martes, 4 de octubre de 2016

DEL DIARIO DE NANI (Magazine No. 547)

MI VIDA EN SAN BERNARDINO

 Edificio "Titania", en la Plaza La Estrella, San Bernardino.

¡La niñita llegó a San Bernardino! Acurrucada en mi cama y llorando amargamente pues por primera vez había recibido una "pela", alcancé a oír una voz masculina, la de mi papá o la de alguno de mis tíos, que así exclamaba. Mis pocos años, a lo sumo ocho, me incapacitaban para entender la conmoción que había causado en el hogar.

Todo había comenzado con la escapada de Tifón, el Doberman de mi tío Luis. Ya había terminado mis tareas escolares y me dedicaba a dibujar vestiditos para mis muñecas de papel e impulsivamente salí detrás del perro. Evidentemente nadie me vio salir. Le di una vuelta incompleta a la manzana y en la esquina de La Cruz, en lugar de cruzar al sur hacia Miguelacho, esquinas entre las que estaba mi casa, seguí hacia el este, y recorriendo unos trescientos metros llegué a un sitio con muchas matas, una de las entradas a la hacienda San Bernardino, que entonces comenzaba a ser urbanizada. 

Aquella exclamación masculina fue mi primer encuentro con la noción de que había un lugar así llamado. Mi aventura terminó bien pues un señor se fijó en mí y al decirle mi nombre y constatar que estaba extraviada, me condujo hasta la esquina de la Cruz, señalándome en dónde estaba  mi casa. Al llegar encontré a varios adultos en los que la desesperación había dado paso a una justa indignación. Mi papá había estado como enloquecido dando vueltas en su automóvil cubriendo un área para tratar de ubicarme y cuando regresó de su infructuosa búsqueda, alentando la esperanza de encontrarme en casa y me vio, se sacó la correa y mis piernas estrenaron el castigo corporal. Al día siguiente, ya sereno y arrepentido, me pidió perdón por haberme infligido ese sufrimiento y me explicó los riesgos que había corrido, así como la gran angustia que todos habían vivido por mi inconsciencia.

Transcurrieron seis años y las circunstancias determinaron que fuera inscrita para cursar tercero y cuarto año de bachillerato en el Colegio América, situado en la Avenida Gamboa de San Bernardino. Allí estuve desde 1945 hasta 1947. En las frías y tranquilas mañanitas caraqueñas caminaba alegre y segura, haciendo la ruta de ida y vuelta desde mi casa de Cruz a Miguelacho al colegio.

En un período de tiempo dentro de esos dos años escolares y aprovechando los recesos, dos compañeras y yo visitamos muchas veces la Quinta Anauco habitada en ese entonces por sus dueñas, ancianas de apellido Eraso. Nos recibían con gran amabilidad y siempre tenían algún dulce de almíbar de los numerosísimos de la cocina criolla para obsequiarnos, con evidente agrado por nuestra presencia. Posteriormente la familia Eraso hizo donación de esa maravilla al Estado Venezolano para que fuera convertida en el Museo Colonial. Una vez nos atrevimos a llegar hasta el Centro Médico y otra, hasta el Hotel Avila, edificios hermosos que impresionaban mucho a quienes como yo, aún no habíamos visitado países más desarrollados que el nuestro.   

Mi carrera de estudios prosiguió con mi ingreso a la Universidad Central de Venezuela cuando tenía 16 años y culminó en la siete veces centenaria Universidad de Salamanca, España, en la cual obtuve a los 21 años el grado de Licenciada en Derecho.

Pero mi historia ligada a San Bernardino no terminó en 1947 sino que fue reanudada en 1955, cuando comencé a vivir en esta urbanización, para aquel momento hermosa, llena de árboles, tranquila y segura. Mi quinta estaba ubicada en la Avenida Soublette, en la cual vivían un poderoso militar ministro del Interior, en cuya quinta posteriormente se fundó el Liceo Carlos Soublette, y el ministro de Hacienda. La presencia de aquellos vecinos generaba respeto y temor y cabía pensar que por aquella avenida ni las moscas se atrevían a volar.

Me reencontré con el Hotel Avila, que nos quedaba muy cerca y a donde iba con mis dos primeros hijos para que vieran al colorido y ruidoso tucán y corrieran a sus anchas por los amplios espacios. Al recordar el lema "en el Avila es la cosa", rememoro los alegres carnavales amenizados por grandes orquestas que disfrutamos mi esposo y yo, yendo y regresando a pie, sin inquietud alguna.

Igualmente me reencontré con la Quinta Anauco cuando los hijos tuvieron la edad apropiada para disfrutar de un museo y más tarde, asistiendo a muchos conciertos maravillosos que tuvieron lugar entre las nobles paredes de aquel recinto.

En mi quinta vivimos veintisiete años, tiempo en el que hubo las normales vicisitudes que la crianza de cuatro hijos puede traer, en mi caso, con un abrumador predominio de las alegrías sobre los problemas, pues todos eran sanos de mente y cuerpo, culminaron sus estudios y salieron del hogar para casarse, hasta mi armonioso divorcio, cuya imagen de equilibrio y sentido humano estuvo evidenciado en el hecho de que mi segundo esposo cargó la urna del primero, cuya enfermedad y muerte me causaron el genuino y hondo pesar que puede tocar el corazón por el fallecimiento de un hermano querido.

San Bernardino en los años cincuenta.

Cuando nací me rodeaban once personas, abuelos, tíos, padres y mis otras dos abuelas, mi cargadora Julia y la gran cocinera Soledad. Cuando comencé a vivir en San Bernardino tenía todavía a nueve de esos testigos de mi infancia, pero todos se fueron por una herida que en el alma quedó abierta, a la que a veces me asomo para compartir o precisar algún recuerdo remoto... pero ninguna voz me responde.  

San Bernardino estaba dotado de todos los servicios necesarios para la comunidad, menos de una funeraria. Grandes clínicas y hospitales, el Centro Médico, Hospital de Clínicas Caracas, Instituto Diagnóstico, Clínica Santa Ana, Hospital Infantil JM de Los Ríos, laboratorios,  farmacias, librerías, Iglesia, centros de cultura como el Museo Colonial y la Asociación Cultural Humboldt, el Colegio Moral y Luces, el IESA, el Hotel Ávila, el Astor y otros de menor renombre, restaurantes, alguno de gran lujo como el Anatole, librerías, licorerías, tiendas variadas, diversas opciones para entrar y salir de la urbanización, por Cotiza, Sarría, Cota Mil, Avenidas Panteón, Andrés Bello y Urdaneta, líneas de taxis, dos de autobuses y los llamados Carritos por Puesto, aparte de que se podía ir caminando al cercano centro de la ciudad.

En los párrafos anteriores he celebrado a San Bernardino, como su habitante durante muchos años, a partir de 1955 y hasta el día de hoy, pero desdichadamente han venido tiempos en los que aquí, como en toda Caracas, como en todo el país, la sombra siniestra del resentimiento, la venganza y la maldad ocultos detrás de la máscara de promesas de redención social, de la repartición igualitaria de los bienes y la perversa concesión de dádivas de todo tipo a los adeptos, incluyendo la criminal permisividad e impunidad para robar, como conducta opuesta a la ejercida contra los disidentes, a quienes  se maltrata y encarcela,  junto con el evidente maridaje entre hampa gubernamental y hampa común, han transformado a San Bernardino en un lugar en donde la inseguridad y la ruina económica se hacen evidentes en rejas, alambradas, calles rotas, paredes descascaradas, y en la soledad de sus calles, apenas se pone el sol.

La afirmación anterior encuentra entre mis recuerdos uno muy especial, como ejemplo de esa transformación negativa. A comienzos de 1999 un apreciado amigo era mi instructor de Tai Chi y a veces la clase terminaba tarde. Muy cerca estaba la parada del Metrobús y ninguna angustia me dejaba la idea del traslado a su hogar, al que siempre regresó seguro. Hoy, nadie querría realizar ese viaje temerario.

El ser humano llora cuando pierde lo hermoso que el destino le ha deparado, cuando lo logrado con el esfuerzo cotidiano que significa el vivir, se le escapa irremisiblemente. Ya a mi edad, viendo a mi país destruido, y, más cercano, al San Bernardino que amé, también destruido, he acudido a la remembranza que me ha traído la sonrisa de la mujer satisfecha y feliz que en pocas ocasiones dejé de ser, al contento de la mujer madre armoniosamente relacionada con sus cuatro hijos, a los momentos poéticos vividos, para que mi alma y mi rostro se iluminen, pero dentro de mi remembranza ineludiblemente surgen un país, un lugar, para mí por siempre perdidos, y pienso que solamente llorando un imposible río de lágrimas conseguiría expresar cabalmente el dolor de tan inmensa pérdida.


Maria Margarita López
Agosto 2016





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