EMBELLECIMIENTO DE LAS ÁREAS
COMUNES EN EDIFICACIONES DE PROPIEDAD HORIZONTAL (I)
“Lo público es, pues, lo que no
puede ser de nadie
en particular y es sin embargo,
siempre, de todos.”
Luis Pérez Oramas
La república baldía
Una
amiga es despertada en la madrugada por la música estridente que un vecino algo
tomado coloca a todo volumen. Ella se levanta y le dice a viva voz –para poder
ser escuchada sobre la música estridente- que está durmiendo, que por favor
baje el volumen. El señor le grita enfurecido que la calle no es de nadie, cosa
que parece autorizarlo a poner música a cualquier hora y con mucho volumen. Mi
amiga se arma de valor y va a hablar con el hombre. Sin alzar la voz le dice: “No,
la calle no es de nadie: es de todos.
Y yo tengo tanto derecho de dormir como usted de poner música… con un volumen
que no moleste a sus vecinos”. Cosa que poco ocurre en Venezuela en casos
similares, sobre todo en zonas populares y barrios, el hombre en cuestión
entendió lo que se le señalaba y bajo el volumen.
En
su libro La república baldía, Luis
Pérez Oramas, señala que en buena medida, la vocación republicana del
venezolano se ha visto fácilmente desmantelada y usurpada por los militares y
otras fuerzas autoritarias, a lo largo de toda nuestra historia, debido a que
las élites que han monopolizado el poder confundieron siempre lo popular con lo
público y lo público con lo colectivo. El resultado es que carecemos de una
historia de lo público, con un “escaso acceso público a lo público y la muy
reducida resonancia pública que tienen nuestros grandes hechos culturales”. En
pocas palabras, sin res (cosa)
pública no hay “república”.
Existe
entonces, históricamente, una especie de condena generalizada a la marginalidad, a no tener acceso a un
discurso público.* Por ende, nos dice Pérez Oramas, “la marginalidad es, pues,
una situación fundamentalmente cultural.” (L. Pérez Oramas. Ob. Cit.). Nuestras
élites –es decir, los pocos nombres que han acaparado los escenarios de lo
público en nuestro país- han visto la cultura no como el alma de una nación
naciente (su fuente de sentido comunitario), sino que la han reducido a
“entretenimiento de la población, a la ilustración de sus momentos de ocio y,
en suma, al decoro y ornato público” (Ob. Cit.).
Por
eso nuestro gran poeta Armando Rojas Guardia, en su Discurso de Incorporación a
la Academia Venezolana de la Lengua, propuso el siguiente autoexamen cultural:
“La ‘anamnesis’ que propongo es la de recordar autopedagógicamente los hitos emblemáticos que constituyen la trama de nuestra espiritualidad colectiva. ¿Quién de nosotros valora Acto Cultural de Cabrujas o Asia y el Lejano Oriente de Chocrón como hitos emblemáticos de nuestra espiritualidad colectiva? ¿Quién percibe eso mismo al escuchar la ‘Cantata Criolla’ de Estévez o ‘Seis por Derecho’ de Antonio Lauro? ¿Quién lo detecta, al contemplar, Araya de Margot Benacerraf? ¿Quién lo pondera al recordar Las cafeteras, de Alejandro Otero o La Comunión, de Jacobo Borges? ¿Quién, al atravesar alguna mañana del domingo las arcadas de El Silencio o los pasillos de la Ciudad Universitaria? ¿Quién lo constata al releer La mano junto al muro, de Meneses o la prosa ensayística de Picón Salas o Uslar Pietri? ¿Quién alcanza a verlo en Derrota de Cadenas, y en Adiós a Escuque de Palomares?”
El
cuento de mi amiga y su vecino ilustra la forma cotidiana como se da esa falta
de sentido de lo público, esa incultura endógena generalizada que nos aqueja.
Los espacios públicos tienden a ser “tierras de nadie”, a la manera como en la
Gran Guerra lo eran las zonas devastadas entre las trincheras de los bandos beligerantes. En esas “tierras baldías” reina la indiferencia, la desidia y
también la ley del más fuerte. Si hay algo contrario al “buen vivir” civilizado
es esa desertificación salvaje de los hábitats citadinos.
Revertir
lo antes señalado pasa por concebir y sentir al espacio público, y, en el caso
que aquí tratamos, las áreas comunes de los edificios de propiedad horizontal,
no como algo ajeno a nuestro hogar, como esa “tierra de nadie” de la que
hablamos, esa zona fronteriza que no nos interesa y a la que tratamos con el
mayor de los descuidos, y también con temor.
La
palabra clave aquí es “cuidar”. Los antiguos griegos hablaban de que el destino
no se podía cambiar pero si se podía embellecer,
es decir, mesurar, dar forma, autenticidad y excelencia (Areté). Esta idea germinal está a la base de las formas de cuidado
de uno mismo o estéticas de la propia existencia que vieron luz en el mundo
antiguo, que luego derivarían, con el cristianismo, en el “cuidado del alma”.
Estas “estéticas del vivir” tienen mucho que ver con “el cuidado de ser”
taoísta, que muchas veces se mal traduce como “higiene taoísta”.
Robert
Sardello y Thomas Moore nos dicen que parte del cuidado del alma tiene que ver
con el cuidado de los entes, de las cosas. Esto comienza por una empatía con
éstas que sólo puede nacer de dolor que nos produce ver su abandono, deterioro
y destrucción, que deberíamos condolernos de las cosas pues su sufrimiento
también es el nuestro; con ellas compartimos una misma enfermedad que tiene que
ver con el fracaso de nuestra relación con el mundo.
Así
como deberíamos condolernos de las cosas, extendiendo nuestra compasión a los
entes “inanimados”, también debemos condolernos por esas “tierras de nadie” en
que hemos convertido áreas comunes y espacios públicos. Cambiar el destino
atroz que les tenemos reservado pasa por esa única y elevada posibilidad que es
la de embellecerlos.
Cuando
algo es “embellecido”, por ende, es transformado, transmutado, transfigurado:
recreado (vuelto a nacer, a ver la luz). No se trata de maquillar o adornar, de
algo meramente cosmético y accesorio, kisch
en definitiva. Embellecer tiene que ver con habitar.
Se trata de fundar poiéticamente lo
habitable, que ya no es sólo la propia habitación u hogar, sino el espacio
circundante donde confluye nuestra vida y la de los vecinos. Si, como dice Lin Yutang,
lo más importante de una casa es el paisaje, éste comienza en el extramuros
inmediato, en el área contigua al epicentro del hogar. Nuestra casa no puede
ser un bunker en medio de la tierra de nadie, ni una covacha bajo las
inclemencias del desierto.
En
el conjunto residencial donde habitamos, en el cercano edificio Sucre, vive un
buen amigo, al que todos conocen como “Tatá”. En nuestra parroquia, él es uno
de los pioneros en esa renovada vocación por civilizarnos, en un país
caracterizado por atavismos y resabios bárbaros.
En
las fotografías que mostraré a continuación (tomadas por el propio Tatá),
podemos ver como él embelleció las áreas comunes no sólo de su piso sino
también de la planta baja y otros pisos de su edificio, usando elementos sencillos
que evocan lo poderes amistosos de los espacios, potenciando así su carácter
acogedor y sus posibilidades de intimidad, realizando una verdadera extensión del
hogar, que se prolonga a través de puentes de ensoñación hacia el alma de sus
vecinos.
En
el ensayo de Albert Camus “La inteligencia y el patíbulo” leemos una frase de La princesa de Clèves, de Mme de
Lafayette, de la cual el autor dice “Ese tono es magnífico. Postula que cierta
fuerza del alma puede poner límites al infortunio, censurando su expresión”. Y
luego nos dice que la frase en cuestión cobra todo su pleno sentido porque
quien la dice –el príncipe de Clèves- morirá, justamente, de desesperación.
Algo
parecido acontece (o casi) con la historia de Tatá, porque su labor de
embellecimiento de áreas comunes le trajo, en un comienzo, serios
enfrentamientos con una vecina incomprensiva, como en una versión en pequeña
escala de la Guerra de Troya (una confrontación por la belleza).
Afortunadamente, todo el problema no sólo no tuvo mayores consecuencias sino
que no logró que Tatá se des-animara y desistiera de su labor de humanizar su
entorno circundante. Es más, una vez terminada su obra de embellecimiento, los
vecinos de otros pisos de su edificio y de otros edificios contiguos se vieron
estimulados en su creatividad, y comenzaron a emular a Tatá. De modo que para
todos los ellos (y entre ellos mi persona), terminó siendo un verdadero “héroe
de amor”, como dice una estrofa de la canción “Amante bandido” de Miguel Bosé.
Puede
pensarse que un palo no hace montaña, y que para solucionar problemas de
convivencia tales que hacen precarias las posibilidades de civilización y
república entre nosotros, se necesitan medidas urgentes, totales y despiadadas.
Pero si nuestro problema como pueblo es fundamentalmente cultural, enseguida comprendemos que los supuestos remedios no
hacen sino agravar la enfermedad. Se soslaya lo importante por lo urgente; se
minimiza el aporte individual esperando un Estado redentor que nunca llega; se
pide autoritarismo como si esto fuese una solución y no parte del mal endémico
que padecemos. A la arbitrariedad oponemos autoritarismo, y al autoritarismo, arbitrariedad.
Lo
cultural –el alma colectiva- no corresponde a los tiempos apresurados y
despiadados del voluntarismo y la desesperación desarrollista. Como dijo Lao
Tsé, un camino de mil millas empieza con un solo paso, y como enuncia la física
del caos, el aleteo de una mariposa en Brasil puede generar un tifón en el Mar del
Japón. Entonces, parafraseando a Neil Armstrong, el primer hombre que piso la
luna, podemos decir que Tatá ha creado apenas un pequeño cambio en su entorno
inmediato, y ha generado también el germen de un movimiento creativo que tarde
o temprano prenderá en nuestros conciudadanos.
Pasillo del piso 3, donde vive Tatá
Detalle (en la mecedora el ya difunto padre de Tatá)
La mecedora del Pasillo
El pasillo de otro piso del Sucre
Roberto Chacón en la Planta Baja del Sucre
Yilda Conquista y Roberto Chacón
Nota:
*Por
una paradoja propia del delirio identitario que hoy nos aqueja en nuestro país,
las masas han creído acceder a los espacios públicos al identificarse con sus
gobernantes, cuando estos, justamente, lo que han hecho es reducir al mínimo el
espacio público. La logorrea y logomanía de estos últimos no hace sino tratar
de esconder continuamente este hecho visible para todos: que el hegemón actúa en el escenario público un
drama unipersonal negado totalmente a cualquier tipo de diálogo, donde los
pocos personajes a quienes se les permite aparecer en éste no son más que marionetas
hechas a su imagen y semejanza o meras figuras especulares. Se trata del
perenne monólogo del autócrata, soliloquio que se efectúa en las fronteras mismas
del autismo. He ahí una de las razones por las cuales la revolución bolivariana
(mejor sería llamarla “bovesiana”) es un movimiento netamente in-cultural,
multiplicador y profundizador de la marginalización general.
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