DENTRO
DEL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS
Hace ya muchos años un querido amigo me sugirió que leyera
"El Corazón de las Tinieblas" de Joseph Conrad. La lectura de la
novela tan magistralmente escrita tuvo, junto con el deleite estético que me
proporcionó, la capacidad pasmosa de transmitirme a cabalidad el terror ante la
maldad de la que es capaz el ser humano.
A instancias del amigo también hice un pequeño escrito
acerca de lo leído pero nunca pasó por mi mente, y era imposible que ello
ocurriera, la idea de que en un tiempo futuro yo podría sentir, como hoy
siento, que mi país camina a paso vivo por el sendero que lleva al corazón de
las tinieblas, a la maldad desnuda expuesta en crímenes horrendos, en
elevadísimas estadísticas de criminalidad, seres asesinados con treinta
balazos, acuchillados con el placer del sadismo extremo, quemados en vida,
linchamientos, cadáveres despedazados o triturados para evitar su
identificación, cementerios profanados por ejecutores de magia negra, una de
cuyas muestras las vimos una noche en vivo y en directo, cuando se profanaron
los restos de Bolívar...
Nunca pasó por mi imaginación la idea de que la maldad se
entronizara entre nosotros y me duele intensamente la constatación de que lo
constituyó una ilusión para muchos, la creencia de seres ingenuos en una
promesa, haya derivado hacia este horror, otra de cuyas facetas es la actitud
indiferente de los que sin duda alguna merecen ser culpabilizados por ser
protagonistas de conductas generadoras de este desastre que nos lleva hacia el
abismo.
Ellos, con más cara que espalda, repiten los nombres que
siempre afloran en su retórica engañosa para endosarles con desverguenza la
propia responsabilidad, ignorando los cadáveres que se amontonan por su
incapacidad para controlar la criminalidad y los fallecidos que abundan por la
falta a ellos atribuible de medicamentos y otros insumos médicos; que tampoco
se preocupan por los niños, cuyos cerebros, cuyos cuerpos, se están formando de
manera precaria por la nula o insuficiente ingestión de proteínas y por el
llanto de las madres que día a día se enfrentan a la realidad de que nada
tienen para dar de comer a sus hijos; que se niegan a ver que el terrible
fantasma del hambre que va abarcando a un número cada vez mayor de seres irá
sembrando el caos, imponiendo su dinámica deletérea y constituyéndose, como lo
enseña la historia, en el factor determinante de una gran convulsión social que
también los barrerá a ellos, aunque como todos los cobardes, busquen donde
refugiarse.
En días pasados hacía una gestión en una institución
contigua a un mercado del gobierno y tuve la ocasión de presenciar cómo los
uniformados escondían la inmensa cola de personas en un sitio cercano e iban
trayendo pequeños grupos que entraban y salían del local.
Hube de esperar que un familiar viniera a recogerme y
busqué un sitio en donde sentarme. Unos escalones me parecieron indicados pues
en ellos descansaban seis o siete personas que evidentemente ya habían comprado
pues sostenían pequeñas bolsas. Todos eran viejos, por lo menos, de sesenta o
más años y sus semblantes revelaban un cansancio que soportaban con visible
dificultad. Dos de ellos usaban bastón.
Los que estaban más cercanos a mí en voz baja me dijeron
que habían llegado a la cola a las cuatro de la mañana y que el inmenso
desgaste de experimentar el terror de la noche caraqueña y de estar de pie por
horas les había reportado muy poco: dos botellas pequeñas de aceite y un kilo
de arroz.
Los rostros marchitos que la fatiga hundía hacia sus
pechos, sus voces que surgían como lamentos de la humillación a la que habían
sido sometidos, instilaron en mí tristeza e indignación y trajeron a mi memoria
el sentimiento que yo había experimentado cuando, asida al hilo sonoro de la
prosa de Joseph Conrad, de sus palabras magistralmente elegidas, había
entendido profundamente lo que era descender al fondo de la oscuridad,
"como si hubiera oído un lamento trémulo y prolongado que expresaba dolor,
miedo y una absoluta desesperación como uno podría imaginar que iba a seguir a
la pérdida de la última esperanza en la tierra", yuxtapuesto a otro
terror, el de la maldad humana de los que, enfermos de poder y aquejados de
ceguera ideológica, ya ni siquiera pueden pensar como no sea en las cuantiosas
sumas de dinero mal habido que guardan en conocidos paraísos fiscales y que
según cálculos conservadores representan la tercera parte de la inmensa masa
monetaria ($1.300.000.000) que le entró a Venezuela y que debió ser invertida
en bienestar y felicidad para todos los venezolanos.
Desdichados instantes que, como muestra del gran
sufrimiento generalizado en el país, me permitieron estar ante la evidencia de
un trato innoble hacia seres que en su tiempo aportaron a la sociedad lo que
pudieron y que ya al final del camino experimentan muy posiblemente la pérdida
de sus últimas esperanzas.
Contra este sentimiento que me agobia esgrimo el
convencimiento de que los pueblos se levantan de sus cenizas y la fe en las
nuevas generaciones de jóvenes que luchan por esta patria me dota de la
fortaleza indispensable para seguir viviendo.
María Margarita López
Marzo 2016
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