martes, 31 de mayo de 2016

ARTÍCULOS (Magazine No. 534)

EL HOLANDÉS VOLADOR (y Fin)

El gol de Cruyff a Brasil en Alemania 74

Algunos dicen que la maldición que cayó sobre Cruyff –quien nunca lograría ganar la Copa del Mundo-, y el seleccionado holandés (tres veces subcampeón mundial) fue obra del jugador brasilero Luis Pereira, dorsal No. 2 del equipo que enfrentó a los tulipanes en Alemania 74.*

En aquel partido, el seleccionado de Brasil mostró la cara más fea que se pueda concebir, la sombra que siempre acecha tras el jogo bonito. Como en el mundial de Suiza 54, cuando se vieron superados en cuartos de final por otro equipo maravilla que tampoco logró alzarse con la «Jules Rimet», la selección de Hungría, los “magiares mágicos” (partido que por su violencia sería denominado como “la batalla de Berna”), los brasileros intentaron parar el fútbol total a fuerza de juego brusco y faltas reiteradas. Ya perdiendo por dos a cero, el defensor Luis Pereira fue expulsado de la cancha por una dura entrada por la espalda contra Johan Neeskens. Al retirarse desairado del engramado, se acerca a la banca donde se encuentran el entrenador holandés, Rinus Michels, y los jugadores suplentes del equipo naranja, y les indica furioso con tres dedos de una mano, mientras con la otra señala en su franela el escudo de la Federación Brasilera, su condición de tricampeón del mundo.

Creamos o no en la “maldición de Luis Pereira”, lo cierto es que los favoritos para ganar la Copa del Mundo del 74, fueron derrotados por una Mannschaft donde militaban grandes jugadores históricos germanos, como Beckenbauer, Sepp Maier (héroe de la final), Paul Breitner, Wolfgang Overath y Gerd Müller, pero que colectivamente mostró durante todo el torneo un juego poco convincente.

Ese Domingo 07 de julio de 1974, en el Estadio Olímpico de Múnich, los jugadores de la Naranja Mecánica, estigmatizados por un destino atroz, fueron transfigurados por la fantasía de sus admiradores en auténticos espíritus errantes, como la tripulación espectral del buque fantasma capitaneado por el “holandés volador”, en este caso Johan Cruyff, cruzando el umbral que los convertiría también en leyenda: Jan Jongbloed, Ruud Krol, Wim Rijsbergen, Wim Suurbier, Adrianus Haan, Wim Jansen, Johan Neeskens, Rob Rensenbrink, Willem van Hanegem (la perla del Fayenoord) y Johnny Rep. Segados como sus pares del Pequod (Ahab, Starbuck –primer oficial-, Stubb -2do oficial-, Flask -3er oficial-, el timonel Bulkington, los arponeros Tashtego, Dagoo y Queequeg), en el intento fallido de dar caza al leviatán teutón; atrapados por el maelstrom –el Caribdis nórdico- que se tragó también al Nautilus de Nemo y a su enigmática tripulación.

El gol de taco que Cruyff propinó al Atlético de Madrid (22-12-73)

Como ocurre con todas las leyendas, esa derrota en la final de Múnich, se transmutó al pasar de los años, por obra de la memoria y el corazón de los amantes del balompié, en una victoria del espíritu, un triunfo del fútbol-arte. Así como les pasó a sus antecesores, los “magiares mágicos” de 1954, el mundial Alemania 74 trae a la mente en primera y destacada instancia, el hermoso recuerdo del fútbol total que practicaba la “naranja mecánica” capitaneada por Cruyff.

¿Quién recuerda a los ganadores de la final del torneo del 54, “el milagro de Berna” (que luego pasaría a ser símbolo del “milagro alemán”), a los hermanos Fritz y Ottmar Walter, a Helmut Rahn? De igual modo, ¿quién recuerda del 74 que Alemania fue el campeón, con un equipo de figuras como Beckenbauer y Müller? Aparte de los alemanes y los historicistas del futbol, nadie. Se recuerda en cambio –con un memorar que nace del corazón (cordis: corazón), a los “magiares mágicos” de Puskas y Kocsis, en el 54, y a la “naranja mecánica” de Cruyff y Neeskens, veinte años después. Y es que veinte años parecen no ser nada desde el punto de vista privilegiado del alma y la memoria.

Que la Mannschaft se haya transformado en la “bestia negra” para dos de las mejores selecciones de todos los tiempos (la tercera gran selección sería -no en orden jerárquico, por supuesto-, sin lugar a dudas, la de Brasil en México 70), y que haya impedido a éstas el alcanzar el trofeo que con toda justicia merecían, en sus respectivos torneos, es algo que amerita una reflexión aparte.

Una de las mejores películas de todos los tiempos, y también, uno de los mejores filmes de propaganda jamás realizados, se titula El triunfo de la voluntad, de Leni Riefenstahl, y tiene por tema el Congreso Nacionalsocialista de 1934 en Nüremberg, con Der Führer Adolf Hitler a la cabeza. Este es uno de los puntos icónicos más relevantes alcanzados por la “cultura fáustica”, por la voluntad de dominio. Por supuesto, no es el único.


"Siegel": la runa de la Victoria

Alemania y su afán de poderío a toda costa suele expresar en sumo grado esa “voluntad y nada más” característica de nuestro tiempo: una voluntad sin alma, desalmada. La voluntad desmedida eclipsa al alma.

“[Heráclito] «El sol no sobrepasará sus límites porque de otro modo las Erinias, guardianas de la justicia, sabrían descubrirlo». Nosotros, que hemos hecho el universo y el espíritu desorbitados, nos reímos de esta amenaza. En un cielo ebrio iluminamos los soles que queremos. Más ello no impide que existan los límites y que lo sepamos.” (Albert Camus. El destierro de Helena).

La runa de la victoria (símbolo de Thor), duplicada para formar el acrónimo de las temibles SS, o el saludo ¡Sieg Heil! -¡viva la victoria!- no son sino recordatorios de la parte sombría de esa voluntad titánica contemporánea. Alma implica “consciencia de fracaso” (López-Pedraza). La palabra “triunfo” proviene de la celebración que se le hacía en la Roma antigua, a los comandantes victoriosos. Un esclavo sostenía una corona de laurel sobre la cabeza del vir triumphalis y le recordaba constantemente la fórmula trágica “mira hacia atrás y recuerda que sólo eres un hombre”.

La ambición de victorias y éxitos “a como dé lugar” propia del mundo moderno, tal como se expresa en nuestros deportes (“más alto, más fuerte, más rápido”) y en la sed de “ganancias” propia de nuestra economía, poco tiene que ver con la noción de “agón” griega, que estaba temperada por la creencia en la mesura (Némesis) y por el pathos trágico, que revelaba al griego sus filiaciones con el bárbaro y el titán, y, por ende, con la posibilidad de la caída en Hybris (desmesura). La Ilíada nos entrega un excelente testimonio sobre las relaciones trágicas entre “agón” e Hybris, pues su tema es la cólera de Aquiles -el gran guerrero de la Edad del Bronce, que lo hace caer en desmesura, olvidando su condición de mortal.

Gracias al “agón”, el griego luchaba y debatía como si los dioses siempre estuviesen a su favor, pero la derrota no era menos sagrada que la victoria, toda vez que el pathos trágico les daba la necesaria sabiduría para aceptar que los dioses podían favorecer a sus contrarios y propiciar su caída. En el contexto no menos “agonal” de las artes marciales chinas tradicionales, el Tai Chi Chuan maneja la noción de “invertir en la pérdida” (Cheng Man-ching). Lo cual nos revela que aún en sociedades guerreras, ganar no lo es todo, que hay cosas más importantes y esenciales que la mera victoria.

La victoria sin límites que se busca en nuestro tiempo de titanes, es ante todo inhumana, por ambicionar ser sobrehumana. Ni la naturaleza del hombre ni la de las cosas da pie para tal proyección triunfalista de la idea de progreso. La “victoria final”, soñada por tantos fanáticos y exaltados, es otra forma de decir “solución final”. De ahí sus filiaciones con el exterminio. Los ciclos naturales y humanos muestran que hay tiempo para avanzar y otro para retroceder, que hay crecimiento y hay merma, flujo y reflujo.

Según la versión de Goethe de la leyenda del Fausto, así como en la versiones de Wagner y de Fitzball del “holandés volador”, el “eterno femenino” entrega la única posibilidad de redención para las almas perdidas. En el Fausto lo encarna el personaje de Margarita. En la leyenda del buque fantasma neerlandés, el permiso de bajar a tierra cada cierto tiempo para que el “holandés errante” busque una mujer con quien compartir su maldición. Gesto que podía finalmente, liberarlo de ésta, según el personaje wagneriano de Senta. Se trata, en estos casos, del tema de la redención por amor.

En el politeísmo griego, Eros (el amor) es hijo de Afrodita (la belleza); cuya encarnación humana es la mujer de las mil loas, Helena de Troya. En arte (poiesis), al decir de autores como Robert Graves, el eterno femenino no es otra cosa que la presencia sacra de la Musa (la paleolítica Diosa Blanca), a quien todo arte rinde culto, consciente o inconscientemente. La Musa está ligada a la epifanía de la belleza, al rapto del alma. La belleza no es sino otra cara del pathos trágico, es el tesoro que el artista arranca a la muerte en el inframundo, para ofrendarlo a los hombres sobre la tierra y dar gracias a lo celeste. Esa es la antigua manera de dar ánimo y elevar el espíritu de los mortales.

Surge entonces la conjetura increíble: ¿Cruyff y los suyos, aquella tarde del verano del 74 en Múnich, sabían que saldrían de la historia y entrarían en la mitología –el centro de toda cultura auténtica- sólo si perdían contra los teutones? ¿Intuyeron entonces, que la poética del fútbol sólo podía permanecer y renovarse, si no se conjugaba con la eficacia y la eficiencia máximas -totales? Porque si nuestro tiempo es “impoético” (Heidegger), si tiende a la universalización del mamotreto y el adefesio,** lo es en la medida de sus ambiciones fáusticas de “victoria total”, de su voluntad ilimitada como la nada.

Como los griegos cuando abordaron las mil naves para cruzar el mar y luchar por la belleza, por la hermosa Helena, los holandeses de Cruyff, más de tres mil años después, también fueron por la victoria en aquel Estadio Olímpico muniqués. Pero estaba escrito que su destino era más lejano y más profundo que el simple triunfo. Fueron a aquella cita para cumplir con su fatum, hado que estaba mucho más allá de sus apetencias personales y nacionales, de su voluntad. Y todo destino es siempre trágico: fatalidad. En la tragedia arcaica, sólo había un personaje: Dioniso. Y, como dijera Heráclito “el oscuro”: Dioniso es uno de los nombres de Hades (Muerte).

En la tragedia deportiva escenificada en Múnich, así como en la de Berna veinte años antes, fue derrotado el mejor equipo, pero salió triunfante la siempre invicta belleza. El destino mostró sus fauces letales, y los límites atroces de la muerte abrieron las profundidades del abismo insondable para acrisolar la belleza trágica, la que se yergue luminosa sobre las fosas que conducen al Hades. Esa es la belleza que memoramos hoy al recordar y agradecer al capitán de la legendaria Naranja Mecánica, al holandés volador, Johan Cruyff.


A Johan Cruyff, In Memoriam
R. C.

Notas:
*La mitología de dicha “maldición” expresa una especie de venganza simbólica del fútbol clásico para con el fútbol moderno que irrumpió de forma demoledora con la Naranja Mecánica.
**Nuestras miserables tragedias exhalan olor a oficina y la sangre que chorrean tiene color de tinta grasosa.” Albert Camus. Ob. Cit.

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