martes, 6 de septiembre de 2016

DEL DIARIO DE NANI (Magazine 543)

“EL MIEDO”

Caspar David Friedrich

A mi padre

Artemisa, la diosa cazadora, estaba seguramente a mi lado cuando sentada en mi pequeña silla de cuero de chivo negro y sujetando gravemente mi escopeta de culata de madera clara y reluciente cañón asistía al espectáculo de mi padre haciendo los preparativos para su próxima excursión de caza.

Veía fascinada la balanza en donde se pesaban los perdigones de diferentes calibres para llenar los cartuchos rojos y verdes, la baqueta, las escobillas, los movimientos oscilatorios ejecutados en las armas, el ojo que se cerraba para que el otro observara atentamente el punto de mira. Creo que me atraían los olores de la pólvora y de la grasa para lubricar las armas que impregnaban el aire y así puedo recordar que todo se conjugaba para hacerme especial aquel instante.

Mi padre me había regalado una escopeta belga cuyo largo no excedía mi estatura y cuyo peso era capaz de sostener, dándome la recomendación siguiente: “la boca del cañón siempre al suelo o al cielo”. Ese regalo fue por un tiempo motivo de inspiración para mis juegos, ya que en el tercer patio de la casa, que era el llamado corral, era imaginaria cazadora de arañas y mariposas.

En los llanos de Guárico y Apure cazaba mi padre junto con un primo suyo y dos amigos de su niñez. Él me hablaba de la belleza de la sabana, de los cantos de los pájaros y de la hermosura del vuelo de las garzas blancas, pero nunca me habló de los peligros ni, por supuesto, de la crueldad de la caza.

Pienso que pudo haber sido una conversación oída al azar o tal vez un comentario de Julia, mi cargadora, que adoraba a mi padre porque también lo había cargado, lo que me puso al tanto del temor que generaban en la familia aquellas excursiones que se prolongaban por muchos días y que involucraban el desplazamiento por caminos muy malos y el acampar en sitios solitarios y aislados.

La idea de los cazadores, incomunicados y rodeados de caimanes, culebras y tigres, le arrebató parte  del encanto a la visión de los preparativos y me llenó de una angustia que nunca expresé, a lo mejor porque quería parecer una niña valiente, digna hija del hombre que manipulaba con tanta habilidad todas aquellas grandes y pesadas escopetas.

Sin embargo, en una cartica que escribí cuando apenas me iniciaba en el arte de la escritura, dirigida a mi padre que se encontraba en el interior, probablemente cazando, le decía:  “cuidado que note coman las fieras”.

Mucho tiempo después mi padre me confió que él amó la caza como un entretenimiento grato sin pensar en su aspecto cruel, pero que un día había matado involuntariamente un mono pequeño y pudo contemplar a la madre que expresaba su dolor de un modo espantosamente igual a como lo hubiera hecho una madre humana. Desde ese momento dejó de seguir las huellas de Nemrod.

Yo por mi parte no estaba hecha para seguir las de Artemisa, diosa que con su virginidad señala su independencia y supremacía con respecto a los hombres y  que es el polo opuesto a Afrodita o Venus con la que me identifico por ser ella la regente de mi signo Libra.

Por otra parte, el temor por todo lo que en los Llanos podía amenazar la vida humana quedó tan metido en mí que ha sido, junto con el intenso calor y la proliferación de mosquitos a cuya picada soy alérgica, impedimento para que deseara conocer esa parte de Venezuela, privándome por ejemplo de ver un espectáculo que tiene fama de ser de una belleza indescriptible: el vuelo de las garzas y las palmeras que emergen de las aguas que inundan el estero de Camaguán, iluminadas por la luna llena.

He pensado mucho en esa región pues he estado leyendo un libro escrito por Jeannine Fiasson: "Llanos terres brutales" (Grande Prairie Vénézuélienne).

La autora es o fué una interesante mujer, esposa y colaboradora del veterinario doctor Raymond Fiasson, el cual fundó el Instituto de Investigaciones de Los Llanos en los Bancos de San Pedro, al suroeste de Calabozo, con el objetivo central de sembrar gramíneas y leguminosas adaptables a las condiciones de la región para alimentar al ganado durante todo el año, así como también para la alimentación humana. La reforestación de vastas extensiones de Los Llanos era otra meta de ese ambicioso proyecto científico y social.

Los esposos Fiasson llegaron a Venezuela en 1939 y vivieron en oportunidades sucesivas un total de seis años en este país, en el cual nació uno de sus cinco hijos. Madame Fiasson fue asistente de su marido en el laboratorio, piloto del avión que enlazaba el Instituto con Calabozo, cineasta con varios films premiados en concursos internacionales y además, activa conferencista.

En su libro las mesuradas palabras hablan del hondo amor que la pareja concibió por la tierra venezolana, por sus animales, por sus gentes y así mismo, con palabras cuidadosamente elegidas, allí queda expresada la profunda amargura que les causó el abandono del proyecto, debido a la ceguera y mezquindad de los políticos de turno, pues al producirse el golpe de estado de 1948, para el Ministro de Agricultura, como para todos los nuevos administradores, todo lo que hubiera decidido el “gobierno anterior” era necesariamente malo y había que eliminarlo.

En el penúltimo capítulo titulado “Meurtre d’un grand espoir” (“Muerte de una gran esperanza”), ella narra precisamente la visita de ese ministro, rodeado de “flagorneurs” (rastreros adulantes) y la conversación reportada es el trágico contrapunteo entre el hombre civilizado, que piensa en cómo Venezuela, al desarrollar su agricultura y su ganadería, podría lograr una mayor suma de felicidad para sus habitantes y, a través de su prosperidad, contribuir a aliviar la miseria del mundo y por otro lado, el hombre sin propósitos nobles, que piensa primordialmente en los beneficios que va a obtener para sí mismo, en su paso por el poder.

Reflexiono sobre la recurrente satanización de todo lo hecho en los regímenes precedentes, ahora voceada ad nauseam por el ignorante populista de turno, hombre lleno de profundos resentimientos sociales que no ha podido trascender, pues en el tiempo apropiado no conoció triunfos que lo hubieran ayudado en ese sentido y así sus carencias y su hambre viejas están marcadas en su rostro a pesar de que el buen yantar que brinda el poder lo haya dotado de mofletes.

Al matrimonio Fiasson le llega la orden gubernamental de abandonar sus trabajos y sobre ello la señora comenta: “No queda más que destruir. ! Ay ! Este desdichado pueblo está mejor preparado para eso que para edificar.”

De nuevo reflexiono sobre el presente en el que estamos presenciando la sistemática destrucción de lo que nos daba una cierta estabilidad, que aún siendo  precaria, servía de base al acontecer social, sin que veamos surgir para sustituírlo otra cosa que no sea el rostro del autoritarismo personal y de un grupo, es decir, la negación de toda estabilidad.

Sabemos destruír. No sabemos edificar. Uso la primera persona del plural apropiadamente, pues me adhiero a la verdad de estas palabras de Antoine de Saint-Exupery: “Cada uno es el responsable de todos, cada uno es único responsable, cada uno es único responsable de todos. Por primera vez comprendo uno de los misterios de la religión de la que surgió la civilización que reinvindico como la mía: Cargar con los pecados de los hombres…Cada uno de nosotros carga con los pecados de todos los hombres”.

No construímos o construímos demasiado poco, a pesar de los ingentes recursos provenientes del petróleo, del oro negro. Destruimos, destruimos mucho, intencionalmente o por negligencia.

El apropiado plural, mi autoinculpación, me llena de angustia. Nada sé de política, de explicaciones sociológicas o económicas, que me aliviaran al darme el artificioso consuelo de haber dominado lo que intelectualmente hubiera comprendido y más bien puedo unir al desaliento que comunican las noticias diarias, la opinión que me dió un viejo agrónomo y veterinario que administró fincas en Los Llanos por muchísimos años, el cual me ha dicho que esa región está en peores condiciones que hace cincuenta años y que a sus males tradicionales se añade ahora la horrenda presencia de un delito de lesa humanidad: el secuestro de personas, cada vez más frecuente. Y esta opinión, con sus variantes, puede ser trágica y lamentablemente extendida a casi toda Venezuela.

Ante la angustia me planteo la necesidad de encontrar una interpretación que me alivie el alma y recurro a una materia de la cual sé tan poco como de sociología o economía, pero a donde la intuición me dirige: la mitología.

Un mito griego llega a mi imaginación: el mito clave de los Misterios Eleusinos, la historia del penoso errar de Deméter, diosa de la fertilidad de la Tierra, tratando de recuperar a su hija Perséfone, o Kore, que representaba a la semilla germinada y la cual había sido raptada por Hades, señor del sombrío inframundo.

Deméter abandona el Olimpo y en su desolado deambular llega a Eleusis. Su dolor y su ira hacen que la semilla no germine, que la Tierra se vuelva completamente estéril y que consecuentemente la humanidad esté en peligro de desaparición a causa de la hambruna. Zeus interviene y envía a los dioses, uno tras otro, para que aplaquen la ira de Deméter, pero ella no cede. Finalmente Zeus elige a Hermes como emisario para lograr un acuerdo con Hades, al cual encuentra junto a su novia Perséfone, sentados ambos en sus tronos.

A su pesar, Hades tiene que admitir  que solamente durante cuatro meses cada año Perséfone compartirá con él su oscuro reino, pero antes de que ella parta, le da a comer una semilla de granada para que ella siempre regrese a él. 

La riqueza de este mito permite muchas lecturas. Mi ignorancia se atreve a hacer la siguiente: el petróleo, del que hemos vivido desde hace ya muchas décadas, es un recurso no renovable que se extrae de las entrañas de la Tierra, del inframundo, del reino de Hades. Es simbólicamente negro y su empleo desmesurado en instrumentos y máquinas destinados al bien de la humanidad o a su aniquilación, está dañando a la Tierra. Hades, sentado en su trono, puede esperar pacientemente que la maldición implícita en el petróleo despliegue todo su poder y que el planeta termine siendo inhabitable para el hombre.

Esta es la maldición de Hades que lógicamente nos alcanza.

La sufriente e iracunda Deméter, como diosa que es de la Madre Tierra, resulta herida por esta maldición de su antagonista Hades, pero a la vez es ella el único vehículo de una acción compensatoria de esa maldición y esa acción sólo puede ser realizada a través de la reforestación, las siembras, los vergeles, los jardines, es decir, a través de lo que una pareja de franceses amantes de la Tierra y de los hombres quería llevar a cabo en Los Llanos.

En Venezuela las diversas actividades ligadas al cultivo y cuidado de la Tierra han sido muy poco importantes para los gobiernos, los cuales consecuentemente no han educado al pueblo para que las ame. El intermitente abandono de los parques y jardines públicos, la ruina del campo y la dependencia que tenemos de las importaciones para nuestra alimentación, son algunas pruebas fehacientes de la anterior aseveración.

Deméter no es pues honrada en nuestro país y más bien la ofendemos doblemente: al no ayudarla a compensar los efectos de la maldición de Hades y al no rendirle homenaje a su amada hija, la doncella, la semilla germinada.

Por ello seguramente nos alcanza también la maldición de Deméter.

Imagino que los dos antagonistas, cada uno por su lado, deben haberle encargado a Hermes, que fué el mediador en el conflicto que los dos protagonizaron y que también es el dios de los ladrones, la tarea de inspirarle a los cacos más hábiles en este país, algunos de ellos elegidos por mí para que nos gobernaran, una atracción irresistible por la carrera política y así, nosotros, beneficiarios de una inmensa renta petrolera, tenemos que trasladarnos sobre calles y carreteras llenas de huecos, pasamos por puentes a punto de caerse y bajo túneles que amenazan derrumbarse, deambulamos por ciudades sucias, malolientes y peligrosas, cuyos hospitales y escuelas están siempre en crisis, amargamente convencidos de que si se cerraran las importaciones, moriríamos por hambre o por falta de medicinas.

En las dos maldiciones he encontrado una incomprobable y amarga explicación de la degradación de nuestro país, que asumo  para tener alguna, pero aunque mi imaginación se ha entretenido buscando ese por qué, he sido tonta al pensar que la angustia pueda aliviarse porque se conozcan (o se imaginen)  las causas que puedan haber producido lo que la genera.

Sólo cuando se alejen los vampiros de la incertidumbre y la inseguridad, el exangüe optimismo, la anémica alegría, cobrarán nueva sangre y mi angustia, la de todos, se irá desvaneciendo hasta quedar en el nivel que los humanos podemos tolerar sin enloquecernos o deprimirnos.

Entre tanto, únicamente tengo las palabras, para anudar con ellas el recuerdo de aquella niña que sentía temor por la amenaza de unas fieras imaginarias, pero que se sentaba en su silla de cuero de chivo negro que traía mucha suerte, según le decía su cargadora y que sostenía entre sus manos el reluciente símbolo de poder de su escopeta belga, pues en esa imagen encuentro fortaleza para soportar la sensación de que habito en el sombrío Hato “El Miedo”, temiendo constantemente por las vidas de tantos seres amados, rodeados de peligros peores que las fieras verdaderas, en esta desdichada Venezuela a la que los dioses parecen haber abandonado. 

María Margarita López
Agosto, 2001


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