martes, 18 de julio de 2017

CALEIDOSCOPIO Yilda Conquista (Magazine No. 580)

¿ES POSIBLE DESRANCHIFICARNOS? (IV)

“[…] / Pues la sombra a la sombra regresa, somnolienta,
y ahoga la vigilia angustiosa del espíritu.”
John Keats
Oda a la melancolía

“Yo soy el tenebroso —el viudo —el sin consuelo,
Príncipe de Aquitania de la torre abolida,
murió mi sola estrella —mi laúd constelado
ostenta el negro Sol de la Melancolía.”
Gérard de Nerval
El desdichado

Mi futura cama tranquila: / Aquí se cerrarán mis ojos cansados,
/ Y todo el sufrimiento reposa / En la sombra refrescante de la muerte.
Pobres habitantes de la noche, / […]”
Elizabeth Carter
Oda a la melancolía

Nuestro continente cultural tiene por eje de sentido la lengua castellana. El árabe, el visigodo, lenguas africanas e indoamericanas han realizado aportes lexicales (circunscribiéndonos a la lengua) pero no han cambiado la naturaleza del idioma, cuyas raíces se hunden, larga y profundamente, en la matriz indoeuropea.

La naciente nación Estado americana y sus necesidades de legitimidad histórica y de identidad, muchas veces ha tomado, para ser satisfechas, el autodestructivo camino de volverse contra el continente cultural al que se pertenece (el continente de la lengua), como ha sucedido con una buena parte de los países iberoamericanos a lo largo de su breve historia. Independizarse de España también pasó por cortar los lazos culturales con la metrópolis. No sólo España fue rechazada y despreciada, lo fue toda la hispanidad y la mancomunidad -en el sentido de commonwealth: riqueza en común- de la lengua.

Luego, orientadas nuestras repúblicas hacia la Europa industrializada y, más tarde, hacia los EEUU, y no hacia nuestros vecinos hispanohablantes y España, las nacientes repúblicas no hicieron otra cosa sino aislarse unas de otras, y así, insularizadas, existir bajo la maldición endémica de los “cien años de soledad”.

Si, como decía Unamuno, la lengua es la sangre del espíritu, nuestra familia espiritual quedó entonces herida de muerte, nuestra mancomunidad histórica y cultural, fracturada y dispersada. De tal forma que nuestro matricidio simbólico –el de la lengua madre- pareciese haber sido, paradójicamente, la matriz de nuestras feroces luchas fratricidas, desde las guerras de independencia hasta las guerras civiles y revoluciones cruentas del siglo XX, donde también deberíamos incluir la Guerra de Sucesión, las Guerras Carlistas y la Guerra Civil, acaecidas en España. Expulsados del paraíso de la verdadera “riqueza común”, anonadados por una orfandad despiadada, y casi enloquecidos como los constructores de Babel tras su dispersión, no tardaron en formarse a lo largo y ancho de nuestro continente los seculares bandos, irreconciliables pero especulares, de los Caín y Abel criollos, o mejor dicho: de los Justo Brito y Juan Tabares.*

Cuando esas necesidades de legitimidad histórica y de identidad se han llevado a extremos paranoides, se comienza a caer en arcaísmos desfachatados y en la glorificación de todo tipo de atavismos y resentimientos crónicos. La identidad perdida se termina cosificando en términos étnicos –biologicistas- y de territorio, y desde ahí, desde los imperativos de “la sangre y la tierra”, se pasa a deslegitimar el universo cultural como un todo.

Desde el punto de vista de la primacía de nuestro orbe cultural, en tanto Venezuela no existía de facto, como territorio independiente de España, hasta 1821, cuando pasó a formar parte de la Gran Colombia, la historia de la pintura venezolana hasta esa fecha es también la de la pintura hispánica, si es que hemos de creer que la creación de una nueva nación Estado supone una real ruptura con respecto al universo cultural al que pertenece. Desde esa perspectiva, Velásquez y Goya son tan pintores nuestros como Reverón y Michelena. Por ende, es imposible entender a estos últimos si no se tiene en cuenta sus nexos y derivaciones respecto a aquellos.

La Guerra de Independencia de la que nace la mitología militarista y heroico-titánica de los próceres, fue realmente una guerra civil, una guerra de secesión, en las cuales las provincias americanas pertenecientes al imperio español terminaron independizándose del mismo. Casi la cuarta parte de la población venezolana murió directa o indirectamente por causa del conflicto, y su economía, destruida casi en su totalidad, tardaría décadas en recuperar los niveles que tenía en tiempos de la colonia.

La emigración a oriente de Tito salas

Hasta 1913, cuando Tito Salas pinta La emigración a oriente (hoy día en la Casa de Bolívar de Caracas), la temática trágica de las guerras fratricidas, la separación violenta y el largo aislamiento de nuestra mancomunidad cultural lingüística, la ruina, miseria y el despoblamiento del país, no fueron tocadas por nuestros artistas y literatos sino de un modo hiperbólicamente épico y triunfalista. Para captar lo que todo aquello significó en toda su decisiva importancia leamos lo que dijo Mariano Picón Salas al respecto:

“Episodios tan trágicos como el de la guerra a muerte y de la gran emigración del año 1814, ante el avance y reconquista española, me parecen decisivos para la formación del alma criolla”

Grabado perteneciente a la serie Los desastres de la guerra de Goya

Realmente no nos hace falta una iconografía de la catástrofe humana que significó para nuestros países las guerras de independencia y las posteriores guerras civiles que enlutaron nuestro gentilicio a lo largo del siglo XIX, tenemos bastante con la serie de grabados Los desastres de la guerra, de Goya.** Si bien, la caída espiritual e intelectual que tales conflagraciones representan para nuestra alma colectiva quizá quede resumido en su óleo Duelo a garrotazos.

Goya: Duelo a garrotazos

Duelo a garrotazos (o La riña) es una de las “Pinturas Negras” (1820 ¿?) de Goya, obras realizadas al óleo con las cuales decoró su casa, conocida como la “Quinta del Sordo”. Otra de esas pinturas llama nuestra atención con respecto a lo aquí indagado: Saturno devorando a sus hijos. Saturno es una deidad titánica del antiguo paganismo romano, directamente relacionada con la melancolía. La figura horrible y decrépita del titán, el atroz acto caníbal, el hijo devorado en cierto grado de adultez, convertido en un despojo sanguinolento, resaltan sobre el fondo totalmente oscuro del cuadro. Aún más que el grabado La melancolía de Durero, esta pintura de Goya nos entrega la imagen esencial del “mal de Saturno”.

Goya: Saturno devorando a sus hijos

Enrique Bernardo Núñez afirma que en los galeones españoles arribó a las Américas el pícaro don Pablos (célebre personaje de la picaresca española), y que dejó en estas tierras larga y nutrida descendencia. Lo mismo podemos afirmar de Saturno, aunque paradójicamente este último sea un filicida. Se ha dicho que el pícaro y el héroe cristiano son polaridades de una misma vertiente psíquica, y probablemente ambos tengan un trasfondo melancólico, que terminen siendo personajes que destacan sobre un escenario de bilis negra. El pícaro prospera a través de la larga decadencia española, en la época barroca, que sería denominada por nuestro poeta Alejandro Oliveros como la “Era del desengaño”. Nuestro gentilicio iberoamericano se formó en el crisol de aquella época olvidada, la que llamamos despectivamente “colonial”, como si con esa etiqueta pudiéramos exorcizar de una vez para siempre nuestro enigmático pasado fundacional.

Durero: La melancolía

Los iberoamericanos, pero especialmente los venezolanos, hemos creado una mitología de tipo historicista con nuestros libertadores. En esa particular vertiente de historia mitologizada, los próceres de la independencia se oponen a los capitanes hispánicos que realizaron la conquista de América, del mismo modo como los dioses olímpicos se oponen a los titanes. Los primeros son “libertadores”, que rompen los yugos creados por los segundos, los conquistadores. De igual modo, en la antigua religión helénica, los titanes reinaban en el caos, mientras que los olímpicos ordenaron el mundo y lo hicieron habitable para los humanos.

Esta oposición ampliamente difundida y enfatizada esconde el hecho que la mitología heroica de los próceres es también una mitología titánica -donde el “libertador” sustituye al “conquistador”- que servirá de prototipo imaginario para toda exaltación y encumbramiento de personajes importantes en otros ámbitos, como el cultural o el científico, en detrimento de las transformaciones culturales y cognoscitivas, ese asentarse, macerarse y destilarse civilizatorio, que dependen del aporte y la entrega de muchos a través de los años y las centurias.

La concepción que se tiene de estos héroes es titánica porque sus narrativas épicas los presentan surgiendo solitarios de la nada, como auténticas fuerzas de la naturaleza, y, sin ayuda de nadie, dejan tras de sí una obra ciclópea (militar, política, artística, científica) en medio del caos, como pirámides perdidas en medio de la jungla.

Ya los griegos habían señalado la similitud entre los titanes y los héroes de su mitología. Si los primeros representan el poderío irracional de las fuerzas primordiales, los segundos no son otra cosa que guerreros dedicados a la destrucción y el saqueo, importantes en la guerra pero incómodos y amenazantes en tiempos de paz. Tanto titanes como héroes mitológicos se caracterizan por su falta de moderación, y esa hybris o desmesura es lo que finalmente los hace caer. Ambas figuras arquetípicas son refractarias a la vida en familia y en comunidad, al buen vivir del común de los mortales.

En términos de psicología profunda, si carecemos de un imaginario cultural donde sean posibles mitos de tipo olímpico, donde las cristalizaciones del psiquismo aparezcan claramente formadas y relacionadas, eso sólo puede significar que nuestra alma carece de las imágenes fundamentales para entenderse y darse forma de un modo plenamente humano. El arte, donde las imágenes colectivas son puestas en juego, relacionadas y matizadas, puede entonces cumplir una de sus funciones más elevadas, que es la de servir como una terapéutica pública, núcleo de una paideia para una ciudadanía sana. He ahí una de las consecuencias nefastas de la glorificación de la barbarie, de la reducción oficial del arte a kitsch y del imperio global –con sus énfasis locales- de lo impoético.

Esa mitología heroica nacionalista elevada a religión Estatal, ha llevado finalmente a los fenómenos de posesión colectiva como los que vivimos actualmente, donde un arengador cuartelario cualquiera, sin una sola hazaña bélica en su historial, se cree él mismo y, lo que es verdaderamente sorprendente y nefasto, hace creer a las masas, que es un Bolívar reencarnado. También esto es una forma de perpetuar nuestro profundo trasfondo melancólico. No sólo es nuestra autoestima, como señalara Rojas Guardia en su Discurso de Incorporación a la Academia Venezolana de la Lengua, la que es disminuida por los cantares altisonantes de la gesta independentista, sino nuestra alma toda, exiliada de la Edad de Oro y condenada a una Edad de Hierro vivida como inframundo tercermundista.

Arturo Michelena: Miranda en La Carraca

Miranda en La Carraca es la alegoría más conocida de la melancolía vernácula, de nuestro particular modo de manifestar el dolor de existir, de nuestra desolación interior. La pone en evidencia tanto como el último párrafo del cuento de desconsolado y furioso telurismo El hombre y su verde caballo (1947) de Antonio Márquez Salas:

“Él, Genaro, marcharía entonces, con su pierna sana y firme, llevando a su mujer y a sus hijos sobre el lomo de su verde caballo, al encuentro del sol glorioso de la noche.”

¿Miranda en La Carraca simboliza nuestra posibilidad de universalidad cosmopolita prisionera de los atavismos más endémicos y vetustos? ¿Figura al chivo expiatorio de una revolución nunca resuelta convertida en endemia incurable y venganza insaciable? ¿O nos señala que estamos encarcelados por nuestros propios ideales desarraigados, que todo cosmopolitismo nos condena al exilio y que toda universalidad presupone el destierro?

Resalta en el cuadro, a primera vista, la profunda soledad del personaje. El generalísimo Francisco de Miranda, “el venezolano más universal” (Bolívar), fue el prisionero más ilustre del Penal de las Cuatro Torres, que formaba parte del complejo del Arsenal de La Carraca, en Cádiz, donde moró de 1813 a 1816, año de su muerte. En su Anatomía de la melancolía (1621), Robert Burton señala como una de los síntomas de la melancolía, la soledad.

“En cuanto a su afición a la soledad [la de los melancólicos], un autor se pregunta si se debe a goce o a temor. Por mi parte, diré que se debe a entrambas cosas, aunque es el miedo y la tristeza el móvil predominante.”

Debido al fracaso imperial europeo y a la contrarreforma, la España barroca (siglos XVI, XVII y XVIII), junto a su imperio de ultramar, se aisló del resto de Europa y se transformó en una sociedad rígida y cerrada. Luego de la independencia, nuestros cien años de soledad han significado un siglo más de melancolía, la maduración del Saturno vernáculo.

Venezuela, configurada desde la independencia por el biotipo de los llaneros, también heredó de estos su propensión a la melancolía, a la que el desierto y la estepa, donde resalta el desamparo del hombre y su soledad existencial, junto al bochorno de los trópicos, ayudaron a consolidar. Llano, tierra de hombres solos, como escribe Jeaninne Fiasson en su libro Llanos: tierras brutales, significa también territorio de hombres melancólicos, de centauros de bilis negra.

“Melanelio, siguiendo a Galeno, Ruffo y Ecio, la describe como «una enfermedad muy maligna y pertinaz que hace degenerar a los hombres en bestias»”. (R. Burton. Ob. Cit.)

Aquí rozamos apenas el lado más oscuro e infernal ligado a nuestro ser histórico signado por la melancolía: el mal es una pasión del alma solitaria, escribe Arthur Machen en su enigmática y turbadora novela, El pueblo blanco. Todavía lo ignoramos todo sobre nuestra evidente vocación por el mal, cegados como estamos por la luz incandescente de nuestros ideales bolivarianos y las virtudes heroicas que le son inherentes.

De la descendencia del pícaro don Pablos tenemos a los modernos malandros, quienes se presentan a sí mismos como “bandidos sociales” (Eric Hobsbawm), héroes populares cuya mitificación ha llegado hasta el culto de María Lionza (la “Corte Malandra”), y cuya jerga ha sido elevada a argot dominante por el discurso oficial populista. Esto no hace sino ocultar el carácter totalmente despiadado del malandraje, que se ha palpado en episodios como la Tragedia de Vargas (1999) y en la altísima tasa de homicidios que se ha producido en Venezuela en los últimos años. En la actualidad, debido a este proceso ciego de virulenta infección de elementos del hampa en el cuerpo social, estamos a un paso de convertir en héroes a asesinos y genocidas, como ocurrió en Indonesia a partir de las matanzas de los años de 1965-66, tal como lo muestra el documental The Act of Killing de Joshua Oppenheimer.

El malandro Ismael de la Corte Malandra

Del mismo modo como el pícaro surge a la sombra de los valores heroicos, asimismo el pathos de la melancolía teje sus redes subterráneas bajo las alegrías fatuas de la picardía y el humor criollo. La alegría vernácula muchas veces va unida a una tristeza sin nombre; y en la crueldad de las burlas, sobre todo las auto infligidas, podemos vislumbrar a veces como asoma la enfermedad enmascarada tras la risotada.

Sobre el pícaro y su carácter escindido en dos polos extremos, que lo hacen aparecer como salvador y diablo a la vez, Axel Capriles dice en su libro La picardía del venezolano o el triunfo de Tío Conejo, lo siguiente:

“No obstante la actitud benevolente que habitualmente tenemos hacia el pícaro, nuestra empatía con su alegría y humor, nos hace olvidar su aspecto diabólico y destructivo, su cara primitiva y sangrienta.”

De modo semejante, a veces olvidamos en qué se transformaron los héroes de la independencia en la post guerra decimonónica:

“Cuando Eduardo Blanco transformó la dolorosa y sangrienta guerra civil de la independencia en arrebato lírico e idealizada epopeya de dimensiones míticas, el autor de Venezuela heroica olvidó mencionar que los eximios héroes, cuya determinación y valentía transformaron para siempre el horizonte político y social del continente latinoamericano, fueron, también, los mismos que, una vez en el poder, dispusieron del tesoro público como de la cosa privada, que impidieron el desarrollo de las instituciones y del Estado de derecho, que impusieron la arbitrariedad, la fuerza y los laureles militares por encima de la competencia y la probidad como criterios para dirigir los destinos de la nación.” (Axel Capriles. Ob. Cit.)

En el “bolivarianismo”*** parecen reunirse todas las promesas de los metarrelatos modernos: hermandad entre los pueblos, liberación de todas las opresiones, justicia social, etc. Por ende, su “sombra” ha de ser profunda y terrible. Como Manuel Caballero ha señalado, el culto a la personalidad del bolivarianismo sólo ha servido para preparar el advenimiento de Estados de tendencia fascistoide donde el poder lo detenta un líder mesiánico, profeta y sumo sacerdote de la religión oficial bolivariana.

La crítica de Marx a Bolívar parte del hecho de que el filósofo detestaba el bonapartismo, pues se trata de una forma de sustraer al común de las personas, especialmente a los trabajadores, su papel en las transformaciones históricas, el cual es apropiado en exclusividad y, por ende, tergiversado, por el líder carismático. Para Marx es un sinsentido hablar de bonapartismo de izquierda o de derecha, pues, en menor o mayor medida, siempre resulta ser el síntoma resaltante de un amplio proceso reaccionario.

En tierras de melancólicos, de gente con sus egos empobrecidos, los paranoicos con tendencias megalomaniacas parecen destinados a ser emperadores, “libertadores”, beneméritos, comandantes eternos, líderes del Tercer Mundo...

El culto a la personalidad y los líderes carismáticos son sólo las formas extremas de como en nuestras naciones, el espacio público se ve reducido a lo político y lo político a la representación, oficial y/o mediática, de las élites poderosas. Resulta también, el modo supremo de entrega del poder como “dominación” (Max Weber), a las fuerzas irracionales. Constituyendo esto la “antimodernidad” política por antonomasia.

Recordando el advenimiento del nazismo, movimiento anti moderno por excelencia, Mariano Picón-Salas escribe: “La «Voluntad de poder» sobre la que muchos intelectuales teorizaban sin realizarla, se entregaba ahora a las fuerzas irracionales. Los oradores de cervecería, los demagogos de los asilos de noche, comenzaron a trocarse en ‘führers’.” (M. Picón-Salas. Lealtad del intelectual).

Otra de las contracaras de las “culturas picarescas” es la primacía de la desconfianza en las relaciones interpersonales, el ser recelosos y suspicaces al extremo con nuestro prójimo. Esto llega a tal punto, que en estudios de CENDES se llegó a hablar de “sociedad paranoide” en el caso de los venezolanos. Esto configura un caldo de cultivo de primer orden para el auge de todo tipo de intolerancias, especialmente si son estimuladas por el Estado, movimientos políticos y mass-media. No nos extrañe entonces los brotes actuales de xenofobia, racismo, homofobia y discriminación clasista y de género, y también, las aparición de fenómenos del tipo “caza de brujas”, la busca de chivos expiatorios para los males sociales y los fracasos revolucionarios, la promoción de “enemigos del pueblo” al estilo del Emmanuel Goldstein de la novela 1984 de Orwell.

“Otro síntoma general es el recelo o desconfianza, que hace interpretar equivocada o exageradamente todo acto o expresión, motivando un enojo infundado. Debido a estas suspicacias los sujetos de que tratamos se muestran malhumorados, caprichosos y rezongadores por el más fútil motivo o aun sin motivo alguno. Si se les dice algo en broma, lo toman en serio. Si no reciben el saludo, la invitación o los cumplidos que esperan, se consideran despreciados y humillados, lo cual les produce vivo pesar durante algún tiempo. Si dos personas conversan, cuchichean o ríen refiriendo algún suceso, al instante se dan por aludidos y creen que sus actos son objeto de comentario condenador o burlesco. Si ellos mismos intervienen en la conversación, interpretan maliciosamente cuanto oyen y basta que su interlocutor tosa en ese momento para que vean en ello un signo de mal agüero. (Burton Ob. Cit.)

Este “síntoma” de la melancolía converge y refuerza uno de los aspectos que más llama la atención en nuestra gente: el resentimiento.

Por supuesto, también esto constituye un excelente caldo de cultivo para la guerra civil. Fenómeno recurrente debido a que esas heridas de nuestro ser colectivo constituyen un paraje de nuestra alma desolada que ninguna guerra civil o revolución pueden curar, ni tan siquiera mejorar en grado alguno. Diríamos más bien que terminan agravando y profundizando el mal.

“Si Marte orienta su destino, serán aficionados a las guerras, combates, duelos; intransigentes, enérgicos e irascibles.” (Burton Ob. Cit.)****

Dios Marte (Ares)

Debido a nuestra guerra civil fundacional, la guerra de independencia, pareciese que cualquier “vuelta al origen” (mito de la restauración) inmediatamente nos devolviera al escenario catastrófico de las guerras civiles. De modo que para nuestro imaginario colectivo, “revolución” es una palabra que no remite, más que como disfraz modernista, a nuestro ser contemporáneo, es decir, a la Revolución Francesa, sino más bien a nuestro origen fratricida, a la guerra civil libertadora, especialmente en sus fases iniciales: la guerra de colores y la guerra a muerte (1812-1820).

Recordemos que casi paralelamente a los brotes independentistas iberoamericanos, se desencadenó la llamada Guerra de Independencia Española, en ese entonces invadida por el Imperio napoleónico. Para algunos historiadores, esta fue la primera guerra popular prolongada (llamadas también “guerras de liberación”), llevada adelante en buena parte por un vasto movimiento guerrillero y signada por grandes levantamientos populares. También fue una guerra donde los niveles de crueldad y desprecio por la vida humana mostrado por ambos bandos, alcanzó niveles insospechados, donde aspectos völkish (populacho), como xenofobia radical, intolerancias religiosas y políticas, y fenómenos masivos del tipo “turba” (saqueos, linchamientos, violaciones, matanzas indiscriminadas, etc.), salieron a relucir tanto en franceses como en españoles.

Grabado de la serie Los Desastres de la Guerra (Goya)

Estas “guerras de independencia” libradas a ambos lados del Atlántico, han servido profusamente al designio de las clases gobernantes españolas e iberoamericanas, para crear la idea –o “ilusión”- de nación unificada, que se ha utilizado como mitología fundacional y legitimadora de un Estado nación sin verdadero piso histórico que la respalde, ya sea por la variedad de sus etnias y culturas constituyentes (España), o sea dada por su inexistencia como pueblos históricos claramente diferenciados (países iberoamericanos).

Siendo principalmente una guerra internacional –donde España pasó a formar alianza con Portugal e Inglaterra contra Francia-, la guerra de independencia española también fue, por una parte, una revolución, y por otra, una guerra civil entre absolutistas (partidarios de Fernando VII) y liberales o “afrancesados”. Los guerrilleros, en buena parte conservadores absolutistas, lucharon contra los franceses bajo el grito reaccionario de “religión, patria y Rey”, pues, desgraciadamente, los mismos que llevaban a España las ideas modernas y liberales de la Revolución Francesa, eran también los que saqueaban, violaban, masacraban y humillaban al pueblo español. De ahí nacerían las llamadas “dos Españas”, que medirían sus fuerzas con obstinado furor en la Guerra Civil de 1936-39.

Picasso: Guernica

Las semejanzas y diferencias aparentes entre la guerra de independencia venezolana y la guerra de independencia española, con sus correspondencias, influjos y resonancias son dignas de un estudio mayor, pero son de resaltar dos aspectos. Uno versa sobre la aparente divergencia entre las revoluciones implicadas en las guerras de independencia aludidas, pues la española se haría contra las ideas modernas, mientras que las iberoamericanas se realizarían en nombre de los postulados de la Revolución Francesa. De modo que parte del encarnizado rechazo a la España monárquica y del “afrancesamiento” de nuestras élites políticas y culturales en el siglo XIX puede ser explicado por este hecho. Sin embargo, es de hacer notar el gran parecido no sólo entre ambas guerras, sino en sus resultados, pues el absolutismo Borbón fue restaurado –con algunas reformas- en la España de la postguerra, mientras que la aristocracia criolla de la tierra –los “mantuanos” en Venezuela- pasó a regir los destinos de nuestras naciones, ya sin intromisión de la Corona española, y, como clase, sólo fue remozada y ampliada con los estamentos militares surgidos de la guerra de independencia.

Nuestras repúblicas quedarían enfrentadas –Atlántico de por medio- con la restauración europea del Ancien Régime absolutista tras el Congreso de Viena de 1815, pero habría que preguntar cuánto de verdadera res-pública logró ponerse en práctica en esas jóvenes naciones. Cuánto del “antiguo régimen” español, como pudieran ser los atavismos de casta o la excesiva fiscalización burocrática, fue heredado sin cambios apreciables por nuestros países, y cuánto de arbitrariedad y autoritarismo (caudillismo, compadrazgo, institucionalidad débil) fue agregado por los estamentos criollos dominantes tras las guerras de liberación. En otras palabras, habría que preguntarse si nuestras repúblicas no conformaron una especie de Ancien Régime arruinado y barbarizado, disfrazado bajo un tenue maquillaje ilustrado, aún más arbitrario y elitista que las monarquías absolutas de la Europa post napoleónica.

Goya: Grabado Los sueños de la razón produce monstruos, de la serie Caprichos.

El otro aspecto a resaltar es el hecho de que buena parte de los jefes guerrilleros españoles eran bandidos o desertores cercanos al bandidaje, o, que combatían a los franceses y, a la vez, también se dedicaban al pillaje, siendo que muchos de ellos se enriquecieron durante la guerra.***** Esto establece un paralelismo con muchos jefes patriotas sudamericanos, especialmente los provenientes de territorios “fronterizos” como el llano y la pampa, que, gracias a la guerra de independencia pasaron de bandoleros y cuatreros, a ser generales y coroneles latifundistas: los caudillos decimonónicos, que por sus laureles, heredan el prestigio de una aristocracia militar de tipo napoleónico, pero que se comportaron de hecho como simples “señores de la guerra”.

Yilda Conquista y Roberto Chacón
(Continuará…)


Notas:
*En las mitologías abundan gemelos rivales, cuya confrontación indica la escisión polarizada de la psique. El caso más relevante es el de Rómulo y Remo. La fundación de Roma se produce en conjunción a la muerte de Remo a manos de su hermano. El patrono de Roma fue Marte, dios de la guerra.

**No es una mera casualidad que el año que la Capitanía General de Venezuela deja de existir (1824) sea también el año del comienzo del exilio de Goya en Burdeos, ciudad donde muere en 1828.

***El chavismo sólo es una variante extrema, primitiva y mal elaborada del bolivarianismo o culto a Bolívar, que comenzó a gestarse luego de su deceso.

****Si Venezuela surgió como nación independiente el 19 de abril de 1810, entonces pertenece al signo astrológico de Aries, cuyo planeta es Marte, siendo regido por Ares, el dios de la guerra griego (el Marte de los romanos).


*****Este punto ha sido resaltado por algunos historiadores españoles, que señalan que los jefes guerrilleros de la guerra contra Napoleón Bonaparte, agregaron un fuerte acento personalista a la ya caudalosa tradición hispánica al respecto. Esa tradición culminaría en la dictadura de Franco, “Caudillo de España por la Gracia de Dios”.



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