365 MEDITACIONES
TAO (Ming Dao Deng)
IX
指望
Optimismo
Cielo azul clareando,
Una promesa en ramas
desnudas.
En invierno, hay días
soleados.
Siendo adultos, la niñez
puede volver.
En invierno todas las cosas
parecen muertas o dormidas. La lluvia y la nieve parecen incesantes, las noches
largas. Entonces un día, el cielo aclara a azul brillante. El aire se entibia.
Un vaho se levanta de la tierra y el perfume del agua, la arcilla y el musgo se
dispersa por el aire. Se ven jardineros preparando nuevos cultivos, aunque sean
sólo ramas desnudas y una raíz gris. La gente está optimista: saben que el frío
acabará.
Como adultos frecuentemente
vemos las responsabilidades como algo atroz. ¿Por qué habríamos de cavar la
tierra cuando el clima es desagradable? Vemos las actividades sólo como
obligaciones, y tratamos de librarnos de nuestra suerte. Pero hay alegría al
trabajar en justa armonía con el momento. Cuando hacemos algo en el momento
preciso y después esos esfuerzos rinden frutos, la gratificación es tremenda.
Había una vez un viejo que
comenzó un huerto cuando se jubiló. Todos se rieron de él. ¿Por qué plantar
árboles? Le dijeron que nunca viviría para ver una cosecha madura.
Impertérrito, los plantó de todos modos, y los ha visto florecer y ha comido
sus frutos. Todos necesitamos de ese tipo de optimismo. Esa es la inocencia y
la esperanza de la niñez.
MEDITACIÓN: EL ARTE DE RECORDAR QUIÉN ERES (Osho)
“Estas
tres palabras son muy significativas: amor, vida y muerte.
Su
secreto es el mismo, y si lo comprendes, no tienes necesidad de meditar. Porque
no lo comprendes necesitas meditar.
La
meditación es como una rueda de repuesto.
Si
amas realmente, se convierte en meditación.
Si
no amas, entonces tendrás que meditar.
Si
vives realmente, se convierte en meditación.
Si
no vives, entonces tendrás que meditar; tendrás que añadir algo más.”
CUENTO
LA
FOSFORERITA
Hacía un frío horrible,
nevaba y anochecía. Eran los últimos días del año; vísperas de año nuevo. En
medio de tan crudo frío y de la oscuridad, una pobre niña caminaba por las
calles, desabrigada y descalza. Cierto que salió de casa con unas zapatillas,
pero ¿de qué le servían? eran grandes y aún las había ensanchado su madre llevándolas
hasta entonces, y la pobrecita las perdió al cruzar una calle corriendo para no
ser atropellada por los coches que pasaban veloces. La una había desaparecido y
no pudo encontrarla, la otra la recogió un muchacho que escapó diciendo que la
guardaría como cuna para cuando tuviese hijos. La niña caminaba con los pies
desnudos, helados de frío. Llevaba en un viejo delantal un paquete de cajas de
cerillas y una caja en la mano. En todo el día no pudo vender nada, ni nadie le
había dado cinco céntimos.
Muerta de hambre y entumecida, la
pobrecita parecía la estampa de la desgracia.
Gruesos copos de nieve caían
sobre su rubia cabellera, que en graciosos rizos le caía por la espalda; pero
poco pensaba la niña en su hermosura. En todas las ventanas brillaban las luces
de la alegría y trascendía el olor a pavo asado, que era Nochebuena, y en esto
sí que pensaba.
En un rincón formado por dos
casas con voladizos se sentó, acurrucándose y procurando abrigar los pies con
el calor de su cuerpo, pero cada vez sentía más frío. No osaba volver a casa,
segura de recibir una paliza de su padre por no haber vendido una sola caja de
cerillas ni llevar una triste moneda, y además hacía allí tanto frío como en la
calle, porque no tenía más abrigo que el tejado, por donde entraba silbando el
viento, a pesar de los trapos y andrajos con que habían tapado las rendijas.
Tenía las manos yertas de frío.
¡Oh! ¡Quién sabe si encendiendo un fósforo reaccionaría! ¡Si se atreviese a
sacar aunque sólo fuera una de la caja, frotarlo en la pared y calentarse los
dedos! Y sacó uno. "¡Ris!" ¡Cómo chisporroteó hasta quedar encendido!
Daba una llama caliente y
brillaba como una candela. Lo notó poniendo encima sus manitas. Era una lumbre
encantadora y a la niña le pareció estar sentada ante una chimenea de salón con
armazón de bronce y repisa de mármol. ¡Qué buen fuego ardía en el hogar y cómo
desentumecía sus miembros! Pero, ¿qué era aquello? Cuando la niña fue a alargar
los pies para calentarlos, se apagó la luz y se desvaneció la chimenea, no
quedando más que un cabo de cerilla en su mano.
Frotó otra en la pared. se
encendió y brilló una luz que, al proyectarse en el muro, dio a éste una
transparencia que permitía ver el interior de la casa. Una mesa con blanquísimo
mantel estaba llena de vajilla de porcelana de la China y se percibía un rico
olor de pavo asado, relleno de manzanas y ciruelas. Y lo que más le gustó a la
pobrecita fue que el pavo, con un tenedor y un cuchillo clavados en la pechuga,
dio un salto, y, atravesando la sala, voló hacia ella. Pero en aquel preciso
instante se acabó la cerilla y sólo pudo ver ya la fría y dura pared. Encendió
otro y vio que estaba sentada cabe un árbol de Navidad, mucho más grande y más
bonito que los que viera en los escaparates de las tiendas. Las verdes ramas
brillaban con miles de candelas, alumbrando preciosas muñecas como aquellas de
los escaparates, que la miraban sonriendo. La niña les tendió las manitas y...
la cerilla se apagó. Pero las candelas del árbol de Navidad subieron muy alto
hasta confundirse con las estrellas del firmamento. Una de ellas cayó dejando
detrás un reguero de luz.
- Alguien se muere - pensó la
niña, porque su abuela, la única persona que la amó y que había muerto, le dijo
un día que cuando una estrella cae, un alma sube al cielo.
Frotó otro fósforo en la pared y
se encendió en seguida. Y he aquí que, al resplandor de la luz, vio a su
abuela, luminosa, radiante, buena y amable.
- ¡Abuelita! - exclamó -. ¡Oh!
¡Llévame contigo! Sé que cuando se me acabe esta cerilla te desvanecerás como
el fuego de la chimenea, como el rico pavo asado y como el magnífico árbol de
Navidad.
Y se apresuró a encender todas
las cerillas que contenía la caja para que no desapareciese su abuela. Y las
cerillas ardían con tal brío que alumbraban más que el sol, y su abuela, que
aparecía más hermosa y más grande que antes, la tomó en sus brazos y se la
llevó volando, por un camino de gloriosos resplandores, a las alturas celestes,
donde no hacía frío, donde no se pasaba hambre, donde no se sufrían penas,
porque era la casa de Dios.
En la helada madrugada
encontraron a la niña sentada aún en el rincón de la calle, con las mejillas
amoratadas y los labios entreabiertos en una sonrisa: muerta de frío durante la
Nochebuena. El sol de Navidad se apresuró a amortajarla con sus primeros rayos.
La niña estaba rígida, guardando aún en su delantal el paquete de fósforos, del
cual había quemado una caja entera.
- Debe de haber intentado
calentarse - dijo alguien.
Pero nadie adivinaba las
preciosidades que había visto ni a qué gloria la había llevado su abuela a
gozar de la Navidad.
Hans
Christian Andersen
No hay comentarios.:
Publicar un comentario