UN
MOMENTO MEMORABLE
Alguna vez oí
decir que uno debería escribir, o hablar, solamente sobre aquello que conoce
bien. Cada vez que terminaba alguno de mis sencillos escritos, ese pensamiento
me ayudaba a otorgarle algún valor a lo que enviaba para su publicación en la
revista Neidan: indudablemente conocía muy bien los acontecimientos
relacionados con mi nada extraordinaria vida personal. Sin embargo, ha sido la
relectura de "El Mundo de Ayer" de Stefan Zweig la que me ha hecho
entender el verdadero valor que pudiera tener el contenido de lo que escribo.
Dice Zweig: "Según demuestra la experiencia es mil veces más fácil
reconstruir los hechos de una época que su atmósfera espiritual. Ésta se
refleja en los pequeños episodios personales"
Cuando transcribo
mis recuerdos las palabras van dibujando los eventos narrados, cuyos contornos
son definidos por la luz de la atmósfera
espiritual de la época y lugar en donde ocurrieron.
El lector
caraqueño que me distinguiera leyendo alguno de mis escritos en los que narro
episodios de mi vida y de las vidas de los integrantes de la familia que me
recibió al nacer, podría percibir la atmósfera espiritual que ha envuelto a
Caracas desde comienzos del siglo XX hasta el presente.
Mi infancia y
adolescencia abarcan las décadas treinta y cuarenta de aquel siglo. La
apacibilidad y el ritmo lento de la ciudad de entonces permitía que en una
espaciosa casa muy cercana a la Plaza Bolívar habitaran tres generaciones
familiares que, regalo supremo del destino, convivían armoniosamente y
disfrutaban del privilegio de compartir almuerzos y cenas, posibilitados para
hacerlo por las pequeñas distancias desde las respectivas sedes de trabajo o
estudio. Después de la comida de la noche, eran voluntad y costumbre de la
familia construir la magia de la sobremesa, momento que a veces se despojaba de
su ser cotidiano y, embellecido por evocaciones profundas, alcanzaba las
alturas de las epifanías.
Los recuerdos
convertidos en palabras, surgían cada vez más bellos de la atmósfera onírica de
la memoria y luego regresaban al humo dormido que los envuelve, siempre a la
espera de ser despertados una y otra vez.
En aquel tiempo, o
al menos en aquel grupo humano que rodeó mi infancia, se observaba la
reverencia al pater familias, dignidad que mi abuelo ejerció y mantuvo
no con la fuerza de la autoridad que le correspondía sino a través del inmenso
amor que durante toda su vida prodigó a su descendencia.
Aquellas comidas y
sobremesas evocadas no tenían lugar simplemente porque era fácil asistir a
ellas; hacer presencia era también una forma de corresponder al amor y al
respeto debidos a aquel médico cariñoso y bueno que se sentaba a la cabecera de
la mesa, como sacerdote que ante un altar oficia una ceremonia sagrada.
Esa escena está en
el centro de mi evocación de abuelos, padres y tíos; imagen en la que mi alma
resume los valores más profundos que ligaban a los integrantes de la familia.
Había personas y
circunstancias que favorecían la ocurrencia de eventos como el mencionado y que
también reflejan la atmósfera espiritual de aquel tiempo. Dos mujeres insignes
constituían el núcleo del grupo de ayuda en las labores domésticas, Julia
Hernández Olaizola, la cargadora, nieta de esclavos, que había llegado a la
casa en 1907 y Soledad Ibarra, la cocinera, también nieta de esclavos, a
quien mi abuelo había salvado la vida
cuando era su paciente y que se había integrado al servicio de la casa
alrededor de 1916.
Soledad, la
artífice de los deliciosos condumios que se llevaban a aquella mesa, no dormía
en la casa sino en una pensión cercana, y en las frías madrugadas caminaba,
tranquila y segura, al Mercado de San Jacinto a comprar verduras, vegetales,
frutas, todo fresquísimo, granos de nuestra tierra, carnes no refrigeradas,
pollos y gallinas vivos...el material para que una maestra de la cocina como
ella hiciera maravillas. Llegaba a preparar el desayuno: arepas hechas del maíz
que cocinaba y molía, café recién molido colado "en media" y leche
traída en burro por el lechero, vertidas en cántaros y que más tarde vino en
frascos, cuando apareció el moderno aparato refrigerador, y Julia se dirigía a
la pulpería de la esquina a comprar la mantequilla y el queso para el día, que
el pulpero servía en un papel de estraza.
La fama de Soledad
como gran cocinera criolla estaba extendida dentro del numeroso grupo de
familias amigas. Hayacas, asado negro, olleta de gallo, hervido de gallina,
pasteles de pollo, empanadas, dulces de almíbar y jaleas, salidos de sus manos,
eran insuperables. Así opinaban quienes los habían degustado, incluyendo a
señoras aficionadas al quehacer culinario y consideradas como verdaderas
maestras en el arte.
El otro apoyo era
Julia, la cargadora de tres generaciones, colaboradora principal de mi abuelo
en el cuidado de mi abuela durante la gravedad que la llevó a su muerte. Alma
buena y compasiva que amaba a los seres humanos, admiradora de la belleza del
canto y el color de los canarios y del esplendor efímero de las flores que
daban sus matas, que ordenadas en escalones, formaban su hermoso jardín.
¡Qué recuerdos tan
gratos me dejaron los paseos en tranvía junto con Julia! A veces llegábamos al
Calvario, a veces a Catia, en donde vivían amigos suyos. ¿Cuál preocupación
podía albergar mi madre, si yo había salido de paseo con una de mis abuelas?
Julia me
acompañaba en mi mesita infantil para enseñarme buenos modales al comer, y
cuando mi estatura hizo posible que compartiera la mesa de los adultos, era
ella la encargada de llevarme a la cama cuando se hacía evidente que mi deseo
de seguir escuchando aquellos cuentos maravillosos había sido derrotado por el
sueño. Además me ayudaba a acostarme y a arropar a mis numerosos muñecos, paso
sin el cual, decía yo, no podía dormirme.
Julia y Soledad,
amor, agradecimiento, fidelidad, columnas que contribuyeron a sostener el
equilibrio y la felicidad de mi familia.
Quizás una
intuición precoz me hizo presentir el valor espiritual que para el resto de mi
vida significaría el privilegio de haber compartido mesa y sobremesa con
aquellos seres cuya cordial conversación me encantaba, y que al partir sólo me
dejaron buenos recuerdos, pero ahondando en el pensamiento he encontrado que en
mi impulso de atender y guardar esos instantes estaba presente además un
sentimiento religioso: la escena, plasmada en grandes obras de arte, en la que
Jesucristo comparte la Ultima Cena rodeado de sus discípulos e instituye el
misterio de la transubstanciación, necesariamente ha estado muy metida en mi
imaginario cristiano, y junto a mi temprana apreciación del valor de la armonía
entre los seres, son ellas las que le han otorgado a la visión de los
integrantes de mi familia alrededor de una mesa presidida por mi abuelo, la
poderosa fuerza lumínica que solo tienen los momentos memorables de nuestra
vida.
María Margarita López
Marzo 2017
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