de una voluntad de dominio que echa mano al instrumental del bio-poder en pos de una “movilización total” extrema, es concebible un dictak testamentario como “El plan de patria”, anacronismo delirante en una época que, como dice Sloterdijk, se caracteriza no por la sumisión de la palabra viva a la muerta, sino por el rediseño continuo de las subjetividades en el intercambio, cada vez más amplio e inmediato, con los contemporáneos globales, y en la disponibilidad de recursos educativos de todo tipo siempre en continuo cambio y diversificación.

“Lo que parece imponerse en la estructura más honda del proceso de la civilización acaba, ni más ni menos, en que la humanidad actual, como mínimo en su fracción más altamente modernizada, deja tras de sí por completo la era universal dominada por el principio genealógico. Entre crisis desmesuradas, va tentando el camino a una manera de ser sincrónica donde los extranjeros contemporáneos vivos sobre la tierra se vuelven más importantes unos para otros que los propios antepasados muertos y, hasta ahora, prestadores de identidad.” (Peter Sloterdijk. Extrañamiento del mundo. Negritas nuestras)

El genio político (quizá el representante más enfermo de una época melancólica) siempre hará las veces de un mesías para determinado pueblo, y como tal lo convertirá en su pueblo. Él es, al mismo tiempo, su creador y su salvador. El sujeto en cuestión tiene que ser endiosado por necesidad por las masas de súbditos (pues la soberanía recae en su voluntad, la cual se identifica, unificándola y concentrándola simbólicamente, con la “voluntad general”). En el otro polo, el pueblo-materia –expropiado de toda voluntad-, mera arcilla para ser insuflada ideológicamente, termina siendo su solícito y fiel rebaño.

Quizá, el carácter melancólico del genio político moderno se muestre verdaderamente en la negra caracterización que hace del orden de cosas antes de que él las transforme. Sus profetas –los “intelectuales” en tanto propagandistas del odio- se encargarán de criticar inmisericordemente un estado de cosas siempre en permanente crisis, destinado a una terrible catástrofe, a menos que aparezca el mesías de turno; el “Amo” que Lacan señaló como el deseo verdadero de los revolucionarios franceses de mayo del 68: El “hombre que juega con sierpes y escribe…y sueña es la muerte un maestro venido de Alemania”, de los versos de Paul Celan (Fuga de la muerte). Ese “Amo” revela el rostro oculto de la melancolía que aqueja al gran hombre moderno: la de tomar al pueblo sólo como una materia amorfa a ser transfigurada, no importa a qué precio, para que pueda en ella germinar los sueños megalómanos del vidente. Justamente, por no encontrar una cura poiética para su mal, el “genio político”, la más de las veces, es un artista fracasado, que, invirtiendo su minusvalía vital -como en una cámara oscura- en consuelos baratos fáciles de masificar, proyecta su infierno interior compensándolo y disfrazándolo con delirios grandilocuentes, que siempre tienen por meta un futuro glorioso.

Concebido así, el genio político melancólico, “pastor de pueblos”, encarna a Cronos como devorador de su prole, pues ¿qué otra cosa hace un pastor con su rebaño sino comérselo paulatinamente? No extrañe entonces que el cuidador del pueblo-rebaño pueda terminar como genocida.

Los metarrelatos emancipadores, las grandes narrativas con las cuales la modernidad intenta dar sentido al telos (finalidad) del progreso (revolución política, historicismo, ilustración, ciencia, desarrollo industrial, etc.), son de una u otra manera herederas del relato cristiano. De ahí que Nietzsche se refiriera a la muerte de Dios como un apocalipsis del que nadie se ha enterado todavía. (4)

De manera similar que el metarrelato cristiano (el magno metarrelato de Occidente), los metarrelatos emancipadores de la modernidad proyectan en un no-lugar sus objetivos a ser alcanzados. Para el cristianismo, el cielo transuránico; para los relatos emancipadores modernos: el futuro (por definición, inexistente). He ahí la teología polimorfa, pero de una sola raíz, propia de las teleologías del progreso.

Como ha dicho Heidegger, nuestra época es la del “nihilismo consumado”, pero estaríamos equivocados si pensásemos que el mismo es producto de la “muerte de Dios” que acontece en el mundo moderno; en otras palabras, con el derrumbe del cosmos medieval. No, el cristianismo es el meterrelato nihilista por antonomasia. Su objetivo es hacer ver que el único sentido posible de la vida es el de ser salvada. ¿De qué? Pues de ella misma… Por ende, desarrolla infinitas estrategias para empobrecer, debilitar, enfermar, agotar la vitalidad. El hombre y la vida toda son, en este proceso, afeados y maldecidos al máximo, para hacerlos poco apetecibles, produciendo borregos en masa para el matadero de la salvación.

Con el cristianismo tenemos un dios cuya creación más preciada y su más alto logro, el hombre, no es más que un despojo desvitalizado, temeroso, impotente y enfermizo, aquejado –paradójicamente- de culpas “originarias”, un ser del que habría que dudar si está a la mínima altura de su misión de adorar a su creador, y del que, por el contrario, necesita perentoriamente el perdón y la salvación, si ya no de su existencia entera, por lo menos de su alma. ¿Qué dios absurdo es este, que necesita creyentes enfermos sólo darles esperanzas fuera de la existencia que les ha conferido?

Cuando Nietzsche toma partido a favor del politeísmo griego en contra del “crucificado” (o la “locura de la cruz, como decían los griegos paganos) es por esa razón. En contraposición al moralista dios judeo-cristiano, los dioses griegos afirmaban la vida toda, lo bueno y lo malo, lo bello y lo horrible, lo inteligible y lo misterioso, lo luminoso y lo oscuro, desplegando en ello una divina vivacidad y malicia. Recordemos esto cuando, más adelante, hablemos de los dones divinos.

Para Nietzsche, el ser humano se ha constituido como tal transfigurando el sufrimiento en virtud. “Virtud” no en el sentido de rectitud moral, sino como excelencia (la Areté de los antiguos griegos), e incluso, como eficacia (De/Te de los antiguos chinos). Entonces, esta transfiguración es esencialmente formativa: el sufrimiento tiene sentido cuando forma, templa. Y es degradado y minimizado, castrado de su sentido vital, cuando sólo se le toma como un motivo para recibir consuelo.

El pathos trágico se diferencia tanto del pesimismo (exaltado por el romanticismo) como del optimismo desenfadado de las ideologías del progreso (su inversión especular). Como el pesimismo, el sentido trágico palpa que la vida está marcada atrozmente por el sufrimiento y la muerte. Pero llega a una conclusión diferente a partir de este hecho. Para el pesimismo, las características atroces del vivir desvalorizan la vida a tal punto que es preferible la extinción, con o sin consuelo extramundano. Para el sentido trágico, el horror inherente a la vida constituye la prueba decisiva sobre la salud y vitalidad del hombre. El hombre de instintos sanos, pleno de vitalidad, puede transfigurar ese horror en belleza a través de arte, de modo de convertirlo en un estímulo para el vivir, en una celebración de la vida toda.

El arte trágico celebra la vida tanto en lo que tiene de horror como en lo que tiene de maravilla y éxtasis. Como dijo Camus –como nietzschiano que era-, la alegría de vivir es complementaria a la desesperación de vivir. En cambio, la solución moral, fundamentalmente anti artística o “impoética” como es, propone que es posible amputar de la vida el “mal” (sea cuales sean las características que le demos al término) y quedarse sólo con el “bien”. Esta solución es el nervio motor del metarrelato cristiano y de sus díscolos herederos, los metarrelatos emancipadores modernos, y las praxis que le son inherentes. Las consecuencias de esta solución son, además de la promoción de ciegas unilateralidades en los caracteres de los hombres, la sustitución del mundo real por ideologías y quimeras varias, y el abandono completo de la formación esencial del ser humano a través de la trasfiguración del sufrimiento, dejándolo a merced de la indolencia narcótica de los mil y un consuelos, los seductores espejismos del progreso.

Mitos, religiones y sistemas filosóficos han recalcado el hecho de que la vida humana está marcada por el dolor, la pérdida, las penalidades, la incertidumbre. Su vivir está constantemente sometido al acoso de la muerte, obteniendo ésta siempre la victoria final. “Seres para la muerte”, nos caracterizó Heidegger, dado que esa es la única certidumbre sobre nuestra condición. Por eso los antiguos llamaban “mortales” a los seres humanos, en contraposición a los inmortales, los divinos.

No se trata de que, según la suerte de cada cual, la vida pueda ser más o menos dichosa o miserable. No. El asunto es que la existencia misma, en tanto entraña el principium individuationis (lo que desgarradoramente nos separa de la matriz de la totalidad) implica un sufrimiento basal, constitutivo e irreparable. Nietzsche mismo dijo, al respecto:

“!No! !Qué vida ésta! !Y yo soy el portavoz de la vida¡”

Pathos, en griego antiguo, significaba “ser afectado”, lo que se percibe, se experimenta, se siente, provocando alteraciones en nuestro estado de ánimo, en nuestro humor; lo que padecemos, lo cual incluye nuestras pasiones y emociones: lo que se sufre por el solo hecho de ser.

La solución moral al problema del vivir humano estriba en la creencia de que se puede extirpar el mal del mundo, que es la causa del sufrimiento y el horror del vivir. Las moralidades inherentes a los metarrelatos modernos, se disfrazan las más de las veces con los ropajes de la objetividad científica, mostrando que, si se controlan las causas, se puede corregir la vida, abriendo la posibilidad de devolver al hombre al paraíso terrenal (paraíso tecno-científico, revolucionario, de la abundancia industrial, de los hombres bien educados, de los sabios, etc.). Sorprende observar que ese proceso, que trata de invertir la caída bíblica (mito no sólo judeo-cristiano, por supuesto), también la reproduce.

Otra cosa importante a tener en cuenta es que el énfasis en el control de las causas, dibuja ya una weltanschauung (imagen del mundo) degradada, un cosmos mecánico, nihilista, donde todo termina siendo ajeno al hombre, a sus decisiones libres y a su imperativo vital de poiesis. Este mundo degradado, mecánico y mecanizado –impoético-, es solidario con la unilateralidad y unidimensionalidad que caracterizan al hombre-masa. Imposibilitado de aceptar y asumir la pluralidad que constituye al ser humano y a la realidad, dado que sustituye la ausencia de sentido con ideología (lógica de una idea) o con fanatismo, el hombre-masa creerá conseguir salvación sólo en un orbe construido a imagen y semejanza de las ideas que él considera verdaderas. Max Born escribió: “la creencia en una única verdad y en ser el poseedor de ella es la raíz más profunda de todo el mal del mundo”. Robert Musil describe a qué consecuencias puede llevarnos esa “profunda raíz”:

“Bastaría con que se tomase realmente en serio una cualquiera de las ideas que influyen en nuestra vida, de tal suerte que no subsistiera absolutamente nada de su contraria, para que nuestra civilización dejara de ser nuestra civilización.”

La objetividad –cuyo paradigma lo constituyen las ciencias naturales- obedece oscuramente a un imperativo moral, ocultándolo y disfrazándolo dentro del discurso sobre las buenas intenciones del conocimiento y la utilidad de una pragmática aséptica. Recordemos el parágrafo 333 de la Gaya ciencia en el cual Nietzsche establece que intelligere (comprender) es el resultado “compositivo” de ridere, lugere y detestari. Foucault aclara lo que estas pasiones o impulsos tienen en común:

“[...] el ser una manera no de aproximarse al objeto, de identificarse con él, sino de conservar al objeto a distancia, de diferenciarse o de romper con él, de protegerse de él por la risa, desvalorizarlo por la deploración, alejarlo y finalmente destruirlo por el odio.” (Michel Foucault, La verdad y las formas jurídicas)

Esa oscura voluntad que está detrás del conocimiento, y que se manifiesta en su relación con la risa, el deplorar y el detestar, también es observada por Pavese, quien así nos lo sugiere al hablarnos del capitán Ahab:

“Este persigue a Moby Dick por sed de venganza, claro está, pero, como sucede en toda exaltación del odio, el afán de destruir se parece a un ansia de posesión, de conocimiento, y en su expresión, en su desahogo no siempre puede distinguirse de ésta.” (Césare Pavese, La literatura norteamericana y otros ensayos)

Ya en la mitología griega, el titán Prometeo, que se caracteriza por su inteligencia y sagacidad (cuyo nombre significa “previsión”, “prospección”, literalmente “pensamiento-adelante”), actúa a favor de los hombre por odio a los dioses olímpicos, quienes habían derrotado a su raza, siendo su hermano Menecio fulminado por un rayo lanzado por Zeus, mientras que a su otro hermano, Atlas, le fue impuesto el castigo de llevar el cielo sobre sus hombros. De modo que el mito de Prometeo puede interpretarse como la tendencia en los humanos a una desmesura titánica agenciada por su inteligencia,(5) pero basada en el resentimiento, que termina negando no sólo los otros dones divinos que ha recibido el hombre, sino, como su consecuencia nihilista por excelencia, el orbe sagrado entero. (6) La tragedia griega, escribió Nietzsche, tenía a bien recordarnos nuestro parentesco con los bárbaros, los titanes y los héroes abatidos.


Prometeo. Gustave Moreau.

“El drama no es que el hombre crea hoy poder vivir sin Dios sino que continúe confundiendo a Dios con el ser y que rechace a la vez toda forma de lo sagrado. Disminuir lo sagrado, oscureciendo su luz, hacer de ello al máximo un atributo de Dios, es crear las condiciones de un oscurecimiento, de un retiro fundamental” (A. de Benoist. El eclipse de lo sacro).

En una de las leyendas sobre Prometeo, este crea a la raza humana modelando sus imágenes en arcilla, figuras que luego Atenea insufla de vida con su aliento. Atenea es una diosa que vive más en la cabeza que en el corazón, y su intelecto le confiere una armadura impenetrable a los sufrimientos propios y ajenos. El genio político moderno hace las veces de un Prometeo que insufla, en lugar de alma y sentido, una finalidad ideológica y “nacional” (völkich), que funciona como la armadura hecha de abstracciones que hace posible la “banalidad del mal” de la que habla Hannah Arendt al escribir sobre Adolf Eichmann.

Los metarrelatos “emancipadores” modernos agencian, de diversas formas, una solución moral que, a través de un entramado ilimitado de saber-poder, busca no sólo extirpar el mal, sino dominar sus causas a tal punto que, una vez recobrado el paraíso perdido, éste no vuelva jamás a perderse (supresión de la “caída”). Esto es lo que Heidegger llamo Ge-Stellen (nihilismo consumado/olvido del ser), la movilización total del ente hasta que de éste no queda nada.

La vida signada por el sufrimiento entraña el problema vital y filosófico per se. Por eso Albert Camus dirá que el problema fundamental para la filosofía es si vale la pena vivir o si es preferible el suicidio. No existe una sola solución a tal problema. En la más prosaica -aparte del suicidio-, el hombre puede simplemente vivir inmerso en los horrores y miserias del vivir, lo que representaría la solución más bestial: la vitalidad y la imaginación son impotentes para la transfiguración poética, se vive en la literalidad y la inmediatez del mero sobrevivir y se desprecia todo lo que signifique un modo de vida más excelso y vital.

Por otro lado tenemos la solución moral, que amputa al hombre la raíz de la vida misma, el lado oscuro, fermentativo y siniestro de la creación. Dicha solución configura la nuez de la “huida” reaccionaria a la situación del hombre contemporáneo inmerso en el nihilismo. Las dos “soluciones” anteriores se hermanan, viniendo de polos encontrados, desde la perspectiva abierta por estas palabras de Nietzsche: “Quien con monstruos lucha cuide de no convertirse a su vez en monstruo.”

La solución trágica es afirmar la vida tal cual es, como un todo, estimulando la vitalidad a través de la creación poiética (artística) de imágenes armoniosas y sugestivas. De ahí la importancia de la “estética” (en su sentido “trágico”, anti moderno), en la historia del Ser que le ha tocado vivir a la humanidad, pues el sentido (centro) del cosmos humano donde es posible que se habite la Tierra, lo entrega al hombre la poesía y las artes en general. Los metarrelatos dan significación –“compresión”-, pero no sentido. Nuestra época “impoética” tiene una relación con el arte que Nietzsche explica con estas palabras:

“El precio de ser un artista consiste en experimentar que quienes no lo son llaman 'forma' lo que es el contenido, la 'cosa misma'. Entonces uno pertenece a un mundo al revés; puesto que ahora el contenido, nuestra propia vida incluida, se convierte en algo meramente 'formal'.”

El arte trágico no opone belleza a fealdad, sino, como en la alquimia, tiene la vitalidad instintiva suficiente para transfigurar el horror de la vida en formas armoniosas y enigmáticas, que rebozan sentido y, por ende, también sin sentido. En nuestro mundo de las mil y una moralinas, la estética también se ha moralizado y banalizado, convirtiéndose en una rama accesoria de los metarrelatos. Estos proponen eliminar el “mal” a favor de alguna forma de “bien”. Llevado esto al ámbito estético se traduce en eliminar la fealdad en nombre de lo “bonito” (lo “arreglado”). Así, tenemos a nuestro mundo del progreso sin límites, donde prolifera el armatoste y el mamotreto, lo mal hecho en definitiva, camuflado –más que maquillado- por el kitsch.

Pathos trágico y melancolía, como enfermedad del pesimismo nihilista moderno, son cosas completamente distintas. Como hemos visto anteriormente, la melancolía es el mal de la excesiva pesantez, el mal de la caída. Un triunfo de la nigredo (la materia más pesada y putrefacta) sobre toda posible sublimación alquímica. El abatimiento melancólico es el síntoma evidente de la derrota vital de la que no queremos darnos plena cuenta. Los dones angélicos caen, la gracia, la delicadeza, desaparecen bajo el reinado de lo grosero, lo basto, y lo decadente.

Por otra parte, es obvio que si bien algunos creadores pueden estar aquejados de melancolía, no todos los melancólicos son creadores, razón por la cual habría que pensar si es la melancolía lo que agencia el proceso creativo o, por el contrario, constituye la causa de las dificultades para poder crear con que se topan determinados autores “melancólicos”. Por ende, tenemos que considerar a la necesidad de creación artística como la única posibilidad cierta de cura del síndrome de la bilis negra, pues no se puede crear en el amargo tránsito por el inframundo. La creación poiética supone un alumbramiento y también un emerger.

Cosa distinta acaece con los llamados (por una analogía sospechosa) “genios políticos”, los “prometeos modernos”, que intentan usurpar el fuego autóctono del alma de cada persona, sustituyéndolo por sus propias visiones titánicas, desmesuradas e informes, como fuegos fatuos hiperbolizados como faros eminentes, a las cuales se da prestigio, eficacia masificadora y justificación abstracta a través de algún metarrelato conveniente.

Estos “genios” no son artistas como Orfeo, cuya música pacificaba las disputas entre los hombres y apaciguaba el corazón de los animales. Más bien hacen las veces de flautistas de Hamelin, que convierten a los hombres en ratas, los infectan con las pestes del fanatismo y los llevan a morir en medio de una ciudad dichosa, como escribiera Camus al final de su novela La peste. Recordemos que la palabra “tambor” se le adjudicó a Hitler, y sabemos hoy a qué iniquidades y violencias inimaginables llevó el redoble de guerra de ese tambor.


Orfeo y los animales. Brueghel el joven.

La crítica de Carlos Marx al bonapartismo (de izquierda y derecha, distinción absurda, pues todo bonapartismo es reaccionario) estriba en que, como Prometeo al darle el fuego a los hombres, el “gran hombre” de turno usurpa las conquistas colectivas apropiándoselas como creaciones de su genio y personalidad, forjando férreas dependencias de las masas respecto a su persona, partido, ideario, modelo de Estado, etc. Con su preeminencia, la historia se transforma en biografía, y las apologías se convierten en los textos sagrados de los diversos cultos a la personalidad.

Entonces, puede suponerse que la doble melancolía que aparece en obras como Miranda en la Carraca o en los paisajes de Reverón (la cosmopolita o moderna, y la autóctona), muestran no una nación aquejada del síndrome melancólico, sino un proyecto de nación que se asienta sobre tal síndrome, ya sea en su vertiente vernácula del buen salvaje y el Edén endógeno (barbarizante porque su propuesta es regodearse en el horror y miseria de la sobrevivencia endémica) o en las de los metarrelatos de moda, con sus retornos imposibles a los paraísos perdidos, que esconden despiadados proyectos de “movilización total” y ambiciones globalizantes (geoestrategia). Ambas proyecciones compulsivas de nuestra melancolía bipolar se mezclan y yuxtaponen de mil maneras, pero ambas son de índole anti trágica: barbarismo vernáculo, por un lado, metarrelatos moralizantes, por el otro.(7) Todos proyectos titánicos, desmesurados.

De Bolívar a Páez, de Guzmán Blanco a Gómez, de Pérez Jiménez a Carlos Andrés y Chávez, ese síndrome melancólico venezolano siempre ha estado a la espera del demiurgo -del taita- que trate de curarlo por inflación (y no por poiesis), como se ha repetido en nuestra historia una y otra vez, con un soberano esfuerzo desmesurado de la voluntad, un ahínco titánico.

Nuestro arte y literatura –sin por eso ser reducidos a meros portadores de identidad- han sabido captar bien tanto los escenarios de esa melancolía bifronte -¡tentación de tantos cíclopes!-, así como los personajes melancólicos emblemáticos de nuestra breve historia. ¿Será posible que también haya en ese arte una semilla trágica que abra una posibilidad otra para nuestros tristes trópicos? Habrá que seguir indagando sobre los avatares de nuestro exilio, de nuestra imposibilidad de habitar.
Yilda Conquista y Roberto  Chacón

(Continuará...)

Notas:
(1) No como entendemos esa palabra hoy, como sinónimo de Estado-nación.
2) Dos aseveraciones de Marx se fusionan al escribir sobre este asunto. La primera: que no podemos imaginar ahora lo que es la sociedad comunista porque todo lo que tenemos en mente pertenece a la sociedad capitalista. La segunda: que en la Edad Media lo determinante no era el modo de producción, sino la religión. Puede, según lo que venimos desarrollando, que de lo que no podamos imaginar algo diferente es del cristianismo, que la muerte de Dios provoque un nihilismo reactivo global mientras no podamos crear algo diferente a la weltanschauung (imagen del mundo) cristiana.
3) La confusión de Zoe y Bios es condición necesaria para el advenimiento de la bio-política.
4) Völkisch: denota a los grupos que consideran que los seres humanos están esencialmente «preformados» por lazos de sangre. Esa ideología populista y racial es una de las maneras de plasmar “cristales de masa” (Canetti) para aglutinar al populacho, condición sine qua non, según Hannah Arendt, para la construcción de los totalitarismos clásicos (nazi-fascismo y stalinismo) y, hoy, para el fermento y consolidación de diversos despotismos “nacionales-socialistas”.
(5) En el mito, Prometeo y su hermano Epimeteo (“que reflexiona más tarde”, “pensamiento tardío”) son encargados por los dioses para dotar de dones a las criaturas terrestres. Epimeteo repartió las gracias y virtudes entre los animales y se olvidó de los hombres, que quedaron desnudos e indefensos. Prometeo tuvo que improvisar para subsanar el error. Así que robó el fuego de los dioses y se los entregó a los humanos. Por este hecho Zeus lo castigó, condenándolo a estar encadenado y a que un águila devorara su hígado todos los días, ya que en la noche se regeneraba. Como el hígado era el asiento del alma para los antiguos griegos y otros pueblos, la imagen remite a la necesidad de “hacer alma” por parte del titán (su acto benefactor para los hombres fue también un acto de impiedad, precipitado y desalmado). Epimeteo representa en el mito la “consciencia de fracaso”. De su unión con Pandora nacerá Pirra, la cual, unida a Deucalión (hijo de Prometeo), dará origen a la raza humana en el mito de los “autóctonos”.
6) En la antigüedad griega existía el mito de los autóctonos: la creación de los hombres como simples hijos de la tierra, que conseguían el fuego por sus propios medios. El mito del titán Prometeo como héroe cultural es más conocido y popular, señalando nuestra propia vena titánica, esa de descargar sobre un héroe cultural –hombre engrandecido como gigante, coloso o titán- los logros colectivos. Quizá, esto obedezca a una desviación, a veces peligrosa, de nuestra necesidad de personificación.
7) La moral divide al mundo en “bueno” y “malo”. En la polarización vernáculo-cosmopolita, esta división se vuelve pueril al extremo: “todo lo venezolano es bueno” o “todo lo extranjero es bueno” (y al contrario para lo “malo”).




CALEIDOSCOPIO (ÍNDICE)

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