martes, 2 de mayo de 2017

DEL DIARIO DE NANI María Margarita López (Magazine No. 571)

LOS CELOS Y LA ENVIDIA (I)



Venenos que sanan
Aunque el cuidado del alma nada tiene que ver con cambiar, arreglar, adaptar y mejorar, todavía tenemos que encontrar una manera de convivir con los sentimientos que nos perturban, como los celos y la envidia. Estas emociones pueden ser tan desagradables y corrosivas que no queremos dejarlas intactas ni seguir atascados en ellas durante años, sin llegar a ninguna parte. Pero, ¿Qué podemos hacer, como no sea tratar de liberarnos de ellas? Es posible encontrar una clave en el disgusto que nos provocan: cualquier cosa tan difícil de aceptar debe tener en sí alguna clase de sombra muy especial, un germen de creatividad envuelto en un velo de repulsión. Como tantas veces hemos visto, en asuntos del alma lo que parece más digno resulta ser lo más creativo. La piedra que rechazan los constructores se convierte en la piedra angular.

Tanto la envidia como los celos son experiencias corrientes. Son sentimientos totalmente diferentes (uno es el deseo de lo que tiene otra persona; el otro, el miedo de que otra persona se adueñe de lo que tenemos), pero ambos tienen un efecto corrosivo en el corazón.

Cualquiera de las dos emociones puede hacer que nos sintamos indignos. En ninguna de las dos hay nada noble. Al mismo tiempo, podemos estar extrañamente apegados a ellas. El celoso obtiene algún placer de sus sospechas, y el envidioso se alimenta de su deseo de poseer lo que tienen los demás.

La mitología sugiere que tanto la envidia como los celos echan profundas raíces en el alma. Hasta los dioses se ponen celosos. El Hipólito de Eurípides, por ejemplo, se basa en el mito de un joven que se dedica exclusivamente a Ártemis [Artemisa], la diosa de la pureza.

Afrodita está amargamente resentida por su obstinación y su desdén hacia la parte de la vida que ella rige, principalmente el amor y el sexo. Furiosa y presa de los celos, hace que la madrastra de Hipólito, Fedra, se enamore de él. Naturalmente, esto provoca toda clase de complicaciones y crímenes; al final, Hipólito muere pisoteado por sus caballos, aterrorizados por una gigantesca ola en forma de toro creada en el mar por Afrodita. En este final hay cierta justicia poética, ya que Hipólito se había dedicado más a sus caballos, animales que reflejan su energía y su espíritu nervioso, que a las personas, especialmente a las mujeres.

En la tragedia griega, los dioses y las diosas se dirigen directamente a nosotros. Al comienzo de esta obra de Eurípides, Afrodita confiesa “yo creo problemas a quienes no me hacen caso o me desprecian por un obstinado orgullo”. Aquí encontramos una observación freudiana proveniente del siglo v a. de C.: si reprimes la sexualidad, te meterás en problemas. De boca de la diosa aprendemos que lo más profundo de nuestra sexualidad puede verse perturbado cuando, consciente e intencionalmente, no le damos la respuesta que exige. (También Ártemis tiene sus propios sentimientos de celos. Al final de la obra lo declara, haciendo referencia a Afrodita: “escogeré a algún gran favorito de ella y lo abatiré con la fuerza de mi arco”.)

Hipólito presenta el formato típico de los celos: un triangulo, formado en este caso por las diosas y un mortal. Esto sugiere que aunque el foco de este sentimiento es la vida normal y corriente, tampoco los grandes temas típicos están libres de él. Tendemos a pensar que los celos son una emoción que podemos controlar con el entendimiento y la voluntad, pero a pesar de nuestros esfuerzos, el alma humana demuestra ser un campo de batalla en el que se libran grandes pugnas, cuya profundidad va mucho más allá del alcance del entendimiento racional. Los celos se sienten como algo tan abrumador porque son mucho más que un fenómeno superficial. Cada vez que aparecen, en lo profundo del alma se agitan problemas y valores, y lo único que podemos hacer es procurar no identificarnos con las emociones y dejar, simplemente, que la pugna se resuelva sola.

Los celos


Si las artes sagradas de la tragedia y la mitología nos dicen que los dioses son celosos, entonces podemos imaginar que hay una necesidad de que esta emoción encaje en el sistema divino de las cosas. Los celos no son simplemente inseguridad o inestabilidad emocional. Si los dioses son celosos, entonces nuestra experiencia de los celos es arquetípica y no queda completamente explicada por la relación, la personalidad o los antecedentes familiares. La tensión que sentimos en los celos puede ser la de una colisión entre mundos mucho más amplios de lo que es posible ver si nos fijamos solamente en nuestra situación personal. Un primer paso para encontrar el alma en los celos es pensar mitológicamente, considerando que contexto amplio puede haber para la intensidad de la emociones y la profundidad de la reestructuración que sentimos en momentos como ésos.

La historia de Hipólito nos da una pista sobre el propósito de los celos. Tenemos aquí a un hombre que, rutinariamente y a conciencia, descuidaba a una diosa cuya tarea es fomentar una dimensión sumamente importante de la vida humana: el amor, el sexo, la belleza y el cuerpo. Está muy bien, declara la diosa, ser devoto de la pureza y la autosuficiencia de Ártemis, pero también el otro deseo es válido e importante. La cólera celosa de Afrodita y la perdición del joven surgen porque él desdeña la necesidad de ella. Su concentración monoteísta es un único misterio divino—el de la pureza moral y la exclusividad—es un insulto para el otro. El pecado de Hipólito es negar las exigencias politeístas del alma.

Pensando mitológicamente, podríamos imaginar que nuestro propio dolor, nuestras sospechas paranoides y nuestros ataques de celos son la queja de un dios que no está recibiendo suficiente atención. Podemos estar como Hipólito, sinceramente dedicados a principios que consideramos absolutos, mientras—sin que nosotros lo sepamos—en nuestro camino se están cruzando también otras exigencias deferentes y aparentemente incompatibles. En la altanera pureza de Hipólito y en su odio feroz por las mujeres se puede ver una negativa de abrirse a un mundo distinto de aquel que ha llegado a amar y admirar. Al final lo que destruye son los animales que representan su espíritu de autosuficiencia; lo mata la misma elevación mental de su monoteísmo.

Hipólito es demasiado puro, demasiado simple, y se resiste demasiado a las tenciones provenientes de las complejas exigencias que la vida impone al corazón.

Cuando se agitan los celos, es frecuente ver que una persona complicada y sutil se revela, además, como purista y moralista. Los celos demandan el reconocimiento de una nueva exigencia impuesta al alma, mientras el individuo, para defenderse, se ha refugiado en el moralismo. Así y todo, tenemos que tener presente que los celos son una tensión arquetípica, una colisión entre dos necesidades válidas: en el caso de Hipólito, la necesidad de pureza y la de entremezclarse, Ártemis y Afrodita. No es que debamos ponernos en contra de Ártemis en nuestros esfuerzos de liberarnos de los celos o por burlarlos. La idea es, más bien, crear el espacio suficiente y reunir la fuerza de contención necesaria para dejar que estas dos divinidades lleguen a un acuerdo que les permita coexistir. Ese es el sentido del politeísmo, y una de las principales maneras de andar por el mundo cuidando el alma.

“Hipólito” significa “caballo desatado”. Una persona prisionera de este mito es aquella cuyos caballos—animales del espíritu—no están contenidos. Han saltado las vallas del corral. Son bellos, pero peligrosos. Sin embargo, a veces se ve este mismo espíritu de Hipólito en personas, no siempre verdaderamente jóvenes, que son fervientes devotas de un culto o de una causa. Sus motivos, y los objetos de su devoción, son nobles e inmaculados, y su compromiso puede inspirarles autentica fuerza. Pero es probable que su unidireccionalidad mental esté revelando algo más oscuro: una ceguera para otros valores, e incluso, en ocasiones, un elemento de sadismo y una exhibición de fuerza que justifican con demasiada facilidad.

Pero los celos, como todas las emociones teñidas por la sombra, pueden ser una bendición disfrazada, un veneno que sana. La obra de Eurípides se puede ver como una historia sobre la curación del orgullo de Ártemis. Hipólito, rígido y cerrado, queda desmembrado; es decir que su neurosis espiritual sana al ser desenmarañada. El final parece trágico, pero la tragedia, incluso en la vida cotidiana, puede ser una forma válida de reestructuración. Es dolorosa y en algunos sentidos destructiva, pero también coloca las cosas en un orden nuevo. La única manera de “salir de” los celos es “pasar a través” de ellos. Quizá tengamos que dejar que se salgan con la suya con nosotros y hagan su trabajo de reorientación de los valores fundamentales. El dolor que causa proviene, en parte al menos, de enfrentarnos con un territorio inexplorado y de despojarnos de viejas verdades familiares para ponernos ante nuevas posibilidades, tan desconocidas como amenazadoras.

Trabajé una vez con un joven que se parecía mucho a Hipólito, salvo que en vez de andar a caballo, él montaba en bicicleta. Trabajaba en un restaurante de comida rápida, y estaba enamorado de una de sus compañeras de trabajo. Se consumía por ella, y aunque salían juntos, con frecuencia se sentía mortificado. Cuando hablaba de ella empezaba con un lenguaje de amor, e incluso de adoración, pero no tardaba en pasar a la crítica. Se quejaba de la frialdad de su amada y de su preocupación por sí misma. (No es raro que el celoso se sienta tan altruista y razonable con respecto a su propia vida, tan, limpio de todo vicio egoísta, que le parezca que la persona amada sólo piensa en sí misma). Un día, este joven vino a contarme que había perdido el control.

Le había gritado desaforadamente a su novia y sentía que podría haberla golpeado si hubiera perdido un poco más los estribos.

Ambos nos quedamos preocupados por la intensidad de su rabia. Una de las razones por las que una persona que tiene de sí misma una imagen exclusiva de pureza puede caer con facilidad en la violencia es precisamente su grado de ceguera para ese potencial suyo. Sin embargo, yo no quería ponerme en contra de su alma, que en ese momento ardía de fantasías celosas. Él fue quien se pronunció en contra de lo que sentía y pensaba, repitiendo incesantemente: ¿cómo puedo hacer estas cosas y sentir lo que siento?.

Yo tenía la sensación de que sus protestas servían simplemente para resguardar su inocencia. Insistía en que no era capaz de sentir celos, y en que nunca le había pasado nada parecido, y sin embargo sus acciones se volvían cada vez más amenazadoras. Yo quería saber más de sus celos. Cuando se dan sentimientos tan fuertes, se tiende a pensar que no son más que emoción. Entonces se pasa por alto su contenido: las ideas, los recuerdos y las fantasías que naden en el mar de la emoción. Yo quería saber, entre otras cosas, quien era precisamente, en ese joven, el que estaba celoso. Instruido por Eurípides, me preguntaba si no habría algún altar que él, como Hipólito, estaba desdeñando.

No es suficiente con personalizar los celos y hablar sólo de mi inseguridad. Reducirlos a un fallo del ego es pasar por alto su complejidad, y también evitar lo más profundo del alma, donde esta emoción se aloja. Si estuviéramos dispuestos a oír sin reservas a los celos, podríamos descubrir algo sobre su historia en nuestra vida, y quizás en nuestra familia, sobre las circunstancias que han motivado esta vez su aparición, y sobre todo el mito que en ese momento está en vigor. Como estas cosas nunca son evidentes, tendemos a concentrarnos en las emociones obvias y sus interpretaciones superficiales. Yo quería profundizar más y ver los personajes y los temas que intervienen en la sumaria afirmación “Estoy celoso”. Es como si en el cuidado del alma tuviéramos que escribir nuestra propia tragedia para saber con seguridad en que mito nos encontramos. Esta no es más que una manera de hallar la imaginación en la emoción, y al alma sólo se la puede descubrir mediante la imaginación.

--Creo que ella se está viendo con otro—me dijo al día siguiente de haberle gritado.

--¿Qué se lo hace suponer?—le pregunté.

--Cuando la llamé no estaba en casa, y me había dicho que estaría.

--¿Y la llamaba para verificarlo?

--Sí, no puedo evitarlo—respondió, y los ojos se le llenaron de lágrimas.

--¿Qué es lo que sabe usted de sí mismo y que en sus celos no admite?

--Supongo que no soy digno de confianza. Generalmente no soy muy fiel en una relación.

--¿Qué sucedería si ella lo supiera?

--Estaría en libertad de hacer lo que quisiera.

--Usted no quiere que ella sea libre.

--Por supuesto, aquí en la cabeza quiero que sea libre. Creo en la libertad y odio sofocar las relaciones. Pero visceralmente no puedo dejar que tenga ni siquiera un poco de libertad.

--Entonces, los celos lo vuelven menos tolerante.

--Sí, y no me lo puedo creer. Eso va contra todos mis valores.

--¿Y si intentara aprender algo de sus celos? Por ejemplo, que hay cierto valor en ser menos abierto. Tal vez necesite ser menos tolerante en la vida en general.

--¿Hay algún valor en no ser menos abierto, en ser intolerante?

--Yo puedo imaginármelo—le respondí— Me da la impresión de que ese niño tan activo e influyente que hay en su alma quiere una apertura y una libertad completas. Eso deja el sentido del orden y del límite en el basurero de la represión, donde se agita, se desata y se vuelve irrazonable y potencialmente violento. Usted insiste en decirme que no es una característica suya ser tan exigente. ¿No podría ser que su capacidad de plantear exigencias esté completamente aislada de usted y que por eso actúe por cuenta propia?

--Yo creo en la libertad—afirmó orgullosamente—En una relación es necesario que las personas se den mucho espacio la una a la otra.

--Quizá sea hora de volver a evaluar sus creencias. Su cólera y sus sospechas piden alguna especie de reajuste y de reflexión. Con o sin su consentimiento consciente, los celos le están limitando la vida.


--Me convierto en un policía, y eso no es propio de mí. Pero, la criminal es ella. Me siento justificado al castigarla por eso.
Thomas Moore

(Continuará...)




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