MEDITACIÓN Y PSICOANÁLISIS: ¿QUÉ
LOS HACE PARECIDOS Y QUÉ RADICALMENTE DIFERENTES?
La meditación y el psicoanálisis son
disciplinas que, a pesar de las diferencias diametrales en su origen, se abocan
a un mismo asunto: la mente y sus derivaciones, de ahí que también sea posible
pensarlas como ejercicios que, parecidos entre sí, se complementan en algunos
aspectos.
Es posible que ciertos textos únicamente puedan escribirse
desde la experiencia. Por ejemplo, uno que trate de meditación y psicoanálisis.
Hasta cierto punto tanto de meditación como de psicoanálisis es posible “hablar
sin saber”, hablar desde la teoría, desde los libros que se leen y las palabras
que se escuchan, desde las experiencias de otros (o, mejor, desde los relatos
de esas experiencias), pero sólo hasta cierto punto. Llega un momento en que
tanto la meditación como el psicoanálisis exigen la praxis para
poder hablar sobre ellos, para poder nombrar o bordear con el lenguaje
compartido eso que sucede durante la meditación o al interior del consultorio.
La caracterización parece
misteriosa, lo cual no es gratuito ni casual: en ambos casos el sujeto que
describe se enfrenta al reto de poner en palabras una experiencia que en cierto
modo ocurre fuera de éstas, en esa frontera donde la significación existe aún,
pero reducida al mínimo en su relación con el significado, sostenida apenas en
un punto tangencial que sin embargo es importantísimo, pues es ahí donde se
funda la enseñanza en el caso de la meditación y el vínculo analista-analizado
en el caso del psicoanálisis. Sin ese contacto, aventuro, el sujeto caería en
el encierro de la locura, preso para siempre en el delirio del yo. Eso que
sucede durante la meditación o el análisis tiene sentido para el sujeto, pero
en cierta forma sólo como hecho en sí, como un hallazgo que se consuma en sí
mismo porque se inscribe en su curso vital, en aquello que es en
ese momento y que por ello mismo se ancla casi naturalmente en su definición
subjetiva. ¿Cómo nombrar eso que en primera instancia parece
tener sentido sólo para mí?
Si se pregunta a alguien que medita
o que acude a terapia qué pasa cuando medita o cuando acude a terapia, lo más
probable es que dicha persona titubee al responder o que responda con
generalidades o trivialidades, con metáforas en el mejor de los casos. Y aun si
ofreciera una bitácora pormenorizada del hecho, de poco nos serviría: serían
los pensamientos del sujeto, su flujo de conciencia (a la manera de Joyce,
Woolf o Faulkner), descifrable únicamente para él, banal para los demás. ¿Qué
pasa por la mente de quien medita o de quien se encuentra en terapia? Lo mismo
que por la de todos, neuróticos e histéricos, sólo que singularizado. No la
Añoranza, sino el dolor quedo que se siente al recordar a alguien que quisimos
pero que se fue de nuestra vida y cuya memoria incide aún en ciertos actos, en
ciertas circunstancias. Y eso con nombre y rostro, fecha y lugar, con la sombra
de ciertos árboles proyectándose todavía en nuestra mente.
Pienso que es un asunto de observación, de los varios
planos desde donde algo puede mirarse y la manera en que ese algo cambia
dependiendo del lugar donde se encuentre el observador. En Ciudad Gótica o
Metrópolis, por ejemplo, una de las premisas elementales es que nadie sabe
quiénes son Batman o Superman, pero el lector del cómic o el espectador de la
película o la caricatura conoce su identidad desde un principio. En meditación
o psicoanálisis pasa que el sujeto es simultáneamente habitante de Ciudad
Gótica y lector del cómic, personaje y narrador que se cuenta una historia que
está viviendo en ese mismo momento. Si en el transcurso descubre que Bruce
Wayne es Batman, no importa, porque ya lo sabía. Es más: todos sabemos que
Bruce Wayne es Batman. Quizá ese sujeto estaba viviendo demasiado como
habitante de Ciudad Gótica, enfrascado en una sola línea narrativa tanto como
para dejar de ver lo obvio.
Aunque parezca un contrasentido,
los problemas en realidad son simples. Los motivos por los que una persona se
inicia en la meditación o acude con el psicoanalista son elementales: tristeza,
duelo, soledad, sufrimiento. El propósito: conocerme mejor para entender
qué está pasando conmigo. En el budismo se dice que no hay que hacer cosas que
nos dañen a nosotros mismos o dañen a otros, y la meditación es una forma de
frenar ese impulso destructivo, de abrazarlo para entenderlo y atestiguar cómo
se marchita solo. El psicoanálisis es otro camino, quizá más accidentado, que
el sujeto tiene que abrir y desbrozar a punta de machete. En ambos casos, para
re-conocerse y detener la “rueda del sufrimiento”, el sufrimiento que padecemos
y el que causamos a otros, el sufrimiento inútil que nos mantiene en la
rotación absurda en torno a lo mismo.
Los problemas son simples, las
complicaciones son nuestras. Somos nosotros quienes apilamos presunciones y
malentendidos, falacias, ilusiones, preguntas que temimos hacer y respuestas
que preferimos callar. Es el sujeto quien opta por la mentira, el fingimiento,
la máscara de quien pretende ser sólo para complacer a otros. Es el sujeto
quien por justificaciones enrevesadas deja de escuchar y atender a su deseo,
quien lo posterga a cambio de expectativas desmesuradas e irreales en las que
por distintas razones cree encontrar mayor satisfacción. Quien cede y renuncia.
La meditación y el psicoanálisis coinciden en el trabajo de desandar ese
camino, desenredar la madeja para liberarla de los nudos que le impiden correr
sencillamente.
En meditación es común escuchar la
metáfora de la montaña y las nubes: la montaña está ahí y las nubes pasan
cerca, pero no la perturban, no pueden perturbarla, porque la montaña no puede
irse con las nubes. Así también quien medita: su atención está puesta en la
respiración, que todo lo renueva, pero la mente es inquieta e incansable y hace
surgir pensamientos, y quien medita no puede dejar de notarlos, pero también
tiene que dejarlos pasar, permitir que continúen su curso, no a través de la
contención o del autodominio, de dedicar un esfuerzo suplementario para ignorar
las nubes, sino del reconocimiento sereno: esto es lo que soy, esto es lo que
pienso.
El método del psicoanálisis, me parece, es un tanto
opuesto: un pensamiento surge por un motivo específico, en el mejor de los
casos inconsciente, y si fue capaz de perturbar al analizado, entonces se
presenta como una especie de rastro, un hilo suelto en la madeja que, si el
sujeto así lo considera, es posible seguir, saber por qué pensó eso en ese
momento, qué relación guarda con el relato que hacía. Entonces es mejor no
ignorar ese pensamiento, no dejarlo pasar. Es preciso tomar esa nube de tan
inquietante aspecto para intentar saber por qué tiene esa forma.
Vías distintas que convergen en un
estado parecido: ambas inician al sujeto en la observación constante de sí. La
práctica de la meditación y la terapia se suman a la visión de mundo, un
componente del ser y el estar que modifica la relación con la realidad.
Curiosamente, ambas provocan que el sujeto tenga una mejor conciencia de su
presente. Sólo aquí, sólo ahora, sólo esto. Quien medita de pronto puede
descubrirse saboreando su desayuno como si fuera el primero que probara en su
vida ―porque, en efecto, es el primero: “la creación del mundo sucede todos los
días”, escribió Proust. Quien acude al consultorio del psicoanalista se da
cuenta de que la historia de un amor malogrado es eso, una historia de su
pasado, un fragmento de sí, pero no el guión que se escenificará una y otra vez
con todas sus relaciones amorosas, no con esa relación que ahora vive.
Es curioso porque, comparado con la
meditación, el psicoanálisis es una disciplina más bien nueva. Los budistas (y
antes, los hindúes) llegaron hace siglos a conclusiones similares que Freud y
Lacan, y acaso de manera más asequible: que el reconocimiento de sí es el
fundamento del conocimiento y la vida en el mundo.
Juan Pablo Carrillo Hernández / 03-23-2014
Cortesía Rodolfo Navas
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