martes, 27 de junio de 2017

DEL DIARIO DE NANI María Margarita López (Magazine No. 579)

LOS CELOS Y LA ENVIDIA (y Fin)


La envidia
La envidia, similar a los celos en la forma en que apuñala el corazón, es uno de los siete pecados capitales y, sin lugar a dudas, un importante material de la sombra. Una vez más nos planteamos una difícil pregunta: ¿Cómo cuidamos el alma cuando nos presenta la verdosa supuración de la envidia? ¿Podemos examinar este pecado como una manera imparcial y abierta? ¿Podemos percibir qué es lo que quiere el alma cuando nos desgarra con el anhelo de poseer lo que tiene la otra persona?

La envidia puede ser devorada. Puede poblar con su acritud cada pensamiento y cada emoción. Puede hacer que una persona esté como loca, obsesionada, sufriendo por no tener la vida, la posición y las posesiones de otras. “Mis vecinos son felices, tienen dinero, éxito, hijos…y yo, ¿por qué no? Mi amigo tiene un buen trabajo, es guapo, tiene suerte… ¿Qué hay de malo en mí?” En la envidia puede haber una buena dosis de autocompasión, pero lo más amargo es el ansia.

Aunque pueda parecer que está llena de egoísmo, la envidia no es fundamentalmente un problema del ego. Carcome el corazón. En todo caso, el ego es el objeto del poder corrosivo de la envidia. No, se trata de un exceso de ego; es una actividad del alma, un doloroso proceso que tiene lugar en la alquimia del alma. El problema del ego es cómo responder a la envidia, cómo reaccionar ante los repugnantes deseos que inspira. Frente a ella, nuestra tarea—que a estas alturas ya no debería sorprendernos—es descubrir lo que quiere.

Las compulsiones siempre están hechas de dos partes, y la envidia no es la excepción. Por un lado, es un deseo de algo, y por otro, una resistencia a lo que realmente quiere el corazón. En la envidia, el deseo y la autonegación colaboran para crear un sentimiento característico de frustración y obsesión. Aunque tiene un toque de masoquismo—el envidioso piensa que es víctima de la mala suerte—interviene también una fuerte testarudez, en forma de resistencia al destino y al carácter.

En las garras de la envidia, somos ciegos para nuestra propia naturaleza.

Es obvio que allí donde hay un claro masoquismo, el sadismo no anda lejos. El sádico envidioso lucha fervientemente contra lo que le ofrece el destino. Se siente despojado y estafado. Como está tan desconectado del valor potencial de su propio destino, tiene la rebuscada fantasía de que los demás cuentan con la bendición de la buena suerte.

Lo importante para cuidar del alma envidiosa no es liberarse de la envidia, sino dejarse guiar por ella para volver al propio destino. El dolor de la envidia es como un dolor en el cuerpo: hace que nos detengamos para fijarnos en algo que funciona mal y necesita atención. Lo que funciona mal es nuestra visión de primer plano, que se ha vuelto borrosa. La envidia es una hipermetropía del alma, una incapacidad de ver lo que tenemos más cerca. No llegamos a ver la necesidad y el valor de nuestra propia vida.

Conocí una vez a una mujer que sufrió durante años una aguda, refinada e implacable envidia. Durante todo el día hacía su trabajo en la fábrica, empeñada en mejorar su vida, y por la noche se ocultaba en su casa. Le resultaba insoportable ver la plenitud de la vida que llevaba otra gente a su alrededor. Se sentía inconsolablemente solitaria y del todo desdichada. Una y otra vez, describía detalladamente la felicidad de sus amigos. Se conocía todo lo bueno que les sucedía. Cada vez que se enteraba de algún nuevo éxito o golpe de suerte de alguien, lo sentía como un golpe, como un clavo más remachado en el cofre de pensamientos envidiosos que llevaba consigo continuamente. Sus amigos y amigas tenían dinero, una buena familia, un trabajo satisfactorio, compañerismo, una estupenda vida sexual. Al escucharla se tenía la impresión de que todo el mundo era bienaventuradamente feliz, y ella la única que soportaba la carga de la soledad y la pobreza.

El lado oculto del masoquismo es la tiranía deliberada. La desdicha de aquella mujer disimulaba su rigidez. A esos mismos amigos a quienes envidiaba, los juzgaba sin misericordia alguna. En su propia familia, revoloteaba alrededor de sus hijos, que ya habían pasado de los treinta, e intentaba controlar todos sus movimientos. Parecía que consagrara desinteresadamente su vida al bienestar de sus hijos privándose ella de todo, pero además se complacía en hacerse cargo de las vidas ajenas. Su envidia reflejaba su preocupación por la vida de los demás y la forma en que descuidaba la suya.

La envidia. Grabado de Jacob Matham

Cuando vino a verme para que la ayudara, pensé que podría invitar a su envidia para oír qué era lo que tenía que decir. La paciente, por supuesto, afirmaba que deseaba que yo le encontrara una hábil manera de salir de todo aquello. Pero la envidia es como los celos; el envidioso siente por ella un verdadero apego, y le gustaría que todos los demás se vieran arrastrados hacia ella. Una persona que habla de su envidia es como un misionero que trata de ganar conversos para su religión. El mensaje oculto en el relato de la envidia es: “¿No estás tan escandalizado como yo?” Pero yo no quería dejarme atrapar por esa dimensión del mensaje, sino saber que estaba haciendo allí la envidia, y con qué intenciones.

Era verdad que esa mujer se había criado en una familia que no tenía mucho dinero ni medios suficientes para ellos y sus hijos. Además, su estricta educación religiosa le había dejado muchas inhibiciones referentes a la sexualidad y al dinero, y una serie de ideas fijas sobre la obligación de sacrificarse por los demás. Había pasado por dos matrimonios y los consiguientes divorcios, difíciles y dolorosos. Pero estos hechos no bastaban para explicar su abrumadora envidia. Por el contrario, al recitar su lista de desdichas cada vez que podía, la mujer racionalizaba su estado. Aquellos convincentes argumentos formaban parte de su complejo; le servían para mantener la envidia bien aceitada y en perfecto funcionamiento.

Irónicamente, las coléricas explicaciones que se daba por su mala suerte no le permitían sentir el dolor de su pasado. A menudo, los síntomas son evidentemente dolorosos, pero es probable que al mismo tiempo estén protegiendo de un dolor más profundo, asociado con la necesidad de conocer y afrontar las realidades fundamentales del destino. Era como si su envidia absorbiera dentro de sí misma todo aquel dolor y le proporcionara una extraña manera de no reconocer su pasado.

Empezamos nuestro trabajo pasando revista lentamente a sus muchísimas historias de privación. Yo estaba atento a las maneras que tenía de distanciarse sutilmente del sufrimiento y no tomar conciencia de él. Por ejemplo, buscaba excusas para su familia: “Lo hicieron lo mejor que sabían. Tenían buenas intenciones”. Procuré ir más allá de estas racionalizaciones de modo que ambos pudiéramos sentir la tristeza y el vacío que habían acompañado su pasado, y reconocer además las limitaciones y los fallos de sus padres.

En presencia del sufrimiento que genera la envidia, es fácil caer en la tentación de dar ánimos: “Usted es capaz de hacerlo. Puede tener cualquier cosa que se proponga. Es tan inteligente como cualquier otra persona”.

Pero esta manera de abordar el problema cae directamente en la trampa que tiene la envidia: “Yo intentaré encarrilar mi vida, pero sé que el proyecto está condenado al fracaso desde el principio”. El verdadero problema no reside en la capacidad del individuo para llevar una buena vida, sino en su capacidad para no llevarla. Si evitamos la maniobra compensatoria que representa caer en el pensamiento positivo y de apoyo, podemos aprender en cambio a honrar el síntoma y dejar que sea éste el que nos guíe hacia la mejor forma de cuidar el alma. Si en la envidia la persona lamenta que su vida no sea mejor, entonces tal vez sea buena idea sentir profundamente ese vacío. Los deseos pueden ser triviales instrumentos de represión, que llaman la atención sobre posibilidades superficiales y nada realistas como defensa contra el vacío, que es tan doloroso. Estaba bastante claro que lo que le faltaba a esta mujer era la capacidad de sentir su propio sentimiento de desolación y vacío.

Una vez que empezó a hablar con mayor sinceridad de su vida hogareña y con más realismo de sus amigos, que tenían tanta mala suerte como puede tener cualquiera, el tono quejumbroso de la envidia en su voz cedió el paso a algo más sólido y sobrio. Entonces esta mujer pudo asumir mejor la responsabilidad de su situación, hasta que con el tiempo llegó a mejorarla.

Tanto en los celos como en la envidia, las fantasías son poderosa y totalmente cautivadoras, y sin embargo, flotan en una atmósfera en cierto modo apartada de la vida real. Son ilusiones, imágenes a las que se mantiene a raya para que no puedan afectar directamente a la vida. Pero entretenerse en una vida imaginaria es una manera de esquivar el alma, que está siempre de alguna manera, ligada con la vida. Como síntomas, los celos y la envidia mantienen la vida a una distancia segura; como invitaciones para el alma, ofrecen maneras de adentrarse en el propio corazón allí donde es posible recuperar el amor y el apego.

El hecho de que tanto los celos como la envidia se resistan a la razón y a los esfuerzos humanos por arrancarlos de raíz es una bendición. Así nos piden que nos hundamos más profundamente en el alma, más allá de las ideas de salud y felicidad, en el seno del misterio. Son los dioses quienes se ponen celosos y envidiosos, y sólo si llega a tocar ese lugar profundo de la actividad divina puede el individuo hallar una respuesta que lo transforme, que lo lleve a un lugar desconocido donde se agita el impulso mítico. En última instancia, estas inquietantes emociones nos abren un camino hacia una vida vivida con más profundidad, madurez y flexibilidad.

Nuestra tarea es cuidar del alma, pero también es verdad que el alma cuida de nosotros. De manera que la expresión “cuidado del alma” se puede entender en dos sentidos.  En uno de ellos, hacemos todo lo que podemos por reconocer y honrar lo que el alma nos presenta; en el otro, el alma es la que nos cuida. Incluso en su patología, y quizás especialmente en ella, el alma cuida de nosotros ofreciéndonos un camino de salida que nos aparte de un estrecho secularismo. Su sufrimiento sólo puede ser aliviado por el restablecimiento de una sensibilidad mítica particular. Por lo tanto, su sufrimiento inicia un avance hacía un aumento de la espiritualidad. Irónicamente, la patología puede ser un camino hacia una religión plena de alma.
Autor: Thomas Moore



1 comentario:

  1. Yo pienso que la envidia es un sentimiento fomentado, en nuestros días, por la publicidad que promete felicidad a costa de ser o tener algo que, realidad desea vender. Por otra parte genera en el individuo un complejo de inferioridad al verse apocado ante las exhibiciones de otro. Imagino como una de las formas de vencerla es mediante la creencia de tener todas las herramientas necesarias para vivir, y que la felicidad y la desgracia son solo dos aspectos de un mismo objeto. Yin Yang.

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