RECORDANDO
A OBDULIO VARELA
“Gloria al vencedor
y honor al vencido”
Antonio
José de Sucre
El pasado
Mundial de Fútbol Sudáfrica 2010 nos dejó la grata sorpresa del regreso de la
“Celeste” uruguaya al cuadro de honor de las cuatro primeras selecciones del
orbe, cosa que no ocurría desde México 70. Además, el delantero “charrúa” Diego
Forlán fue elegido “Mejor Jugador del Mundial”. El último uruguayo en ganar ese
título en el siglo XX fue Juan Alberto Schiaffino, en 1950.
Grandes
selecciones son recordadas por su excelente juego, como el “Wunderteam”
(“Equipo Maravilla”) austriaco de Matthias Sindelar, allá por los años treinta,
los “Magiares Mágicos” de Ferenc Puskas, en los 50tas, el Brasil tricampeón del
Rey Pelé, la “Naranja Mecánica” del “Holandés Volador” Johannes Cruyff en
Alemania 74, la Francia de Michael Platini, el Brasil de Zico, la selección
danesa de Michael Laudrup, entre otras. Exceptuando a la selección de Brasil de
México 70, todas las otras selecciones nombradas son recordadas por su juego
espectacular, casi tanto como por su trágico destino: el de no ganar la Copa
del Mundo, y tener que llevar el triste título de “Campeón sin Corona”. También
se puede considerar esto desde el ángulo opuesto, pues, como dijo un entrenador
italiano, para un equipo de fútbol es preferible el permanecer en el imaginario
colectivo por la excelencia y vistosidad de su juego, que por los trofeos
obtenidos, que a la final terminan enmohecidos y olvidados en las vitrinas.
La
selección uruguaya fue una de las primeras grandes potencias del fútbol
mundial. Cuatro veces campeona del mundo (se considera que las Medallas de Oro
en fútbol de los Juegos Olímpicos de de 1924 y 1928, equivalen a Campeonatos
Mundiales, dado que fueron organizados por la FIFA y el Comité Olímpico, y
todavía no existían los mundiales), la “Celeste” hizo que el estilo de fútbol
del Río de la Plata fuese el dominante durante los años veinte del pasado siglo
(recuérdese que los argentinos fueron Medalla de Plata en las Olimpiadas de
1928 y subcampeones mundiales en 1930). Uruguay exhibía entonces buen fútbol y
ganaba todos los campeonatos donde competía. Un refrán uruguayo reza así: “Los
ingleses enseñan el fútbol, los argentinos lo aprenden, los brasileros lo
juegan, y los uruguayos lo ganan”.
Pero
entre todos los grandes jugadores de fútbol que ha dado Uruguay, el nombre de
uno de ellos inmediatamente llena de orgullo el corazón de cualquier
“oriental”: “El negro jefe”, el gran capitán Obdulio Varela (1917-1996). Un
hombre no demasiado fornido, ni demasiado rápido, regular en su técnica; pero
un verdadero arquetipo de lo que debe ser un capitán de equipo. Tenía don de
mando, pero no necesitaba gesticular ni arengar: bastaba una sola mirada para
que cualquier jugador “charrúa” supiese que no estaba dando lo mejor de sí en
el terreno de juego. Además, tenía la virtud de “leer” los partidos, en
especial su “ánimo”, el estado de la moral, del espíritu de su equipo y el de
los contrarios. Él fue el protagonista principal de la más grande hazaña del
fútbol uruguayo: la gesta de “El Maracanazo”.
El
Mundial de Fútbol de 1950 fue organizado por Brasil. A diferencia de cómo hoy
se juegan los mundiales, no había un partido final, sino que cuatro equipos
jugaron una liguilla de la cual saldría el campeón. Los equipos clasificados
eran Brasil, Uruguay, España y Suecia. El último partido de la liguilla era
entre los dos mejores equipos: Brasil y Uruguay. Brasil era favorito porque se
había impuesto fácilmente a Suecia 7-0 y a España 6-1. Uruguay, en cambio,
había ganado con dificultad a Suecia 3-2 y empatado con España 2-2. Debido a
ese último resultado, a Brasil le bastaba un empate para ser campeón del mundo.
El partido se realizó en el Estadio Maracaná de Río de Janeiro ante doscientos
mil espectadores, la gran mayoría torcedores de la selección brasileña.
Cuando la
“celeste” salió a la cancha, su capitán Obdulio Varela les dijo: “Salgan
tranquilos, no miren para arriba. Nunca miren a la tribuna… El partido se juega
abajo”. Como era de esperarse, Brasil salió con todo a ganar el partido. Como
en sus anteriores encuentros, dominaban el juego exhibiendo un gran fútbol,
pero esta vez no convertían goles. La defensa uruguaya, conducida férreamente
por Varela, parecía infranqueable. Al terminar el primer tiempo, el partido
estaba 0-0. Pero al comienzo del segundo tiempo, se produjo un “gol de
camerino” brasilero (apenas habían pasado dos minutos de la reanudación del
encuentro). Fue entonces cuando aconteció el hecho que consagraría a Varela en
la historia del fútbol. El capitán celeste reclamó al juez de línea que el gol
había sido hecho en fuera de juego. Luego, tomó el balón y reclamó lo mismo al
árbitro principal, Mr. George Harris, inglés. Como ni Varela hablaba inglés ni
Harris castellano, se buscó un intérprete para resolver la situación. Poco a
poco se fue apagando la celebración de los jugadores brasileros y el clamor del
público. El gigantesco estadio quedó en silencio, a la expectativa de lo que
pasaba entre el capitán charrúa y el árbitro. Luego de varios minutos de
suspenso, Varela entregó el balón al árbitro inglés y se reanudó el partido,
pero ya se había cumplido su cometido, aquel incidente había enfriado los
ánimos de jugadores y público brasileros; es más, ahora el nerviosismo había
pasado a los anfitriones. Acto seguido, Uruguay, de la mano del mejor jugador
de aquel mundial, Juan Alberto Schiaffino, pasó a dominar las acciones. Para
sorpresa y horror de los brasileros, Schiaffino empató el juego, y faltando
diez minutos para el final, Alcides Ghiggia anotó el gol del triunfo: Uruguay
era bicampeón del mundo. Con paso firme, en medio del desbarajuste protocolar
que siguió al final del partido –puesto que todo el protocolo había sido
diseñado para darle la Copa a un Brasil campeón-, Obdulio Varela enfiló hacia
la comitiva de premiación y acto seguido le arrebató la Copa del Mundo a un
desorientado Jules Rimet, presidente de la FIFA. El capitán oriental acababa de
demostrar que a veces se necesita algo más que jugar bien, para llevarse el
triunfo y alzar la copa de los campeones.
La
historia de Varela y el “Maracanazo” es bien conocida, lo que no lo es tanto es
lo que pasó después. Los jugadores celestes salieron a celebrar el triunfo,
pero no los acompañó su capitán. Conmocionado por el partido y sus
consecuencias, Obdulio Varela no quería celebrar, así que salió solo a recorrer
ensimismado las solitarias calles de Río de Janeiro. Cansado de deambular,
entró a un bar a echarse un trago, pensando que los parroquianos no lo
reconocerían, pues temía que si eso ocurría pudieran tornarse violentos con él.
Pero sí lo reconocieron y se acercaron para felicitarlo y abrazarlo. Varela
pasó toda la noche consolando a decenas de brasileros llorosos por la derrota
de su selección. Él, que había sido el artífice del triunfo más notable de su
pequeño país, se condolió profundamente de la aflicción que embargaba a aquella
gigantesca nación, a tal punto que nunca se le vio celebrar aquella gran
victoria. Este noble gesto habla mucho más de la humanidad y del alma grande
del “negro jefe”, que todo lo que hizo durante aquel histórico partido.
Varela se
retiro de los mundiales invicto, ya que estaba lesionado cuando su querida
“celeste” cayó por primera vez en una justa mundialista, en aquel espectacular
encuentro durante las semifinales del mundial de Suiza 1954 -tal vez el mejor
partido de todos los mundiales, donde los uruguayos de Schiaffino, campeones
defensores, se enfrentaron a los “Magiares Mágicos” o “Equipo de Oro”, la
selección húngara de los super astros Ferenc Puskas (también lesionado para ese
partido), Sándor Kocsis, Zoltan Czibor, Nándor Hidegkuti y Jozsef Bozsik, entre
otras figuras, para muchos, la mejor selección de fútbol de todos los tiempos,
invicta durante 32 partidos internacionales (marca que aún sigue vigente).
Partidazo que se resolvió en tiempo extra (marcador parcial: 2-2), con dos
goles de “Cabecita de Oro” Kocsis (considerado el mejor cabeceador de la
historia del fútbol).
Puede que
todo nativo de la República Oriental del Uruguay se tenga que preguntar, en
algún momento de su vida, sobre qué hubiera podido pasar si en aquel épico
partido hubiese jugado –en plenitud de condiciones- su formidable capitán
Obdulio Varela.
Hombre
humilde por naturaleza y convicción, como aquel héroe de la Roma republicana,
Lucio Quincio Cincinato, Varela rechazó toda su vida entrevistas y homenajes
mediáticos: se negaba a ser endiosado, pues quería que lo recordaran como un
hombre más, con sus virtudes y flaquezas, y no como un super héroe o un
semi-dios. Quién sabe si los cinco campeonatos del mundo que hoy ostenta la
selección de Brasil, se deban en alguna medida a la lección de humildad que les
dio aquel día del “Maracanazo”, y, también, en cada acto de su vida toda, el
legendario capitán de la “celeste”, Obdulio Varela, el “Negro Jefe”.
La
historia de Varela y el “Maracanazo” se me vino a la mente al recordar un incidente
que ocurrió allá por los años 90 del pasado siglo. El hoy profesor Javier
Vásquez, era asiduo participante de las competencias de Wushu de la época. Él
había estudiado en “La Danza del Dragón” del maestro Tai She Che, pero luego se
había hecho discípulo del profesor Marcos Salazar, quien había estudiado con el
Maestro Su Yu Chang. Los maestros Su y Tai pertenecen al mismo linaje de Pachi
Chuen del maestro Liu Yun Chiao; pero por aquel entonces ambas vertientes del
linaje estaban bastante enfrentadas y era mal visto aquel que estudiara las dos
líneas. Competencia tras competencia, las presentaciones de Javier arrancaban
los aplausos del público, pero invariablemente, Javier obtenía una medalla de
cuarto lugar (en aquel entonces se premiaban los cuatro primeros lugares), y
como máximo, un tercero. El mensaje era claro: nadie que no perteneciese a las
escuelas representativas de los maestros señalados y que, además, cruzase las
invisibles pero herméticas demarcaciones entre ambas enseñanzas, podía ganar en
las competencias de Tai Chi.
Pero
llegó el día en que todo eso cambió. En una competencia de la categoría Yang
Tradicional, Javier hizo una ejecución fuera de serie. El público lo aplaudió a
rabiar. Era obvio que esta vez sí tenían que darle la medalla de oro. Javier
fue llamado al podio… para recibir nuevamente la medalla de cuarto lugar. Pero
de pronto, los ganadores de oro, plata y bronce de esa categoría, conmovidos
por tamaña injusticia, corrieron hacia Javier, y, ante el estupor de los jueces
y la emoción del público, le ofrecieron sus medallas, intentando colgárselas al
cuello. Javier agradeció el gesto, rechazando gentil pero firmemente aquellas
preseas: él, bajo la disciplina marcial, acataba la decisión de los jueces.
Pero a partir de aquel magnífico incidente –verdadero punto crucial, punto de
no retorno- se hizo cada vez más difícil tapar el sol con un dedo y negarle los
trofeos que por su calidad interpretativa merecía uno de nuestros artistas
marciales más admirados y reconocidos.
Gestos
como los de Obdulio Varela, ante el dolor del pueblo brasilero, o como los del
último incidente narrado, nos hacen reflexionar profundamente sobre la frase
del Mariscal de Ayacucho: “Gloria al vencedor y honor al vencido”.
R. Ch.
Nei Dan Magazine No. 290 (10-08-10)
Sección: “Artículos”
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