SOBRE LA ELEGANCIA
A mi tío José
Vicente
“Áurea
Mediócritas”, así acentuadas cuando fueron pronunciadas, estas sonoras y
misteriosas palabras flotaron en el aire en una de aquellas deliciosas
conversaciones familiares de sobremesa que tuve el privilegio de disfrutar
desde que mi estatura, ayudada por algún cojín adecuado, me permitió compartir
la mesa de los adultos. Acaso influenciada por el interés que por las lenguas
extranjeras prevalecía en mi familia, mi mente atesoró esas palabras y en la
primera ocasión inquirí acerca de su significado.
Seguramente
recurrí a mi abuelo, pues él, en los nueve años de su viudez, hasta su muerte,
era una presencia constante en el hogar, dulce y entristecido, siempre fumando
cigarrillos negros, estudiando la gramática inglesa y la italiana, leyendo a
los clásicos latinos y al Quijote.
“Dorada
Medianía”, esa era la traducción, que me pareció tan ininteligible como la
expresión latina, pero una explicación llegó de seguidas: “desear poco y
contentarse con ese poco que se tiene”.
Aquello lo
entendí y me ha servido para definir una línea maestra que ha regido mi
conducta ante la vida, la misma que dirigió la de mi familia, línea modulada,
por supuesto, sobre el terreno de las diversas personalidades, de sus riquezas
y de sus carencias.
En mi abuelo,
la ausencia de ambición material fue notoria, especialmente si se tiene en
cuenta que estuvo al lado del poder (!y qué poder!), pues fue médico de
confianza de Juan Vicente Gómez, a quien en 1921 salvó la vida, conjuntamente con
el doctor Adolfo Bueno, el cual, hay que anotar, sí supo aprovechar la cercanía
en cuestión.
Mi tío Luis,
dentista con selecta clientela, profesor universitario, fue también un hombre
de modestas ambiciones y de vida tranquila, casi un abstemio, cualidad por la
cual protagonizó una anécdota divertida: le hicieron el honor de que una
promoción de odontólogos llevara su nombre y obligado como estaba a
corresponderles con un agasajo, en la preparación del mismo pasó muchos días
buscando, infructuosamente, en las licorerías la marca de whiskey que tomaba
Sherlock Holmes, su única referencia en esa materia, hasta que consultó a mi
padre, gran conocedor de la misma.
El tío
Guillermo, ingeniero, muy trabajador, logró tener un patrimonio importante,
pero todo lo perdió, víctima de un socio deshonesto y de las circunstancias
económicas que después del derrocamiento de Pérez Jiménez vivió el país y que
en especial sobre la construcción tuvieron un efecto devastador. La ruina lo
acompañó hasta su muerte y en un momento dado llegó a ejercer la humilde
actividad de vender quesos en una carretera. Supongo que todo su caudal de
ambición material lo empleó en un primer intento y que nada le quedó para
empujarlo a recomenzar.
De mi padre
puedo decir que se gastó una fortuna en parrandas, dádivas y caridades, que
tuvieron por escenario la región de Barlovento, caracterizando así al
venezolano provinciano émulo de Juan Charrasqueado, pero como él era abogado,
culto y hablaba francés, uno piensa que bien pudo haber tirado todo aquel
dinero en París, por ejemplo. Llegó a tener millones en su cuenta corriente y
luego se adaptó, como si nada hubiera pasado, a la escasez. Me consta que en
una ocasión tenía por todo capital un fuerte (moneda de cinco bolívares) en su
bolsillo y cuando un necesitado se allegó a él, con gran alegría sacó la moneda
y se la entregó. Ya cincuentón tuvo que fajarse duro para sobrevivir con lo
poco que producía su hacienda de cacao, la cual, descuidada por él mismo,
carecía de luz eléctrica y de otras comodidades mínimas. En sus últimos años,
como juez de Distrito tuvo un modesto pasar, pero nunca la sombra de la
amargura se asomó a su rostro. Quizás pensaba: ¿quién me quita lo bailado? En todo caso, sus ambiciones no fueron
precisamente grandiosas.
El tío José
tampoco fue ambicioso, pero tuvo la gracia de conocerse a sí mismo desde muy
joven y la suerte de poder tomar decisiones acordes con su sentido estético de
la vida. Nunca fue un hombre rico pero vivió en Europa, especialmente en París,
en la época en que esa ciudad “era una fiesta” y luego en los Estados Unidos,
en los felices años de la postguerra y, para redondear su faena, murió
súbitamente, creyendo que tenía una indigestión causada por una sabrosísima
cena que había tomado la noche anterior en uno de los varios hogares de amigos
que lo querían muchísimo.
Al pensar en
el tío José me invade la idea de la elegancia, que incluí en el título que puse
a este escrito antes de saber por dónde caminarían mis evocaciones y ahora
recuerdo que fue la lectura de “El Desierto de los Tártaros” y específicamente,
el personaje del Teniente Angustina, esbozado por Dino Buzzati en su novela, lo
que trajo a mí la reflexión sobre la elegancia.
¿Qué es eso que llamamos elegancia? ¿Por qué las palabras de una oda de Horacio,
“Aurea Mediocritas”, vinieron como heraldos de una explicación que mi alma
busca y además relaciona con mi familia?
Acudo a los
diccionarios, objetos que amo con un amor que me ufano de haber transmitido a
mis hijos, y los libros me dicen: Mediocritas, ätis: justo medio, moderación;
Elegancia: gracia, sencillez, distinción, proporción adecuada, buen gusto. Los
fieles amigos me han dicho que voy por camino recto, que ambos conceptos están
interrelacionados y que son en realidad los únicos que, tomados como actitud
vital, pueden engendrar conductas alejadas de la desmesura y del apego y por
ello capaces de transformar nuestra precaria existencia en una obra de arte,
aún cuando esto suene precisamente a desmesura, a hipérbole.
Satisfecho mi
interés semántico, me atrevo a afirmar que la familia en cuyo seno me crié
vivió de acuerdo con la filosofía de la “dorada medianía”, que ubica al ser
humano en un “justo medio” y le permite vivir los altibajos de la fortuna y las
penas con ánimo imperturbado, a enfrentar la muerte con serenidad, lo cual quizás configura una elegancia
espiritual.
Elegancia
espiritual que en mi tío José tuvo una expresión exterior mantenida hasta su
muerte. El contenido de su closet eran las abstracciones “justo medio”, “moderación”
y “distinción” convertidas en materia visible y palpable: todo de gran calidad,
gris, negro, azul marino y blanco y como únicas joyas un reloj muy fino con
pulsera de cuero negro, un pequeño sujetador de corbata y el botón de la Orden
del Libertador, para ciertas ocasiones.
Recorro ahora
el camino inverso al que me trajo aquí: tío José - abuelo, padre, tíos -
palabras de Horacio -Teniente Angustina, y es sobre este personaje que me
propongo reflexionar para saber por qué me atrae, por qué lo siento cercano a
mi alma.
En la novela,
el Teniente Angustina es uno entre varios militares destinados de oficio o por
propia petición a una Fortaleza, para el momento de interés secundario, pero
que en otro tiempo había conocido la gloria de haber rechazado heroicamente la
invasión de un ejército tártaro.
El caso es
que la Fortaleza posee un misterio, como si la habitaran fantasmas que contaran
historias de posibles hazañas heroicas para seducir a los que llegan y lograr
que se queden, indefinidamente, esperando que los tártaros, los enemigos,
aparezcan de nuevo. A través del actuar de algunos personajes, el autor nos
ofrece el retrato del alma prisionera de una obsesión, de ese dragón que se
alimenta de sí mismo y que por lo menos
en algún tiempo de nuestras vidas podríamos albergar. La novela es alegoría de
la vida humana, pues aquí estamos en este planeta secundario, sin saber por
qué, siempre esperando algo que ha de llegarnos aquí o en el “más allá”,
consoladora o manipuladora invención que siempre se me ha parecido al “tente
allá” mentiroso conque el adulto aleja al niño que lo fastidia.
Todos, menos
Angustina, exteriorizan en sus conductas miserables el pensamiento obsesivo que
jamás los abandona, la heroica fantasía que los vuelve ciegos y sordos ante la
irreparable fuga del tiempo: sólo me falta la oportunidad, pues tengo hechura
de héroe y por mí esperan los laureles, el bronce y el mármol.
Angustina, en
cambio “…sentado con su perenne aire de despego, como si no se interesara para
nada por ellos, como si estuviera allí por puro azar […] su uniforme azul,
desteñido por el sol, se destacaba entre los otros por una indefinible y
negligente elegancia…”
El Teniente
Drogo, personaje principal de la novela, tiene un sueño en el que vuelve a ser
niño y ve a Angustina también niño, en medio de una coreografía fantasmal y
poética en la que flotan frágiles apariencias parecidas a hadas que rodeaban
solícitas a Angustina pero que no hacían
caso a su llamado, lo cual lo hizo pensar que hasta “las hadas huían de los
niños corrientes para ocuparse sólo de la gente afortunada”. Pero al comprender
lo que en realidad sucedía en el sueño, “se vació de envidia”: “Los fantasmas,
primero amables, no habían venido, pues, a jugar con los rayos de la luna, no
habían salido […] de jardines perfumados, sino que provenían del abismo. Otro
niño hubiera llorado…pero Angustina no tenía miedo y confabulaba sosegadamente
con los espíritus… no necesitaba la compasión de nadie… Así se alejó en la
noche, con nobleza casi inhumana…’’
La envidia de
Drogo es la misma que todos sienten por la elegante impasibilidad y la
superioridad espiritual de Angustina, pero finalmente, ante la muerte de éste,
todos admiten que la misma ha sido heroica: “Él, como nosotros, no se enfrentó
al enemigo, tampoco para él hubo guerra y sin embargo, murió en una
batalla…como si le hubiera dado una bala. Un héroe, no hay más que decir…”
Esa muerte
acaece en las siguientes circunstancias: una expedición, al mando del capitán
Monti, de Angustina y de un sargento
primero, sale de la Fortaleza para
delimitar, conjuntamente con una expedición que vendría del Norte, un trecho de
frontera en litigio. Es una caminata de muchas horas, por donde el valle
“parecía seguir subiendo hasta alturas inconcebibles”. El capitán lleva zapatos
gruesos claveteados y Angustina calza botas, pues el capitán, envidioso como
los otros, no le había advertido que serían inadecuadas para aquella jornada
por sitios escarpados. “Con todos los aires que te das, maldito snob -pensaba
Monti- ya te quiero ver dentro de poco” y forzaba la marcha, espiando el rostro
de Angustina para ver si expresaba dolor, pero sólo una expresión de severo
empeño se marcaba en su frente.
Habiendo
llegado a una abrupta pared que finalizaba sobre la cresta en litigio, el
capitán ordena una parada para comer y mirando la pared dice: “Bastante
empinado […] ¿Qué le parece
teniente? Angustina sólo dice: “Todo consiste en llegar antes que ellos”.
Prosiguen la marcha y de pronto el sargento grita: “¡Ya están en la cresta los
del Norte!”
Los de la
Fortaleza tenían que haber llegado primero, así que la situación era humillante
y “los del Norte probablemente estaban mofándose de ellos” por lo que Angustina
propone al capitán jugar una partida de naipes, sabiendo que desde la cresta
oirían las exclamaciones propias del juego y así quedaría demostrado que no
estaban perturbados sino más bien normales y tranquilos. La partida se desarrolla, pero el capitán se cansa y
dice: “¡Basta de esta comedia!”. Angustina opina que aún los ven desde la
cresta y continúa él solo, simulando que juega y aún cuando había una espesa
nieve y el hielo había penetrado en sus entrañas, él continúa con su actuación,
hasta que las cartas se le escapan de la mano y la propia mano cae sin vida, inerte,
a lo largo del capote y las fuerzas que le quedan las emplea “en alisarse los
bigotes mojados y plegar minuciosamente el capote, no con el fin de arrebujarse
en él y estar más caliente, sino con otro designio […] la cabeza de Angustina
se dobló hacia adelante, abandonada a sí misma […] la boca consiguió cerrarse,
de nuevo en sus labios fue formándose una sutil sonrisa.”
El capitán
Monti, que desde su refugio abrigado del viento había estado observándolo, se
llena de “un envidioso estupor” al percatarse de que Angustina en aquella
situación, se parecía enormemente a un viejo cuadro que, colocado en una sala
de la Fortaleza, representaba a un príncipe mortalmente herido, imagen de
nobleza y de elegancia suma. Angustina, pensaba Monti, “…se le parecía muchísimo,
idéntica la posición de los miembros, idéntico el plegado del capote, idéntica
aquella expresión de cansancio definitivo”…
La relectura
y transcripción de los pasajes anteriores, me han ayudado a darle forma a un
pensamiento que condenso en esta afirmación: Angustina fue un héroe porque
tenía la elegancia espiritual de los que viven en el punto medio, distantes de toda desmesura, de todo apego y
que por esta razón son estoicos, porque si no lo fueran no serían
verdaderamente elegantes. El punto de equilibrio en el cual él estaba plantado
le impidió cualquier exceso en su ambición heroica y le hizo capaz de
aprehender la importancia de aquel instante, para llenar sus últimos minutos
con la modesta gloria que quizás él ya
había negociado con su Destino.
Y así
Angustina, indiferente al mármol y al bronce, tuvo la cima como pedestal y al
viento como fantástico escultor que con sus helados dedos preservó las líneas
cuidadas del bigote, la sonrisa sutil que desafiaba la muerte, los armoniosos
pliegues del capote y la magnífica expresión de nobleza casi inhumana.
Al incluir el
estoicismo en mi noción de la elegancia, la memoria me trae a mi abuelo,
padeciendo en sus últimos años de una neuralgia del nervio trigémino, dolor
lancinante tan atroz que lo llaman el dolor de los suicidas, sufriéndolo sin un
quejido, encerrándose en su cuarto cuando el dolor lo acometía y muriendo luego
súbitamente, cuando sentado contemplaba el paisaje de El Hatillo, en donde
estaba pasándose unos días.
Puedo pensar
también en mi padre, que a los sesenta años sufrió unos espantosos dolores
proporcionados por un aneurisma disecante de la aorta, que soportó, como
dijeron los médicos, como un caballo de hierro…y de nuevo recuerdo su actitud
frente a la carencia material.
No podría
olvidar a mi madre, paciente de artritis reumatoidea, enfermedad dolorosísima
que padeció por casi veinte años y que ella, con una sonrisa que nunca se alejó
de su rostro, describía como el tener un torturador constantemente a su lado.
Y mi tío
Guillermo, viviendo con paciencia la quiebra económica y cuyo tiempo final de
canceroso no presencié, pero que por testigos del mismo sé que fue de diaria
comunión y de visiones de ángeles…y mi tío Luis, que, víctima de un accidente
cerebro vascular que no lo privó del conocimiento, sobrevivió por dos días en
los que valientemente soportó el sufrimiento, según me relató mi padre.
Al recordar
todos estos ejemplos de reciedumbre ante las adversidades, de fortalezas que
sólo pueden nacer de un ideal de mesura, del desapego de quien se sitúa en un
punto de equilibrio y por lo tanto de una elegancia, profundamente anclada en
el espíritu, entiendo por qué ese personaje de “El Desierto de los Tártaros” me
atrajo tanto y lo sentí cercano …
…¿Acaso llamaste mi atención, lejano y pálido
Angustina, para que yo te abriera las puertas de mi panteón familiar y te
recibiera en él?…
Pues en él te
recibo y te pido que junto con las otras sombras queridas me inspires para que
el estoicismo modele mi final, así como aquellas sonoras y misteriosas palabras
que un día me sedujeron han modelado desde entonces mi vivir.
María Margarita López
Diciembre 2003
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