MI VIDA EN SAN BERNARDINO
Edificio "Titania", en la Plaza La Estrella, San Bernardino.
¡La niñita
llegó a San Bernardino! Acurrucada en mi cama y llorando amargamente pues por
primera vez había recibido una "pela", alcancé a oír una voz
masculina, la de mi papá o la de alguno de mis tíos, que así exclamaba. Mis
pocos años, a lo sumo ocho, me incapacitaban para entender la conmoción que
había causado en el hogar.
Todo había
comenzado con la escapada de Tifón, el Doberman de mi tío Luis. Ya había
terminado mis tareas escolares y me dedicaba a dibujar vestiditos para mis
muñecas de papel e impulsivamente salí detrás del perro. Evidentemente nadie me
vio salir. Le di una vuelta incompleta a la manzana y en la esquina de La Cruz,
en lugar de cruzar al sur hacia Miguelacho, esquinas entre las que estaba mi
casa, seguí hacia el este, y recorriendo unos trescientos metros llegué a un
sitio con muchas matas, una de las entradas a la hacienda San Bernardino, que
entonces comenzaba a ser urbanizada.
Aquella
exclamación masculina fue mi primer encuentro con la noción de que había un
lugar así llamado. Mi aventura terminó bien pues un señor se fijó en mí y al
decirle mi nombre y constatar que estaba extraviada, me condujo hasta la
esquina de la Cruz, señalándome en dónde estaba
mi casa. Al llegar encontré a varios adultos en los que la desesperación
había dado paso a una justa indignación. Mi papá había estado como enloquecido
dando vueltas en su automóvil cubriendo un área para tratar de ubicarme y
cuando regresó de su infructuosa búsqueda, alentando la esperanza de
encontrarme en casa y me vio, se sacó la correa y mis piernas estrenaron el
castigo corporal. Al día siguiente, ya sereno y arrepentido, me pidió perdón
por haberme infligido ese sufrimiento y me explicó los riesgos que había
corrido, así como la gran angustia que todos habían vivido por mi
inconsciencia.
Transcurrieron
seis años y las circunstancias determinaron que fuera inscrita para cursar
tercero y cuarto año de bachillerato en el Colegio América, situado en la
Avenida Gamboa de San Bernardino. Allí estuve desde 1945 hasta 1947. En las
frías y tranquilas mañanitas caraqueñas caminaba alegre y segura, haciendo la
ruta de ida y vuelta desde mi casa de Cruz a Miguelacho al colegio.
En un período
de tiempo dentro de esos dos años escolares y aprovechando los recesos, dos
compañeras y yo visitamos muchas veces la Quinta Anauco habitada en ese
entonces por sus dueñas, ancianas de apellido Eraso. Nos recibían con gran
amabilidad y siempre tenían algún dulce de almíbar de los numerosísimos de la
cocina criolla para obsequiarnos, con evidente agrado por nuestra presencia.
Posteriormente la familia Eraso hizo donación de esa maravilla al Estado
Venezolano para que fuera convertida en el Museo Colonial. Una vez nos
atrevimos a llegar hasta el Centro Médico y otra, hasta el Hotel Avila,
edificios hermosos que impresionaban mucho a quienes como yo, aún no habíamos
visitado países más desarrollados que el nuestro.
Mi carrera de
estudios prosiguió con mi ingreso a la Universidad Central de Venezuela cuando
tenía 16 años y culminó en la siete veces centenaria Universidad de Salamanca,
España, en la cual obtuve a los 21 años el grado de Licenciada en Derecho.
Pero mi
historia ligada a San Bernardino no terminó en 1947 sino que fue reanudada en
1955, cuando comencé a vivir en esta urbanización, para aquel momento hermosa,
llena de árboles, tranquila y segura. Mi quinta estaba ubicada en la Avenida
Soublette, en la cual vivían un poderoso militar ministro del Interior, en cuya
quinta posteriormente se fundó el Liceo Carlos Soublette, y el ministro de
Hacienda. La presencia de aquellos vecinos generaba respeto y temor y cabía
pensar que por aquella avenida ni las moscas se atrevían a volar.
Me reencontré
con el Hotel Avila, que nos quedaba muy cerca y a donde iba con mis dos
primeros hijos para que vieran al colorido y ruidoso tucán y corrieran a sus
anchas por los amplios espacios. Al recordar el lema "en el Avila es la
cosa", rememoro los alegres carnavales amenizados por grandes orquestas que
disfrutamos mi esposo y yo, yendo y regresando a pie, sin inquietud alguna.
Igualmente me
reencontré con la Quinta Anauco cuando los hijos tuvieron la edad apropiada
para disfrutar de un museo y más tarde, asistiendo a muchos conciertos
maravillosos que tuvieron lugar entre las nobles paredes de aquel recinto.
En mi quinta
vivimos veintisiete años, tiempo en el que hubo las normales vicisitudes que la
crianza de cuatro hijos puede traer, en mi caso, con un abrumador predominio de
las alegrías sobre los problemas, pues todos eran sanos de mente y cuerpo,
culminaron sus estudios y salieron del hogar para casarse, hasta mi armonioso
divorcio, cuya imagen de equilibrio y sentido humano estuvo evidenciado en el
hecho de que mi segundo esposo cargó la urna del primero, cuya enfermedad y
muerte me causaron el genuino y hondo pesar que puede tocar el corazón por el
fallecimiento de un hermano querido.
San Bernardino en los años cincuenta.
Cuando nací
me rodeaban once personas, abuelos, tíos, padres y mis otras dos abuelas, mi
cargadora Julia y la gran cocinera Soledad. Cuando comencé a vivir en San
Bernardino tenía todavía a nueve de esos testigos de mi infancia, pero todos se
fueron por una herida que en el alma quedó abierta, a la que a veces me asomo
para compartir o precisar algún recuerdo remoto... pero ninguna voz me
responde.
San
Bernardino estaba dotado de todos los servicios necesarios para la comunidad,
menos de una funeraria. Grandes clínicas y hospitales, el Centro Médico,
Hospital de Clínicas Caracas, Instituto Diagnóstico, Clínica Santa Ana, Hospital
Infantil JM de Los Ríos, laboratorios,
farmacias, librerías, Iglesia, centros de cultura como el Museo Colonial
y la Asociación Cultural Humboldt, el Colegio Moral y Luces, el IESA, el Hotel
Ávila, el Astor y otros de menor renombre, restaurantes, alguno de gran lujo
como el Anatole, librerías, licorerías, tiendas variadas, diversas opciones
para entrar y salir de la urbanización, por Cotiza, Sarría, Cota Mil, Avenidas
Panteón, Andrés Bello y Urdaneta, líneas de taxis, dos de autobuses y los llamados
Carritos por Puesto, aparte de que se podía ir caminando al cercano centro de
la ciudad.
En los
párrafos anteriores he celebrado a San Bernardino, como su habitante durante
muchos años, a partir de 1955 y hasta el día de hoy, pero desdichadamente han venido
tiempos en los que aquí, como en toda Caracas, como en todo el país, la sombra
siniestra del resentimiento, la venganza y la maldad ocultos detrás de la
máscara de promesas de redención social, de la repartición igualitaria de los
bienes y la perversa concesión de dádivas de todo tipo a los adeptos,
incluyendo la criminal permisividad e impunidad para robar, como conducta
opuesta a la ejercida contra los disidentes, a quienes se maltrata y encarcela, junto con el evidente maridaje entre hampa
gubernamental y hampa común, han transformado a San Bernardino en un lugar en
donde la inseguridad y la ruina económica se hacen evidentes en rejas,
alambradas, calles rotas, paredes descascaradas, y en la soledad de sus calles,
apenas se pone el sol.
La afirmación
anterior encuentra entre mis recuerdos uno muy especial, como ejemplo de esa
transformación negativa. A comienzos de 1999 un apreciado amigo era mi
instructor de Tai Chi y a veces la clase terminaba tarde. Muy cerca estaba la
parada del Metrobús y ninguna angustia me dejaba la idea del traslado a su
hogar, al que siempre regresó seguro. Hoy, nadie querría realizar ese viaje
temerario.
El ser humano
llora cuando pierde lo hermoso que el destino le ha deparado, cuando lo logrado
con el esfuerzo cotidiano que significa el vivir, se le escapa
irremisiblemente. Ya a mi edad, viendo a mi país destruido, y, más cercano, al
San Bernardino que amé, también destruido, he acudido a la remembranza que me
ha traído la sonrisa de la mujer satisfecha y feliz que en pocas ocasiones dejé
de ser, al contento de la mujer madre armoniosamente relacionada con sus cuatro
hijos, a los momentos poéticos vividos, para que mi alma y mi rostro se
iluminen, pero dentro de mi remembranza ineludiblemente surgen un país, un
lugar, para mí por siempre perdidos, y pienso que solamente llorando un
imposible río de lágrimas conseguiría expresar cabalmente el dolor de tan
inmensa pérdida.
Maria Margarita López
Agosto 2016
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