martes, 28 de marzo de 2017

DEL DIARIO DE NANI (Magazine No. 567)

UN MOMENTO MEMORABLE


Alguna vez oí decir que uno debería escribir, o hablar, solamente sobre aquello que conoce bien. Cada vez que terminaba alguno de mis sencillos escritos, ese pensamiento me ayudaba a otorgarle algún valor a lo que enviaba para su publicación en la revista Neidan: indudablemente conocía muy bien los acontecimientos relacionados con mi nada extraordinaria vida personal. Sin embargo, ha sido la relectura de "El Mundo de Ayer" de Stefan Zweig la que me ha hecho entender el verdadero valor que pudiera tener el contenido de lo que escribo. Dice Zweig: "Según demuestra la experiencia es mil veces más fácil reconstruir los hechos de una época que su atmósfera espiritual. Ésta se refleja en los pequeños episodios personales"

Cuando transcribo mis recuerdos las palabras van dibujando los eventos narrados, cuyos contornos son definidos por la luz  de la atmósfera espiritual de la época y lugar en donde ocurrieron.

El lector caraqueño que me distinguiera leyendo alguno de mis escritos en los que narro episodios de mi vida y de las vidas de los integrantes de la familia que me recibió al nacer, podría percibir la atmósfera espiritual que ha envuelto a Caracas desde comienzos del siglo XX hasta el presente. 

Mi infancia y adolescencia abarcan las décadas treinta y cuarenta de aquel siglo. La apacibilidad y el ritmo lento de la ciudad de entonces permitía que en una espaciosa casa muy cercana a la Plaza Bolívar habitaran tres generaciones familiares que, regalo supremo del destino, convivían armoniosamente y disfrutaban del privilegio de compartir almuerzos y cenas, posibilitados para hacerlo por las pequeñas distancias desde las respectivas sedes de trabajo o estudio. Después de la comida de la noche, eran voluntad y costumbre de la familia construir la magia de la sobremesa, momento que a veces se despojaba de su ser cotidiano y, embellecido por evocaciones profundas, alcanzaba las alturas de las epifanías.

Los recuerdos convertidos en palabras, surgían cada vez más bellos de la atmósfera onírica de la memoria y luego regresaban al humo dormido que los envuelve, siempre a la espera de ser despertados una y otra vez.   


En aquel tiempo, o al menos en aquel grupo humano que rodeó mi infancia, se observaba la reverencia al pater familias, dignidad que mi abuelo ejerció y mantuvo no con la fuerza de la autoridad que le correspondía sino a través del inmenso amor que durante toda su vida prodigó a su descendencia.

Aquellas comidas y sobremesas evocadas no tenían lugar simplemente porque era fácil asistir a ellas; hacer presencia era también una forma de corresponder al amor y al respeto debidos a aquel médico cariñoso y bueno que se sentaba a la cabecera de la mesa, como sacerdote que ante un altar oficia una ceremonia sagrada.

Esa escena está en el centro de mi evocación de abuelos, padres y tíos; imagen en la que mi alma resume los valores más profundos que ligaban a los integrantes de la familia.

Había personas y circunstancias que favorecían la ocurrencia de eventos como el mencionado y que también reflejan la atmósfera espiritual de aquel tiempo. Dos mujeres insignes constituían el núcleo del grupo de ayuda en las labores domésticas, Julia Hernández Olaizola, la cargadora, nieta de esclavos, que había llegado a la casa en 1907 y Soledad Ibarra, la cocinera, también nieta de esclavos, a quien  mi abuelo había salvado la vida cuando era su paciente y que se había integrado al servicio de la casa alrededor de 1916.


Soledad, la artífice de los deliciosos condumios que se llevaban a aquella mesa, no dormía en la casa sino en una pensión cercana, y en las frías madrugadas caminaba, tranquila y segura, al Mercado de San Jacinto a comprar verduras, vegetales, frutas, todo fresquísimo, granos de nuestra tierra, carnes no refrigeradas, pollos y gallinas vivos...el material para que una maestra de la cocina como ella hiciera maravillas. Llegaba a preparar el desayuno: arepas hechas del maíz que cocinaba y molía, café recién molido colado "en media" y leche traída en burro por el lechero, vertidas en cántaros y que más tarde vino en frascos, cuando apareció el moderno aparato refrigerador, y Julia se dirigía a la pulpería de la esquina a comprar la mantequilla y el queso para el día, que el pulpero servía en un papel de estraza.

La fama de Soledad como gran cocinera criolla estaba extendida dentro del numeroso grupo de familias amigas. Hayacas, asado negro, olleta de gallo, hervido de gallina, pasteles de pollo, empanadas, dulces de almíbar y jaleas, salidos de sus manos, eran insuperables. Así opinaban quienes los habían degustado, incluyendo a señoras aficionadas al quehacer culinario y consideradas como verdaderas maestras en el arte.

El otro apoyo era Julia, la cargadora de tres generaciones, colaboradora principal de mi abuelo en el cuidado de mi abuela durante la gravedad que la llevó a su muerte. Alma buena y compasiva que amaba a los seres humanos, admiradora de la belleza del canto y el color de los canarios y del esplendor efímero de las flores que daban sus matas, que ordenadas en escalones, formaban su hermoso jardín.

¡Qué recuerdos tan gratos me dejaron los paseos en tranvía junto con Julia! A veces llegábamos al Calvario, a veces a Catia, en donde vivían amigos suyos. ¿Cuál preocupación podía albergar mi madre, si yo había salido de paseo con una de mis abuelas?

Julia me acompañaba en mi mesita infantil para enseñarme buenos modales al comer, y cuando mi estatura hizo posible que compartiera la mesa de los adultos, era ella la encargada de llevarme a la cama cuando se hacía evidente que mi deseo de seguir escuchando aquellos cuentos maravillosos había sido derrotado por el sueño. Además me ayudaba a acostarme y a arropar a mis numerosos muñecos, paso sin el cual, decía yo, no podía dormirme.

Julia y Soledad, amor, agradecimiento, fidelidad, columnas que contribuyeron a sostener el equilibrio y la felicidad de mi familia.

Quizás una intuición precoz me hizo presentir el valor espiritual que para el resto de mi vida significaría el privilegio de haber compartido mesa y sobremesa con aquellos seres cuya cordial conversación me encantaba, y que al partir sólo me dejaron buenos recuerdos, pero ahondando en el pensamiento he encontrado que en mi impulso de atender y guardar esos instantes estaba presente además un sentimiento religioso: la escena, plasmada en grandes obras de arte, en la que Jesucristo comparte la Ultima Cena rodeado de sus discípulos e instituye el misterio de la transubstanciación, necesariamente ha estado muy metida en mi imaginario cristiano, y junto a mi temprana apreciación del valor de la armonía entre los seres, son ellas las que le han otorgado a la visión de los integrantes de mi familia alrededor de una mesa presidida por mi abuelo, la poderosa fuerza lumínica que solo tienen los momentos memorables de nuestra vida.

María Margarita López
Marzo 2017



No hay comentarios.:

Publicar un comentario