LA
PAZ SEA CONTIGO (IV)
“La
belleza es insoportable, nos conduce a la desesperación,
ofreciéndonos por un minuto la mirada a una
eternidad
que
nos gustaría extender sobre la totalidad del tiempo.”
“No hay alegría de vivir sin desesperación de
vivir.”
Albert Camus
No he terminado
de montar Peace Piece. Me falta poco
para completarla, pero avanzo lento. No es una pieza fácil, aunque lo parece al
escucharla, o al mirar la partitura. Muchas figuras rítmicas de la melodía, en
especial algunos arpegios, requieren destreza. El ostinato de la mano izquierda
debe sostenerse, pero hay que estar atentos a los pequeños cambios –de notas,
de ritmo, de tempo- que sufre a lo
largo de la pieza. La parte final, con sus arpegios de notas alteradas, no es
fácil de interpretar, por lo menos para un pianista intermedio como es mi caso.
Puede que,
todavía, no haya alcanzado un grado de madurez
tal que pueda acceder a los misterios que pulsan los latidos de la pieza. De
ahí que invoque a las musas y a los duendes, y también a los ángeles “terrestres”.
Medito antes y después de interpretar la pieza. Medito mientras la interpreto,
o al menos lo intento. Me enamoro de ese proceso. Quizá, el proceso –el camino-
tiene alguna analogía con el enamoramiento, con individualizarse en la misma
trama del devenir en la cual uno va individualizando a otra persona.
Peace Piece puede ser entendida, como toda obra de arte, como un viaje
hacia el sí mismo (self), del que nos habla Gustav Jung, o,
al menos, como su imagen sonora, su
“preludio”. Si es cierto que en el centro de uno mismo se encuentra la isla-paraíso
descrita por Melville. Seguramente lo fue, para Evans, en la epifanía de un
momento de intensa belleza (la “eternidad de un minuto” de Camus), y puede
serlo también para un intérprete u oyente afortunado.
HACIA MÍ MISMO.
Uno de mis
deseos es que aquellos árboles oscuros,
Tan viejos y
firmes que la brisa apenas los penetra,
No fuesen la
máscara de una penumbra discreta,
Estiradas
sombras, lejos al borde del destino.
No he de ser
retenido, pero en ese algún día,
En su
inmensidad debería escabullirme,
Intrépido,
buscando incesante la tierra abierta,
O el sendero
donde la rueda lenta vierte arena.
No veo por
qué yo debería volver,
O por qué los
otros mis pasos deben rastrear
Para
alcanzarme, pues deberían extrañarme,
Sabiendo
largo tiempo que todavía los amo.
No me
encontrarían distinto del que supieron contemplar,
Sólo más
seguro de que aquello que pensaba era verdad.
Into My Own; Robert
Frost (1874-1963)
Seguramente, como dijo el poeta Jules Supervielle, somos los “Habitantes delicados
de los bosques de nosotros mismos”. “Delicados”: colmados de gracia, que
propenden a colocar lo angelical sobre lo infernal, según escribió Onfray. Pero
atención, para poner lo angelical sobre lo infernal, no se puede partir de una
negación del inframundo. Como en la alquimia, se parte de lo más bajo y
putrefacto –la nigredo- para llegar
al oro alquímico a través del proceso de la sublimación. La ley de la gracia no
prescinde de la gravedad: le complementa. Sólo así se entiende que disfrutemos
de estar “colgados” (como el Colgado del Tarot) entre el Cielo y la Tierra –y,
también, entre el mono y el súper-hombre.
En el hermoso documental Zhu Xiao-Mei:
como Bach derrotó a Mao, la pianista china Zhu Xiao-Mei reflexiona profundamente
sobre la música de Bach. Durante una gira por China, las autoridades de ese
país querían que interpretase las Variaciones
Goldberg de J. S. Bach en el escenario más grande de Shanghai. Ella escoge
una sala pequeña para ese concierto. Para la pianista, la música de Bach no es
melodramática ni grandilocuente. Su obra maestra, las Variaciones Goldberg, son un canto a un temple espiritual que sólo
se da en la serenidad, las mesura y la intimidad. Entonces la pianista se
pregunta si el público chino –un público joven y adinerado, pero que todavía
tiene cuentas pendientes con el pasado, en especial con la “Revolución
Cultural”-, está lo suficientemente maduro
para escuchar la música de Bach.
Un extracto de las Variaciones Goldberg de J. S. Bach, interpretadas por
Zhu Xiao-Mei en la iglesia St. Thomás de Leipzig, donde se encuentra la tumba
del insigne compositor.
Para Heidegger, el tiempo es la maduración
de la temporalidad. Que es como decir que el tiempo mismo no es solamente el
paso de las horas, sino un advenimiento paulatino que entreteje, ciñe y
acrisola los destinos.
En la Era Moderna, sustituimos el designio de los dioses por la voluntad
del hombre. No se trató de un descenso de la voluntad humana “a la pobreza de
su esencia provisoria”, como hubiese querido Heidegger, sino de su
entronización primordial en los mecanismos del motor de la historia: su fáustica
divinización.
El dejar de ser el centro del universo con Copérnico, estar emparentado
con los monos gracias a Darwin, y con su autonomía y libre albedrío puestos en
duda por el predominio de oscuras fuerzas colectivas –Marx-, e individuales
–Freud-, no hizo al hombre más humilde y mesurado, sino que lo impulsó a hacer
lo imposible por apoderarse de los controles del universo con vistas a revertir
su desamparo existencial por la vía del dominio absoluto del cosmos. Así, en
lugar de profundizar en la sacralidad inherente al pathos trágico, despertó en él un deseo luciferino, una hybris bárbara y titánica a la vez. Por
eso es indecoroso decir que somos hijos de los griegos, pues más nos asemejamos
a las muchedumbres de servidores del teocentrismo que alguna vez amenazaran la
Hélade, hace más de dos mil años… (apenas ayer)…, según nos recuerda Camus.
Esa voluntad desbocada, que no conoce límites, proviene -en palabras de
Heidegger- “de la extraña sobre medida de un furioso medir y
calcular”, desmesurada voluntad de dominio tecnocrática sobre la cual se basa
la violenta “reducción del ente a nada” o “nihilismo consumado”.
Por
otra parte, el “motor de la historia” es, al decir de Marx la lucha de clases,
idea que hoy, en nuestra época nihilista, se ha transformado en el
justificativo de toda clase de luchas, en la guerra perenne. Albert Camus
explica este proceso así:
“[…] la filosofía moderna sitúa los valores al final de la acción. Los valores no existen pero llegan a ser, de suerte que no los conocemos en su integridad sino al término de la historia. Con tales valores desaparecen los límites y como las concepciones acerca de lo que ellos llegarán a ser difieren y como no existe lucha que, sin el freno de esos mismos valores, no se extienda indefinidamente, los mesianismos se atreven hoy a todo y sus clamores se fundan en el choque de los imperios” (A. Camus: El destierro de Helena).
El voluntarismo moderno, ansioso y violento, pero falto de la brújula
del fundamento, entabla entonces una
lucha sin sentido con la temporalidad como maduración,
que como tal implica límites y rechaza violaciones. De ahí que seamos una
civilización púber, inmadura, titánicamente adolescente; la cual, tras los
imperativos del “progreso”, transgrede todos los límites y profana todo lo
venerable. ¡Oh hombre! ¡El animal que venera…! (Nietzsche).
Desde el frenesí por la satisfacción inmediata de las necesidades
(convertidas en “necedades”), a la pretensión de creer que se puede crecer
indefinidamente a base de reiteradas revoluciones (no sólo políticas), se
vislumbra toda la gama en que se despliega el moderno delirio nihilista del
“todo es posible”.
Se ha descrito al “espíritu moderno” perdido en el absurdo, desde el
punto de vista de los valores, como corroído en sus fundamentos por el
resentimiento y la envidia (Max Scheler y Nietzsche), debemos tener en cuenta
que en esencia, esas pasiones nocivas están dirigidas contra el tiempo (Kronos/Saturno),
contra nuestro ser temporal, contra nuestra condición de mortales.
Paradójicamente, el famoso Cuarteto Kronos,
también tiene una versión de Peace Piece:
Kronos Quarted: Music
of Bill Evans
En esa lucha contra la temporalidad como maduración podemos inscribir todos
los proyectos –de raigambre cristiana- del tipo crecimiento personal y
mejoramiento moral. La sabiduría budista, que no necesita de dioses para
plantarse en el terreno de lo sagrado, nos dice que no tenemos que luchar para
lograr ser mejores, que somos perfectos aquí y ahora, sólo que lo ignoramos,
pues no hemos despertado a nuestro ser esencial, a lo que realmente somos.
En la ópera El caballero de la
rosa, de Richard Strauss, podemos escuchar el célebre monólogo de la
Mariscala (“Da geht er hin”) -personaje femenino ya en plena madurez cuyo amante es mucho más joven-, que
se queja tristemente del paso del tiempo, mientras se contempla largamente en
el espejo:
“[…] la joven de otras épocas ya no existe. Y sin embargo, ¿no es siempre la misma en el corazón? Antes, la pequeña Resi, luego, la princesa madura... ¿Cómo puede ocurrir? ¿Cómo lo permite Dios? Si al menos impidiera que se tuviera aquel aspecto al envejecer... ¿El sentido de todo? Permanece en secreto. Y se está allí para soportarlo. Y toda la diferencia está en cómo...”
Marschallin's Monologue from Rosenkavalier
Elisabeth Schwarzkopf singing “Da Geht Er Hin”, from the Czinner film conducted by Karajan (1960)
En cambio, una estrofa de As Time
Goes By (El tiempo pasa) de
Herman Hupfeld, pieza emblemática del filme Casablanca
de Michael Curtiz, da con la esencia de la temporalidad del ser:
“Debes recordar esto […] / las cosas fundamentales suceden / mientras pasa el tiempo”.
Casablanca - As Time Goes By - Original Song by Sam
(Dooley Wilson)
La maduración de
la temporalidad, el espesamiento del tiempo, la armonía entre los diversos
ciclos temporales, constituyen el camino para el despertar a la paz. En la paz,
las oposiciones aparentes se reconocen como complementarios. La inmadurez es ese estar resentidos con
el tiempo, concebirlo sólo como medida de lo que va pasando, por ende, sentirlo
fundamentalmente como pérdida, lo que
nos hace imposible apreciar sus dones, esenciales para el arte de vivir.
En esta
expropiación y alienación del tiempo de nosotros mismos –ya que somos
fundamentalmente temporales-, se basa
la ilusión de hacer de todos los complementarios, antagonistas que luchan
perennemente. Lo “impoético” se enseñorea de los corazones cuando nos hacemos
insensibles a las correspondencias y resonancias entre los opuestos
complementarios, haciéndonos unilaterales y unidimensionales, a la espera de la
victoria final de los extremos de nuestra preferencia. Triunfo imposible
porque, según el taoísmo, la sola postulación de una polaridad ya crea su
“contrario” (complemento).
Para los
antiguos chinos, la separación del Yin y del Yang era sinónimo de “muerte”.
Cuando somos ciegos y sordos ante las relaciones sutiles que se establecen
entre los opuestos complementarios, perdemos la sensibilidad ante lo esencial: el
sentido, su circulación y sus
transformaciones. Olvidamos así la capacidad de vivir en un cosmos armónico,
cayendo en el nihilismo: el errar en las marismas del caos y el sin sentido. Esto
nos aqueja tan profundamente que enfermamos colectivamente de la peor de las
infertilidades e impotencias: la falta de vitalidad y virtudes poiéticas que impide que habitemos la
tierra.
Podemos pensar, entonces, que la esencia de lo que somos arraiga en el
misterio de la paz, sólo que no hemos despertado a esa paz profunda, a la
serenidad que constituye nuestro ser primordial, que es esencialmente, temporal. No tenemos que “luchar” por la paz, lo
cual sería un contrasentido, uno de esos que tanto gustan al alma moderna
perdida en el eclipse total del “olvido del ser”.
Según Bachelard, la esencia de nuestro ser es Yin. Para Jung, nuestra
alma está compuesta por un arquetipo femenino (el ánima) y otro masculino (el ánimus).
El ánima (Yin) no es la contraparte especular, simétrica, del ánimus
(Yang). Posee una primacía fundamental, fundacional. El ánima “se profundiza y
reina descendiendo hacia la gruta del ser. Descendiendo, descendiendo siempre
se descubre la ontología de los valores del ánima”. (1)
Bachelard
pregunta, al hablar del ánima: “si en
nosotros no existiera un ser femenino, ¿cómo descansaríamos?” De ahí que
inscriba todos nuestros ensueños, especialmente los poéticos, bajo el signo del
ánima. “El ánima, principio de nuestro reposo, es la naturaleza que se basta a
sí misma”. El ánima sería el principio de la ensoñación del ser (donde el
hombre es un ser por imaginar), de un ser que aspira a la tranquilidad, el
reposo y la continuidad. Jung definió al ánima
como el “arquetipo de la vida”.
El Tai Chi Chuan
es un arte marcial esencialmente Yin. De ahí parten muchos de los malos
entendidos que hay sobre esta arte de combate. El que cree que la única
posibilidad del arte marcial es el predominio del Yang, al estilo Bruce Lee, no
verá en el Tai Chi sino una danza terapéutica, a lo sumo. Si conoce las
variantes híbridas del Tai Chi, que han sido inoculadas con altas dosis de
artes marciales externas, preferirá éstas a los estilos puros, mucho más suaves
y relajados. Y, además, se hará fanático de todas esas historias tendenciosas
sobre una vasta confabulación destinada a ablandar y adulterar ese arte
marcial, que va desde Yang Luchan, en el siglo XIX, hasta los actuales
dirigentes deportivos chinos y los grandes maestros que fungen como guardianes
de los principales estilos de Tai Chi Chuan.
Si congeniamos
con los argumentos de Bachelard, lo que hace al Tai Chi Chuan un arte marcial
poético (poiético), profundamente
creativo y multifacético, es su esencia Yin, que está indicada por una sola y
fundamental palabra: la suavidad. Una
de las metáforas para entender el Tai Chi, “hacer Tai Chi es hacer Ma Bu
(Postura de Jinete)” nos indica ese estado de relajación tónica, esa actitud
basal de soltar(se) por la cual, en la práctica de los motivos del arte,
siempre estamos cayendo, descendiendo, sentándonos sobre nosotros mismos para
poder descansar sobre el centro del planeta.
En esto el arte
marcial del Taijiquan se asemeja al arte de la tauromaquia (que no por cruel
deja de ser arte). Ambas son expresiones cimeras de la danza mistérica del Yin
y del Yang. En el toreo, el hombre se viste de mujer fatal para llevar al toro
a su sacrificio final. En el Taijiquan, el artista marcial se mueve como una
dama que danza, para que pueda dar un golpe letal como un tigre que ataca.
En el capítulo
32 (“Tao eterno, sin nombre”) del Tao Te
Ching (Daode Jing) de Lao Tsé
(Laozi), comentado por Wang Chen en el Tao
de la Paz, leemos “La inmanencia del Tao bajo el Cielo / es como los
arroyos del valle que desembocan en / los grandes ríos y mares.” Un comentario
del traductor Ralph D. Sawyer sobre esta línea resalta que el Tao conquista a
través de la sumisión, “consecuencia necesaria de la inversión de los extremos”.
Si poéticamente
habita el hombre, como enunció Hörderlin, la Musa (el arquetipo de lo creativo
femenino) está en el meollo de aquello por lo cual los mortales erigimos un
mundo donde establecer nuestro hogar.
Según Michel Onfray, las personificaciones de lo femenino pueden reducirse a
Eva (saber), Ónfale (poder), Carmen (placer), Elvira (matrimonio), Medea
(pasión) y María (maternidad). Sin embargo, aquella que siempre nos estará
esperando después de todos los naufragios y extravíos de la vida es Penélope:
“En mares helados o aguas quemantes, entre la furia de una y la violencia de la otra, mis peregrinaciones me han hecho abordar zonas hospitalarias o siniestras, seductoras o insoportables, pero siempre hubo una Penélope que jamás juzgó, jamás despreció, y tejía siempre su tela esperando que yo volviera al puerto, mojado, empapado, extenuado. Semejante grandeza es femenina […]” (M. Onfray. “Penélope y las otras”. El deseo de ser un volcán).
Y al final de su
escrito nos dice sobre Penélope: “Y en el fondo negro y húmedo de la tumba, es
con ella y con ninguna otra con quien querrá compartir la eternidad”.
El amor del
hombre por Penélope está en las antípodas del que J. L. Borges sugiere es su
poema El amenazado, pero le presupone
y le comprende, como el mar tormentoso se corresponde con la isla-paraíso de
Melville.
“Es el amor. Tendré que
ocultarme o que huir / […]
El nombre de una mujer me
delata.
Me duele una mujer en
todo el cuerpo.”
Jorge
Luis Borges
El amenazado
La mujer puede
ser más terrible que el hombre en la guerra y en el amor, como escribiera
Nietzsche, pero ella también constituye la fuente inagotable y vivificadora
para el reposo del guerrero. Según el jefe lakota Tatanka Lyotanka (“Toro
Sentado” / Sitting Bull), un guerrero no es aquel que asesina a otros hombres:
es un cuidador, un custodio, de su familia y sus seres allegados, de todos
aquellos que no pueden defenderse por sí mismos, de sus tierras, de los
animales, los bosques y los arroyos.
Ese estado de
reposo Yin es lo que el maestro Osho denomina “relajación” (Creatividad). La relajación es el estado fundamental del ser, “la relajación es
estar en casa”, al decir de Osho. No tiene nada que ver con falta de acción. Relajación
no es actividad pero implica acción. Esta noción de Osho está muy cerca del wu-wei chino, la acción en la no acción,
o con el nishkam karma hinduista, la
acción sin ego ni deseo, el hacer por el gozo del hacer mismo.
“Paz” proviene
del latín pax, que es un verbo,
indicando que se alcanza la paz a través de nuestro accionar, pero no
necesariamente a través de nuestra “actividad”, la cual estaría regida por
nuestro ego en la prosecución compulsiva de los deseos individuales y/o
colectivos.
La paciencia es
la sabiduría sobre la paz. “Paciencia” deriva de “paciente”, el que sufre o
padece. Pathos es un término griego
antiguo que significa “sufrir”, y que puede entenderse como todo aquello en lo
que somos pasivos, que no agenciamos con nuestra actividad sino que debemos
recibir y padecer.
Da pacem (La paz). Arvo Pärt (1935- )
Estonian
Philharmonic Chamber Choir. Dirige: Paul Hillier]
No nos extrañe,
ante lo ya dicho, que en la mitología griega, la paz sea divinizada a través de
una diosa. La diosa griega de la paz es Irene o Eirene, “la que trae la paz”, una de las tres Horas, junto a sus
hermanas Dike (“Justicia” [Humana]) y Eunomía (“Buen orden”). Es hija de Temis
(“Justicia divina”) y Zeus. Eirene no constituía una mera personificación
tardía de la noción de paz, sino que ya aparecía en la religión griega
primitiva. La sola presencia de Eirene y los mitos que le corresponden nos
indica que, para los antiguos griegos, la paz era esencial para las divinidades
mismas y para el advenimiento del cosmos olímpico. En el plano terrestre, las
Horas señalan que la interrelación entre paz, buen orden o gobierno, y justicia
es una relación de interdependencia, que basta con que una esté ausente para
que las otras dos también desaparezcan. Por ello las Horas eran guardianas del
orden social, y protegían a la polis de la violencia y el caos.
Las Horas
Las Horas
conforman una de esas tríadas de diosas, como las Moiras o las Musas, que
establecen una conexión entre el politeísmo griego y el culto a la Triple Diosa
Blanca del neolítico matricial, la Gran Diosa Madre pre-aria. De esas tríadas
divinas, las Horas representan aquella donde sus constituyentes están más
individualizadas. Las Horas regían tanto los ritmos naturales (2) como los
cívicos, de modo que podemos pensar que la paz tiene que ver con la
temporalidad como sustancia –no como medida-, es decir, con los diversos ciclos
de vida y muerte que se dan en la naturaleza y en el hombre, con dejar que el
tiempo se acrisole, madure. Por eso,
a pesar de su linaje celeste, se les consideraba “hijas de la tierra”,
aportándole a ésta los nutrientes esenciales. De ahí que se les diera el
atributo de “diosas de la fertilidad”. En esa relación con la fertilidad
natural, Eirene estaba a asociada a la época del florecimiento y el fructificar
de las plantas. También se les relaciona con el calendario sagrado,
especialmente con la celebración de festividades religiosas. Eirene en
particular era llamada “amiga de las fiestas”.
De modo que a
través de Eirene y sus hermanas las Horas, sabemos que los griegos antiguos no
tenían una concepción negativa de la paz –ausencia de guerra-, sino altamente
afirmativa: como un don celeste que ayudaba a los hombres a vivir en armonía
–alejando la Hybris-, de modo que
pudiera fructificar la agricultura y florecer la vida cívica, conforme al
tiempo y sus presentes. La paz así entendida es una condición del “habitar”.
Habitar es
morar. La etimología de morar dice
que viene del latín morari:
retardarse, entretenerse, obrar con lentitud, detenerse. Por extensión del
sentido: permanecer y residir. Hacer Tai Chi Chuan es una de las vías para que
volvamos a habitar la tierra, morando primero en nuestro cuerpo.
Aunque sus
raíces etimológicas son distintas, “morar” resuena en “memorar”, que tiene por
significados primigenios “recordar” y “cuidar”. Para Heidegger, el pensar
(filosofía) y la poesía (arte) son dos modos superlativos de memorar el Ser, de agradecer. La madre
de todas las Musas era Mnemósine, “la
memoria”. He ahí una cara de la relación entrañable entre poiésis y habitar.
Onfray dice, al
final de su texto “Penélope y las otras”, que ningún hombre escoge el
vagabundeo y el sufrimiento (exilio, destierro, extravío), es más bien lo
contrario, somos “elegidos” por éstos. El “hogar” entraña su pérdida, así como
nuestra mundanidad nos condena a la inautenticidad, al olvido de quiénes somos
y del sentido de nuestra existencia.
“Es por eso que
este tema me provoca una inexorable melancolía”, declara Onfray para cerrar su
texto. Estas palabras me hacen recordar que en Peace Piece hay también algo más de Chopin, quizá un toque de
melancolía, como la que tiñe su obra maestra Tristesse:
Étude Op. 10 in E Major, “Tristesse”. Interpreta Claudio Arrau (1956), el “filósofo del piano”.
En su libro French Music and Jazz
in Conversation, Deborah Mawer resalta la afinidad de la música
impresionista con la introversión modal presente, sobre todo, en una obra como Peace Piece. Según la autora, en 1958
Evans participó, junto a Miles Davis y John Coltrane, en un álbum del músico de
jazz francés Michel Legrand, Legrand Jazz.
En aquel entonces, Legrand hizo arreglos para Evans y su trío de piezas de
Fauré y Chopin. De este hecho proviene el comentario del gran pianista clásico
Arturo Benedetti Michelangeli: “Bill Evans es el intérprete ideal de la música
de Gabriel Fauré”. A su vez, el pianista de jazz francés Bernard Maury, amigo
de Evans, declaró que los modernos músicos de jazz descendían directamente de
la escuela francesa de Fauré, Ravel, Debussy, Lili Boulanger y Henri Dutilleux.
En 1997, el pianista clásico francés Jean-Yves Thibaudet lanzó un álbum
solista titulado Conversaciones con Bill
Evans (haciendo alusión al álbum de Evans Conversations with Myself). Donde versiona varias piezas
emblemáticas del repertorio de Evans. Su versión de Peace Piece es todavía más deudora del estilo de Satie de lo que
Evans mismo hubiese deseado.
La versión de Peace Piece de
Thibaudet, disponible en Youtube, está bloqueada para Venezuela, pero tenemos
su interpretación de la pieza más emblemática de Evans, el Waltz For Debby (dedicada a su sobrina), en conjunción con el Love Theme From “Espartacus”, para que
aprecien la forma como este pianista académico interpreta el repertorio de jazz
del “poeta del piano”.
Por supuesto, proviniendo Thibaudet del mundo de la música clásica, y
siendo, además, un especialista en el repertorio pianístico de los compositores
impresionistas, puede preverse fácilmente que lo que faltó en sus
interpretaciones de la música de Evans fue jazz: improvisación y swing. Aunque fuese ese swing sutil y
delicado que Evans pone en juego en Peace
Piece.
“¡Santo el saxofón gimiente! ¡Santo el apocalipsis bop! ¡Santas las bandas de jazz la marihuana hipster paz peyote pipas y tambores!”
Allen Ginsberg
“Sagrado”
El
aullido y otros poemás
Ese swing presente en Peace Piece
es el que hace posible que otros intérpretes de jazz improvisen también sobre
el tema, en consonancia con la génesis de la pieza y con la esencia del género
jazzístico, como hace el pianista y compositor de jazz, Jim Hegarty:
Roberto Chacón
(Continuará…)
Notas:
1. Gastón Bachelard. La poética de la ensoñación.
Capítulo: “Ensoñaciones sobre la ensoñación. Animus-anima”.
2. Los ritmos naturales principales son las cuatro estaciones, el ciclo
día noche, el ciclo lunar, etc. Las Horas, como tríada, tiene como basamento el
antiguo sistema neolítico de las tres estaciones, dividiéndose el año en tres
tercios.
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