martes, 29 de noviembre de 2016

DEL DIARIO DE NANI (Magazine No. 555)

ANTE EL TRONO DE SATURNO


Unas fotografías de los primeros tiempos de mi infancia me muestran a la niña alegre que recuerdo haber sido, pero otras fotografías y otros recuerdos me confirman que más o menos hacia mis siete años una tristeza comenzó a insinuarse  hasta hacerse evidente en mi rostro de adolescente.

En los versos de un poeta ya consagrado en nuestro medio y mucho mayor que yo, quedó el testimonio de esa tristeza,  pues en el primer terceto de un soneto él me decía: “Amo tu cuerpo que es música y danza / tus cabellos, tus labios y tus manos / y tu inquieta tristeza en que me miro” y en uno de los octosílabos de unas Décimas hablaba de mi voz “dulcemente adormecida”. Otros poetas, muchachos compañeros, con mi nombre que tiene catorce letras hacían sonetos acrósticos con dedicatorias como éstas: “a la rosa gris de tu sonrisa”; ”a la indescifrable tristeza de tus ojos”; ”a tu mirada triste e inquietante”…Así que esa tristeza debió haber existido en mí, pues era percibida por las sensibles  almas de los poetas.

Sin embargo, pasada la adolescencia y ayudada por un destino benévolo, he cultivado desde la juventud hasta mi edad presente, la alegría y la capacidad del juego y del placer, siguiendo a Horacio que en una de sus Odas aconseja: “ A tu sabiduría únele algo de locura” y ese modicum de locura albergado en mi corazón permite que haga mío el ruego de Jean Second: !“Que en el invierno de mis años este calor no me abandone”!

Así ha sido, pero también es verdad que ese sentimiento, al cual no vacilo en darle el  “grave y bello nombre de tristeza”, es uno en el cual me siento como en casa, tal vez  porque él tiene una profunda raíz en mi alma, a lo mejor porque se asienta en la fisiología y está asociado, por ejemplo, a mi respiración deficiente. Alguna vez leí algo sobre una hipótesis expuesta por un médico escritor que correlacionaba la tristeza de los románticos con la tuberculosis y otras enfermedades en las cuales la dificultad de tomar el aire a plenitud sería la causa que inspiraría en el afectado pensamientos lúgubres: la muerte, la ausencia, el fin del amor, la despedida…

Es entonces  la tristeza morada que mi alma bien conoce y a donde voy cuando la vida me obliga, pero a donde a veces llego cuando quiero, preferiblemente  llevada de  la mano por alguna música o alguna poesía.

Desde hace algún tiempo, sin que yo sepa el por qué, el tema de la despedida suele conducirme a meditar en algún rincón de mi alma en donde Saturno tiene elevado trono y a él llego voluntariamente con el sonido del sublime Adagio del Quinteto para Cuerdas en Do mayor, compuesto por Schubert en el último año de su corta vida.

En el desgarrador Adagio, los violoncellos son para mí las voces de dos amantes que hablan de la inevitabilidad de su separación en lo que al inicio es un melancólico discurso en donde los pizzicati parecen sollozos contenidos, expresión de un acerbo dolor que se vuelve pregunta desesperada dirigida al destino enmudecido y que en los crescendos y diminuendos de los temas oscila entre sentimientos contrapuestos: rebeldía, resignación, alegato apasionado, renuncia, palpitación enloquecida, que finalmente logra calmarse para entrar de nuevo en la serenidad de la aceptación.

Siempre que escucho el Adagio siento que a mi alrededor el aire se transforma y que en él la música construye, para que el alma la aprehenda, la Idea de la Despedida, que podría ser equivalente a la Idea de la Vida Humana, pues, qué es el existir más que una reiterada despedida de todo lo que vamos dejando de ser, de todo lo que tuvimos, seres y cosas que perdimos, ilusiones que no encontraron cuerpo en la realidad, esperanzas y sueños que obligadamente abandonamos y así, hasta la despedida definitiva de la vida y de nosotros mismos.

Quizás sea mejor no percibir esta realidad  para ignorar el sufrimiento en ella implícito y experimentar el dolor sólo en el momento en que algún ser, seguramente alado  portador de mensajes, se acerque a nosotros, integrantes de la gran procesión que ignora su origen y su destino, para susurrarnos en el oído: !Despídete, llegó la hora!

Llevando a un extremo el concepto del existir como un proceso de elecciones y consecuentemente, de abandonos, encontraríamos que la ruina es una adecuada metáfora de la vida humana: ruina lo que abandonamos, aquello de lo que nos despedimos, ruina lo elegido, porque en su momento también le diremos necesariamente adiós.

Una poesía de Jesús Munárriz, titulada “Habla el espíritu de la ruina” se une al Adagio de Schubert para acompañarme en la meditación sobre la tristeza y sobre la despedida:

Fuí sueño, fuí designio, fuí proyecto.
Fuí dominio también. Fuí geometría.
Fuí coordinación, sudor, azar,
constancia, regocijo […]

Sólo soy porque fuí.

Y esto soy: esta ruina
que un espíritu habita,
el mío, miserable
harapo encadenado
a esta sombra difusa que se anhelara intacta.

Las palabras resuenan, las cuerdas vibran. En el aire transformado la tristeza desvela para mí su rostro y ante el trono de Saturno la mariposa nocturna de una pregunta vuela pausadamente, sin esperar respuesta alguna: ¿Qué me queda en verdad de lo que he sido?… 

Pero como Saturno y yo nos conocemos desde hace tanto tiempo, él no quiere dejarme sin respuesta y me dice: “poco en verdad te queda, pues como cualquier mortal, de ruinas eres portadora, pero lo que has preservado, de otros dioses son dones que yo no he perturbado. Mi don te lo entregué en tu adolescencia, de modo intenso, para enriquecer tu alma. Mi hija has sido y me has rendido siempre voluntaria el culto necesario. Aquellos que me ignoran y vienen ante mí traídos a la fuerza, súbitamente pierden el fuego y la alegría, pero tú que a otros dioses también has venerado conservas la locura y alimentas la llama…regresa cuando quieras, de la mano de Schubert, de Chopin o de Mahler, de John Donne o Munárriz… siempre espero a mis hijos…”

Doy gracias a Saturno, gracias a sus hijos, gracias a las amadas palabras que de prisa y torpemente hilvano, por haber vuelto ligera la tristeza de la despedida, sentida en estos días como un resumen de todas las tristezas. 

María Margarita López
Julio 2001








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