LOS CELOS Y LA ENVIDIA (y Fin)
La envidia
La
envidia, similar a los celos en la forma en que apuñala el corazón, es uno de
los siete pecados capitales y, sin lugar a dudas, un importante material de la
sombra. Una vez más nos planteamos una difícil pregunta: ¿Cómo cuidamos el alma
cuando nos presenta la verdosa supuración de la envidia? ¿Podemos examinar este
pecado como una manera imparcial y abierta? ¿Podemos percibir qué es lo que
quiere el alma cuando nos desgarra con el anhelo de poseer lo que tiene la otra
persona?
La
envidia puede ser devorada. Puede poblar con su acritud cada pensamiento y cada
emoción. Puede hacer que una persona esté como loca, obsesionada, sufriendo por
no tener la vida, la posición y las posesiones de otras. “Mis vecinos son
felices, tienen dinero, éxito, hijos…y yo, ¿por qué no? Mi amigo tiene un buen
trabajo, es guapo, tiene suerte… ¿Qué hay de malo en mí?” En la envidia puede
haber una buena dosis de autocompasión, pero lo más amargo es el ansia.
Aunque
pueda parecer que está llena de egoísmo, la envidia no es fundamentalmente un
problema del ego. Carcome el corazón. En todo caso, el ego es el objeto del
poder corrosivo de la envidia. No, se trata de un exceso de ego; es una
actividad del alma, un doloroso proceso que tiene lugar en la alquimia del
alma. El problema del ego es cómo responder a la envidia, cómo reaccionar ante
los repugnantes deseos que inspira. Frente a ella, nuestra tarea—que a estas
alturas ya no debería sorprendernos—es descubrir lo que quiere.
Las
compulsiones siempre están hechas de dos partes, y la envidia no es la
excepción. Por un lado, es un deseo de algo, y por otro, una resistencia a lo
que realmente quiere el corazón. En la envidia, el deseo y la autonegación
colaboran para crear un sentimiento característico de frustración y obsesión.
Aunque tiene un toque de masoquismo—el envidioso piensa que es víctima de la
mala suerte—interviene también una fuerte testarudez, en forma de resistencia
al destino y al carácter.
En
las garras de la envidia, somos ciegos para nuestra propia naturaleza.
Es
obvio que allí donde hay un claro masoquismo, el sadismo no anda lejos. El
sádico envidioso lucha fervientemente contra lo que le ofrece el destino. Se
siente despojado y estafado. Como está tan desconectado del valor potencial de
su propio destino, tiene la rebuscada fantasía de que los demás cuentan con la
bendición de la buena suerte.
Lo
importante para cuidar del alma envidiosa no es liberarse de la envidia, sino
dejarse guiar por ella para volver al propio destino. El dolor de la envidia es
como un dolor en el cuerpo: hace que nos detengamos para fijarnos en algo que
funciona mal y necesita atención. Lo que funciona mal es nuestra visión de
primer plano, que se ha vuelto borrosa. La envidia es una hipermetropía del
alma, una incapacidad de ver lo que tenemos más cerca. No llegamos a ver la
necesidad y el valor de nuestra propia vida.
Conocí
una vez a una mujer que sufrió durante años una aguda, refinada e implacable
envidia. Durante todo el día hacía su trabajo en la fábrica, empeñada en
mejorar su vida, y por la noche se ocultaba en su casa. Le resultaba
insoportable ver la plenitud de la vida que llevaba otra gente a su alrededor.
Se sentía inconsolablemente solitaria y del todo desdichada. Una y otra vez,
describía detalladamente la felicidad de sus amigos. Se conocía todo lo bueno
que les sucedía. Cada vez que se enteraba de algún nuevo éxito o golpe de
suerte de alguien, lo sentía como un golpe, como un clavo más remachado en el
cofre de pensamientos envidiosos que llevaba consigo continuamente. Sus amigos
y amigas tenían dinero, una buena familia, un trabajo satisfactorio, compañerismo,
una estupenda vida sexual. Al escucharla se tenía la impresión de que todo el
mundo era bienaventuradamente feliz, y ella la única que soportaba la carga de
la soledad y la pobreza.
El
lado oculto del masoquismo es la tiranía deliberada. La desdicha de aquella
mujer disimulaba su rigidez. A esos mismos amigos a quienes envidiaba, los
juzgaba sin misericordia alguna. En su propia familia, revoloteaba alrededor de
sus hijos, que ya habían pasado de los treinta, e intentaba controlar todos sus
movimientos. Parecía que consagrara desinteresadamente su vida al bienestar de
sus hijos privándose ella de todo, pero además se complacía en hacerse cargo de
las vidas ajenas. Su envidia reflejaba su preocupación por la vida de los demás
y la forma en que descuidaba la suya.
La envidia. Grabado de Jacob Matham
Cuando
vino a verme para que la ayudara, pensé que podría invitar a su envidia para
oír qué era lo que tenía que decir. La paciente, por supuesto, afirmaba que
deseaba que yo le encontrara una hábil manera de salir de todo aquello. Pero la
envidia es como los celos; el envidioso siente por ella un verdadero apego, y
le gustaría que todos los demás se vieran arrastrados hacia ella. Una persona
que habla de su envidia es como un misionero que trata de ganar conversos para
su religión. El mensaje oculto en el relato de la envidia es: “¿No estás tan
escandalizado como yo?” Pero yo no quería dejarme atrapar por esa dimensión del
mensaje, sino saber que estaba haciendo allí la envidia, y con qué intenciones.
Era
verdad que esa mujer se había criado en una familia que no tenía mucho dinero
ni medios suficientes para ellos y sus hijos. Además, su estricta educación
religiosa le había dejado muchas inhibiciones referentes a la sexualidad y al
dinero, y una serie de ideas fijas sobre la obligación de sacrificarse por los
demás. Había pasado por dos matrimonios y los consiguientes divorcios,
difíciles y dolorosos. Pero estos hechos no bastaban para explicar su
abrumadora envidia. Por el contrario, al recitar su lista de desdichas cada vez
que podía, la mujer racionalizaba su estado. Aquellos convincentes argumentos
formaban parte de su complejo; le servían para mantener la envidia bien
aceitada y en perfecto funcionamiento.
Irónicamente,
las coléricas explicaciones que se daba por su mala suerte no le permitían
sentir el dolor de su pasado. A menudo, los síntomas son evidentemente
dolorosos, pero es probable que al mismo tiempo estén protegiendo de un dolor
más profundo, asociado con la necesidad de conocer y afrontar las realidades
fundamentales del destino. Era como si su envidia absorbiera dentro de sí misma
todo aquel dolor y le proporcionara una extraña manera de no reconocer su
pasado.
Empezamos
nuestro trabajo pasando revista lentamente a sus muchísimas historias de
privación. Yo estaba atento a las maneras que tenía de distanciarse sutilmente
del sufrimiento y no tomar conciencia de él. Por ejemplo, buscaba excusas para
su familia: “Lo hicieron lo mejor que sabían. Tenían buenas intenciones”.
Procuré ir más allá de estas racionalizaciones de modo que ambos pudiéramos
sentir la tristeza y el vacío que habían acompañado su pasado, y reconocer
además las limitaciones y los fallos de sus padres.
En
presencia del sufrimiento que genera la envidia, es fácil caer en la tentación
de dar ánimos: “Usted es capaz de hacerlo. Puede tener cualquier cosa que se
proponga. Es tan inteligente como cualquier otra persona”.
Pero
esta manera de abordar el problema cae directamente en la trampa que tiene la
envidia: “Yo intentaré encarrilar mi vida, pero sé que el proyecto está
condenado al fracaso desde el principio”. El verdadero problema no reside en la
capacidad del individuo para llevar una buena vida, sino en su capacidad para
no llevarla. Si evitamos la maniobra compensatoria que representa caer en el
pensamiento positivo y de apoyo, podemos aprender en cambio a honrar el síntoma
y dejar que sea éste el que nos guíe hacia la mejor forma de cuidar el alma. Si
en la envidia la persona lamenta que su vida no sea mejor, entonces tal vez sea
buena idea sentir profundamente ese vacío. Los deseos pueden ser triviales
instrumentos de represión, que llaman la atención sobre posibilidades
superficiales y nada realistas como defensa contra el vacío, que es tan
doloroso. Estaba bastante claro que lo que le faltaba a esta mujer era la
capacidad de sentir su propio sentimiento de desolación y vacío.
Una
vez que empezó a hablar con mayor sinceridad de su vida hogareña y con más
realismo de sus amigos, que tenían tanta mala suerte como puede tener
cualquiera, el tono quejumbroso de la envidia en su voz cedió el paso a algo
más sólido y sobrio. Entonces esta mujer pudo asumir mejor la responsabilidad
de su situación, hasta que con el tiempo llegó a mejorarla.
Tanto
en los celos como en la envidia, las fantasías son poderosa y totalmente
cautivadoras, y sin embargo, flotan en una atmósfera en cierto modo apartada de
la vida real. Son ilusiones, imágenes a las que se mantiene a raya para que no
puedan afectar directamente a la vida. Pero entretenerse en una vida imaginaria
es una manera de esquivar el alma, que está siempre de alguna manera, ligada
con la vida. Como síntomas, los celos y la envidia mantienen la vida a una
distancia segura; como invitaciones para el alma, ofrecen maneras de adentrarse
en el propio corazón allí donde es posible recuperar el amor y el apego.
El
hecho de que tanto los celos como la envidia se resistan a la razón y a los
esfuerzos humanos por arrancarlos de raíz es una bendición. Así nos piden que
nos hundamos más profundamente en el alma, más allá de las ideas de salud y
felicidad, en el seno del misterio. Son los dioses quienes se ponen celosos y
envidiosos, y sólo si llega a tocar ese lugar profundo de la actividad divina
puede el individuo hallar una respuesta que lo transforme, que lo lleve a un
lugar desconocido donde se agita el impulso mítico. En última instancia, estas
inquietantes emociones nos abren un camino hacia una vida vivida con más
profundidad, madurez y flexibilidad.
Nuestra
tarea es cuidar del alma, pero también es verdad que el alma cuida de nosotros.
De manera que la expresión “cuidado del alma” se puede entender en dos
sentidos. En uno de ellos, hacemos todo lo que podemos por reconocer y
honrar lo que el alma nos presenta; en el otro, el alma es la que nos cuida.
Incluso en su patología, y quizás especialmente en ella, el alma cuida de
nosotros ofreciéndonos un camino de salida que nos aparte de un estrecho
secularismo. Su sufrimiento sólo puede ser aliviado por el restablecimiento de
una sensibilidad mítica particular. Por lo tanto, su sufrimiento inicia un
avance hacía un aumento de la espiritualidad. Irónicamente, la patología puede
ser un camino hacia una religión plena de alma.
Autor:
Thomas Moore
Yo pienso que la envidia es un sentimiento fomentado, en nuestros días, por la publicidad que promete felicidad a costa de ser o tener algo que, realidad desea vender. Por otra parte genera en el individuo un complejo de inferioridad al verse apocado ante las exhibiciones de otro. Imagino como una de las formas de vencerla es mediante la creencia de tener todas las herramientas necesarias para vivir, y que la felicidad y la desgracia son solo dos aspectos de un mismo objeto. Yin Yang.
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