martes, 19 de julio de 2016

ARTÍCULOS DEL ARCHIVO NEI DAN (Magazine No. 541)


RECORDANDO A OBDULIO VARELA

“Gloria al vencedor
y honor al vencido”
Antonio José de Sucre

El pasado Mundial de Fútbol Sudáfrica 2010 nos dejó la grata sorpresa del regreso de la “Celeste” uruguaya al cuadro de honor de las cuatro primeras selecciones del orbe, cosa que no ocurría desde México 70. Además, el delantero “charrúa” Diego Forlán fue elegido “Mejor Jugador del Mundial”. El último uruguayo en ganar ese título en el siglo XX fue Juan Alberto Schiaffino, en 1950.

Grandes selecciones son recordadas por su excelente juego, como el “Wunderteam” (“Equipo Maravilla”) austriaco de Matthias Sindelar, allá por los años treinta, los “Magiares Mágicos” de Ferenc Puskas, en los 50tas, el Brasil tricampeón del Rey Pelé, la “Naranja Mecánica” del “Holandés Volador” Johannes Cruyff en Alemania 74, la Francia de Michael Platini, el Brasil de Zico, la selección danesa de Michael Laudrup, entre otras. Exceptuando a la selección de Brasil de México 70, todas las otras selecciones nombradas son recordadas por su juego espectacular, casi tanto como por su trágico destino: el de no ganar la Copa del Mundo, y tener que llevar el triste título de “Campeón sin Corona”. También se puede considerar esto desde el ángulo opuesto, pues, como dijo un entrenador italiano, para un equipo de fútbol es preferible el permanecer en el imaginario colectivo por la excelencia y vistosidad de su juego, que por los trofeos obtenidos, que a la final terminan enmohecidos y olvidados en las vitrinas.

La selección uruguaya fue una de las primeras grandes potencias del fútbol mundial. Cuatro veces campeona del mundo (se considera que las Medallas de Oro en fútbol de los Juegos Olímpicos de de 1924 y 1928, equivalen a Campeonatos Mundiales, dado que fueron organizados por la FIFA y el Comité Olímpico, y todavía no existían los mundiales), la “Celeste” hizo que el estilo de fútbol del Río de la Plata fuese el dominante durante los años veinte del pasado siglo (recuérdese que los argentinos fueron Medalla de Plata en las Olimpiadas de 1928 y subcampeones mundiales en 1930). Uruguay exhibía entonces buen fútbol y ganaba todos los campeonatos donde competía. Un refrán uruguayo reza así: “Los ingleses enseñan el fútbol, los argentinos lo aprenden, los brasileros lo juegan, y los uruguayos lo ganan”.

Pero entre todos los grandes jugadores de fútbol que ha dado Uruguay, el nombre de uno de ellos inmediatamente llena de orgullo el corazón de cualquier “oriental”: “El negro jefe”, el gran capitán Obdulio Varela (1917-1996). Un hombre no demasiado fornido, ni demasiado rápido, regular en su técnica; pero un verdadero arquetipo de lo que debe ser un capitán de equipo. Tenía don de mando, pero no necesitaba gesticular ni arengar: bastaba una sola mirada para que cualquier jugador “charrúa” supiese que no estaba dando lo mejor de sí en el terreno de juego. Además, tenía la virtud de “leer” los partidos, en especial su “ánimo”, el estado de la moral, del espíritu de su equipo y el de los contrarios. Él fue el protagonista principal de la más grande hazaña del fútbol uruguayo: la gesta de “El Maracanazo”.


El Mundial de Fútbol de 1950 fue organizado por Brasil. A diferencia de cómo hoy se juegan los mundiales, no había un partido final, sino que cuatro equipos jugaron una liguilla de la cual saldría el campeón. Los equipos clasificados eran Brasil, Uruguay, España y Suecia. El último partido de la liguilla era entre los dos mejores equipos: Brasil y Uruguay. Brasil era favorito porque se había impuesto fácilmente a Suecia 7-0 y a España 6-1. Uruguay, en cambio, había ganado con dificultad a Suecia 3-2 y empatado con España 2-2. Debido a ese último resultado, a Brasil le bastaba un empate para ser campeón del mundo. El partido se realizó en el Estadio Maracaná de Río de Janeiro ante doscientos mil espectadores, la gran mayoría torcedores de la selección brasileña.

Cuando la “celeste” salió a la cancha, su capitán Obdulio Varela les dijo: “Salgan tranquilos, no miren para arriba. Nunca miren a la tribuna… El partido se juega abajo”. Como era de esperarse, Brasil salió con todo a ganar el partido. Como en sus anteriores encuentros, dominaban el juego exhibiendo un gran fútbol, pero esta vez no convertían goles. La defensa uruguaya, conducida férreamente por Varela, parecía infranqueable. Al terminar el primer tiempo, el partido estaba 0-0. Pero al comienzo del segundo tiempo, se produjo un “gol de camerino” brasilero (apenas habían pasado dos minutos de la reanudación del encuentro). Fue entonces cuando aconteció el hecho que consagraría a Varela en la historia del fútbol. El capitán celeste reclamó al juez de línea que el gol había sido hecho en fuera de juego. Luego, tomó el balón y reclamó lo mismo al árbitro principal, Mr. George Harris, inglés. Como ni Varela hablaba inglés ni Harris castellano, se buscó un intérprete para resolver la situación. Poco a poco se fue apagando la celebración de los jugadores brasileros y el clamor del público. El gigantesco estadio quedó en silencio, a la expectativa de lo que pasaba entre el capitán charrúa y el árbitro. Luego de varios minutos de suspenso, Varela entregó el balón al árbitro inglés y se reanudó el partido, pero ya se había cumplido su cometido, aquel incidente había enfriado los ánimos de jugadores y público brasileros; es más, ahora el nerviosismo había pasado a los anfitriones. Acto seguido, Uruguay, de la mano del mejor jugador de aquel mundial, Juan Alberto Schiaffino, pasó a dominar las acciones. Para sorpresa y horror de los brasileros, Schiaffino empató el juego, y faltando diez minutos para el final, Alcides Ghiggia anotó el gol del triunfo: Uruguay era bicampeón del mundo. Con paso firme, en medio del desbarajuste protocolar que siguió al final del partido –puesto que todo el protocolo había sido diseñado para darle la Copa a un Brasil campeón-, Obdulio Varela enfiló hacia la comitiva de premiación y acto seguido le arrebató la Copa del Mundo a un desorientado Jules Rimet, presidente de la FIFA. El capitán oriental acababa de demostrar que a veces se necesita algo más que jugar bien, para llevarse el triunfo y alzar la copa de los campeones.

La historia de Varela y el “Maracanazo” es bien conocida, lo que no lo es tanto es lo que pasó después. Los jugadores celestes salieron a celebrar el triunfo, pero no los acompañó su capitán. Conmocionado por el partido y sus consecuencias, Obdulio Varela no quería celebrar, así que salió solo a recorrer ensimismado las solitarias calles de Río de Janeiro. Cansado de deambular, entró a un bar a echarse un trago, pensando que los parroquianos no lo reconocerían, pues temía que si eso ocurría pudieran tornarse violentos con él. Pero sí lo reconocieron y se acercaron para felicitarlo y abrazarlo. Varela pasó toda la noche consolando a decenas de brasileros llorosos por la derrota de su selección. Él, que había sido el artífice del triunfo más notable de su pequeño país, se condolió profundamente de la aflicción que embargaba a aquella gigantesca nación, a tal punto que nunca se le vio celebrar aquella gran victoria. Este noble gesto habla mucho más de la humanidad y del alma grande del “negro jefe”, que todo lo que hizo durante aquel histórico partido.

Varela se retiro de los mundiales invicto, ya que estaba lesionado cuando su querida “celeste” cayó por primera vez en una justa mundialista, en aquel espectacular encuentro durante las semifinales del mundial de Suiza 1954 -tal vez el mejor partido de todos los mundiales, donde los uruguayos de Schiaffino, campeones defensores, se enfrentaron a los “Magiares Mágicos” o “Equipo de Oro”, la selección húngara de los super astros Ferenc Puskas (también lesionado para ese partido), Sándor Kocsis, Zoltan Czibor, Nándor Hidegkuti y Jozsef Bozsik, entre otras figuras, para muchos, la mejor selección de fútbol de todos los tiempos, invicta durante 32 partidos internacionales (marca que aún sigue vigente). Partidazo que se resolvió en tiempo extra (marcador parcial: 2-2), con dos goles de “Cabecita de Oro” Kocsis (considerado el mejor cabeceador de la historia del fútbol).

Puede que todo nativo de la República Oriental del Uruguay se tenga que preguntar, en algún momento de su vida, sobre qué hubiera podido pasar si en aquel épico partido hubiese jugado –en plenitud de condiciones- su formidable capitán Obdulio Varela.

Hombre humilde por naturaleza y convicción, como aquel héroe de la Roma republicana, Lucio Quincio Cincinato, Varela rechazó toda su vida entrevistas y homenajes mediáticos: se negaba a ser endiosado, pues quería que lo recordaran como un hombre más, con sus virtudes y flaquezas, y no como un super héroe o un semi-dios. Quién sabe si los cinco campeonatos del mundo que hoy ostenta la selección de Brasil, se deban en alguna medida a la lección de humildad que les dio aquel día del “Maracanazo”, y, también, en cada acto de su vida toda, el legendario capitán de la “celeste”, Obdulio Varela, el “Negro Jefe”.

La historia de Varela y el “Maracanazo” se me vino a la mente al recordar un incidente que ocurrió allá por los años 90 del pasado siglo. El hoy profesor Javier Vásquez, era asiduo participante de las competencias de Wushu de la época. Él había estudiado en “La Danza del Dragón” del maestro Tai She Che, pero luego se había hecho discípulo del profesor Marcos Salazar, quien había estudiado con el Maestro Su Yu Chang. Los maestros Su y Tai pertenecen al mismo linaje de Pachi Chuen del maestro Liu Yun Chiao; pero por aquel entonces ambas vertientes del linaje estaban bastante enfrentadas y era mal visto aquel que estudiara las dos líneas. Competencia tras competencia, las presentaciones de Javier arrancaban los aplausos del público, pero invariablemente, Javier obtenía una medalla de cuarto lugar (en aquel entonces se premiaban los cuatro primeros lugares), y como máximo, un tercero. El mensaje era claro: nadie que no perteneciese a las escuelas representativas de los maestros señalados y que, además, cruzase las invisibles pero herméticas demarcaciones entre ambas enseñanzas, podía ganar en las competencias de Tai Chi.

Pero llegó el día en que todo eso cambió. En una competencia de la categoría Yang Tradicional, Javier hizo una ejecución fuera de serie. El público lo aplaudió a rabiar. Era obvio que esta vez sí tenían que darle la medalla de oro. Javier fue llamado al podio… para recibir nuevamente la medalla de cuarto lugar. Pero de pronto, los ganadores de oro, plata y bronce de esa categoría, conmovidos por tamaña injusticia, corrieron hacia Javier, y, ante el estupor de los jueces y la emoción del público, le ofrecieron sus medallas, intentando colgárselas al cuello. Javier agradeció el gesto, rechazando gentil pero firmemente aquellas preseas: él, bajo la disciplina marcial, acataba la decisión de los jueces. Pero a partir de aquel magnífico incidente –verdadero punto crucial, punto de no retorno- se hizo cada vez más difícil tapar el sol con un dedo y negarle los trofeos que por su calidad interpretativa merecía uno de nuestros artistas marciales más admirados y reconocidos.

Gestos como los de Obdulio Varela, ante el dolor del pueblo brasilero, o como los del último incidente narrado, nos hacen reflexionar profundamente sobre la frase del Mariscal de Ayacucho: “Gloria al vencedor y honor al vencido”.

R. Ch.
Nei Dan Magazine No. 290 (10-08-10)
Sección: “Artículos”



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